31 diciembre 2015

40 películas para disfrutar del 2015... en 2016

Pieza publicada en Reyournal


Se acaba otro año, se cierra otro ciclo en nuestra cartelera con un buen puñado de estrenos. Cine comercial, cine de autor, experimental, en los márgenes... Todo tipo de filmes han aterrizado en las salas en el 2015, por lo que es hora de hacer balance y poner en valor todo lo que ha llegado a nuestros cines.


A continuación, una lista de películas (sin orden, cada cual las puede colocar a su antojo) para disfrutar del curso cinéfilo del 2015, aunque sea en 2016.

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26 diciembre 2015

'El puente de los espías', espejos y representaciones

Crítica publicada en Reyournal

Realidad, reflejo y representación. Esta tricotomía, presente desde el soberbio primer plano de El puente de los espías, sirve a Steven Spielberg para aportar su particular visión de la Guerra Fría, y más concretamente sobre el perfil de varios personajes latentes en la historia de este conflicto político...

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25 diciembre 2015

'Macbeth', la estilización visual de Shakespeare

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Adaptar los textos clásicos a la gran pantalla supone un desafío a veces directamente insalvable. Un salto al vacío que solo puede cristalizar en éxito si lo que hace el cineasta con la imagen significa que existe un paso adelante en la ya consolidada esencia del texto. ¿Qué aportaría una adaptación literal de un texto hegemónico si no viniese acompañada de un vuelco, un giro manierista de la imagen, algo que, de repente, aporte una nueva visión sobre esa historia ya contada miles de veces e interiorizada por el espectador en su imaginario colectivo?

En su adaptación de Macbeth, Justin Kurzel parece tener muy presente todo esto para no caer en la monotonía que podría haber significado volver otra vez al gran clásico de Shakespeare. Su acercamiento se convierte en un ejercicio de estilo depurado desde el primer plano hasta el último. El juego realizado con la imagen por el director se sitúa eminentemente por encima del texto, que es adaptado de forma literal, componente por componente, giro por giro, incluso retrayendo fragmentos implorados por los personajes tal cual lo hacían en la obra de teatro. La imagen de Kurzel es poderosa y, además, no esconde su vocación de que sea ella la que “pervierta” de algún modo el texto. La estilización de la misma llega desde los primeros planos a través de un uso muy marcado de los efectos de ralentí, una fotografía contrastada y un uso de los colores –el proceso de etalonaje del film se antoja como un auténtico juguete– que ya en las primeras secuencias deslumbra y sumerge al espectador en la preponderadísima visión personal del clásico shakesperiano que realiza el director de Snowtown (2011).

Llama poderosamente la atención, en cambio, la decisión de Kurzel de, entre todo ese aparataje de imágenes poderosas con las que adapta la historia, abandonar y no mostrar la escena más potente del libro de William Shakespeare. Evidentemente, se trata del avance de los árboles del bosque de Birnam hacia el castillo de Macbeth. Se puede interpretar de dos formas la decisión: o como un acto de soberbia (el director prefiere dejar sus imágenes como las más potentes y no incluir la que deslumbraría al lector para no empañar su trabajo) o, en la otra dirección, como un acto de respeto absoluto al dramaturgo (abandonando la posibilidad de trasladar y “hacer suya” la imagen más poderosa que creó Shakespeare en su narración y que la imagen real quedase por encima de la figuración que hacía el autor). Es cierto que el director juega con la idea de ese momento, pero a la hora de la verdad soluciona el giro que suponía en el Macbeth shakesperiano la idea de ver a los soldados disfrazados con ramas acercándose al castillo con un simple incendio del bosque. Si es por egolatría o por respeto al autor, cada espectador podrá decidirlo por sí mismo tras ver el film.


La adaptación que realiza Justin Kurzel sobre la historia escrita por William Shakespeare en el siglo XVII tiene exactamente las mismas líneas vertebrales que aquella: la ambición desmedida, la traición, los remordimientos (traídos aquí mediante unas impactantes alucinaciones) y el retrato de las mujeres en la sombra (fantásticamente representadas por las tres brujas y por Lady Macbeth). En este último caso, es imprescindible mencionar la interpretación de Marion Cotillard como la gran mujer velada, en la sombra, con un plano que podría tener su reflejo en la tradición de esculturas de mujeres con velo compuestas por artistas italianos de la talla de Camilo Torregiani, Antonio Corradini, Giovanni Strazza o Raffaello Monti entre los siglos XVII y XIX.

Macbeth se compone como una estilización del original, una obra con espíritu independiente y raíces más que evidentes en la memoria de Shakespeare. Kurzel sigue la estela de grandes nombres como Orson Welles (1948) o Roman Polanski (1971) para filmar su propia visión de una de las grandes tragedias de todos los tiempos. Si lo consigue o no, acompañado de la gran pareja de actores que forman un Michael Fassbender absolutamente entregado y una gran Cotillard en la oscuridad (la pareja repetirá de nuevo con el cineasta en Assassin’s Creed [2016]), dependerá de con qué ojos se acerque el público y de su purismo o ganas de ver algo nuevo sobre un texto ya muy adaptado, leído y revisitado.

'El desafío', la realidad supera a la ficción

Crítica publicada en Esencia Cine


Desde la irrupción del 3D en el cine ha surgido una corriente que se podría denominar como “cine de la experiencia”. Una tendencia a dejar todo en manos de lo sensorial (procedente del impacto de la técnica en su mayor parte), en el poder de la imagen 3D, se ha apoderado de este tipo de cine, que lo delega todo en la magnitud de la experiencia, concediendo un escaso lugar para el guión y la composición de la historia. Es el caso de películas como la aclamada Gravity (Alfonso Cuarón, 2013), Avatar (James Cameron, 2009), San Andrés (Brad Peyton, 2015) e incluso la familiar El extraordinario viaje de T. S. Spivet (Jean Pierre-Jeunet, 2013). Con sus evidentes diferencias de calidad, y sus altibajos, todas estas películas marcan una tendencia: la espectacularización del cine, su conversión en una experiencia y, en última instancia, su ponderación hacia el apartado visual en detrimento de la consistencia de la historia. La nueva película de Robert Zemeckis, El desafío, podría ser la evolución lógica en esta corriente cinematográfica.

No hay duda del poder visual de las imágenes en 3D de los paseos sobre el cable de Philippe Petit (llevado a la pantalla por un aceptable Joseph Gordon-Levitt) en sus numerosas apariciones (Notre Damme, Sidney, World Trade Center). Existe una innegable belleza en el vértigo que transmiten los planos aéreos y la inmensa profundidad que les aporta la técnica 3D-IMAX (una pena que no vaya a estrenarse así) a los mismos. El apartado visual de The Walk es, por momentos, totalmente apabullante. Sin embargo, el tratamiento del 3D y la preponderancia de la imagen vienen a ocultar los vacíos de un guión excesivamente convencional que, por momentos, se limita exclusivamente a ficcionar las declaraciones reales y las reconstrucciones de la preparación del evento que ya aparecían en el magnífico documental sobre el alambrista Man on Wire (James Marsh, 2008).


Robert Zemeckis se limita a trasladar a la ficción la historia real de Petit y su equipo de secuaces, que prepararon con mimo y todo lujo de detalles el hito de equilibrismo más relevante de todos los tiempos. El 7 de agosto, Philippe Petit cruzó ocho veces las Torres Gemelas sobre un alambre, durante más de 45 minutos, sin ningún tipo de protección. El valor de la hazaña es incuestionable, pero la realidad cinematográfica dicta que una buena historia no siempre cristaliza en un buen film. En El desafío, que parte del mismo material que aquel Man on Wire, el propio libro de memorias del acróbata en el que narraba toda su hazaña, Robert Zemeckis y Christopher Browne estructuran la historia de Petit mediante una suerte de parlamentos a través de los que el propio Gordon-Levitt va narrando la historia, revestida además con una suerte de licencias emotivas que no le hacían ninguna falta. En el documental de James Marsh también se contaba la historia mediante estas declaraciones de los personajes, pero, en este caso, la realidad supera a la ficción con creces. No es lo mismo escuchar hablar de su hazaña al propio Petit o a su novia de entonces, Annie, relatando sus inseguridades y miedos, a que sea el actor Joseph Gordon-Levitt en el papel del “hombre sobre el cable” quien nos narre este proceso.

A la escritura de El desafío le falta empaque y le sobran algunas secuencias. El alargamiento del metraje no beneficia al desarrollo y puede provocar que cuando se llegue a la secuencia del clímax (el paseo entre las dos torres), rodada con maestría y de forma muy tensa y rítmica, el espectador ya haya podido desconectar del resto. Da la sensación, en cambio, durante todo el film, de que el documental era suficiente para conocer el hito irrepetible de Petit, que no requería de esta epopeya visual en 3D. Sobre todo cuando uno se da cuenta de que lo que ha hecho Zemeckis en muchas ocasiones no es otra cosa que versionar y poner en ficción lo que ya estaba en aquella a modo de reconstrucción o directamente en imagen real. Es en ese momento cuando uno cae en la cuenta de que pueden dar más vértigo las fotografías reales o las imágenes de archivo que introducía Marsh en su documental, precisamente por ese componente de realidad que albergan, y que el artefacto 3D, muy a pesar de su deslumbramiento inicial, nunca podrá llegar a tener. La realidad supera a la ficción.

18 diciembre 2015

'45 años', el humo en los ojos para siempre

Crítica publicada en Esencia Cine


Hasta en lo más idílico habitan secretos inconfesables. El ser humano es un pozo de recovecos en todas sus vertientes. Quizás sea un vicio inherente a nuestra condición. En su última película, 45 años, Andrew Haigh construye todo su artefacto narrativo y visual en torno a un secreto que se revela muchos años después de que pareciese enterrado por completo bajo la nieve. Un secreto que, como no puede ser de otra manera, conduce a otro. Porque la cadena es irremisible: si se revela un secreto, los demás están en peligro. 

Al comienzo de la obra falta una semana para que los Mercer lleguen a la cifra de 45 años de matrimonio. La pareja prepara la fiesta que va a ofrecer para celebrar y hacer gala de un amor envidiable, de esos que todo el mundo quiere para sí. Pero en ese momento, la caja de Pandora se abre y la manzana de la discordia llega en forma de carta dirigida al marido. En ella se informa de que el cuerpo de su antigua novia, con la que salía antes que con su mujer, ha aparecido en el lugar de la montaña en el que él la vio perecer. Entonces, la historia salta como un resorte, como un muelle roto que golpea en el ojo de todo aquel que la mira, y comienza una serie de encuentros y desencuentros que llevarán a los Mercer a cuestionarse los cimientos sobre los que han edificado su vida en el último medio siglo. ¿Qué hay de real en todo ello?


La inteligencia de Haigh a la hora de estructurar y concebir su film lo convierte en una obra única. Lo que podría haber sido uno de tantos melodramas se aleja de la convención gracias a una puesta en escena que aboga por los planos extensos en el tiempo, lo que permite a los actores construir a sus personajes y sus estados de ánimo mediante las acciones, pero sobre todo a una planificación exquisita. A través de la confrontación de planos anversos y de una dirección empeñada en escarbar en cada uno de sus elementos, el cineasta obliga a conversar a sus personajes –fantásticos Charlotte Rampling y Tom Courtenay– incluso en los silencios. El trabajo de montaje, tanto en plano como en sala, es primordial en 45 años. Todos los elementos fílmicos están encaminados a decir algo sobre la pareja protagonista y sobre el momento que atraviesa; todo tiene dobles o incluso triples interpretaciones, pero siempre pesa sobre la acción el silencio de la evidencia. El guión, adaptación de Haigh de un relato de David Constantine, se estructura mediante pequeños episodios que muestran los siete días en los que el matrimonio debe de organizar su fiesta de aniversario. Esta semana le sirve al autor para encuadrar el estado de la relación de los protagonistas y para deslizar su mirada sigilosa sobre el tránsito que supondrá la revelación del secreto y las tiranteces que ocasiona. Haigh acompaña a sus personajes como el cirujano que opera a su paciente. Con la mirada neutral, o no tanto, que ofrece el distanciamiento de su cámara, el espectador es testigo de un viaje que va de la felicidad a la decepción y que ofrece como lugar de hospedaje la frialdad de la duda.

Destaca el uso de los elementos que lleva a cabo el autor de Weekend (2011) durante todo el metraje, pero sobre todo es remarcable el modo en que utiliza la música, siempre como contrapunto de los estados de ánimo por los que atraviesan los protagonistas. La banda sonora utilizada, regada de grandes éxitos de la generación a la que se circunscriben los Mercer, traslada otra mirada complementaria –y muy cruda– sobre los hechos que el cineasta pone en escena. De esta forma, una canción como Smoke gets in your eyes de The Platters cobra un sentido totalmente distinto al que emana de su letra y de la memoria emocional de los protagonistas, mientras que la maravillosa Happy Together de The Turtles muta en la escena más triste y afligida del film. En una duda que se mira y se cuestiona frente al espejo, en una mano que huye de su semejante con miedo, recelo y desengaño. 45 años es como el humo en los ojos del ser querido, la decepción de sentir un tiempo como perdido, como el amor que se escapa gritando en silencio.

'Sufragistas', un mensaje ahogado

Crítica publicada en Esencia Cine


El pasado domingo fue un día histórico en Arabia Saudí. Por primera vez en la historia, las mujeres podían acceder al sufragio en las mismas condiciones que los hombres (?). De si la decisión del gobierno saudita es real o pura cosmética podríamos debatir durante horas y horas, pero el sufragio femenino en el país asiático enlaza a la perfección con la temática central de Sufragistas, y lo hace de forma directa, puesto que en los créditos del film, Sarah Gavron opta por subrayar la fecha en la que cada país reconoció el derecho al voto femenino. El último país que aparece en la lista, todavía sin fecha todavía durante el periodo de realización de la obra, era, precisamente, Arabia Saudí.

La directora imprime sobre el rostro de Carey Mulligan, a la que acompañan Helena Bonham-Carter y, en la mejor interpretación del film, Anne-Marie Duff (lo de que Meryl Streep aparezca en los carteles parece un mal chiste), el mapa de conquistas de un grupo de mujeres que, con la lucha por bandera, sacrificaron sus cómodas vidas en favor del reconocimiento del derecho al voto de sus iguales. El guión de Abi Morgan, notable escritora de Shame (Steve McQueen, Reino Unido, 2011) y La dama de hierro (Phyllida Lloyd, Reino Unido, 2011), pone su mirada, y con ello la del espectador, en los triunfos –políticos– y fracasos –familiares y personales– de este grupo de enérgicas mujeres.


Sin embargo, lo que sobre el papel podría parecer una gran historia, puede quedar empañado, y es el caso, por el trabajo en la dirección. El continuo uso de primerísimos primeros planos al rostro de las protagonistas se puede entender como un intento de dejar claro sobre quién gira la historia. Pero, una vez público, es suficiente para subrayar, remarcar y engrandecer a las protagonistas, para situarlas en el centro de todas las miradas. El abuso del recurso termina por invalidar su efecto, incluso por revertirlo. Algo similar ocurre con el intento de mostrar la agitación y la convulsión de un momento histórico a través de una inquieta cámara en mano. La intranquilidad de la mirada puede ser un recurso interesante para un momento preciso, pero la sobreexplotación del mismo conduce a una debilidad flagrante del dispositivo. No es necesario. La aproximación en la escritura de Abi Morgan no exigía una puesta en escena tan estremecida. Como tampoco era necesario granular y ensuciar los planos generales para que pareciesen documentales o, en una decisión mucho más cuestionable, recurrir a lo axiomático de las secuencias en las que el niño es protagonista, como esa en la que Carey Mulligan baila bajo la lluvia mientras su hijo, al que no puede ver, la mira desde la ventana (!) en una remembranza fatal de La vida es bella (Roberto Benigni, Italia, 1997). La historia de Sufragistas ya encogía por sí sola al espectador; no le hacían falta todos los aditivos utilizados por Gavron.

De esta forma, el vibrante estilo de la realizadora termina por no corresponder a la palpitante historia de este grupo de mujeres valientes, luchadoras y libertarias. Una guerra que, incluso, acompañando a la mirada más allá de la frontera de la obra, se podría argumentar que, en el acercamiento de Gavron, va incluso más lejos: la lucha de clases que, desde el siglo pasado, viene vertebrando cada paso de la Historia. Sufragistas, por tanto, termina por ser un acercamiento valioso a un tema poco explorado, todavía de actualidad hoy en día con casos tan tristes como el de Arabia Saudí. El problema, y quizás por eso dé más rabia, es que el valor de todo mensaje (que lo hay y mucho) queda ahogado en un dispositivo de rostros, neobarroquismo fílmico y vaivenes de una cámara que, más que mostrar por sí sola, impide que sea el espectador quien extraiga y conforme la historia.

15 diciembre 2015

'Langosta', homo homini... lobster

Crítica publicada en Reyournal

Es posible que Yorgos Lanthimos sea el cineasta actual que más se acerca a lo que podríamos denominar como la “distopía contemporánea”. Sus planteamientos, de tinte provocador y punzante, muy cercanos a los que ofrece el showrunner Charlie Brooker en su serie Black Mirror, buscan siempre el recoveco desde el que lanzar su cruda visión del ser humano y su existencia en sociedad. Muchos podrían decir que el griego es un misántropo. Y nadie se atreverá a revocar esta afirmación. 


Langosta es un requiebro en su filmografía, que sirve al director para volver a imprimir sus sellos a una temática muy próxima a la concepción de la humanidad representada en su cine. Si en sus anteriores filmes, Canino (2009) y Alps (2011), ya jugaba con ideas potentes...

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11 diciembre 2015

'La novia', poderosas briznas de hierba

Crítica publicada en Esencia Cine


“Y te sigo por el aire como una brizna de hierba.” Esta frase, que pronuncia la novia interpretada por Inma Cuesta, podría venir a simbolizar el espíritu de la adaptación que realiza Paula Ortiz de las Bodas de sangre de Federico García Lorca, sin duda la gran tragedia romántica del teatro español. En primer lugar porque la frase, extraída sin modificar del original lorquiano, muestra la maniobra de la directora con respecto al texto: reproducirlo de forma fiel en la medida de lo posible, sin abandonar nunca el espacio que le ofrecen las imágenes para la adaptación libre de la obra. Por otra parte, porque el verso –uno de los más poéticos del drama– representa con fidelidad su contenido. La novia se clava en los ojos, como esos puñales que atribuía Lorca a los caballos. Cada plano de la película de Paula Ortiz persigue al espectador por el aire, durante días, como una hoguera que no termina de quemar sus propias ascuas.

Adaptar a Federico García Lorca al cine podía resultar, y seguramente así haya sido, una responsabilidad elevadísima. Sin embargo, tras ver De tu ventana a la mía (2011), da la sensación de que si había una voz capaz de mantenerse fiel a la dramaturgia del escritor sin perder sus sellos de estilo –muy marcados ya en su primera obra– era la de Paula Ortiz. La cineasta, que firma con este su segundo largometraje, incorpora algunas de las firmas personales de aquella (la reproducción del primer plano del film, el uso de la música, la representación de la tierra yerma como estado de ánimo o la delicadeza a la hora de mostrar las relaciones entre personajes, entre otros recursos) para dar un paso adelante en su concepción estilística del cine y representar la tragedia desde un punto de vista extremadamente preciosista, desde el que consigue atrapar y encapsular la belleza que Lorca imprimió a su historia dentro de las imágenes.

Paula Ortiz aboga por una adaptación fiel al texto, del que incluso incorpora parlamentos íntegros recitados por los personajes como si acabasen de salir de las páginas del libreto, desde la perversión de la imagen, en el mejor sentido que podamos atribuirle a la palabra. La novia es un apabullante ejercicio de estilo. Los encuadres de la directora resultan preciosistas, su estilo depurado y el conjunto de la obra, delicado y sensual. No hay contención a la hora de experimentar con la historia a través del dispositivo visual. Desde las descontextualizaciones de la voz en off hasta el uso del ralentí, que “edulcora” algunos de los momentos más épicos del texto original, dando lugar a poderosas secuencias, todo en el segundo largometraje de la autora se reviste de una belleza que nunca pierde la esencia de la poética lorquiana, pero que, sin embargo, desnuda un imponente y penetrante marco de autoría.


Abrazada por un gran elenco, en el que el trío principal (bravísima Inma Cuesta en su mejor interpretación hasta la fecha, acompañada de Asier Etxeandía y Álex García) destaca sobre un encomiable grupo de secundarios (Luisa Gavasa, Carlos Álvarez Novoa, Leticia Dolera o María Alfonsa Rosso), la directora establece un evidente lazo de conexión tanto con la obra de Lorca como con la adaptación que filmó Carlos Saura (1981) en la mezcla de música popular con versos del cancionero propio de la obra teatral. Además, comparte con la película del gran cineasta español su focalización sobre el dispositivo visual. Si en aquella Saura optaba por una suerte de vaciado formal, con el fin de mostrar los preparativos y ensayos de las Bodas de sangre que representaba entonces la compañía de Antonio Gades, Paula Ortiz lleva a cabo el movimiento contrario: una constante búsqueda de la belleza y la estilización visual a través del exceso de recursos y elementos. No tendría sentido, hoy en día, llevar a cabo una traslación literal del texto en la que la imagen no tuviese nada que argumentar por sí misma.

Esta búsqueda del preciosismo que lleva a cabo Paula Ortiz resulta en un buen puñado de imágenes que uno podría ver durante horas; un tremendo continuum de sensaciones y evocación. No obstante, a pesar de ceñirse a la historia con bastante fidelidad, Paula Ortiz no abandona nunca sus maneras, ni su estilo poético. Las fragmentaciones del montaje, el bellísimo prólogo-epílogo o las apariciones de la mendiga (que también toma elementos de la Luna que para Lorca fue personaje autónomo) podrían ser la mejor muestra de esa “fidelidad personalizada”.

La novia duele. Duele y punza en lo más hondo de los sentidos. Y quema, volviendo una y otra vez a Lorca; su hermosura quema. Quizás esa sea la única manera de adaptar al dramaturgo, desde lo más profundo de nuestro ser. La belleza corta cada plano de la cineasta como la navaja que planea sobre el relato de principio a fin. Entre tanto, un viento incontrolable nos sigue, renovador, bravo, seductor, como esa brizna de hierba que simboliza el amor prohibido que el destino y Federico García Lorca reservaron para los personajes y que el espectador puede transportar consigo durante mucho tiempo. Como espinas que se incrustan en los ojos, o vidrios que se clavan en la lengua.

'O Futebol', el clavo ardiendo

Crítica publicada en Esencia Cine


Dejando a un lado la originalidad –seguro que no es este el único texto que la mencione–, O Futebol hace buena la afirmación de Jorge Valdano mediante la que aseguraba que “el fútbol es la cosa más importante de las menos importantes”. En el caso de la película, una suerte de documental personal, el fútbol es, ni más ni menos, que el clavo ardiendo al que se agarran un padre y un hijo para mantener un resquicio de unión tras 20 años sin verse ni saber nada el uno del otro.

Cuando Sergio Oksman, director del film, comienza su narración, el Mundial de 2014 hace lo propio en Brasil. Es el momento escogido por él, protagonista latente de la película, para reencontrarse con el padre ausente, con la excusa de ver todos los partidos del mundial juntos. La metáfora del fútbol es aquí menos metáfora. Sí lo es en el sentido de que el deporte rey no es otra cosa que un lazo, la madera a la que dos náufragos se aferran para no hundirse en el mar. 

O Futebol es una película en la que el fútbol se mantiene al margen mientras nunca abandona el núcleo de la acción. Estructurada mediante rótulos que señalan el partido que se celebraba en el día de grabación, la película de Oksman no muestra ni una sola imagen en la que se vea el desarrollo de un partido. La única que se acerca a lo ceremonial del fútbol es la de la selección brasileña cantando el himno nacional antes de comenzar un encuentro. Esta decisión es, además de una declaración de intenciones, una muestra de que, para el director, en este caso, la importancia del fútbol reside en lo ajeno al mismo. En sus efectos curativos.


De esta forma, el uso del fuera de campo se constituye como el elemento primordial en el desarrollo de la película. Lo más importante en O Futebol es todo lo que está sin llegar a aparecer. El fútbol, como decíamos, no es otra cosa que la metáfora de la ausencia que late durante todo el metraje, pero a la vez el único elemento de unión entre dos personas. La memoria y el tratamiento de la misma, incluso de la vida, como si de un tránsito de tratase refuerza la idea del coche. Son numerosos los planos en los que los dos personajes van de un lado a otro, o se mantienen parados, dentro del automóvil. Un vehículo que por momentos avanza y en otros no, de la misma forma que lo hace su reencuentro, su relación y la propia vida, inexorable y fugaz.

No hay duda de que el fútbol, y probablemente el deporte en general, es un sentimiento con arraigo en lo personal y en lo familiar. La tradición pesa mucho a la hora de aficionarse (o no) a un equipo –incluso Oksman recuerda en el principio del film el primer partido al que su padre lo llevo siendo niño. Esta afirmación se eleva a la máxima potencia en O Futebol, un documental con cierto halo ficcional en el que la emoción llega desde la mesura de un cineasta valiente para la autoexposición, pero contenido a la hora de evitar el exhibicionismo. Como ese delantero centro que marca y marca goles sin hacer nunca demasiado ruido.

'Un paseo por el bosque', elogio de los que no lo consiguen

Crítica publicada en Esencia Cine


En el año que se cierra se han estrenado en España dos películas con la superación personal como tema central y el senderismo como vehículo para lograr ese paso hacia adelante. Una llegó en los inicios de año y otra lo hace ahora, para cerrar el curso. Pero mientras Wild (Jean-Marc Vallée, Estados Unidos, 2014) acompañaba a una Reese Witherspoon cuyo personaje tenía un pasado lleno de errores, dificultades y excesos, en Un paseo por el bosque (Ken Kwapis, Estados Unidos, 2015) las motivaciones se alejan de un pasado traumático y se alinean más con la necesidad de retos para crecer interiormente como persona hasta en las postrimerías de la vida.

La historia central vuelve a ser extraída de un libro de memorias, en el que un escritor documenta su vivencia, tras haber escalado esta vez la ruta de los Apalaches, de más de 3500 kilómetros de longitud. Bill Bryson es un novelista, ensayista y escritor; su última obra de literatura de viajes acaba de ser publicada cuando, de repente, siente que su vida de paz y tranquilidad necesita de algo que la agite. Es el momento en el que decide recorrer la peligrosa ruta, asumir el reto y prepararse para un tránsito, quizás como preparación a mayor escala. Su mujer, interpretada por Emma Thompson, acepta a regañadientes la locura de su marido, con una sola condición: que alguien lo acompañe. Es aquí donde entra Nick Nolte a la ecuación, devolviendo a la vida de Bryson a Stephen Katz, un antiguo amigo, buscavidas de profesión, que se convierte en el único dispuesto a acompañarle en el sendero, esta vez sí, para purgar su espíritu.


En el senderismo tienen sus puntos de anclaje en común Wild y Un paseo por el bosque, pero también es ese sendero el que marca (y remarca) sus diferencias. Ken Kwapis se sirve de un humor ágil y ligero para dotar a su película de una luminosidad mucho menos forzada que la que acababa por tener el acercamiento de Jean-Marc Vallée. En esa cercanía del humor utilizado, así como en la química que manejan a la perfección Robert Redford y Nick Nolte, reside el mayor de los valores de una película que, por otra parte, no pasará a la historia como un ejemplo de originalidad narrativa. En el aspecto visual, no obstante, destaca ligeramente la inclusión de la naturaleza y el entorno de una forma simple, sin dar demasiada importancia, pero remarcando su belleza en según qué planos, encuadres y opciones fotográficas.

Sí hay, en cambio, un ligero desviamiento de la convencionalidad que suele gobernar en estos paseos redentores. Si en las películas sobre la superación de una o varias personas suele predominar un cierto halo de heroísmo y, efectivamente, triunfo o liberación, en Un paseo por el bosque ocurre exactamente lo contrario. Además de no esconder las consecuencias y arrugas de la edad, Ken Kwapis termina por establecer una sigilosa oda a los perdedores, aquellos que, llegados a un punto, deciden aceptar su derrota como un paso inevitable del camino. Es en esta decisión donde la película del director de Una aventura extraordinaria (2012) cobra, a través del giro final (aunque se intuye que es cosa del libro), un ápice de distinción sobre el subgénero en al que se circunscribe. Efectivamente, no todo en la vida son triunfadores e historias de superación sin límites. Y, por mucho afán de victoria que tengamos, la vejez seguirá siendo siempre una derrota incuestionable, inevitable e irredimible. Aunque acabemos de ganar una nueva batalla.

05 diciembre 2015

Vivir de Cine [Intereconomía Radio] (4/12/2015)

Programa de radio Intereconomía dedicado al cine. En la madrugada del 4 de diciembre de 2015 comenté los estrenos de la semana y debatí junto a Ana Santamaría, presentadora, Javier Rueda, Raquel Jiménez y José Ignacio Cuenca sobre la actualidad del mundo cinéfilo.

Aquí se puede escuchar el programa completo.

Primera hora del programa (de 1 a 2 am):



Segunda hora del programa (de 2 a 3 am):

04 diciembre 2015

'Techo y comida', la obviedad maniquea

Crítica publicada en Esencia Cine


Que Techo y comida se estrene en pleno diciembre electoral podría ser visto como una maniobra destinada a influir en el pensamiento del votante. O, quizás, a reforzar la opinión del que va a verla para, precisamente, eso. Uno sale de la sala con la sensación de que la película podría ser retirada perfectamente en el día de reflexión. Es evidente que el cine es político, no hay posibilidad de rebatir eso, sin embargo, en este caso, lo es más. Y de una forma más maniquea y obvia.

Así lo señalan los subrayados constantes a los que el director somete a su película. Por encima de todos se levanta el rótulo final con un extenso mensaje sobre los desahucios en España que concluye con el ya clásico “¿Y a ti quién te rescata?” que se pudo leer en el movimiento 15M en la Puerta del Sol y que ha quedado como uno de los lemas de los que luchan contra la crisis. Sin embargo, en la película no era necesario ese remarcado final. El espectador seguramente ya salga con esa sensación en el cuerpo sin necesidad de que se le dirija el pensamiento. No es el único subrayado que lleva a cabo Juan Miguel del Castillo. Y quizás no sea el que más maniqueísmo adolezca. Durante toda la odisea de Rocío y su hijo, el director sitúa la acción en mitad de la celebración de la Eurocopa de 2012 (que ganó la Selección Española de fútbol). El movimiento está muy claro durante todo el metraje: culpabilizar a aquellos que disfrutan del fútbol mientras está desarrollándose esta terrible historia. Así lo demuestra un plano que podría resumir la totalidad de las intenciones y del espíritu del film: madre e hijo lloran en primera instancia mientras, en segundo plano, a lo lejos, un grupo de clientes de un bar celebran la victoria del combinado español. Una estratificación tan obvia, demagógica e innecesaria que incluso duele verla por el maniqueísmo de su argumentación, tan paupérrima como la situación económica de la protagonista.


Hay que reconocer el valor de Techo y comida a la hora de acercarse a un tema de actualidad espinoso. El trasfondo social y político es de agradecer, pero en ningún caso las formas. No por ser un tema delicado y controvertido, ni por tener el beneplácito de contar uno de los dramas de la crisis actual, es exculpable todo lo demás. No obstante, la película tiene algunos puntos fuertes, sobre los que termina por sustentarse todo para evitar un desplome mucho mayor. Se trata, principalmente, del dúo de actores principales, madre e hijo, interpretados por Natalia de Molina y Jaime López, que sobresalen como la gran columna vertebral del film y demuestran que, en ambos casos, se confirma una solución de continuidad para la interpretación en este país. Más allá, un detalle de puesta en escena que reluce entre la polvareda: la decisión de recoger el rostro de Natalia de Molina, sin ningún corte ni contraplano, en el momento en el que el abogado le comunica su delicada situación. Un oasis en el desierto. Una balsa de aire entre tanta gris neblina.

Techo y comida es una película que elimina de la ecuación al espectador. Una “película mensaje” en la que no hay cabida para el pensamiento propio, si este va más allá de las líneas propuestas y marcadas por la obra. Todo suena a dirigido, hay ecos de imposición (e impostura) en cada encuadre. Y esa es una carga demasiado grande para un tipo de cine que se quiere instaurar en la corriente de lo social. Porque la sociedad es, en definitiva, un conjunto de individuos que piensan y actúan por sí mismos; no conviene olvidarlo en ningún momento.