28 febrero 2015

'Fuerza mayor', cuestionamientos de altura

Crítica publicada en Esencia Cine


El silencio y las miradas duelen y desasosiegan en Fuerza mayor. Incluso los hipnóticos acordes del Russian Bayan de Catherine Michael, que resuenan en los puntos climáticos del film, se clavan como punzones. Ruben Östlund narra la historia de una familia burguesa que acude a pasar unas vacaciones en los Alpes franceses. Todo marcha a la perfección hasta que ven acercarse una avalancha hacia el restaurante donde comen. Cuando la mujer llama a su marido para que ayude a sacar a sus hijos de allí, éste, preso del pánico, se ha marchado. Después se descubrirá que todo estaba bajo control, pero algo habrá cambiado en el núcleo de esa familia (las imágenes en el espejo, mientras se lavan los dientes, lo ejemplifican: en la primera están todos juntos, en la última aparece solo el hombre). 

Östlund adopta la mirada externa como forma de acercarse a sus personajes y a la historia que atraviesan. Por momentos, el cineasta parece situar la cámara en los ojos de ese conserje que mira las disputas del matrimonio en el pasillo del hotel. Como si, incluso, esa condición de observador externo lo convirtiese en la representación del autor en la obra (impagable el momento en el que los personajes le piden intimidad para continuar su discusión). El patetismo del ser humano se instituye como uno de los puntos centrales en todo momento en el cuarto largometraje del director sueco (tras Play [2011], Involuntario [2008] y Gittarmongot [2004], que supuso su debut). Los intentos del padre por recuperar su posición en la familia y la confianza de su mujer tras el incidente cabalgan entre lo cómico y lo dramático, además de asestar un certero revés sarcástico al patriarcado social que continúa “dominando” hoy en día muchas sociedades. 

Con un trabajo cuidadísimo en la fotografía, gracias a la perfecta simbiosis entre los encuadres y la iluminación que consiguen Fredrik Wenzel y Fred Arne Wergeland, Turist desliza temas como el cuestionamiento de la familia, el individualismo, la decepción e incluso los instintos más primarios. El exquisito tratamiento de la imagen nos deja encuadres para guardar de por vida. Pero no sólo de imágenes y del gusto visual vive Turist. Los interludios en los que el director muestra el trabajo rutinario de la pista (máquinas preparando la nieve, termómetros, elevadores, etc., mientras resuena el Verano de Las cuatro estaciones de Vivaldi) chocan frontalmente con aquellas secuencias en las que el diálogo (buena parte del mismo sin palabras) toma el protagonismo de la obra.


Los cinco días a través de los que se estructura el guion de Östlund vertebran las dudas de la protagonista (gran trabajo interpretativo de Lisa Loven Kongsli) y se alimentan del cinismo, el sarcasmo y la ironía. Turist siempre dispone de una salida rápida del excesivo dramatismo que se intuye en alguna de sus situaciones, ya sea a través del humor (la escena del drone, por ejemplo) o de los numerosos giros repentinos que desvían continuamente la perspectiva del espectador y descolocan su mirada (conversaciones que se cruzan, reacciones inesperadas o secundarios que cobran mucho –y muy sutil– protagonismo). 

Force majeure reabre, una vez más (aunque es autosuficiente para volverlo a cerrar), el debate entre forma y fondo. Durante algunos lapsos del metraje se puede “acusar” al cineasta de anteponer la forma sobre el contenido (las secuencias de la discoteca, entre otras), pero la realidad, pese a que pueda existir un cierto gusto por el formalismo, es que el autor nunca descuida lo narrativo, que permanece siempre como la clave de avance del film. La reunión de elementos visuales y narrativos no hace más que beneficiar el desarrollo de la obra de forma equilibrada. El choque de la imagen y las palabras se convierte en un intachable abrazo. Por su parte, Östlund consigue mediante la dirección de actores que ese equilibrio, tanto entre forma y fondo, como en la hibridación de géneros, se refleje también a través de sus interpretaciones. Los actores siempre mantienen la expresión gestual en un punto clave para mostrar el patetismo sin que el resultado sea desmesuradamente patético.

Así, entre dudas y certezas, avanza Turist hacia el quinto y último día de esquí en ese ambiente inhóspito, alpino, frío y gris, que simboliza las complejas e incómodas situaciones que vive el matrimonio protagonista, y que se puede hacer extensible a la realidad actual de la familia y a su propio –y controvertido– cuestionamiento en la escena final, que deja abierto el interrogante de forma totalmente consciente. Y si además de todo esto, Ruben Östlund resuena en ciertos momentos a figuras como Lars von Trier o Stanley Kubrick (sobre todo en los usos de la música y la atmósfera), podemos aupar Fuerza mayor como una película que guardar bajo paño.

27 febrero 2015

'Samba', baile entre la comedia y el drama

Crítica publicada en Esencia Cine


La primera secuencia de Samba podría resumir la película, o al menos, una de las que contiene, o puede contener, la nueva obra de Olivier Nakache y Eric Toledano tras la exitosa Intocable (2011). La cámara se desliza por los entresijos de un hotel en el que se celebra una boda. En un travelling sin cortes, el ojo del cineasta se posa, primero, en la celebración, en la que todos bailan y disfrutan de la tarta, para después adentrarse en el mundo de las cocinas, repleto de occidentales hombres blancos que adornan sus postres y, más tarde, en la zona de los lavaplatos, en la que trabajan hombres negros en su mayoría y en la que encontramos al protagonista interpretado por Omar Sy. Puede hablarse de cierta reducción maniqueísta en este planteamiento de los directores, pero narrativamente sirve para situar al espectador y al personaje de un solo vistazo. De la superficie a la capa más profunda de un país; de lo victorioso a una derrota social de cierta evidencia.

A pesar de este inicio, no es Samba una película que indague demasiado en temas espinosos, o, quizás sería más correcto decir, que lo haga desde una perspectiva excesivamente dramática o con ánimo de denuncia. Sí lo hace desde el terreno de la comedia, a través de la cual desliza cierta problemática sobre la inmigración, enfocada desde diversos puntos de vista (institucional, social, identitario). Pero, como apuntábamos, no se trata de un drama convencional y sí de una de esas películas “positivas” hechas para agradar al espectador. Una feel good movie. Podría existir incluso aquel que dijese que la idea es, en cierto modo, frívola. Y la realidad es que tampoco podría rebatirse totalmente esa opinión, pues tendría argumentos sobrados para refundarla.


Apoyando todo el peso en el carisma que desprende la sonrisa y el buen aspecto de Omar Sy frente a la cámara y, sobre todo, en el magnetismo de una Charlotte Gainsbourg a la que cualquiera querría no dejar de mirar nunca, los directores se adentran en la relación de ambos personajes, inmigrante sin papeles, él, trabajadora social, ella. En los momentos en los que el film se centra más en ellos y se aleja de grandes mensajes seduce mucho más. Es posible que el espectador se sienta más interesado por aquellas escenas en la que varios personajes bailan, conversan o simplemente tratan de seguir adelante, que aquellas otras en las que Samba trata de ofrecer un mensaje demasiado profundo, que a veces se deslavaza de la propuesta tonal del resto.

El humor es otro de los puntos clave de la cinta francesa. Y el tratamiento que se le da por parte de los autores es irregular. Nakache y Toledano se muestran empeñados en forzar las situaciones cómicas en momentos en los que la historia no las necesita (e incluso pueden incomodar su desarrollo). Sin embargo, en aquellos lances en los que la comedia se cuela de una forma más natural (la parodia del anuncio de Coca-Cola que hace Tahar Rahim) e incluso inesperada (las resonancias, no sabemos si pretendidas, al personaje de Gainsbourg en Nymphomaniac [Lars von Trier, 2014]), la risa sí es convocada al patio de butacas de una forma más lúcida y original.

Samba es una obra irregular, que pese a la sencillez de su propuesta, consigue arrastrar al espectador y que se deje llevar por las situaciones. Un film desequilibrado en todos sus aspectos (personajes que aparecen y desaparecen, subtramas que parecen no conducir a ningún punto), indefinido en ciertos momentos (una suerte de puente entre comedia y drama que no termina por llegar a ninguna orilla), que se dilata excesivamente hasta su debatible final. Eric Toledano y Olivier Nakache han filmado un reverso de Intocable en el que modifican muchas cosas (la música y su tratamiento, por ejemplo) para ofrecer un nuevo punto de vista con respecto a dicha obra. Además, la incorporación de Charlotte Gainsbourg al reparto ya debería servir por si sola para ver no solo esta, sino cualquier película en la que intérprete sea la protagonista.

'Kingsman', gentlemen sin armaduras

Crítica publicada en Esencia Cine


Gladiadores en traje. Así se hacen llamar los trabajadores del servicio secreto que capitaliza Olivia Pope en la teleficción Scandal (ABC, 2012-actualidad). En una línea del guión de Kingsman: Servicio secreto Colin Firth explica al nuevo candidato (Taron Egerton) que ellos son los nuevos caballeros y que no tienen otra armadura que sus trajes. La definición del protagonista para los kingsman guarda muchas similitudes con la que utilizan los personajes de la serie de Shonda Rhimes para reivindicarse como colectivo necesario. La similitud, buscada o no por Matthew Vaughn, no es, en ningún caso, baladí. Detrás del juego de espejos entre el cine y la televisión se encuentra uno de los temas centrales de esta obra: el relevo generacional en el cine de espías e intrigas políticas. Tal vez este salto generacional quede expresado de una manera más evidente aun en la broma central del film, que aúna tres nombres de agentes como James Bond, Jason Bourne y Jack Bauer, y por extensión, la expresión gráfica de ese progresivo cambio de referentes generacionales que, en la cinta, personalizan Colin Firth y Taron Egerton.

No hay quien se crea a Kingsman, ni falta que le hace. Vaughn se deja llevar continuamente por el exceso como estilo narrativo y a fuerza de ello consigue un tono gamberro y bastante subversivo. En términos algo coloquiales se podría definir el film como una maravillosa locura, que homenajea, como decíamos, el cine de espías de los años ochenta y noventa. El ritmo, siempre in crescendo, es la herramienta más feroz del narrador. Las imágenes se suceden unas a otras con una vertiginosidad que mantiene al espectador con los ojos fijos en la pantalla. Ayuda a la consecución de este ritmo la cierta gamification que vertebra la historia, a través de la que los protagonistas tienen que ir superando envites y “pruebas” como si de un videojuego se tratase. Entretanto, las bromas, los chistes y los guiños. Desde Obama hasta el cambio climático (esbozado como suculenta excusa para crear un villano a la altura), pasando por la realeza sueca, poco escapa a la caricaturización mordaz de Kingsman.


El cineasta se adhiere a una presentación de hechos y situaciones mediante el exceso. Todo resulta, en cierto modo, desproporcionado. Tanto los propósitos criminales –fundamentados en una suerte de macabra filantropía– del villano interpretado por un divertido Samuel L. Jackson hasta la última escena protagonizada por un Taron Egerton ya fuera de rosca y una princesa sueca en estado de total rendición; Kingsman está rodada con un prisma canallesco –en el mejor sentido de sus acepciones– que aporta frescura al género que revisita. Ese halo de cambio generacional que se traduce, en cierta manera, a los códigos.

Vaughn ha creado una obra lúcida desde su pretendida exageración; una película que aúna una forma procuradamente rimbombante con un sutil mensaje sobre el salto generacional, tanto en las películas como en los destinatarios de las mismas. En definitiva, un 007 a la moderna en el que Colin Firth –quizás el caballero británico por excelencia– brilla junto a Mark Strong y cede el testigo a las nuevas generaciones –las de Jack Bauer– representadas por Egerton.

20 febrero 2015

'El francotirador', ¿hagiografía del castigador?

Publicado en Esencia Cine


¿Cuál es la condición del héroe? Y sobre todo, ¿qué o quiénes hacen un héroe? ¿Puede llegar a ser un ídolo nacional alguien que carga con más de ciento sesenta muertes bajo su “leyenda”? Quizás la respuesta más correcta sea la ambigüedad: depende del sillón desde el que estemos contemplando la batalla. Pero, ¿y si el “héroe” de El francotirador fuese un militar iraquí? ¿Cómo reaccionaría el mundo occidental si, de la misma forma en que el propio Eastwood contrapuso Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, ahora rodase un “Iraqi Sniper”? O, de otra forma, ¿si la hubiese rodado un director musulmán?

Tomando como material de base las memorias de Chris Kyle, Clint Eastwood dirige el guion adaptado de Jason Hall en el que se estudia (y se termina ensalzando) la figura del tirador más letal de la historia de los Estados Unidos. La adaptación es notable y bastante fidedigna al original; se reconocen anécdotas e historias que cuenta el protagonista en sus páginas. Sin embargo, no se incluyen algunos de los pasajes más escalofriantes del libro, como ese en el que Chris Kyle reconoce cómo se divertían masacrando iraquíes. “Aquel ritmo se hacía largo y pesado, y nosotros queríamos más. Nos moríamos por tener más. Cuando los malos se escondían, hacíamos lo que fuese por retarlos para que saliesen y así poder abatirlos. Uno de los colegas tenía un pañuelo con el que hicimos algo parecido a una cabeza de espantapájaros. Con unas gafas y un casco, conseguimos que pareciera un soldado, al menos desde una distancia de varios cientos de metros. Luego lo pinchamos en un palo y lo asomamos al parapeto de la azotea un día que la acción había decaído. Picaron un par de insurgentes, y nos los cargamos.” Son palabras de Kyle correspondientes a uno de los fragmentos moralmente más cuestionables del libro, que no es incluido en el film de Eastwood, con menos interrogantes incluso que los que se hace el propio francotirador en algunos momentos de su narración (aunque tampoco él se cuestiona demasiado).

La historia comienza “in medias res”, cuando Kyle ya se encuentra en Faluya y se enfrenta ante la duda de disparar a un niño o no hacerlo cuando su madre le da una granada para que ataque a los marines. La estructuración del guion, entonces, nos retrotrae a la infancia de Kyle y al desarrollo personal y profesional que lo ha llevado hasta allí. El guion adopta esa forma para el resto de la obra: entre la guerra y la familia, entre Iraq y Estados Unidos, entre el castigador inquebrantable y el buen pastor que defiende a sus compatriotas con su vida.


American Sniper se construye como un carrusel de disparos en los que el americano mata al salvaje. No existe la humanización del oponente, que se muestra como un animal en todas sus vertientes. Tomando como material de base las palabras de Kyle podría asegurarse que lo que hace la película es situarse desde la perspectiva del “héroe” y que esa es la visión que tenía el francotirador de sus rivales. Sin embargo, pese a lo aséptica que es la propuesta de Eastwood durante gran parte del metraje –excusado en esa supuesta fidelidad al material de origen–, sí hay algunas decisiones de puesta en escena que conducen al espectador a la opinión unidireccional, por supuesto, la del soldado americano. El cineasta solo carga la mano cuando el blanco retratado es iraquí. ¿Por qué, si no es para condicionar la visión, se regodea en los cadáveres descuartizados al entrar en una casa iraquí? ¿Por qué no hace lo propio con los cuerpos abatidos por el tirador? ¿Por qué alternar la brutal escena del taladro con imágenes en las que un perro amenazante ladra a Chris Kyle evitando su intervención? ¿Qué nos están señalando Jason Hall, guionista, y Clint Eastwood a través de la charla en la que el padre del soldado establece una división de la sociedad en lobos, ovejas y perros pastores? Por no hablar, que se podría hacer largo y tendido, del final claramente hagiográfico en memoria del SEAL con la que el autor concluye su obra. 

Son pequeños detalles, sutiles en la mayoría de ocasiones, que determinan una toma de partido que se hace completamente patente en el citado cierre del film (por completo innecesario). Sin embargo, y aquí viene el debate, la forma de Eastwood es exquisita. A sus 84 años el director ha logrado una película trepidante, llena de acción y ritmo, con un montaje de sonido exquisito y que posee algunas escenas rodadas con la maestría propia de un nombre como el suyo (la tormenta de arena, por ejemplo). Además, el trabajo interpretativo y la dirección de actores relucen tanto si hablamos de Bradley Cooper, posiblemente en su mejor papel hasta el momento, como de Sienna Miller, muy convincente durante todas sus apariciones.

¿Conviene, pues, separar lo formal de lo narrativo; la forma del contenido? Es el gran debate, la discusión que nunca verá el final. “¿Formalismo? ¿Contenutismo? El cuento de nunca acabar”, anunciaba José Luis Guarner en su texto Las gafas de Parménides, en el que unas líneas más abajo concluye que la puesta en escena no es otra cosa que la expresión del pensamiento de un autor. ¿Cómo valoramos, por tanto, El francotirador de Clint Eastwood: únicamente desde lo formal, solo desde lo narrativo o como un todo indivisible en el que la puesta en escena determinaría la moral de la obra y su autor?

'El libro de la vida', los muertos y los vivos

Crítica publicada en Esencia Cine


El Día de Muertos es una celebración mexicana que tiene lugar el 2 de noviembre y honra a los difuntos. Son muy populares, al respecto, las calaveras mortuorias que se lucen ese día y las figuras a las que se rinde veneración. Tal vez México sea uno de los lugares con mayor culto a la muerte, por eso en las escuelas se enseñan las tradiciones del Día de Muertos como una materia más para conocer el mundo. 

Quizás por eso El libro de la vida pueda ser mejor interpretada por aquellos que estén familiarizados con la festividad y sus ídolos (La Katrina, el Cerero y Xibalba) que por quienes sean completos desconocedores de ella. Es probable que, por eso mismo, pese a que la nacionalidad de la cinta sea estadounidense, todo en ella se sienta muy mexicano. Tanto el director, Jorge R. Gutiérrez, como el productor Guillermo del Toro (del que se nota la mano en determinadas ocasiones) comparten nacionalidad y cultura. Y esa idiosincrasia queda muy plasmada en el desarrollo de la película.

The Book of Life narra la historia de una joven y dos amigos enamorados de ella desde pequeños. Manolo está en el camino de ser torero, como su padre, pero en realidad quiere ser músico. La única que apoya su sueño es María, de la que también está enamorado Joaquín, el mejor amigo de Manolo, que cierra el círculo. La historia, por tanto, no es nada novedosa. Sin embargo, el guion, lleno de tópicos, es eclipsado por completo por la forma que adopta la obra, que se convierte en su gran virtud.


En su viaje iniciático, Manolo transitará varios mundos (el mundo de los muertos y el mundo de los olvidados, además del mundo terrenal) para encontrar cuál es verdaderamente su camino y para aceptar la pérdida como un paso más de su madurez. Ese deambular será el que aporte los mayores méritos al film de Gutiérrez, que consigue crear una atmósfera fascinante entre lo lúgubre y lo festivo (algo muy en consonancia con la propia festividad del Día de Muertos en el que se desarrolla la acción).

Los creadores de El libro de la vida establecen un interesante diálogo entre las leyendas aztecas y la formulación narrativa clásica; sin embargo, si no fuera por el deslumbrante apartado visual, el dispositivo narrativo no alcanzaría el grado necesario para sustentar todo el peso del film. Existe en esta película, eso sí, un ejercicio de estilo apabullante, que a lo largo del metraje puede resultar ciertamente contraproducente, ya que la obra se deja llevar por esa solidez estética y resta fuerza al despliegue de la historia, finalmente eclipsada y algo débil.

¿Es The Book of Life una cinta para niños? Cuesta determinarlo. ¿Cuánto espacio hay entre lo que provoca la risa y lo que causa terror? ¿Hay un límite claro? La obra de Gutiérrez bordea constantemente esta línea y se mueve con atrevimiento aquí y allá en esa dicotomía: lo alegre y lo triste, lo festivo y lo parco, el amor frente el deber o la vida y la muerte. El film se acerca por momentos a la apariencia de La novia cadáver (Tim Burton, 2005) e incluso de Pesadilla antes de Navidad (Henry Selick, 1993), pero sin llegar a alcanzar la profundidad y la delicadeza que sí lograban aquellas en cuanto a lo narrativo. En lo visual, toda una fiesta.

13 febrero 2015

'Red Army', memorias de una sinfonía

Crítica publicada en Esencia Cine


“En el cine tradicional el villano es derrotado y ganan los buenos. No puedo garantizar que sea así en la película que están a punto de ver.” Las palabras son, ni más ni menos, que de Ronald Reagan y son las que abren este film de Gabe Polsky, que en un alarde de ingenio y montaje cerrará Red Army con el presidente ruso actual, Vladimir Putin. Pero… ¿y aquí, quién es el villano y quién el bueno? Quizás esta contraposición sea la definición más significativa del documental que ha realizado el cineasta ruso sobre el equipo de hockey del ejército rojo. Constantemente, la obra pone sobre la mesa esas diferencias irreconciliables, que a menudo no lo son tanto; ni irreconciliables, ni siquiera diferencias.

Centrado en la figura de Viacheslav Fetisov, defensa y baluarte de aquel equipo de ensueño que dominó el deporte del hielo sobre todos sus adversarios. Las entrevistas que realiza Polsky con el jugador vertebran y dan sentido a una narración que utiliza el deporte para transcenderlo y dar un paso más allá. Durante todo su metraje Red Army avanza en dos vías: los éxitos y la carrera deportiva de ese ejército rojo, y la propaganda y cambios políticos en la URSS; en definitiva, su historia.

No obstante, y pese a lo que podría haber sido, Red Army se constituye como una narración ecuánime, y en esa virtud reside el mayor de sus aciertos. En ningún momento se sobrepone ninguna forma de concebir el mundo por encima de la otra. Tal vez tenga mucho que ver en esto el origen del director: criado en los Estados Unidos pero hijo de soviéticos. Polsky se encarga, a través de un fabuloso trabajo de montaje y guión, de contraponer visiones sin dogmatizar ninguna de ellas sobre la otra. A veces se percibe cierta nostalgia de los soviets en el mensaje que dan sus interlocutores; otras, en cambio, una dura crítica sin paliativos al sistema soviético. Lo mismo ocurre con el sistema capitalista estadounidense.


El trabajo de montaje de Red Army es su columna vertebral. En él radica la posibilidad de que cualquier persona, incluso una que no esté habituada al hockey (o que ni siquiera le interese lo más mínimo) entre en la película igual de fascinada que una que sí. El ritmo trepidante que consigue, merced a un exceso de espectacularidad (música, posproducción, etc.), hace del visionado de la película una experiencia. Además, la manera de entrelazar imágenes de archivo (jugadas, entrenamientos, imágenes televisivas, etc.) con entrevistas a los propios jugadores o periodistas de la época contribuye a que las dos vías, tanto la visión deportiva como la política, avancen a un ritmo similar sin que ninguna se quede rezagada en el metraje. 

Por otra parte, Polsky decide incluir fragmentos de las entrevistas que en la mayoría de filmes documentales serían desechados. Inteligentísimo movimiento. Esos fragmentos en los que Fetisov (ahora político ruso, llegó a ser Ministro de Deportes) habla por teléfono o de una forma desenfadada con el director (incluso lanzándole una amistosa peineta) acercan la figura protagonista de una forma completamente distinta y distancia la obra de la hagiografía que sí parece existir, en cierto modo, en otros momentos de la obra.

Red Army posee dos capas: una más superficial y otra arraigada en el núcleo, que precisa una lectura algo más profunda, aunque tampoco demasiado. La primera narra la evolución deportiva de un equipo inigualable, de unos jugadores que empezaron siendo ídolos y acabaron siendo piezas de ajedrez en el tablero político (sus incursiones en las ligas estadounidenses fomentadas en muchas ocasiones por los gobiernos soviéticos así lo demuestran). La segunda, en cambio, se centra en el enfrentamiento latente entre la URSS y Estados Unidos, que subyacía en el hockey, pero que se trasladaba desde una perspectiva mucho más global. Y a su intrínseca evolución como países enfrentados. En el medio de las dos vertientes, la metáfora, el símbolo, la caída del equipo de ensueño ilustrando la caída del gigante rojo. Tal vez la imagen más ilustrativa de esto sea el regreso de Fetisov y alguno de sus compañeros desde los Estados Unidos a Moscú tras el desmantelamiento de la URSS. La triste constatación de la sinfonía de los soviets como música del pasado.

'No confíes en nadie', una memoria ausente

Crítica publicada en Esencia Cine


Los recuerdos siempre han sido una fuente inagotable de argumentos cinematográficos. Es la memoria un elemento que se presta perfectamente a la manipulación que puede ser propuesta en la narración fílmica. Múltiples son los ejemplos de obras que centran toda su proposición narrativa en torno a los recuerdos de una forma u otra. No confíes en nadie, película de Rowan Joffé, bucea en otro clásico a la hora de “malear” las memorias de una persona en pos de la creación de una estructura cinematográfica: el conflicto que supone la pérdida de la memoria a corto plazo.

La cinta adapta la novela de S. J. Watson que cuenta la historia de una mujer que, tras sufrir un accidente, se levanta siempre en el mismo punto de su vida. Su marido trata siempre de hacerla ver dónde se encuentra. Como vemos, un argumento varias veces explotado con anterioridad en diversos tonos. Mentes en blanco (Unknown, Simon Brand, USA, 2006), 50 primeras citas (50 first dates, Peter Segal, USA, 2004), o Memento (Christopher Nolan, USA, 2000) entroncarían desde la diversidad de géneros que proponen con la temática central de este film. En No confíes en nadie, el director utiliza como material de base una novela, igual que hizo en su anterior y única obra con la novela de Graham Greene que dio lugar a Brighton Rock (2010). Además de estas dos películas, Joffé sólo ha dirigido un par de obras televisivas. Y se nota.


Se percibe ese trabajo anterior en la utilización de elementos en No confíes en nadie. Joffé sigue sin despegarse del telefilm a la hora de enclaustrar a los personajes entre cuatro paredes y un uso abusivo de la música y las obviedades. Además, el continuo abuso del susto y ciertos códigos del terror contribuye a que el espectador no termine de entrar nunca en una historia que, por otra parte, pese a estar bastante manida sigue siendo un pie muy interesante para un desarrollo narrativo potente.

No es el caso; en No confíes en nadie la historia se va volviendo cada vez más facilona, hasta el punto de que uno puede determinar cuál será el siguiente paso unos minutos antes de que este ocurra. Poco giro sorprendente, poca innovación en la manera de contar (algo que sí hizo Nolan en Memento a través del montaje) y unos personajes tan planos que apenas dejan lugar al brillo de los actores más allá de la corrección de sus interpretaciones.

Before I go to sleep (título original, traducido de forma libre a nuestro idioma) indaga de manera muy evidente en la importancia de los recuerdos y la vulnerabilidad de una persona que no dispone de ellos a partir de un cierto punto de su vida. El film es una mezcla entre la citada Memento y Lo que la verdad esconde (What lies beneath, Robert Zemeckis, USA, 2000) sin terminar de cuajar. Sin embargo, esta obra no consigue transmitir el desasosiego y la tensión que sí lograban aquellas y se queda una tierra baldía de la que será difícil que alguien la rescate. En los pozos más profundos de la memoria.

08 febrero 2015

Y 'La isla mínima' se hizo máxima

Crónica publicada en Esencia Cine


Pocas sorpresas depararon los 29 Premios Goya en las categorías principales. Parecía llamada La isla mínima a arrasar con todos los grandes galardones a los que estaba nominada y así fue. Fue su noche y ya desde los primeros compases se adivinó que la película de Alberto Rodríguez levantaría todos los premios gordos en los que concurría. Diez fueron las estatuillas que ganó, frente a los cuatro de El niño, su mayor competidora en cuanto a nominaciones. La cinta de Monzón acumulo varios premios técnicos (dirección de producción, efectos especiales, sonido y canción original), que le sirvieron para no irse totalmente de vacío.

Los premios a mejor película, dirección, actor principal para Javier Gutiérrez, actriz revelación (Nerea Barros, emocionadísima), guión original, la fotografía de Álex Catalán, la dirección artística, montaje, música y vestuario dejan más que claro que no había para la Academia otra opción posible. Sorprende, en ese caso, que con una superioridad tal, la misma Academia haya obviado a La isla mínima para pelear por el Oscar a mejor película de habla no inglesa. 

En una gala marcada por el protagonismo de Antonio Banderas, visiblemente emocionado al recoger su Goya de Honor (precioso su discurso de agradecimiento), Dani Rovira se convirtió en el segundo foco de atención con su divertida (a ratos) presentación. Más aun tras recoger su Goya como actor revelación por Ocho apellidos vascos. La Academia no se olvidó de la comedia y convino premiar la inmensa taquilla de la película con tres estatuas; la del citado Rovira se unió a las dos interpretaciones de reparto, para Carmen Machi, que no dudó en dedicárselo a Amparo Baró, y Karra Elejalde, simpático, divertido y tierno en su breve agradecimiento.

Los premiados brindan con sus estatuillas.
Los premios interpretativos se completaron con el de Bárbara Lennie, como protagonista en Magical Girl, y los dos, ya mencionados, que se llevó La isla mínima. Si el de Gutiérrez parecía incontestable, mucho más sorprendió el reconocimiento que recibió de la Academia la actriz Nerea Barros, cuya categoría parecía debatirse irremediablemente entre Natalia Tena e Ingrid García-Jonsson. Los 10000 km por los que luchaba la primera pudieron consolarse, al menos, con el premio a la mejor dirección novel para Carlos Marques-Marcet. Menos consuelo encontrará Magical Girl, completamente ninguneada por los académicos pese al Goya de Lennie. Quizás el vacío más sangrante lo protagonizó la victoria del guión de La isla mínima frente al de Carlos Vermut, principal baluarte de un film que, pese a ese ninguneo por parte de la Academia (el no premio a Sacristán inclusive), sí se impuso a la película de Rodríguez en el pasado festival de San Sebastián.

Completaron la nómina de galardonados el maquillaje de Musarañas, los dos flamantes premios a Mortadelo y Filemón contra Jimmy el cachondo como mejor guión adaptado y film de animación, así como los premios al mejor documental, que ganó Paco de Lucía: La búsqueda, y a mejor película europea, que reconoció los méritos de Ida (Pawel Pawlikowski, 2013). También se premiaron, como cada ciclo, los cortometrajes, de los que se reivindicó su condición de Cine con mayúsculas. Los afortunados fueron Café para llevar, corto de ficción; Juan y la nube como mejor corto de animación y, por último, Walls como cortometraje documental. 

Poco más hubo que añadir en una noche en la que la gala se perdió en algún momento, tras su destacable inicio, para acabar resultando interminable entre innumerables reivindicaciones, pequeños conciertos (¿de verdad era la música el mejor conductor?) y algunos chistes malos e incluso vergonzantes sobre catalanes y vascos. Así fue la gala de los premios, que se recordará como la noche en que triunfó La isla mínima y en la que Pedro Almodóvar le dijo al ministro de cultura, José Ignacio Wert, aquello que todos estaban pensando.

07 febrero 2015

El triunfo del cine español en su "peor" año

Artículo publicado en Esencia Cine


Con la entrega de los Goya culmina uno de los mejores ciclos cinematográficos nacionales. Pese al ivazo cultural, que grava con el 21% cada entrada, el público ha respondido con más demanda de cine español que nunca. La cuota nacional se sitúa en el 25'5%; es decir, una de cada cuatro entradas vendidas este año ha sido para ver una obra nacional. Hacía casi cuatro décadas que no se daban estas cifras. Se podría asegurar, por tanto, que 2014 ha sido el mejor y el peor año para el cine hecho en España. No obstante, no premia la Academia, ni debiera, la afluencia en salas y sí la calidad de la producción. Por eso, tal vez, la aclamada Ocho apellidos vascos no concurre entre las cinco elegidas para el gran premio. En términos de festival se podría decir que la película de Emilio Martínez Lázaro ya se ha llevado de calle el premio del público. 

Sí están entre las cinco elegidas los dos thrillers más vistos del año. La isla mínima y El niño han sido las más nominadas, con 17 y 16 nominaciones respectivamente. La primera, además, parte como gran favorita para alzarse con la estatuilla a mejor film. Completan la categoría principal la flamante y fantástica Concha de Oro en el último festival de San Sebastián: Magical Girl, de Carlos Vermut; la melancólica Loreak, primera película rodada íntegramente en euskera que opta al premio; y la "argentina" Relatos salvajes, que podría alzarse, por otra parte, con el Goya a la mejor película iberoamericana. Repiten en las categorías de guión y dirección los mismos títulos, con la excepción de Loreak, cuyos directores y guionistas se quedan sin nominación. Sí lo están los otros cuatro; Alberto Rodríguez -junto a Rafael Cobos en la escritura-, Daniel Monzón -junto a Jorge Guerricaechevarría-, Carlos Vermut y Damián Szifron cierran ambas categorías con sobredosis de calidad. 

Una de las ausencias más notables (siempre las hay cuando de nominaciones se trata) es la de 10000 km, del debutante Carlos Marques-Marcet, que sí compite como mejor director novel, y ha colocado a sus dos actores, David Verdaguer y Natalia Tena, en las categorías revelación, esta última con serias probabilidades. Parece que su mayor competidora será Ingrid García-Jonsson, protagonista de la otra gran ausente en esta gala, la Hermosa juventud de Luis Rosales, aunque podrían dar la sorpresa Nerea Barros por La isla mínima o, lo que sería más difícil, Yolanda Ramos por su breve papel en Carmina y amén. Entre las revelaciones masculinas encontramos, además de a Verdaguer, al protagonista de El niño, Jesús Castro, a Dani Rovira, por su aventura en Euskadi, y al sorpresivamente nominado Israel Elejalde (casi circunstancial en Magical Girl).


Por su parte, en las categorías interpretativas principales sorprende y agrada la doble nominación de Bárbara Lennie, que podría recoger el Goya a mejor actriz protagonista por Magical Girl y como actriz de reparto por su trabajo en El niño. Tratarán de evitar el que sería un merecido doblete sus contrincantes. En la categoría de protagonista Lennie tiene su mayor rival en Elena Anaya por Todos están muertos, aunque ni Macarena Gómez, que compite por Musarañas, ni María León por Marsella, serán contrincantes a las que obviar. Será la compañera de León en Marsella otra de las que le traten de "robar" protagonismo a Lennie. Goya Toledo luchara junto a Mercedes León (La isla mínima) y Carmen Machi (Ocho apellidos vascos) por ser la mejor actriz de reparto. 

Al otro lado del río, más bien de la marisma, en el apartado de interpretaciones masculinas, es destacable la doble nominación para los protagonistas de La isla mínima, Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo. El primero es el gran favorito en una batalla a la que se unen Luis Bermejo (Magical Girl) y el "Bombita" de Ricardo Darín en Relatos salvajes. Quizás la otra categoría masculina sea la más incierta. José Sacristán, por su Damián de Magical Girl, tal vez sea la opción más factible, pero también se habla de Antonio de la Torre (La isla mínima), Eduard Fernández (El niño) y Karra Elejalde (Ocho apellidos vascos) como posibles triunfadores en la categoría de actor de reparto. 

Todo está por decidir. La lista de candidaturas es inmensa y se completa con infinidad de categorías y nombres que resumen el fabuloso año que ha sido 2014 para la cinematografía patria. Gane quien gane, habrá que celebrar, pero sin perder de vista la situación actual del cine en nuestro país, que ha vivido, como apunta Luis Martínez en un artículo para Yo Dona, "el peor año y el mejor cine".

'Foxcatcher', el cuerpo del fracaso

Crítica publicada en Esencia Cine


“This land is your land, this land is my land, this land was made for you and me.” Allá por la mitad del metraje de Foxcatcher Bennett Miller incluye la versión de Bob Dylan de la canción de Woody Guthrie en su historia. La decisión no es baladí. Mientras suena, el entrenador al que da vida Steve Carell está sentado con la mirada fija en un paisaje tejano y el luchador al que interpreta Channing Tatum le corta el pelo mientras se droga. Pero ¿realmente esa tierra está hecha para los dos? ¿Y para cualquiera que quiera adentrarse y comenzar una vida dentro de sus fronteras?

De la película de Miller se pueden extraer multitud de lecturas. Desde la cultura del triunfo, que a menudo conduce al fracaso, hasta la propia construcción identitaria del país norteamericano; todo está en Foxcatcher. El film, que narra la vida y la carrera de Mark Schultz, deportista olímpico de lucha libre, está tan repleto de lecturas como de mesura en sus formas. El magnetismo de la historia central podría haber derivado en una suerte de grandilocuencia que su director evita a toda costa (y se agradece). Sin embargo, el hecho de que al film le pueda faltar fuerza dramática en algunos momentos es compensado con una gran profundidad, tanto en la historia como en los métodos narrativos, desarrollada por su autor.

La figura del mentor, siempre asociada al lado más “bélico” del patriotismo (banderas en sus despachos, armas, discursos sobre la patria), resulta controvertida en este caso, precisamente debido a esas metodologías que representa el personaje al que da vida Steve Carell. En un momento del film, el entrenador desliza una sutil comparación entre los soldados y los deportistas: “unos entregan su vida por la libertad, para posibilitar el éxito de sus compatriotas; los otros abandonan esa libertad en pos de conseguir ese éxito”, parece querer decir. Quizás esa metáfora pueda recoger en su totalidad el espíritu del personaje protagonista y, si se quiere hacer más extensible, de toda una nación. No obstante, Bennett Miller nunca lo pone en evidencia a través de sus imágenes. Durante todo el film es el espectador el que completa los huecos y, por tanto, toda apreciación termina por ser algo totalmente íntimo.


¿Podría ser el de Foxcatcher un mensaje antipatriota? Cabría pensar que sí (hay ciertas lecturas que invitan a reflexionar sobre ello), pese a que el cineasta no expone de forma evidente sus postulados. Pese a todo, quizás sea el giro final el punto en el que se pueda encontrar un mayor nivel de simbolismo en torno a ese fracaso como nación que inunda todo el metraje. El momento clave del film se podría leer como un símbolo, una imagen en la que un personaje representa la política exterior de Estados Unidos, mientras el otro hace lo propio con las consecuencias de no someterse a la misma. Se sabe que la historia de Foxcatcher está basada en la realidad, y por tanto que en su base más profunda reina la veracidad, pero ¿está reflejando algo más sobre Estados Unidos la puesta en escena de Miller? En cualquier caso, más allá de interpretaciones personales de cada espectador, la gran virtud de la obra está en la simple sugerencia, en la manera en la que evita constantemente la obviedad. No existe la lectura única que predomine por encima del resto y les reste validez. 

Otro de los grandes sustentos de esta obra son, sin lugar a dudas, las tres interpretaciones masculinas (una pena que Vanessa Redgrave haya quedado tan sumamente desaprovechada dentro del reparto). Tanto el loado Steve Carell como Channing Tatum y Mark Ruffalo se cargan el peso de toda la obra en sus espaldas, fortalecidas para la ocasión en sendos trabajos físicos. El director de Moneyball (2011) y Capote (2005) ha compuesto una de esas historias que se cincelan sobre el cuerpo de sus actores; Foxcatcher expone el cuerpo como el mapa de los éxitos y los fracasos, imagen que Tatum personifica sobre el resto.

Por su parte, la dirección de Bennett Miller, que le valió el premio en Cannes, es sobresaliente. El trabajo del cineasta se evidencia, por ejemplo, en la acertada decisión de dejar fuera del campo sonoro algunas de las conversaciones, situando el punto de vista del espectador junto al de alguno de los personajes, según le convenga a la historia y su propósito. Otorga así, además, una importancia primordial al gesto, en otra maniobra que remite automáticamente, de nuevo, a los cuerpos como principales portadores del mensaje vertebral.

No es, por tanto, Foxcatcher un film ni dogmático ni todo lo contrario. Sí una película que deja aire al espectador para que elija qué poso le proporciona la obra, qué sensación le provocan los personajes, o en qué momento quiere (o no) emocionarse. Tal vez esa pretendida ambigüedad haya sido el principal motivo de que haya quedado fuera de la carrera a mejor película para la Academia de Hollywood, siempre centrada en un tipo de producción más masticada y, valga la redundancia, “académica”. Y, por supuesto, más adscrita a la cultura del triunfo y del éxito que no a la del fracaso del american dream en la que emplaza Miller su último trabajo.

05 febrero 2015

'Timbuktu', la más cruda realidad

Crítica publicada en Esencia Cine


En ocasiones es complicado discernir entre dos cosas que se parecen. Por eso conviene destacar que Timbuktu es una película sobria, pero no vacía; templada, pero no sin alma; y combativa, pero no excesivamente beligerante. En el planteamiento casi transparente de esas distinciones radica una de las mayores virtudes de la película mauritana, que competirá por el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, y que llega en un momento en el que su mensaje vuelve a estar más de actualidad que nunca. Abderrahmane Sissako pone el foco sobre el yihadismo, pero lo hace estableciendo una cierta distancia, tanto narrativa como formal, en la mirada que dispone sobre el terror.

No se puede hablar de una película que pretenda emocionar a toda costa, ni siquiera de una cinta que se acerque al tema que narra desde un punto de vista exaltado o muy cercano a los personajes. Sissako establece cierta lejanía entre lo que cuenta y la manera en que lo hace, sin llegar a penetrar profundamente en la evidente tragedia de ninguno de sus personajes. Y lo que obtiene de esta forma de hacer es, precisamente, una panorámica que funciona para atisbar la cruel realidad de una ciudad (Tombuctú) controlada por el Estado Islámico. El cineasta de origen mauritano representa el miedo –en ocasiones más bien recelo– a través de unos personajes a los que, pese a todo, carga de dignidad desde la distancia en la que filma. Que Timbuktu sea una película parca, que lo es, no significa que no tenga alma. Para nada. Que su autor opte por alejarse de ciertos convencionalismos dramáticos en favor de un naturalismo que cabalga, por momentos, entre la ficción y el documental, tampoco. Todo lo contrario.


Sissako ofrece la visión de una sociedad en ruinas debido al estricto dominio del islam más radical. Para ello el cineasta se sirve de la escala de representación social que le permite la ciudad de Tombuctú. Allí, con el poder de ISIS creciendo a cada momento, el director desliza una serie de dicotomías enfrentadas que vertebrarán todo el film: el imán que rechaza los métodos de la guerra santa de los soldados de Alá, el hombre que “resiste” en la jaima con su familia frente a aquellos que deciden marcharse, las mujeres que ceden a la autoridad y las que no, la resistencia silente que choca con la imposición armada, e incluso la confrontación social entre los mudos partidarios de la sharia y los que se alejan de esta interpretación como dogma de fe… En este entorno, fotografiado por la elegante y multicromática lente de Sofian El Fani (La vida de Adéle, Le fil), se suceden los hechos, las disputas, las idas y venidas de los personajes y, en definitiva, la propia vida y el retrato de la sociedad maliense que realiza el film (certeramente recogido en dos conversaciones centrales y en la disposición de la cotidianeidad en mitad del horror a través de toques de humor o diálogos desenfadados).

No se puede decir que Timbuktu cuente una historia completamente desconocida para nadie. ¿O acaso sí? Las diferentes historias que hilan el film están cosidas a un firme mensaje central de entereza frente a la ley de la sharia y la yihad, y en definitiva sobre cualquier fe impuesta con sangre. Sin embargo, el film destaca en el acercamiento a la historia que presenta a través de varias decisiones de puesta en escena: la representación de la aniquilación cultural mediante los disparos a unas esculturas tribales, el bellísimo partido de fútbol sin balón o el baile sin música como metáforas de la resistencia, el simbolismo de la libertad en la gacela que abre y cierra la película, o la heroica dignidad que aporta a un personaje cantar mientras recibe latigazos precisamente por ello. Estas decisiones aportan al film una ejecución certera y muy lúcida, y una atenta disposición de elementos que no renuncia a cierta belleza pese a la crudeza de la realidad que reproduce todo su metraje. La poesía como escudo contra el horror, lo bello como calmo elemento de resistencia.