30 octubre 2015

'3 corazones', la flaqueza de los enamorados

Crítica publicada en Esencia Cine


Cuando termina el bellísimo epílogo de 3 corazones, en el que Benoît Jacquot juega al “¿y si todo hubiera ido bien?”, comprende el espectador que el desenlace de lo que acaba de ver no podía haber sido otro que el que ha visto. Desde los primeros compases del film, en los que el propio cineasta y sus actores, Charlotte Gainsbourg y Benoît Poelvoorde, rinden homenaje a la trilogía Before de Linklater con un encuentro inesperado, conversaciones alargadas y planos frontales de seguimiento sin cortes, hay algo en la imagen que hace intuir un desenlace trágico. Quizás sea la oscuridad que gobierna la propia fotografía de la película de forma constante, tal vez la tristeza que desprenden los ojos de Gainsbourg (una de las actrices que mejor aguantan el primer plano), que expresan flaqueza, derrota o una cierta infelicidad. Lo cierto es que, sea lo que sea, la tragedia se deja ver desde los primeros minutos de la obra.

Y efectivamente, llega. La inesperada pareja se cita para volver a verse en la ciudad, pero un problema impide llegar a Marc al encuentro y Sylvie se pierde para siempre en la bruma del “qué hubiese podido pasar”. Hasta que, tiempo más tarde, ya con su nueva mujer (Chiara Mastroianni), Marc descubra que ambas son hermanas. A partir de entonces, los movimientos bruscos y desacompasados de la cámara, muy inteligentes, y la doliente música de Bruno Coulais se alinean con el nervio, la inquietud y el presagio que impera en cada uno de los personajes. Lo que hasta entonces para Marc y Sophie era un matrimonio feliz pasa a ser un triángulo en el que es costoso encontrar una salida; algo que, por el contrario y respecto al artefacto fílmico, el director consigue con notable coherencia en el inevitable giro final con el que se cierra el círculo.


El cineasta conduce el avance de la historia cambiando de ritmo a su antojo. Ya sea con encadenados temporales rápidos o dilatando los encuentros, Jacquot se apodera por completo del dispositivo para utilizarlo, malearlo y disponerlo en favor de su historia, que gana enteros con cada gesto. Entre tanto, las decisiones de puesta en escena del cineasta dejan entrever una firma pendiente de todo lo que les ocurre a sus personajes, esbozados con gran mimo, como demuestran la representación de la obsesión mediante planos de punto de vista, la filmación del primer encuentro a tres con un cierto halo de penumbra fantasmal (incluso Deneuve exclama: “Parece que habéis visto un fantasma”) o la escena en la que Sylvie acude a buscar a Marc a la oficina y este la mira marcharse a través de un cristal opaco, cada vez más difuminada.

La mano del cineasta en 3 corazones es delicada en la composición de la historia y salvaje en las consecuencias de la misma. Uno podría mirar durante horas el proceso de enamoramiento de esos personajes maduros, aun consciente de que el final no puede ser sino trágico. Así lo atestigua un desarrollo de guión que entrelaza la insensatez propia del enamoramiento/encaprichamiento con la madurez en la toma de otras decisiones, más ajustada a la edad que transitan los personajes. Benoît Jacquot firma un thriller romántico con el que mantendrá en vilo a cualquiera que se acerque a la pantalla. Una narración de bruscos movimientos que vuelve a incidir en la sinrazón del enamoramiento como retrato de una obsesión, como una apuesta ciega en la que una frágil intuición del corazón a veces vence por knock out a la perenne razón de la mente.

'Truman', la muerte amiga

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Conviven en Truman una mezcla de sobriedad, ternura y confortabilidad que pueden interpretarse o leerse como una suerte de barrera emocional ante un tema tan delicado como el que muestra Cesc Gay en su film. Sin embargo, lejos de distanciarse, el cineasta ofrece el lado más íntimo de una montaña tan agreste y rocosa como la de la propia muerte. Y lo hace a través del retrato de una amistad, una relación que se termina por el peso de las circunstancias, la interpretada por la brillante pareja formada por Javier Cámara y Ricardo Darín.

En los dos personajes centrales, a los que se une una solvente Dolores Fonzi, se fundamenta todo el éxito (o no) de la propuesta. Truman es una película de guión, que centra su foco en la historia y penetra en la memoria del espectador a través de la composición de sus personajes centrales. No hay en la dirección demasiados alardes, sino todo lo contrario, una puesta en escena sobria, casi invisible (en algún momento puede que, incluso, algo plana), que solo se hace notar en el inteligente movimiento de clímax con el que, por fin, el director consigue que dos de sus personajes se quiebren por completo ante la inminente pérdida en el momento de mayor intimidad compartida. A veces necesitamos el contacto, aunque sea a base de golpetazos, para sentir que estamos vivos, para romper la barrera del dolor que nos lo asegura.


La amistad vertebra, por lo tanto, el film de principio a fin. Truman es una historia de amigos que se despiden: la pareja central, el enfermo personaje interpretado Darín y su perro, que da nombre a la película, la prima y el propio personaje del argentino, etc. Todo son despedidas en el film de Cesc Gay, a pesar de que una y otra vez los personajes clamen en contra de las mismas. Quizás porque no hay peor despedida que la que se evita, tal vez porque nos persigue cada mañana desde la partida. 

El nuevo trabajo de Gay pone en pantalla un tema espinoso, delicado, cargado de derivaciones temáticas aún más crudas (eutanasia, muerte asistida, etc.), que aparecen en las conversaciones de sus protagonistas. Sin embargo, no hay en ella ni un ápice de tristeza impostada, de lágrima fácil, y quizás por eso la película consigue doler más en sus momentos más duros. Pese a lo atropellado de su tramo final, con una resolución algo forzada, como el destino final del propio Truman, la cinta de Gay es un acercamiento sigiloso, lleno de tacto, aunque algo edulcorado por momentos, a la pérdida y el dolor. Y al duelo posterior, que ya no vemos, de sus personajes. Al último abrazo, el que precede al de la propia muerte.

'The Propaganda Game', el juego en el que todos hacen trampas

Crítica publicada en Esencia Cine


“Si han hecho esto con una película satírica, ¿qué no harán con un documental que no les guste?”
Barack Obama, en el discurso de respuesta ante la amenaza de Corea del Norte por el estreno de la película The Interview.

Da la sensación de que, debido a la mezcla de sobreexposición en las redes sociales y desinformación (o escasez de la misma) en los medios de comunicación, Corea del Norte se haya convertido en un circo. Y da la sensación también de que hay un bufón o maestro de ceremonias, si se quiere, que sobresale por encima del resto, el curioso Alejandro Cao de Benos, semiprotagonista de este The Propaganda Game. El español, acostumbrado a prodigarse en los medios de comunicación vendiendo e intentando convencer a todos de que su fervor coreano tiene una justificación (probablemente para él sí la tenga, claro), guía en este documental al equipo de Alvaro Longoria por las calles del país más hermético del mundo, evitando que se filme prácticamente nada y controlando muy bien cada palabra que se dice y, más importante, se calla.


El dispositivo de Longoria indaga en la guerra de propaganda librada entre Occidente y el país de los Kim. Como asegura el propio Cao de Benos: “esto es una guerra y yo estoy orgulloso de defender este lado”. El principal atractivo del film es, precisamente, su intento de mostrar ambas partes de esta guerra fría comunicativa y lo que se esconde tras las mismas. ¿Por qué todo lo que nos llega de Corea se mediatiza, pero a la vez seguimos estando tan desinformados al respecto? Los peligros de la propaganda (de toda ideología) y esa misma desinformación y espectacularización recorren de forma transversal The Propaganda Game.

Pero, más allá de este acercamiento, ¿qué tiene Corea del Norte para que en los últimos años el cine documental (y no tanto) haya sentido esa especie de fascinación por todo lo que ocurre dentro de sus fronteras? Muchas son las películas en las que el país gobernado con mano de acero por Kim Jong-un se ha convertido en el centro temático y argumental en los últimos tiempos: desde el corto Village Modèle (Hayuon Kwon, Francia, 2014) hasta largometrajes como Aim High in Creation (Anna Broinowski, Australia, 2013), Songs from the North (Soon-Mi Yoo, Corea del Sur, 2014) o Propaganda (Slavko Martinov, Nueva Zelanda, 2012), que compartía la temática propagandista con el trabajo de Alvaro Longoria. En el terreno de la ficción, hay que recordar también la ficción The Interview (Evan Goldberg y Seth Rogen, Estados Unidos, 2014), una sátira sobre el país coreano y sobre cómo se ve e interpreta desde los Estados Unidos, que causó una crisis diplomática con el país (la cita que abre esta crítica). Lo que está claro es que, quizás precisamente por el hermetismo de su gobierno, Corea del Norte despierta una cierta seducción en el resto del mundo que también se traduce en el Cine.

E igual que despierta la curiosidad, despierta el interés. En este punto, el documental se apunta un tanto casi hacia el final, cuando trata de explicar por qué todo sigue como está sin importar lo que pase. ¿A qué intereses responde la situación estratégica de Corea del Norte? ¿China, Estados Unidos, a quién beneficia que todo siga igual de tal forma que nadie hace nada? ¿Quién ha impuesto las normas del juego?

'El gran vuelo', recomponer un puzzle sin piezas

Crítica publicada en Esencia Cine


Tal vez el mayor mérito de El gran vuelo sea el de ofrecer una salida a la memoria histórica cuando ni siquiera existe un sustento para la misma. De una forma similar a la utilizada por Rithy Panh en su film La imagen perdida (L’image manquante; Camboya, 2013), Carolina Astudillo Muñoz persigue la recomposición del retrato de una mujer que no ha dejado apenas imágenes. Se trata de Clara Pueyo Jornet, una militante del PCE que consiguió escapar de la prisión barcelonesa de Les Corts por la puerta principal y cuya última imagen, justo antes de perderse su huella en el mundo para siempre, es una inquietante foto en el patio de la prisión en la que una monja la mira con sigilosa atención.


A partir de esta historia y de la total ausencia de imágenes, datos o pistas de su paradero, la cineasta esboza una imagen de la luchadora a través de los años. La vida de Clara Pueyo Jornet desfila a través de la pantalla, puesta en escena con imágenes que no corresponden con las suyas. La maniobra es, por lo tanto, parecida a la ya citada de Panh: recomponer las imágenes de una vida de la que no existe archivo. Para ello, la documentación es una de las grandes bazas que maneja Carolina Astudillo Muñoz. Las cartas enviadas, recibidas y escritas por la mujer ayudan a ilustrar y cercar el mapa de sus posibles movimientos. No obstante, más allá del simulacro, otro de los hallazgos de El gran vuelo es su capacidad para ir de lo particular a lo general y cuestionar con inteligencia y haciendo gala de una vasta sutileza el rol desempeñado por la mujer en los tiempos de la guerra en ambas orillas de la contienda. 

Mediante una potente voz en off (masculina), la directora narra y acerca la historia de vacíos, silencios y huidas de una mujer luchadora y libre en tiempos no demasiado propicios. Podemos asegurar que este dispositivo está destinado a completar y dar voz a unas imágenes que ofrecen el que podría haber sido el testimonio. Sin embargo, lejos de subrayar, en este caso ayudan a ensamblar la historia de Clara sobre las múltiples imágenes de archivo en las que son otras mujeres las que aparecen. En este sentido, el trabajo de montaje es primordial, ya que consigue dar coherencia y sentido a un artefacto que, de cualquier manera, se antojaba complicado cohesionar. En cierto modo, El gran vuelo puede leerse como una traslación de La imagen perdida de Rithy Panh, como un intento de acercamiento a la historia de los perdedores, los que nunca tienen voz a la hora de dar forma a los libros, los que no solo pierden la guerra, sino también el derecho de figurar (y casi de existir) en los años posteriores.

28 octubre 2015

'Cartas a María', el español errante

Crítica publicada en Esencia Cine


Probablemente nunca vuelva a existir un dispositivo comunicativo tan lánguido y melancólico como la correspondencia. El envío de una carta implica en el propio acto una distancia. Una lejanía, por lo general, insalvable. En Cartas a María, la directora Maite García Ribot sitúa esa distancia en la pantalla y trata de reducirla mediante el testimonio y la huella. Las cartas que estructuran la cinta, escritas por su abuelo Pedro, exiliado republicano, y enviadas a su mujer e hijos desde Burdeos, el canal de la Mancha y, casi siempre, desde lo más profundo de las entrañas, son una muestra de lo profunda que puede llegar a ser la brecha de los kilómetros.

La historia que narra Cartas a María no es nada más que el fragmento de una época. La intrahistoria de la Historia. A raíz de lo particular, lo latente, la película nos lleva a reflexionar sobre lo general. Las historias tantas veces relatadas sobre familias rotas, padres separados forzosamente de sus hijos y recuerdos que persiguieron a los exiliados durante toda su vida retornan aquí a la primera línea de fuego. El amor, la tristeza, el desengaño y el dolor que transmiten las palabras de Pedro, así como las miradas de su hijo, ya anciano, es tan personal e íntimo que puede llegar a punzar como si fuera el nuestro.


Sobre todo porque el origen de esta historia tiene lugar en ese territorio tan difuso y tan inherente a lo común de las personas que es el Alzheimer. Maite García Ribot, empujada por la creciente enfermedad de su padre, decide investigar sobre la figura de sus abuelos, siempre esquiva durante su vida. Para ello, la cineasta opta por intercalar un impresionante material de archivo (tanto por la calidad como por la cantidad) con las confesiones escritas de su abuelo Pedro. Sorprende –y se agradece– la no dramatización en la lectura de las misivas, cuyas palabras y confesiones aparecen sobreimpresionadas en la pantalla, dejando en lugar de la interpretación, tonalidad y todo lo relacionado con la emoción al espectador (en este caso lector), excepto en un único caso.

Cartas a María se percibe como una indagación sobre el pasado destinada a comprender mejor el presente. Quizás una sutura tardía para una cicatriz que, pese a todo, seguramente permanezca para siempre infranqueable. Tal vez por eso se aprecia una cierta improvisación del camino sobre los propios pasos. Ya lo escribió Machado: se hace camino al andar. Y Maite García Ribot parece dar forma a su historia según la descubre, a veces dando palos de ciego como su propia narración reconoce, otras teniendo una idea clara de cuál debería ser el siguiente escalón. Exactamente igual que aquellos emigrantes de la posguerra, siempre en busca de un lugar donde estar a salvo, de un espacio donde poder recordar a su familia, donde poder escribir e imaginar cómo podría ser un reencuentro que, en muchas ocasiones, no se llegó a dar. Un reencuentro que llega, de forma virtual, en este trabajo de investigación, una memoria del pasado desde lo inseguro del presente. Una recomposición de la historia a través de las huellas cada vez más borrosas de una generación perdida, la de los españoles errantes.

23 octubre 2015

'Victoria', la cámara enamorada

Crítica publicada en NoSóloGeeks


La cámara de Sebastian Schipper en Victoria (Alemania, 2015) vive enamorada de Laia Costa. Quizás por ello no se separa de ella durante los 140 minutos del plano secuencia que compone la película, salvo en determinados momentos muy precisos, como el soberbio final en el que la deja alejarse tras una serie de circunstancias. La actriz da vida a una joven emigrante para quien la noche berlinesa se convierte en la mayor aventura de su vida en un abrir y cerrar de ojos.

El cineasta se sirve de la solución de continuidad que le ofrece el plano secuencia para narrar el espacio de cerca de tres horas que pasa entre el prólogo, una secuencia de discoteca brillante, y el final. El dispositivo se revela como un mapa de géneros en el que la mutación es constante. Victoria se puede leer como un puzle con piezas de romance, thriller, acción o cine de gánster. Pero al rompecabezas le faltan fragmentos.


El guión se estructura en dos partes claramente diferenciadas por un pivote algo forzado. La primera hora del film se constituye como una suerte de misterio sobre la propia Victoria (¿por qué está sola?, ¿qué pasa con el personaje de Frederick Lau?, ¿por qué está en Alemania?). La presentación de los personajes resulta lúcida y pausada, lo que sirve al director para ofrecer algunos espacios propios de construcción a los mismos (la escena del piano como presentación del origen y la situación, clase y tendencias de la protagonista). Sin embargo, a partir de la introducción del giro central, la propuesta es un baile continuo entre la brillantez técnica y el problema de credibilidad que se adueña de la obra. Victoria alberga varias secuencias en las que se revela cierta impostura (todo el tramo de la plaza y la torpeza de la policía, por ejemplo) y en el que los movimientos de Victoria y su entorno resultan ciertamente difíciles de creer. Aunque, entre medias de todo, se cuela Laia Costa, como la balsa de aire que termina por sacar a flote el film y evitar que se hunda.

La actriz española brilla con luz propia y se carga la propuesta a los hombros de principio a fin. La cámara de Schipper nunca la abandona y siempre pone el foco sobre su rostro, su mirada, su sonrisa. Ella, ajena a ello, trasluce naturalidad en mitad de una propuesta en la que, precisamente, parece que ésta se viene abajo por su propio peso. Esta inconsistencia del panorama provoca que el film pierda fuelle y caiga adormecida en los brazos de su propia exquisitez técnica e interpretativa. Con eso le vale para salir medianamente airosa. Laia es la que termina por sacar lustro a Victoria. Quizás por eso, incluso en el último plano, en el que ella se aleja de la mirada que la ha seguido durante horas, la cámara parece no querer dejarla marchar. Porque es difícil dejar marchar a las personas a las que amamos.

'Mi gran noche', la sobreexposición de la parodia

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Si tratas de hacer una fotografía abriendo el obturador para que entre más luz, tienes que tener cuidado de no pasarte en la apertura; de lo contrario, la imagen saldrá sobreexpuesta y perderá, si el movimiento no es buscado, el efecto artístico. Lo mismo ocurre con las bromas. Y concretamente en Mi gran noche es lo que le ocurre a la parodia sobre el starsystem y el famousystem: que pese a estar bien urdida en un principio, se agota a los pocos minutos.

Nunca ha sido Alex de la Iglesia un cineasta que se haya caracterizado por la sutileza y la economía de medios. Más bien por todo lo contrario. El exceso y lo bizarro gobiernan todas sus películas que, generalmente, comienzan mejor de lo que acaban. La tendencia no se invierte en Mi gran noche, último film del cineasta que, tras una primera mitad en la que se defiende con cierta solvencia, termina por quemarse a fuerza de estirar el chicle. El primer tramo también supera aquí con creces al segundo, en el que el guión se disfraza de tormenta sacudida por un ciclón que trae tras de sí el más salvaje de los huracanes.

De la mano de un Raphael que se interpreta a sí mismo bajo el seudónimo de Alphonso, Alex de la Iglesia aporrea el sistema de famoseo televisivo a través de la representación de una gala de fin de año, grabada a finales de verano y con un clima de hostilidad en el exterior del plató debido a los recortes de personal de la dirección de la empresa productora. Ese panorama, casi feroz, permite al director fantasear con el tipo de relaciones que se establecen en las entrañas del citado starsystem y, además, deja una puerta abierta para el posterior festival de fuegos de artificio que el cineasta vuelve a llevar a la función.


El duelo de divas central, entre el propio Raphael y un Mario Casas interpretando a un nuevo ídolo del electro-latino, se constituye como una de las tramas centrales. Los dos quieren actuar en la apertura de la gala, tras las campanadas, algo que les aseguraría el punto álgido del share. Pero no es la única pelea existente a lo largo del metraje. La trenza central que une a todos los personajes es, prácticamente, una pelea de unos con otros: las realizadoras con el director, el regidor con la figuración, y los dos presentadores (Hugo Silva y Carolina Bang, que repiten con el director). Sin embargo, los momentos más divertidos los proporciona, como no podía ser de otra manera, el dueto central; sobre todo la magnífica y referencial primera aparición de Raphael en escena, y el Bombero, tema cantado por Mario Casas que quien esto firma duda si hará las delicias de Chayanne o lo llevará a plantearse que una retirada a tiempo pueda ser la mejor de las victorias.

Sin embargo, el gran problema de Mi gran noche radica, precisamente, en que todo se quema. Toda broma termina por perder su efecto a fuerza de repetirla y repetirla. Le ocurre a los guiños galácticos de Raphael, al exaltado gafe del personaje de Blanca Suárez e incluso a un divertidísimo Jaime Ordóñez, cuya tendencia a hablar con frases del cantante acaba dinamitada por un guión que se empeña en que casi cada una de sus apariciones sea un chiste en sí misma. Por suerte, su estelar performance en el tramo final consigue eclipsar esta sobreexposición de la broma y lo mantiene como lo mejor –de largo, larguísimo– de una comedia que termina con la pólvora algo mojada y que se pierde en su propia reiteración y estiramiento del chicle. En su propia sobreexposición. De no ser, claro, porque esta sea la técnica perseguida por el artista.

'Victoria' o el deseo de la cámara

Crítica publicada en Esencia Cine


Laia Costa es Victoria. Y Victoria es Laia Costa. En este sencillo juego de palabras se podría resumir el último film de Sebastian Schipper, que tiene en la actriz barcelonesa su principal atractivo. Tal vez ese sea el motivo de que la cámara la persiga, evitando separarse de ella, como el enamorado que mira y persigue a la mujer que desea, a veces incluso desde la distancia. 

Situando el film en la noche del barrio berlinés de Kreuzberg, Schipper se sirve del prodigio técnico del plano secuencia para ofrecer en pantalla la solución de continuidad de una sola noche (o más bien, algo menos de tres horas de la misma). Desde el prólogo, una soberbia secuencia de discoteca, Laia Costa se convierte en el eje vertebral de la propuesta. Sobre ella oscila todo, en ella reposa el peso de la obra, y es ella la que, finalmente, sostiene una película cuyo problema de credibilidad provoca un tambaleo constante sobre la red.


Tras una interesante presentación de los personajes (fundamentalmente de ella y el interpretado por Frederick Lau), en la que con pequeñas píldoras el cineasta nos da una ligera idea de sus porqués, su situación y sus orígenes, el pivote central de la propuesta inicia una serie de mutaciones genéricas que tan pronto van del romance al thriller como del cine de acción al de gangsters. Sin embargo, es precisamente en el momento de introducción de ese giro central en el que el dispositivo llega a una especie de punto de no retorno. Las pequeñas grietas de credibilidad de las que había adolecido hasta entonces empiezan a dejar pasar demasiada agua y se convierten en lagunas difícilmente eludibles. A partir de entonces, basta con disfrutar de la belleza técnica de esta Victoria. Y de la propia Victoria, esa Laia Costa que va y viene enamorando a la cámara de Schipper casi al mismo tiempo que al personaje que se sitúa como su contraplano. Hasta el soberbio plano final en el que, tras cerrar la historia, por fin la cámara queda quieta y es Victoria la que se aleja de ella, y de nosotros, para perderse en el inicio de una nueva mañana. La mañana posterior al baile. Esa en la que recuerdas a la chica de ayer.

'Hotel Transilvania 2', la aceptación del monstruo

Crítica publicada en Esencia Cine


La obsesión por etiquetar planea sobre todo el metraje de Hotel Transilvania 2 de la misma forma que lo hacía en su precuela. Tras la aventura de la primera entrega, que concluía con la eliminación del taxativo “solo para monstruos” mediante el que se regía el establecimiento, Genndy Tartakovsky sitúa en el centro de la segunda entrega la obsesión de Drácula por la ausencia de vampirismo de su nieto, que se acerca a los cinco años, edad límite para que salgan los colmillos.

Tras un prólogo en el que la historia de Mavis y Johnny avanza a ritmo vertiginoso y se constituye en una nueva familia, el director se centra en el viaje de Drácula y sus locos secuaces para, aprovechando la ausencia de su madre durante unos días, tratar de forzar el vampirismo del pequeño. Más allá de la evidente propuesta familiar se vuelve a esconder un mensaje sobre la aceptación de cada uno como lo que es y sobre el absurdo que suponen las etiquetas en la sociedad actual.


El guión de Adam Sandler y Robert Smigel se mueve constantemente entre los toques de humor (algunos muy estimulantes, como la obsesión del mundo por el parque temático o la tendencia al selfie y la relevancia adquirida de YouTube) y la propuesta familiar cargada de concesiones al espectador infantil. Además, entre guiños y trama, aparece un cierto mensaje sobre las nuevas tendencias educativas, que se hace patente en el tramo del campamento y en la sobreprotección de la madre con el niño que avanza paralela al desarrollo del film.

La propuesta cuida algo más la construcción de la historia que en la primera entrega y, sin embargo, se encasquilla como no ocurría en aquella. A Hotel Transilvania le sienta mejor la sucesión de bromas y guiños cinéfilos que la ligera elaboración a la que se somete en esta segunda película. Sin embargo, a pesar de mostrar ciertos síntomas de agotamiento en la fórmula, el film consigue sobreponerse bien, fundamentalmente gracias a lo agradable que resulta en pantalla y al ritmo de la narración, que coquetea siempre (ya lo hacía la primera entrega cuando llegaba Johnny al hotel) con la fascinación que despiertan los monstruos y el terror sobre los humanos. A pesar de que Drácula se empeñe en continuar con la senda clásica, los monstruos ya no asustan como antes.

'El marido de mi hermana', sin novedad en el género

Crítica publicada en Esencia Cine


Tras un guion prototípico y de fácil engranaje, en el que todos los giros parecen estar deletreados desde el minuto 1 de la película, poco queda por descubrir. Sin embargo, El marido de mi hermana (Tom Vaughan, Estados Unidos, 2014), cuyo título original era algo tan distinto a la traducción como How to Make Love Like an Englishman, esconde una serie de mensajes al principio del film que hacen cuestionarse qué quiere decirnos exactamente y si ese tipo de mensaje no está siendo cuestionable por sí mismo. Son tres o cuatro tics que revelan, aunque uno no sabe muy bien si con la intención o no de polemizar sobre ellos, un cierto tono machista y anticuado. Por ejemplo: una mujer se queja de forma algo vehemente de que ya no hay “caballerosidad” porque nadie le abre la puerta y la deja pasar por delante (?). Unas escenas más adelante, un personaje secundario lanza a voz en cuello un discurso sobre las mujeres como “carne para follar”; aunque en este caso sí parece más destinado a polemizar y evidenciar una serie de comportamientos residuales, o no sabe uno si tanto, de la sociedad más acartonada. Pero, sin duda, la mayor contrariedad llega cuando, en los primeros compases, Jessica Alba anuncia por sorpresa a Pierce Brosnan que está embarazada y, automáticamente, ante la sorpresa del mismo por el conocimiento de la noticia, le asegura que “la puede dejar, que comprendería si ya no quisiese seguir con ella” (!). Lo cierto es que, en la butaca, uno no sabe cómo encajar estos mensajes en una comedia romántica por lo demás normal y muy clásica.


Más allá de estas reflexiones que puede abrir la película, El marido de mi hermana recupera el tono habitual de estas producciones y ofrece una historia de enredo ligera, en la que todo son historias entrecruzadas, secretos y polvorín autoconsciente. Poco o nada más. Si acaso un par de interesantes juegos con el fuera de campo que destacan aún más como oasis en medio de una realización plana y sin ningún tipo de firma reconocible. Cualquier espectador que haya visto tres películas del género sabrá perfectamente qué y cuándo van a ocurrir los giros, cómo van a reaccionar los personajes ante los mismos y qué acontecerá tras la asimilación de la nueva situación. Ni siquiera un amago de final triste logra hacer tambalearse la sensación de que todo lo que está en este film ya está contado con anterioridad infinitas veces. Tampoco una Salma Hayek o un Pierce Brosnan venidos a menos en los últimos años logran alzar una propuesta tan típica y amable como ligera y prescindible.

20 octubre 2015

La mirada de Mateusz

Pieza publicada en Neupic

El tratamiento del punto de vista y la discapacidad en 'Life feels good'


A menudo las películas cuyo personaje central sufre algún tipo de discapacidad, enfermedad o problema psíquico suelen tender hacia la complacencia. Por lo general, la trama principal gira en torno a la aceptación social de estos personajes a través de su historia de superación personal. Siendo muy drásticos...

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16 octubre 2015

'El nuevo nuevo testamento', inocente rebeldía

Crítica publicada en Esencia Cine


“Si es verdad que existe un Dios y es capaz de hacernos esto, es que tiene que ser una mala persona.” ¿Cuántas veces habremos escuchado este lamento en sus muchas formas? Pues la esencia de esa frase no es ni más ni menos que la espita del nuevo film de Jaco Van Dormael, El nuevo nuevo testamento, que nos brinda la oportunidad de reinterpretar el origen bíblico del mundo en las manos de un Dios aburrido y gamberro, al que da vida un expresivo Benoît Poelvoorde.

A través de la mirada de su hija Ea, una adolescente de aire gótico y ojos profundos que aborrece sus métodos, la película del director belga narra el discurrir de los días en la casa de Dios, situada en Bruselas. Sin embargo, su cómoda existencia se verá trastocada cuando, por pura rebeldía, ella revele a la humanidad, a través de un truco de hacker, la fecha de su muerte.


Tras un prólogo frenético en el que Jaco Van Dormael repasa el génesis y cómo Dios llegó a crear el hombre (magníficas esas pruebas previas en las que varios animales disfrutan de la posición del ser humano en la tierra), el ritmo de la propuesta decae un poco, presa quizás de la propia estructura de la cinta. El esqueleto de la obra está dividido en génesis, éxodo (cuando la hija de Dios escapa a la tierra y da origen a la trama) y los seis nuevos evangelios. Porque Ea se ha marchado, empujada en parte por el ejemplo de desobediencia de su hermano Jesucristo (JC), para encontrar a seis nuevos apóstoles y fundar así su propia religión, que desbancará a su padre como ser omnipotente.

El guión, escrito por Thomas Gunzig y el propio Van Dormael, muestra una cierta irreverencia en determinados momentos en la columna vertebral que suponen para el mismo la religión y la iglesia, aunque nunca se desprende de una capa de piel que la convierte en inofensiva. El nuevo nuevo testamento es un puñal de juguete: no mata, solo araña. La puesta en escena del cineasta, en cambio, se ajusta algo más al surrealismo y al espíritu gamberro de la propuesta a través del uso de primeros planos aberrantes, tomas cenitales o planos para los que la cámara se coloca en lugares inverosímiles.

De esta manera el film de Van Dormael camina sobre la línea que separa lo irreverente de lo naif sin llegar a profundizar en ninguna de las dos vertientes. La propuesta va de más a menos hasta llegar a un final en el que conviven innegable regusto a moralina sobre el tiempo del que disponemos, la conciencia de la muerte y un mensaje de cierto aura feminista, que trata de alejarse del paternalismo aunque de forma igualmente discutible. De nuevo esa ingenua rebeldía.

'Slow West', un nuevo lejano oeste

Crítica publicada en Esencia Cine


Algunas veces, el título de una obra encaja perfectamente en el hueco de su esencia. Es el caso de Slow West, ópera prima en el largometraje del músico John Maclean, que juega y se desarrolla a través de un ritmo pausado en el que el director ofrece espacios de construcción propia a unos héroes (o anti) que se edifican en la venganza, el amor, la traición o la amistad según transcurre la historia.

Con 17 años y el anhelo del amor prohibido, Jay (Kodi Smit-McPhee) se dirige desde su Escocia del siglo XIX al Far West americano tras los pasos de su amada, Rose (Caren Pistorius). En su búsqueda se topará con un proscrito (Michael Fassbender), de aspecto entre bandido y justiciero, que le ayudará en su propio beneficio. Tras la interesante presentación de los personajes, de ritmo lento y quizás un poco extensa, la cinta de Maclean se centra por completo en sus protagonistas, a los que la cámara no abandona nunca, ya sea desde la distancia o la cercanía.


De esta forma, el cineasta se acerca a una época distinta con una cierta vocación de relectura del género. Existe, en cambio, la voluntad de seguir utilizando las señas de identidad del western a lo largo del tiempo. Esta doble intención, de reformar y de que todo permanezca, provoca que en Slow West conviva una cierta tendencia al plano americano con una dilatación de la escena del conflicto que rememora los clímax de Sergio Leone o con el uso de un colchón musical más propio de otros géneros (en el que, además, resuena la famosa Yumeji’s Theme, composición central de In the Mood for Love [Wong Kar-Wai, Hong-Kong, 2000]).

En esta mezcolanza de tendencias, épocas y reinterpretaciones que filma Maclean reside uno de los mayores atractivos de una película que en su aspecto narrativo no deja de contar otra historia más de búsqueda del amor, traición y venganzas en el lejano Oeste americano. Más allá, los toques de humor negro que hereda de figuras como los hermanos Coen, entre otros; un par de juegos fotográficos de bella factura a través de los que Robbie Ryan pone su firma al film, entre todos destaca una secuencia en un bosque de ceniza; y el trabajo interpretativo del cuarteto central, entre los que despunta la pareja de forajidos constituida por Fassbender y un Ben Mendelshon que siempre consigue imprimir carácter y pliegues a sus creaciones.

Slow West es un intento de adaptación de los códigos del western a la etapa cinematográfica actual, además de una suerte de cóctel en el que entran en juego varios géneros y referentes, que se solapan unos con otros para dar lugar a esta propuesta, para nada insípida, que, haciendo honores a su título, se degusta a través de su propia pausa.

15 octubre 2015

'Blind': niebla, exorcismo y crisis





“¡Hacer que parezca verdadero lo que no es, sin necesidad, como por juego!… 
¿No es oficio de ustedes dar vida sobre el escenario a personajes imaginados?”

Seis personajes en busca de autor – Luigi Pirandello

En un pasaje de Niebla, Miguel de Unamuno relata cómo su personaje Augusto Pérez lo visita para reclamarle su derecho a decidir por su vida. Una serie de fracasos existenciales lo han hundido y, ahora que se siente vivo, aunque sea gracias al dolor, quiere ser dueño de su destino. En una escena de Blind, su protagonista Ingrid, una novelista ciega, se imagina a sí misma en el centro de la trama que escribe, recibiendo una diatriba de su marido, personaje en la novela, que la reprende por hacer sufrir a una de sus creaciones, una mujer a la que imagina saliendo con él cada noche.


En esta secuencia se podría resumir el esqueleto central del film, con tres vértebras principales. Blind narra el proceso de cambio de una mujer a través de tres crisis simultáneas. La primera, una reciente ceguera que la impide vivir como antes y la retiene en casa. La segunda, una crisis matrimonial, fundamentalmente originada en su inseguridad tras quedar ciega y la imaginación sobre los espacios “vacíos” de su marido. Por último, el propio proceso creativo en el que está inmersa, en el que se termina por filtrar lo demás. Evidentemente, los tres procesos de crisis se entremezclan constantemente.

La puesta en escena de Vogt aboga por conceder una entidad similar a realidad y ficción. Guiada por una sutil voz en off, representación de la deidad autoral que es la protagonista cuando escribe (algo muy “unamuniano”), la imagen del director conduce una reflexión sobre su propio valor testimonial. ¿Qué está pasando, qué es imaginado? De igual forma que los de Unamuno, los personajes de Ingrid, también de Vogt, pugnan silenciosamente por su autodeterminación sin dejar nunca de ser dirigidos. Finalmente, Blind no deja de ser un exorcismo autoral a tres bandas a través del proceso creativo.

CAH 4º aniversario: Las 100 películas (I)
CAH 4º aniversario: Las 100 películas (II)

13 octubre 2015

Poética de la resistencia

Pieza publicada en Neupic

Metáforas combativas y mensajes velados en 'Taxi Teherán'


"Nada me puede apartar de hacer películas. Aunque sea empujado al último rincón conecto con mi mismo, e incluso en espacios privados y con todas las limitaciones, la necesidad de crear reaparece de manera más fuerte." Las palabras de Jafar Panahi podrían resumir el impulso que mueve a su cine en los últimos años....

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10 octubre 2015

Vivir de Cine [Intereconomía Radio] (9/10/2015)

Programa de radio Intereconomía dedicado al cine. En la madrugada del 9 de octubre de 2015 comenté los estrenos de la semana y debatí junto a Ana Santamaría, presentadora, y Antonio Cabello, Nerea Bravo y Marcos Castro sobre la actualidad del mundo cinéfilo.

Aquí se puede escuchar el programa completo.

Primera hora del programa (de 1 a 2 am):



Segunda hora del programa (de 2 a 3 am):

09 octubre 2015

'El Club', tras los muros de la expiación

Crítica publicada en Esencia Cine


El cine no hace héroes, hace cineastas. Puede parecer una banalidad comenzar esta pieza con esa frase, pero a veces conviene recordar que, en el ejercicio profesional, la crítica no juzga ni la valentía ni las presumibles intenciones de un cineasta, sino los resultados cinematográficos de su labor. A lo largo de toda su filmografía, es innegable e inestimable la valentía de Pablo Larraín a la hora de ofrecer su visión sobre diversos temas delicados. El Club, su nuevo film, no se queda atrás y ahonda en una trama tan oscura y agobiante como puede llegar a ser la expiación de los pecados de un grupo de sacerdotes con pasados turbios que conviven en una casa de recogimiento. 

La iglesia y la religión se citan tras los muros teñidos de amarillo de la casa con la avaricia, la homosexualidad o la pederastia, entre otras temáticas, todas ellas causa de pecado para la iglesia católica a la que se adscriben. Larraín apuesta en su historia por un estilo cinematográfico abrumador, sostenido fundamentalmente por una puesta en escena altamente condicionada por la fotografía repleta de violenta oscuridad que propone Sergio Armstrong, así como por un interesante uso del primer plano, que centra todo el foco en los rostros de los curas, unas veces atormentados, otras desafiantes, y en una suerte de imagen etérea con ciertos desenfoques, que provoca una sensación de incomodidad más allá de la temática del film, profundamente perturbadora en su esencia.


Sin embargo, el autor de No (Chile, 2012) opta por determinadas soluciones formales que hacen perder algo de potencia al conjunto. Durante todo el metraje se intuye un agobiante silencio en torno a la casa de retiro, una especie de símbolo del purgatorio, en la que se encuentran los sacerdotes y la cuidadora (una soberbia Antonia Zegers, cuyo rostro equilibra la ausencia de matices de alguna secuencia). Un silencio que podría simbolizar a la perfección ese mutismo de la propia Iglesia ante sus “curas malos”, latente en todo el metraje. Pero el silencio se intuye, solo, porque la decisión de Pablo Larraín de introducir música nos impide “disfrutar” de una sensación todavía más intensa de ahogo e irrespirabilidad. (Tal vez el mejor ejemplo llegue con el primer pivote narrativo que introduce el guion escrito por Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, en una secuencia a la que la música aporta un cierto aire de impostura que el silencio habría solventado y evitado por completo.) Son varias las secuencias en las que el uso de la banda sonora no termina de ensamblar con la sobriedad de la puesta en escena –solo rota por algún uso reiterativo y caprichoso del zoom, un par de redundancias en los subrayados y un ligero abuso estético– y termina por descontextualizar, en esos momentos, esa atmósfera claustrofóbica y humosa que proporcionan las angustiosas peroratas que lanza el personaje de Sandokan, una víctima de abusos en su infancia, frente a los muros amarillos. Y con ello, es la propia película la que, por momentos, se descontextualiza de su propia puesta en escena y del estilo austero que el cineasta elige en el resto de situaciones.

Avalada por el Gran Premio del Jurado del último festival de Berlín, El Club supone un nuevo paso adelante en la filmografía de un director que se cuestiona la realidad, que se hace preguntas; un cineasta vivo y de valeroso espíritu. Su último film ahonda en el alma humana, en los mecanismos de redención y en la inacabable capacidad de corrupción de los mismos. La obra de Larraín es un fresco sombrío, difuso como en ocasiones la propia imagen, que va de más a menos para pivotar hacia el tercer tercio y volver a un crescendo hasta el final. Aunque la escritura –ya en el papel, ya en el montaje– no termine de entretejer algunas de las correlaciones de actos. Lejos del sobresaliente, las virtudes de Larraín tras la cámara sí alcanzan para tocar en la fibra de un espectador que, pese a todo, saldrá congestionado por la grisura del ambiente y por la silenciosa violencia que palpita oculta en cada escena de El Club. No es un héroe; es un buen cineasta.

'El coro', un tintineo tan agradable como estridente

Crítica publicada en Esencia Cine


La música atraviesa de principio a fin El coro (Boychoir, François Girard, Estados Unidos, 2014). Pocas secuencias prescinden del acompañamiento musical, y en las que sí lo hacen, a menudo se puede escuchar el tintineo de esos adornos que se colocan en las puertas del hogar para que resuenen al abrirse estas. Se puede interpretar la película como un canto a la música que funciona a través de encadenados, tanto en el propio sonido como en la imagen. Esa es la herramienta de transición, algo reiterativa, que utiliza el director para pasar de unas secuencias a otras y dotar de continuidad al film; además del sonido de los ya citados “llamadores de ángeles”.

François Girard se acerca a los códigos melodramáticos para narrar la historia de un joven de clase baja que, gracias a su impresionante voz, ingresa en el Coro Nacional de Estados Unidos en uno de sus viajes para reclutar nuevos talentos. De esta forma, el director se permite la posibilidad de establecer un cierto retrato de la burguesía elitista, a través de las familias y el propio colegio y las estrictas normativas a las que se sujeta.


No obstante, más allá de situarse en un coro de niños, el guión de la película se ajusta a la perfección al modelo de películas de universidad. Lo que en aquellas sería el equipo de rugby aquí es el coro. Coexisten en el desarrollo del film la clásica pelea de capitanes con amenaza de expulsión del equipo –en este caso las dos voces líderes, que pelean por alzarse con el papel principal en la gran actuación– y el reto del año, que en aquellas era la final del campeonato y aquí la exhibición en Nueva York. Pero no solo eso. El coro también dispone de una figura dominante e influyente, cuyos criterios de enseñanza son duros y difíciles para los críos. Se trata de Dustin Hoffman, que aquí equivale al entrenador infalible, que incluso da la manida charla a sus pupilos antes del gran evento. Todos los giros de guión y todo el desarrollo de la trama están condicionados por este tipo de cine universitario visto una y mil veces.

A pesar de todo, El coro es una película que se ve con cierto agrado. Lejos de transcender en ninguna de sus vertientes narrativas, tampoco fílmicas, la película desliza un leve mensaje en favor de la igualdad de oportunidades y la meritocracia que se escucha con interés, pero que falla en su imperiosa necesidad de total complacencia. En definitiva, François Girard ha creado una película cuyo efecto es similar al tintineo de esos adornos de las puertas: no termina de resultar estridente, pero queda lejos de ser una experiencia extraordinaria.

07 octubre 2015

¿El nuevo terror?

Pieza publicada en Neupic

La posibilidad de un nuevo giro manierista en 'It Follows' y 'La visita'


La madrugada del pasado domingo, el cineasta Alejandro Amenábar aseguraba en el programa televisivo Cuarto Milenio que el terror es el género que más rápido caduca. El aprendizaje del espectador de los trucos, los propios requiebros de la historia y el dispositivo del miedo varían a una velocidad mayor que el resto...

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05 octubre 2015

El club de los olvidados

Análisis publicado en Revista Magnolia, en el especial dedicado a Aki Kaurismäki




Pocas filmografías recogen un catálogo de perdedores como lo hace la de Aki Kaurismaki. Las películas del cineasta finlandés tienen siempre varios pilares en común: la derrota en la que viven inmersos sus protagonistas y la situación de la trama en un estrato social de bajo nivel. En La chica de la fábrica de cerillas (1990), película con la que el autor nórdico cerró la denominada “trilogía del proletariado”, el foco se centra en una joven que trabaja de forma mecánica en una fábrica –los planos con los que se abre el film muestran el proceso automatizado que ella solo supervisa, en clara referencia al concepto marxista de alienación– y que trata de sostener el hogar en el que vive, junto a unos padres con los que mantiene una relación prácticamente inexistente. 

Kaurismaki narra su película a través de la fuerza de los silencios. Durante el primer tramo de la obra, los primeros quince minutos, los personajes no dicen ni una sola palabra. Y la primera que se dice cae como una losa sobre los oídos de Iris: “puta”, le espeta su padrastro al verla con el vestido nuevo que acaba de comprar para salir por la noche. Y en ese vestido nuevo, de un rojo reluciente, casi la única pizca de vitalidad en la paleta cromática y luminosa que permite la pareja formada por Timo Salminen y Aki Kaurismaki, reside el cambio que servirá como pivote. Iris sale, conoce a un hombre, tiene una relación con él y este la confunde con una prostituta. Para más inri, tras su encuentro queda embarazada.

La narración de Kaurismaki es fina, pero certera. El director hace gala de la economía narrativa que le caracteriza y construye las emociones, los avances y los giros a través de pequeños y calculados detalles de una puesta en escena siempre austera, sin movimientos de cámara y sin ningún tipo de alarde efectista. Por ejemplo, la fascinación con la que Iris se desliza por la enorme casa del hombre para mostrar las diferencias de clase, la sonrisa que esboza la mañana posterior al encuentro, la única que se permite mostrar el director, como símbolo de la inocencia o bondad que aún guarda en su fuero interno el personaje, o la contextualización de la acción a través de sutiles inclusiones del sonido de los noticiarios de televisión en la acción central. Mientras tanto, sucede la mayor de las derrotas. La vida misma, que sigue siempre impertérrita ante todo, impasible ante los males ajenos.

El club de los olvidados en que Kaurismaki ha convertido su cine tiene un referente absoluto en la Iris de La chica de la fábrica de cerillas. Tras las luces y sombras y los claroscuros con los que Salminen baña los encuadres, ese bosque, incluso más oscuro, de soledad –aderezado esta vez con la venganza– en el que siempre se mueven los personajes del cineasta. El fracaso inherente a sus obras. Quizás por eso su cine es, en sí mismo, la mayor de sus victorias.

Portada del número de la revista.

02 octubre 2015

'Regresión', el yugo de la sugestión

Crítica publicada en NoSóloGeeks


En los años 90 los Estados Unidos vivieron un aumento considerable de las pequeñas sectas y las denuncias por su actividad. La historia de la nueva película de Alejandro Amenábar, director que comenzó su exitosa andadura en aquella década, indaga en la mente del hombre con uno de estos cultos como punto de partida. El detective Bruce Kenner (Ethan Hawke) llega a un pueblo de Minnesota para investigar el caso de Angela (Emma Watson). Su padre, John Gray (David Dencik), aun sin recordar nada de lo que ella dice, acaba de admitir su culpa ante las acusaciones de su hija. A partir de esa magnífica secuencia de apertura, el psicólogo Raines (David Thewlis) se incorpora a la investigación para, mediante sus técnicas de regresión hipnótica, todavía en auge en aquella época, intentar resolver el caso.

Amenábar regresa a la vía del thriller, con el que deleitó tiempo atrás, a través de la dualidad perfectamente marcada entre fe y razón en forma de sugestión contra verdad. Y, como en toda su filmografía, el cineasta logra reafirmar su discurso a través del desarrollo de las imágenes y el subtexto. De la mano de una atmósfera lúgubre y oscura, amén del trabajo fotográfico de Daniel Aranyó, Regresión rememora vagamente el tono de perfil negro que lucían los thrillers de terror de las décadas de los 70 y los 80. El cineasta juega, apoyándose en sus pequeñas trampas, con un guión en el que los giros van y vienen, algunos de forma más previsible que otros, para poco a poco acorralar la conclusión y esa reafirmación que suele llevar a cabo el autor.


La sugestión es la vértebra principal en la que se sustenta el film. Regresión se puede leer como un inteligente enfoque hacia la mente humana y el poder de sortilegio que goza el miedo sobre la misma. Continuamente se nos muestra la realidad tintada de un aspecto onírico; igualmente, los sueños y las imaginaciones, así como la hipnosis, terminan por incidir en la percepción de los acontecimientos reales. Así, el espectador puede identificarse con el investigador Kenner, el outsider que, de repente, llega al meollo de la cuestión. En este sentido, la puesta en escena de esas ensoñaciones, o directamente sueños, consigue perturbar el convencional dispositivo fílmico del director, que se reserva un pequeño destello de su inteligencia narrativa al utilizar un plano subjetivo idéntico en varios de sus personajes para alertar de la igualdad de todas las personas ante ese poder de sugestión sobre la verdad.

De esta forma, los dos primeros tercios, bastante sugerentes, se dejan llevar hasta un final mucho más atropellado en el que la sorpresa provocada por el giro es inexistente, pero que, sin embargo, la sólida trenza con la que el guión lo anuda consigue paliar los efectos negativos de ese apresuramiento. Regresión es, por lo tanto, una película en la que se intuyen algunos de los sellos que elevaron a la cumbre del género a Alejandro Amenábar (menos de los que se pudiesen esperar, eso sí), aunque todavía quede lejos de ese regreso a los orígenes que podía anunciar el título de este último trabajo.

'Regresión': La realidad como sortilegio

Crítica publicada en Esencia Cine, junto a una opinión en contra de Antonio Cabello


La lucha de la fe contra la razón se disfraza en Regresión; en un lado la sugestión y en otro la verdad, intercambiando golpes constantemente. Alejandro Amenábar vuelve a la senda del thriller con toques de terror (muy pocos y más bien psicológicos) a través de una historia de investigaciones con el pasado como espacio central e invisible. Consciente de los recovecos del género, el cineasta juega con los vacíos de la historia gracias a un guión que se mueve entre el giro y la trampa de forma continua. El director consigue dotar a su historia de una atmósfera lúgubre y tosca, de claroscuros y contrastes duros, en la que la dirección fotográfica se muestra como una vaga remembranza de aquellas películas de género de los años 70 y 80, con las que seguramente se formó el autor de Los Otros (2001) o Tesis (1996).


Sin embargo, lejos de caer en los tópicos actuales del terror, véanse golpes de efecto y sustos en cada esquina, Amenábar opta por dejar que la historia fluya por sí misma. El cineasta coloca sus piezas a través de la propia narración, que pierde fuerza en el último tercio, y del enfrentamiento entre la verdad y el poder que la sugestión ejerce sobre su percepción, destacando la puesta en escena de las ensoñaciones e imaginaciones del protagonista. Y es en esa lucha constante, que vertebra el film, donde el cineasta revela muestras de su inteligencia fílmico-narrativa, sobre todo a la hora de situar a los personajes en la misma altura frente a esa sugestión mediante la repetición de un plano subjetivo de varios de ellos. La realidad como sortilegio.

'Lejos de los hombres', Sísifo y el desierto

Crítica publicada en Esencia Cine


El desierto parece perseguir a Viggo Mortensen a través de sus personajes. Tras Jauja (Lisandro Alonso, Argentina, 2014), el actor norteamericano de origen danés vuelve a la tierra más desasosegante, esta vez en la Argelia de 1954, en la que se desarrolla su último film, Lejos de los hombres (Loin des hommes, David Oelhoffen, Francia, 2014). Lejos de aquel padre que buscaba a su hija por los agrestes paisajes de La Pampa, el intérprete se mete aquí en la piel de un profesor que tiene que escoltar a un hombre local que es acusado de asesinato mientras son perseguidos por aquellos que reclaman la pena de muerte para el hombre.

Envuelta en una fotografía de exteriores cargada de matices y hondura, y un notable esfuerzo preciosista, en el que destaca el dominio de la luz y la fenomenología meteorológica, la película de David Oelhoffen indaga en el interior del ser humano para hablar de su capacidad de perdonar, así como de su maldad inherente. Sin embargo, lejos de acercarse a la majestuosidad de esos exteriores, y al magnífico trabajo de localización y de fotografía posterior, el guión del autor no consigue dotar a sus personajes de ese mismo fondo.


Lejos de los hombres se revela como una película de grandes intenciones. Su esfuerzo por tocar temas de gran profundidad no se traduce en el resultado final, que suena tan indeterminado como el cruce de caminos que sirve como metáfora conclusiva. La guerra de Argelia e, inherente a ella y simbolizada en el personaje de Mortensen, la posibilidad imposible de la neutralidad alimentan una trama que adapta libremente el relato de Albert Camus El invitado. Para ello, Oelhoffen adopta los códigos del western (el hombre solitario, la amenaza de la venganza, la justicia y sus acepciones, etc.) y dota a su historia de cierto aire crepuscular, aderezado además con la música de Warren Ellis y Nick Cave. Y de cierto refuerzo en el mensaje sobre el ser humano que desliza, como demuestra la repetición en varias ocasiones de un plano que recoge la imagen de los hombres ascendiendo una ladera, con el sol de fondo, como si de Sísifo se tratasen. Si sirve también esta negrura y este eterno ascenso al absurdo del desierto como imagen del propio ser humano es cuestión de con qué ojo se mire.

'El precio de la fama', el anonimato de los desafortunados

Crítica publicada en Esencia Cine


Como si de un reverso buen rollista y más cínico de Aki Kaurismaki se tratase, Xavier Beauvois se acerca en El precio de la fama a los perdedores. Como anuncia uno de los protagonistas, el anonimato de los desafortunados pasa a la primera línea en este film, que tiene la figura de Charles Chaplin como efigie siempre al fondo del relato. La historia se acomoda a los años 70 suizos, en una pequeña localidad tranquila en la que vive un hombre en una modestísima casa (por momentos parece una de esas chabolas que el cineasta finlandés filmó en El hombre sin pasado) con su hija de nueve años. Allí llega, tras salir de prisión, el amigo que le salvó la vida, al que acoge con el fin de que pase tiempo con la pequeña mientras su mujer está ingresada en el hospital.

La víspera de Navidad la televisión anuncia la muerte del cómico; y entonces, ante la precariedad de su situación, todos ven la luz en forma de secuestro y rescate del cadáver. La trama, ya por sí misma, recuerda al genio del cine mudo. Beauvois filma de forma algo convencional los vaivenes de la pareja, que trata de conseguir su objetivo con, como se podía esperar, pésimos resultados. Sin embargo, hay algo de conmovedor en la manera en la que el director mira a sus personajes. Con ternura, inocencia y un gesto íntimo, la cámara se fija con mimo en la relación del padre con su hija y de cómo él trata de hacer la ausencia de la madre más y más pequeña.


Entre tanto, en los huecos que deja la mirada social hacia los más desamparados, los olvidados de la Historia, se filtra el homenaje a Charles Chaplin a través de varios juegos de puesta en escena. Concretamente dos secuencias en las que el director elimina el rastro de la voz para convertir la imagen en cine mudo al estilo del gran autor francés al que referencia. El fantasma de Chaplin recorre transversalmente la historia, que termina convertida en un alegato de los cómicos y su trabajo con un último plano –no en vano, en el circo– que refuerza la idea de su valor y valía a lo largo de la Historia (también la cinematográfica, como parece remarcar ese 1:1 forzado al que pasa por un momento el formato).

El precio de la fama se acerca también, en cierta forma, al realismo poético de principios de siglo, corriente a la que también se aproxima, aunque de una forma mucho más severa y autoral, el cine del citado Aki Kaurismaki. No es la única relación que se puede encontrar aquí con el autor finés, ya que Xavier Beauvois parece trasladar la característica utilización de la música y la banda sonora que hace el director nórdico a su película en determinadas secuencias. Sin embargo, en el resto de situaciones, la música puede llegar a convertirse en un perezoso acompañante. Por otra parte, el dominio de la luz para la generación de atmósferas contribuye a que los vaivenes entre drama y comedia queden perfectamente contrastados sin perder fuelle en ninguno de los dos casos. Algo que no consigue, en cambio, el recosido final feliz con el que el director pone el broche a su historia. Entre otras cosas porque, a pesar del mismo, El precio de la fama sigue siendo una comedia rematadamente triste.

‘Hitman: Agente 47’, videojuegos, anuncios y acción

Crítica publicada en Esencia Cine


Si hace unos años eran los videojuegos los que adaptaban películas para sus desarrollos, ahora, de un tiempo a la actualidad, también se hace por la vía contraria. De este modo, tenemos películas que surgen de la adaptación de las historias de la videoconsola. Esto, además de hablar bien de los desarrolladores y guionistas de los videojuegos, provoca que se esté llevando a cabo una adaptación del lenguaje cinematográfico que adquiere presupuestos y modos de hacer del lenguaje propio de plataformas de juego. 

En Hitman: Agente 47, ópera prima de Aleksander Bach, esta tendencia queda patente sobre todo en la estructuración del guión a modo de niveles (las cámaras del aeropuerto, el parking, los Gardens by the Bay de Singapur, la azotea…). Sin embargo, también la puesta en escena de Bach remite en cierto modo a esas imágenes del videojuego original en el que se basa la película, y por extensión, a la amplia mayoría de juegos de acción similares. Los ralentíes, el mapeo de la historia o los movimientos rápidos de cámara remiten directamente a esa jugabilidad que ofrecían estas plataformas en videojuegos como el propio Hitman o Max Payne.


Respecto a los valores cinematográficos del film, poco más hay de destacable en el convencional acercamiento a la acción, las persecuciones y los golpes que ofrece Hitman: Agente 47. Si acaso, algunos toques en los que se puede llegar a percibir cierta influencia del cine de Tarantino en el modo de hacer del director y una representación de la mujer como ser posterior al hombre, como una creación más perfecta, como reconoce en un momento determinado el protagonista a su compañera: “Tú eres como yo, pero mejor”.

Sin embargo, como suele ocurrir en este tipo de producciones, el dispositivo de acción, a pesar de no ser el único centro sobre el que gravita el film, se apodera de todo y termina por caer en el exceso y el uso reiterativo del product placement (con Audi o Singapur como principales marcas). Por suerte, al menos la partida avanza a buen ritmo y se desarrolla de un tirón; no hay necesidad de pulsar el botón de reset ni de gastar vidas extra.