Crítica publicada en Esencia Cine
Post Tenebras Lux no es, para nada, una película sencilla. La cinta, que supuso el premio del festival de Cannes de 2012 como mejor director para Carlos Reygadas, es un viaje a lo rural y, en una extensión más amplia, a lo oculto, a través de las sensaciones. Una película no apta para todo tipo de paladares que, a más de uno, puede dejar con la boca abierta y con una confusión difícil de solventar.
Con un preludio maravilloso, sin duda lo mejor de la película, a través del que el cineasta juega con nuestras emociones, la película se adentra en un terreno pantanoso y complejo. Dicho prólogo muestra a una niña que juguetea, aparentemente sola, en el campo, rodeada de vacas, perros y otros animales. A través de la fotografía y los claroscuros, que muestran el anochecer, y del sonido ambiente –el desesperante cantar de los grillos– la amenaza se va apoderando de la imagen hasta que lo que era un oasis de felicidad acaba convertido en un caos de congoja y tinieblas.
A partir de ahí, Reygadas empieza su particular descenso hacia las honduras de una historia que no termina de levantar nunca. Juan y Natalia son un matrimonio con dos hijos que ha decidido instalarse en el campo. Esa es la premisa que parece vertebrar este todo inconexo de imágenes, ya que la pareja aparece en determinadas situaciones cotidianas y aparentemente ocurridas en una línea temporal cronológica.
Sin embargo, las situaciones externas se cuelan en la película con la misma facilidad con la que el espectador pierde el hilo y desconecta. El film del mejicano tiene momentos de verdadera lucidez, pero también otros en los que es fácil salir de la historia. Desde la inquietante escena con el carnero rojo que entra con un maletín en la casa (repetida dos veces en el metraje), hasta una surrealista reunión de alcohólicos anónimos o un baño turco en el que se practican orgías organizadas, que el cineasta cuela entre las escenas de la familia sin ningún tipo de conexión aparente.
Apoyado excesivamente en una especie de fábula de ensoñación –la deformación de los bordes de la imagen parece sugerir esto o una apelación a la memoria–, el cineasta se adentra en un viaje excesivamente autocomplaciente. El problema viene dado cuando la profundidad de ese viaje no conduce hacia ninguna parte. Todo parece quedarse en el aire, es difícil de comprender. En definitiva, todo vale.
“Sólo es un sueño que se desvanece, una memoria que no tiene donde quedarse”, canta en una de las escenas la protagonista al piano. Quizás ahí esté la clave de lo anterior y, por ende, de la película. Tal vez. Pero es difícil saberlo. Mientras intenta descifrar algo, el espectador puede deleitarse con unas imágenes pulcramente iluminadas, si bien la estética de la película termina por resultar pretensiosa.
El film de Reygadas, como la letra de la canción que canta su protagonista, es un sueño que se desvanece. Una fábula difícilmente descifrable que repele tanto como fascina. Una película extraña, tenebrosa, grotesca y mal encarada, que, en cambio, y pese a todo lo anterior, mantiene un halo de misterio por saber si al final habrá un giro que lo explique todo. La respuesta es no.
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