31 marzo 2015

'Convicto', una cárcel paterno filial

Crítica publicada en Esencia Cine


La sobriedad gobierna Convicto desde la primera secuencia hasta la última. David Mackenzie filma el entorno carcelario a través de una puesta en escena que se desarrolla desde la ausencia de alardes técnicos y narrativos. El cineasta procura otorgar a su cámara la menor visibilidad posible; y lo consigue. Los personajes que se encuentran en la prisión a la que entra el protagonista (un lúcido Jack O’Connell) deambulan por sus corredores y despliegan su amalgama de relaciones internas ante la atenta e incorpórea mirada del director.

Sin embargo, y aunque tampoco es totalmente cierto, Convicto no es un drama carcelario al uso. Posee sus tics, sí, es inevitable; pero aquello en lo que pone su foco el cineasta británico no es precisamente el entorno y sí la relación paterno filial que se instituye entre el protagonista y su padre, preso en el mismo módulo. Será él quien le ayude a establecerse allí, a controlar los mecanismos por los que se rige la prisión, a entablar amistades o relaciones de conveniencia o a no hacerlo con quien no debe. En definitiva, a solventar su tiempo entre rejas de la forma más plausible.


Todo tiene lugar a través de un notorio uso del silencio. En Starred Up (título original del film) la acción ocurre mientras parece que todo está en calma y solo sube la tensión. El ultra violento protagonista asiste a un grupo, pelea varias veces, es aislado y comienza a recibir el consejo del padre y la sensación es de que apenas ha pasado nada. Mackenzie así lo decide y con ello transmite algo del “tiempo muerto” que dispone ese viciado entorno, al que nunca olvida pese a situar a las personas encima en su escala de prioridades narrativas.

Convicto toma el drama carcelario y lo convierte en una especie de revestimiento de las tragedias clásicas. Todo adquiere una enorme intensidad en una historia que conduce la mano de Mackenzie, que dosifica y alterna perfectamente los momentos de cierta sensibilidad con los de mayor violencia (mostrados por otra parte sin ningún tipo de analgésicos). La pareja formada por Jack O’Connell y Ben Mendelsohn, sobre todo el primero, con un repertorio de gestos y una actuación corporal brillante, engrandecen un drama psicológico absorbente y graduado a conciencia por un autor que entiende que su papel no es hacerse notar, sino distanciarse para filmar la crudeza desde la sombra de lo real.

24 marzo 2015

'El sur'

Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la semana dedicada a Víctor Erice

Sinopsis

Norte de España. Una niña recompone la figura de su padre el día en que se marcha de casa. A través de su memoria sospecha que tiene un secreto.


El péndulo de la memoria y la ausencia

El sur nunca aparece en la película de Víctor Erice que lleva idéntico título. Solo en la evocación de su protagonista Estrella a través de las fotografías del lugar que recibe de sus familiares. Tal vez esa sublimación sea la mayor constante que atraviesa el cine del autor español; tal vez ese juego invariable entre la memoria y la realidad, ese péndulo que oscila entre lo oscuro y sombrío (el Norte, el presente como la fría ausencia) y lo alegre y vivaz (el Sur, el pasado como el cálido recuerdo de un baile), sean las señas de identidad más definidas del cineasta.

Hay que señalar que, pese a que vista la filmografía de Erice en conjunto, la ausencia del sur encaje con el resto de sus obras, la idea primigenia era que la segunda parte del film se desarrollase allí y su ambiente contrastase con el norte de la primera mitad. Lo que para Víctor Erice supuso una película incompleta, en realidad se puede leer como el origen de la temática común a sus obras posteriores.

La situación de la memoria como principal elemento de construcción narrativa –siempre lo vemos todo a través de los ojos de una Estrella que recuerda y recompone la figura ausente de su padre– otorgan a El sur un componente externo e incontrolable. ¿Qué es realidad? ¿Qué es memoria? Tal vez la escena en la que hace la comunión y se acerca al final de la iglesia para ver a su padre, escondido en la penumbra en una imagen fantasmagórica, sea la más significativa. El trabajo fotográfico de José Luis Alcaine es magistral, ya que consigue iluminar a cada personaje de forma distinta y contribuye a crear esa atmósfera de incertidumbre, de indeterminación, que alude también a la España de la posguerra, tan indefinida como sombría, en la que se desarrolla el film. 

Erice significa constantemente sus imágenes, las hace hablar. De esta forma evita subrayados innecesarios y deja respirar a una narración, que cuenta la historia por sí misma, que la porta como una semilla que germina en la mente del espectador. Como la propia película, El sur posee cierta ausencia. Como si no llegase a completarse ni siquiera esa primera mitad. La memoria siempre tiene vacíos, huecos oscuros que tendemos a rellenar con invenciones. Y en esa línea filma el cineasta, de forma similar a como hizo en su primera obra, El espíritu de la colmena, una década antes. 

A pesar de que el centro argumental de la obra es ese juego de espejos entre evocación (Estrella, el padre y el sur) y realidad (la finca, la investigación sobre el padre y el norte), Erice otorga a su obra un fuerte componente sociopolítico –sello de identidad en su filmografía–, sobre todo en el personaje de la madre, una maestra represaliada por el franquismo.

El sur es el segundo largometraje de Víctor Erice, para muchos su cumbre filmográfica, pero ya en él se perciben las líneas que van a vertebrar el resto de sus obras: la memoria, la imaginación, el cine como vía de escape, el tiempo como justiciero y la ensoñación como ese lugar aparentemente vacuo que llenamos cuando sentimos que nos falta algo en la memoria. Ese lugar que, como el cine de Erice, siempre parece a punto de desvanecerse para siempre, pero que sin embargo nos ayuda a entender el mundo de otra forma, a insuflar poesía en nuestros pensamientos; a imaginar, creer, a vivir también de ausencias.



El tiempo justiciero, la memoria imaginada y el cine como una huida

En El espíritu de la colmena (1973) el cine era una vía de escape, algo mágico, una herramienta para estimular la imaginación. La protagonista Ana comenzaba a imaginar al monstruo de Frankenstein justo después de ver la película de Whale y de que su hermana le inoculara el “veneno” del relato. El sur (1983) también refleja como el cine puede servir como esa vía de escape de la rutina. En uno de los momentos clave del film, Estrella sigue a su padre hasta el cine y descubre, aunque no del todo, quién es esa Irene Ríos de la que tantas veces ha leído que escribe su nombre. Para el padre, esa sesión es como una sesión de espiritismo, una invocación de un pasado que ya no volverá; el recuerdo de una persona que ya no existe a través del personaje que aparece en la pantalla interpretado por ella misma.

Además, el tiempo siempre es inexorable en el cine de Erice. Tal vez sea esa su mayor aportación. En El sur aparece una mención directa: “El tiempo es el más implacable justiciero”. Y cuando el tiempo hace su gris labor, lo único que nos queda es el recuerdo difuso del pasado, la fascinación de la memoria. De la misma forma que en esta obra el pasado, la memoria y el tiempo forman un trío casi indisoluble; lo harán también en el resto de la filmografía de Erice. Y, como en El sur, la fotografía tendrá un valor importante en esa evocación posterior. En una escena de El sol del membrillo (1992), los pintores Antonio López y Enrique Gran hablan sobre una fotografía que les hizo una compañera años atrás, que el segundo trata de buscar sin éxito para recordar esa época. Posteriormente, en el cortometraje Alumbramiento (2002), una serie de fotografía se muestra como inevitable consecuencia del paso del tiempo –que en la película parece detenido. No obstante, La morte rouge (2006) y su fragmento para la obra conjunta Centro histórico (2012), Vidros partidos, son aquellas en los que más se percibe esa fibra del pasado y la memoria. En la primera, al estilo de La Jetée (Chris Marker, 1962), son las fotografías las que acompañan a la narración del propio Erice, que recompone su recuerdo sobre el Gran Casino Kursaal de San Sebastián, en una fantasmagórica visión de la juventud y de la propia edificación de los recuerdos. En Vidros partidos la importancia de la memoria es capital, ya que toda la narración deviene de una fotografía del pasado de una fábrica portuguesa, a través de la que algunos de los trabajadores recomponen su historia. En esta última, quizás, la memoria juega un papel todavía más incierto y borroso a la hora de recomponer la narración. Sin embargo, el resultado es una preciosa evocación nostálgica de un tiempo pasado que no siempre fue mejor, pero siempre será pasado. 

Esa triada formada por memoria, pasado y fotografía se puede establecer como una de las grandes constantes en la filmografía de Víctor Erice, un cineasta único que enfrenta constantemente unos elementos a otros para conseguir que, a pesar de que todo parezca a punto de desvanecerse, su cine perdure en la memoria.

Ficha técnica


19 marzo 2015

'National Gallery', Cine por amor al Arte

Crítica publicada en Esencia Cine

La expresión “por amor al Arte” se suele utilizar para determinar una labor que se realiza sin la intención de que sea retribuida. Cuando aquello ante lo que nos encontramos tiene más de filantrópico que de comercial. Será difícil que algún día se le pueda agradecer a Frederick Wiseman la generosa labor sorda que realiza en torno a sus películas. No hay nadie en el mundo del Cine que se acerque a sus temas de la forma en la que este cineasta, que sobrepasa ya los 85 años, lo hace.

En su última película, National Gallery, vuelve a disponer su estilo frente y tras la cámara para adentrarse en el gran museo londinense a su manera. La película del norteamericano es una fascinante monstruosidad (su duración es de 180 minutos), un acercamiento a la labor de la galería en todas sus vertientes y desde el más riguroso presente. Wiseman coloca su cámara, su mirada, y con ello la nuestra, en las diversas transacciones, comerciales y artísticas, que tienen lugar en el día a día del museo. Y lo hace a través de una puesta en escena sobria, calculada, tan pendiente del detalle diferencial como de la más pura cotidianeidad del trabajo rutinario, del pasado como de lo que ocurre ahora con ese pretérito.


Hans Holbein, Diego Velázquez, George Stubbs, J. M. William Turner, Tiziano… y una lista incontable de figuras artísticas desfilan por delante del objetivo del director. Y a través de ellos, el espectador es testigo de toda la obra que se lleva a cabo en torno al Arte desde cualquiera de los segmentos del museo. No solo del propiamente expositivo. Wiseman se adentra tanto en las oficinas, como en las salas en los que se restauran las obras, así como observa el trabajo de los guías del museo, apasionados trovadores de la historia del Arte. National Gallery es, por tanto, una radiografía reveladora del Arte y su significado, tomada desde todos los puntos posibles. Además, el cineasta logra que su film se establezca como un constante diálogo entre todas las disciplinas artísticas. Con el cine, más concretamente, establece paralelismos terminológicos y técnicos constantes desde la pintura (la puesta en escena, la iluminación, los modelos como actores, el encuadre…), poniendo en relación así ambas disciplinas sin evidenciar subrayados prescindibles.

El estilo documental de Frederick Wiseman vuelve a ser la seña de identidad. Su puesta en escena vuelve a desarrollarse a través de planos largos, en los que deja que la acción transcurra para adaptar ese pausado ritmo de la cotidianeidad. Por otra parte, el autor continúa focalizando su mirada en cada uno de los departamentos y ofrece un vistazo general del lugar, de la misma forma que en el resto de su filmografía: véanse At Berkeley (2013), circunscrita al terreno universitario público de Estados Unidos; Boxing Gym (2010), en la que se adentraba en todas las facetas del entrenamiento del boxeo en un gimnasio; Crazy Horse (2011), donde radiografió el cabaret parisiense; o Le danse. Le ballet de l’Opéra de Paris (2009), en la que vivió el día a día de dicha escuela de danza. No hay duda de que en la obra de Wiseman late con fuerza la relación existente entre lo pequeño y natural, la figura del ser humano, y lo grande y edificado, las instituciones. Por eso, se puede hablar de National Gallery como un cuidadoso acercamiento al gigante que dormita, un trabajo de disección de todos sus órganos, cuyo resultado en la mente del espectador puede terminar siendo el convencimiento de que la existencia de una institución como la National Gallery de Londres es necesaria para la conservación y mejora del patrimonio cultural, artístico y humano. Es decir, se puede hablar de National Gallery como cine hecho por amor al Arte.

'Pasolini', el arte narrativo y su muerte

Crítica publicada en Esencia Cine

“El arte narrativo ha muerto.” La frase, en boca del artista Pier Paolo Pasolini, se repite varias veces, como un mantra a lo largo de la película que lleva como título el apellido del artista: Pasolini. Abel Ferrara, tras su polémica Welcome to New York (Estados Unidos, 2014), que es coetánea a esta, revisita los últimos días del cineasta italiano y conjetura un final para una de las figuras cuya muerte está más embarrada todavía hoy.

El cineasta estructura su guion como si fuesen dos películas que dialogan entre sí. Por un lado, la narración de los últimos días del polémico artista, al que da vida un Willem Dafoe sobrio, pero entregado a la causa, y muy creíble. Por el otro, la representación en imágenes de la última obra en la que el propio Pasolini trabajaba en el momento de su muerte; valiente el movimiento de Ferrara sin duda. La documentación se antoja primordial y se percibe el trabajo llevado a cabo en este aspecto.


Pero, si el arte narrativo ha muerto, como reitera la voz grave de Dafoe a lo largo de la película, ¿qué está haciendo Ferrara al poner en imágenes el trabajo incompleto del genio? El movimiento del cineasta es valiente, de eso no cabe duda. No todo el mundo se atrevería a “pervertir” y dar entidad propia a unas imágenes que ha imaginado una voz autoral como la de Pasolini. Pero Ferrara consigue cuestionar así las palabras del italiano, otorgando a la parte del film que se centra en esa película incompleta (la segunda de las que contiene Pasolini) un fuerte componente narrativo dentro de su película, y a la vez un levísimo elemento contextualizador sobre qué le pasaba por la mente al autor poco antes de fallecer en extrañas circunstancias. Es en el momento de su muerte en el que Ferrara se sirve también de ese arte narrativo para ofrecer su propia visión del fallecimiento, eligiendo una posibilidad entre las muchas que se han desplegado en torno al misterioso asesinato del intelectual.

Ferrara decide abandonar la profundidad de su retrato sobre el artista y su obra para focalizar exclusivamente sobre sus últimos días. La maniobra resulta, ya que de esta forma vemos la relación de Pasolini con su familia, las obsesiones que revisitaban su mente, a través de la correspondencia que mantenía a sus amigos, y sus propias angustias y revelaciones, trasladadas a su obra, de carácter marcadamente controvertido. No es, por tanto, una decisión errática, sino una elección deliberada, la que realiza Abel Ferrara. El cineasta abandona de forma consciente la precisión quirúrgica, a la que, por otro lado, sí se acerca Willem Dafoe en su interpretación, para centrarse en un momento puntual, en un estado de ánimo concreto y en una serie de circunstancias que sirven para ofrecer una visión propia de la muerte de un artista multidisciplinar (¿y de ese arte narrativo?) mediante el uso de sus mismas herramientas y el diálogo que establecen esas dos “películas espejo”.

'Pride', el carbón multicolor

Crítica publicada en Esencia Cine


En un momento de Pride uno de los personajes del elenco espeta, justo antes de unirse a un nuevo movimiento de lucha: “No hay nada peor que una causa perdida”. La frase, no en vano, puede resumir de forma bastante certera el espíritu de la película de Matthew Warchus, que se adentra en 1984 y narra la hermandad improvisada que surgió entre los mineros y el colectivo LGSM (Lesbianas y gays apoyan [support] a los mineros). 

Es esta una obra que, pese a todos sus clichés, se sostiene y se alza gracias a sus dos pilares básicos: el mensaje que se trasluce de ella y su excelente reparto, que consigue dotar a todos y cada uno de los personajes de un carácter y una idiosincrasia particulares. La diversidad es patente, no sólo entre las dos comunidades antagónicas, sino entre los miembros de los mismos grupos. Este es, sin duda, uno de los grandes aciertos del film: ningún personaje se identifica solo por su condición sexual ni laboral, los personajes de Matthew Warchus son, ante todo, personas que sienten, padecen, sufren, ríen e, incluso, sienten rechazo y cambian de opinión de una forma natural en el desarrollo de la película. Y bailan, como el fantástico Dominic West, cuyo número casi merece la pena toda la cinta.


El guion de Stephen Beresford y la dirección de Warchus bordean continuamente la línea que separa el musical de la comedia. E igualmente, la línea que separa esta del drama. Los personajes transitan continuamente de uno a otro con gran facilidad. De esta forma, pese a la evidencia de feel good movie que se hace patente casi en cada pliegue, Pride consigue revisitar situaciones históricas desde varios y diferentes enfoques. La situación de la familia (con el drama del protagonista más joven o el interpretado por Andrew Scott), la panorámica sobre el VIH o la situación social y laboral de los mineros en la era Thatcher son algunos de los giros argumentales sobre los que se edifica esta historia.

Pride es un canto a la lucha, a la defensa de lo que cada uno considera suyo. Una batalla por lo legítimo, por el derecho personal de ejercer como persona, sin importar de dónde, cómo, ni por qué venimos. Una pelea que se articula en torno al mensaje de que hasta esas causas perdidas se consiguen tornar en posibles si se lucha por ellas. Y pese a todo esto, la película de Warchus no olvida que tras la lucha siempre hay algo más importante, las personas. Porque, como dice otro de los personajes al final del film: “la vida es mucho más que lucha”, aunque para vivir con plena dignidad haya que luchar muchas batallas.

13 marzo 2015

'Puro vicio', PTA, LSD & USA (y el crecimiento de una nación)

Crítica publicada en Esencia Cine


Se podría establecer una interesante comparación entre la filmografía de Paul Thomas Anderson y la historia reciente de los Estados Unidos de América. Todas las películas del cineasta tienen un componente sociopolítico, sin excepción, que además hacen traslucir el procedimiento de crecimiento de la nación como tal. Sin embargo, quizás sea el cuarteto formado por Boogie Nights (1997), Pozos de ambición (There will be blood, 2007), The Master (2012) y ahora Puro vicio (Inherent Vice) el que recoja de una forma más propia y a la vez ajena esa idiosincrasia norteamericana.

En Pozos de ambición la trama nos retrotraía a los convulsos principios de siglo XX para establecer un diálogo entre la ambición desmedida, el ascenso de los magnates del petróleo y la religión como elementos propios de la identidad de barras y estrellas (del sueño americano, que se dice). Después, en riguroso orden histórico, The Master ponía el punto de salida en las evidentes heridas que se abrieron tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. En ella P. T. Anderson recorría ese territorio despoblado de ilusión y repleto, en cambio, de personajes en busca de un impulso para la psique. Allí surgía una nueva iglesia, a la que el personaje central (otra vez, igual que en esta última, Joaquin Phoenix) se entregaba en cuerpo y alma. Y tras el fracaso de todas esas nuevas ideologías, llega el universo de Puro vicio, la redención total ante el mundo hippie de las drogas y la alucinación como la nueva construcción de la identidad nacional, o como la escapatoria del pasado de la misma. Casi de forma coetánea en el tiempo, Boogie Nights, otra representación del sueño americano desnudo y derruido. 


PTA recoge y reformula el texto de Thomas Pynchon y lo acerca a su terreno de forma independiente. La adaptación es tan autónoma y libre como el espíritu de su protagonista, Doc Sportello, un investigador privado que se ve envuelto en una trama oscura de secuestros, traiciones y fugas. El fuego de la novela de Pynchon arde en cada fotograma de Anderson, que sin embargo consigue realizar su propia obra, imprimiendo su personalidad y sus propias referencias con una naturalidad elogiable. El reflejo de la época de los años sesenta y setenta de Inherent Vice rememora, por otra parte, su segunda película Boogie Nights, que por momentos resulta tan festiva, y a la vez tan decadente, como esta. 

El cineasta se sirve de un relato desestructurado (o finalmente no tanto) para dar cuenta de la situación social de la América que está diseccionando. La multitud de tribus, situaciones y tipos de caracteres que pueblan sus fotogramas (hippies, empresarios, negros, nazis, policías y políticos corruptos, etc.) hablan de un lugar sin una identidad definida, una nación hecha a si misma a la que todos y nadie pertenecen a la misma vez. Un territorio en el que pasado y presente viven en constante confrontación, casi como única forma de progreso. En esa América de los sesenta es donde gana terreno una vía de escape. La droga consigue que todo fluya de una forma libre y plácida y se convierte en un placebo para enfrentar precisamente esa identidad nacional corrupta y maleada que ya mostraba Anderson en sus dos anteriores filmes. En el caso del relato, además, contribuye a esa desestructuración y a la sensación continua de no saber si estamos alucinando junto a Doc o lo que estamos viendo en la pantalla es, efectivamente, la realidad. O, por ejemplo, si las apariciones de Shasta, ex novia de Doc que le lleva a iniciar sus pesquisas, siempre envueltas en una aureola de alucinación, no son solo la fantasía del detective, un mero reajuste mental con su propio pretérito. Ya lo advierte esa libreta en la que Sportello se pregunta si está alucinando y se alerta de posibles paranoias para que nada interfiera en la investigación, o esos juegos fotográficos en los que la iluminación y el cromatismo se alteran repentinamente como si fuesen un resorte que nos pone alerta de algo. ¿Se puede ver ahí la mano del autor que nos advierte, que nos abofetea para que seamos capaces de cuestionar su propio relato? En esta idea tienen su morada también esos gestos, muecas y gritos artificiales de Joaquin Phoenix (fantástica su interpretación, otra vez), esas conversaciones tan oníricas y esos trances en los que entra la película de cuando en cuando, apoyados casi siempre por un uso “lisérgico” de la superposición de dos planos en la pantalla. Es la perversión del propio relato desde su interior, desde la mente de sus personajes hacia afuera; una introspección a la inversa.


En Puro vicio P. T. Anderson corrompe continuamente la narración. La forma adquiere una dimensión quimérica a través de la puesta en escena, que engarza perfectamente con el mensaje del film y con el entorno en el que se desarrolla. Todos acabamos siendo Doc Sportello, todos acabamos queriendo encontrar al personaje de Katherine Waterston (sorprendente en su papel), a la que busca continuamente el enamorado investigador (con planos que recuerdan mucho a Punch-Drunk Love [P. T. Anderson, 2002], sobre todo en el uso cromático del rojo y el azul). Pero, ¿es cierto que ella ha llegado a contactar con el protagonista o es solo otra paranoia? Ese juego sobre la construcción mental de la verdad permanece latente a lo largo de todo el metraje de la obra; es inevitable, como ese “vicio inherente” que da título al film y que sus personajes tratan de explicar en función de la sociedad corrupta, movida por el dinero y el sistema capitalista (en una conversación central entre el personaje de Owen Wilson y el protagonista), pero también de las relaciones que establecen las personas, en este caso de amor (a través de una declamación del personaje de Shasta).

Por otra parte, la cámara se desliza por una California que podría también interpretarse como una extensión argumental del propio cine, del Hollywood que ya reflejaba en Boogie Nights a través del porno y de la construcción de una identidad cinematográfica con base en esas actitudes y ese universo artificial en el que se mueven estos personajes. No obstante, pese a que la firma del Anderson de siempre es notable y evidente en cada una de las secuencias que rueda, Puro vicio se percibe como una evolución, un paso más allá en su filmografía y en su idea de cine como arte expresivo (¡¿hasta dónde va a llegar el californiano?!). De la mano del avance del tiempo, PTA ha abierto poco a poco sus miras, ha progresado. En esta obra vemos cómo el uso del plano secuencia deja todavía más espacio a otras técnicas de narración y –elemento importante en la construcción discursiva y de personajes– al primer plano. Y, quizás consciente de la manera en la que la forma envicia constantemente el relato, el cineasta se sirve de una voz en off que reconduce los pasos del investigador e informa de sus avances cuando más difuso podría quedar. Para que no haya excusa, y porque si rascamos en la capa superficial se pueden leer perfectamente varios mensajes subyacentes en el film. Así demuestra Anderson la soberbia planificación del guion y la dirección que lleva a cabo en cada una de sus películas y, además, deja traslucir ese espíritu novelesco en el que tiene raíz esta película (la citada obra de Thomas Pynchon), a la que nunca pierde de vista.

Puro vicio se revela como una película manipuladora (en el mejor sentido de la palabra) en la que se muestra un reflejo de la época y de la construcción identitaria de la nación americana, siempre en constante choque. Una obra en la que PTA da razones a aquellos que atisban en sus iniciales a una de las figuras más importantes del cine posmoderno. Las tres siglas esconden un cerebro en constante movimiento que entiende el relato como algo maleable a través de la forma y el estilo, pero que sitúa todos los elementos en el mismo plano y, como un demiurgo invisible a la altura de sus personajes (y de sus espectadores), los malea, los adultera y los hace fluir siempre al servicio de un fin último: ese relato final. Un cineasta en constante evolución que, con todo ello, sigue fiel a su estilo (en Puro vicio se perciben sus planos secuencia, su gran uso de la música, otra vez con Jonny Greenwood, y esa construcción de personajes tan propia del autor). Un escultor de la imagen que tras los créditos nos recuerda, con un espíritu muy de la época que representa, que “bajo los adoquines está la playa”. Y tras su nombre, recordamos nosotros, un cineasta mayúsculo.


'Chappie', la metafísica ausente del titanio

Crítica publicada en Esencia Cine


En un momento de la primera mitad de Chappie, el robot le pide a su creador explicaciones sobre el concepto de la muerte. La máquina, a la que se le ha instalado una beta (una especie de versión a prueba) de una conciencia, no entiende que el hombre que lo ha creado lo haya introducido, a su vez, en un cuerpo finito. Nacer para morir no tiene sentido, le viene a decir el androide; hacer eso es propio de un creador cruel. Evidentemente en la reflexión del robot Chappie hay resonancias sobre la religión, el Dios creador y su crueldad para con sus “creados”. La idea cobra aún más fuerza cuando, minutos antes, el propio autor de esa conciencia explica en uno de sus diálogos que el mecanismo es el mismo que el de un ser humano, sólo que más rápido. Por tanto, Chappie comienza siendo un niño y poco a poco va adquiriendo el conocimiento necesario sobre la vida.

Este punto inicial –el del aprendizaje del androide– es el que aprovecha una banda de delincuentes para “secuestrar” tanto a la máquina como a su creador y servirse de su poder a la hora de robar el dinero necesario para escapar de un chantaje. Lo más interesante de la película llega en la primera parte, cuando Neil Blomkamp decide poner el foco en ese aprendizaje sobre la vida y mostrar la relación que empieza a adquirir el robot con su entorno, tomando incluso a la pareja de delincuentes como su padre y su madre. El director adopta la reflexión pausada y un estilo narrativo que reposa en esos vínculos que se empiezan a crear y en la “educación” del robot.


Sin embargo, en la segunda mitad del film, Blomkamp carga la mano hacia la orilla contraria y decide abandonar la reflexión que había deslizado en los primeros tres cuartos de hora en pos de la acción y de una trama de traición-confrontación que había anunciado insistentemente con anterioridad. La pausa cede el protagonismo a la locura, los diálogos –el punto fuerte de la primera mitad– a los tiros y las persecuciones, y el personaje carismático se diluye entre los excesivos chistes y gracias, que dejan de funcionar por acumulación.

Una vez cruzado el punto de no retorno, Blomkamp nunca hace volver a sus personajes al interesante punto de partida. Nunca vuelven a aparecer los pensamientos sobre la maldad del creador, los puntos de vista sobre la educación, ni siquiera la intencionalidad que se le intuía al relacionar el aprendizaje con el concepto de familia en esa primera mitad. El exceso se convierte en la tónica narrativa de Chappie. Hasta Hans Zimmer entra en escena con su habitual búsqueda intensa –y cada vez más monótona y vacía– de emociones. 

Chappie es una oportunidad perdida de ofrecer algo distinto, una propuesta que mostrase algo novedoso. Sin embargo, Neil Blomkamp vuelve a ofrecer la misma fórmula de District 9 y, aunque no de forma tan evidente, Elysium. Una obra previsible en su segunda mitad, que se convierte en una propuesta con remembranzas de Michael Bay, a costa de sacrificar aquello que aventuraba una propuesta algo más cercana a lo metafísico o, al menos, a lo que hubiese supuesto elaborar y completar todas las preguntas que lanzaba al aire el simpático robot Chappie.

09 marzo 2015

'Boogie Nights'

Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la semana dedicada a Paul Thomas Anderson

Sinopsis

Eddie Adams trabaja en el club de alterne al que Jack Horner, director porno, acude con sus actrices. Una noche, el azar hace que se fije en él y que lo adopte como uno más de su elenco. Eddie pasará a ser Dirk Diggler y comenzará a convertirse, poco a poco, en una estrella pornográfica, gracias a su enorme miembro viril.


Espiritismo, sueño americano y decadencia

Boogie Nights es una ouija que tiene en la pantalla su tablero. Si nos sentamos a su alrededor, el espíritu de los años 70 aparece a los pocos minutos. Paul Thomas Anderson capta a la perfección (gracias en parte al trabajo de su fotógrafo Lloyd Levin, que impregna de color la escena, y de sus figurinistas, diseñadores de producción, etc., y de su impresionante uso de un soberbio jukebox acorde con la época) aquella atmósfera de esplendor vivida en la industria del porno. El director asiste al ascenso y la caída de un joven que representa, además, de forma transversal, otro sueño americano que fracasa.

La coralidad se convierte en un sello personal en la película del autor (preámbulo de lo que sería dos años después Magnolia); Anderson reúne a los actores que pasarían a ser “su” elenco (William H. Macy, Philip Seymour Hoffman, John C. Reilly, Philip Baker Hall o Julianne Moore) y les concede todo el peso dramático de la propuesta y la responsabilidad sobre el desarrollo narrativo. Mientras, él permanece como demiurgo en la sombra: la mano que mueve unos hilos que parecen hacerlo solos. El cineasta se revela como un fantástico conductor de historias con un despliegue técnico apabullante al servicio de la historia. En sus planos secuencia resuena una referencia como Martin Scorsese (el plano secuencia inicial se percibe como una cita a Goodfellas), en sus construcciones narrativas cruzadas el nombre de Robert Altman, y sin embargo en todos sus pliegues se ve una voz creadora autónoma e independiente, algo que quedaría patente en sus siguientes filmes.

Si hablaba con anterioridad de la idea de la construcción ambiental como un acercamiento al espiritismo, habría que destacar que también en el guion de Boogie Nights se abrazan evocación y muerte. En la obra asistimos tanto a la recreación perfecta de los años setenta como a su decadencia posterior. En la noche de fin de año del 79 se instaura el pivote central. A partir de entonces, lo que antes había sido algo festivo, colorista y con enorme vitalidad pasa a ser crepuscular, otoñal y con cierto olor a muerte, a tiempo pasado, a espíritu maligno. Sus personajes han tocado fondo y ya no les queda otra opción que tomar el otro camino. Tal vez los mejores ejemplos de ello sean el vaquero interpretado por Don Cheadle y Patines (Heather Graham). Es por eso, entre otras cosas, por lo que Boogie Nights se revela como una memoria profundamente triste en la que al final hasta los personajes más libres y libertarios son perdedores patéticos (aunque el maravilloso uso de las perspectivas que hace PTA nos haga encariñarnos con ellos sobremanera). Es aquí donde brilla con luz propia (pero de neón) la magistral escritura y construcción de personajes del autor, y su pericia posterior para darles entidad a través de la dirección.

Anderson se adentra en los entresijos del cine porno para hacerlo extensible a todo el cine. El personaje de Jack Horner, un renovador del cine para adultos, muestra una especie de obsesión por la necesidad de las historias (incluso en el género X). “Quiero que terminen de ver la película, no sólo que se sienten, se masturben, se levante y se vayan”, llega a decir en una escena. Sin embargo, con la llegada y la instauración de lo digital y lo que posteriormente supondría internet, sus palabras se convierten en un canto de cisne nostálgico. El cambio generacional es, por tanto, otro de los temas principales del film. El paso de los 70 a los 80 trajo consigo la desaparición de esta forma de hacer. No obstante, no solo de cine adulto habla Anderson; Boogie Nights es la obra de un amante del cine en general y del celuloide en particular. Lo demuestra la secuencia en la que el cineasta se adentra en los entresijos del cine: primero en el rodaje, luego en la sala de montaje y posproducción, para finalmente acabar en una entrega de premios. Esa escena, y la planificación de la misma, desprenden nostalgia por esa manera de filmar, de crear, por esa época cinematográfica. Por un mundo, en definitiva, anclado ya en el pasado y devorado por el constante avance tecnológico a través del que se desarrolla la sociedad contemporánea. Sorprende esa visión ciertamente nostálgica, pues Boogie Nights es el segundo largometraje de un joven con tan solo 27 años. 

Por otra parte, PTA no desaprovecha el reflejo punzante de la sociedad de los setenta con respecto al porno. Son constantes las revelaciones al respecto que incluye el director casi de manera circunstancial, como sin darles demasiada importancia, pero generando con ello un retrato panorámico de la Norteamérica más cínica. Los personajes, en su profundo patetismo (quizás su expresión más evidente sea el pobre William H. Macy), son repudiados por la sociedad, en muchas ocasiones por las mismas personas que luego ven sus películas. De esta forma asistimos a la lucha de una inmesa Julianne Moore por la custodia de su hijo, o a la denegación de un crédito bancario al personaje de Cheadle con la única razón de su dedicación al porno. 

Por lo tanto, lo que se trasluce del discurso de Anderson es algo que, pese a que pueda parecer de lectura fácil, a menudo no lo es tanto, y es que el sueño americano generalmente no es tan quimérico. Que se lo digan si no a Dirk Diggler, protagonista central de esta obra que, tras su enfrentamiento con Jack Horner, su mentor, queda relegado a la misma vida que vivía con anterioridad. Otra vez el paso de los 70 a los 80. Otra vez en la que sueño americano es una pantomima, una ilusión, una sesión de espiritismo que, como todo, concluye cuando el invocado decide decir adiós.


Paul Thomas Anderson y la música del azar

Boogie Nights tiene una precuela en el mediometraje que el propio director rodo con 17 años: The Dirk Diggler Story (1988). Sin embargo, el falso documental de 30 minutos, con otros actores distintos, sólo se puede considerar un precedente meramente narrativo o argumental.

Sí se puede hablar de la construcción narrativa coral de Boogie Nights como el preludio de lo que dos años después cristalizaría en Magnolia (1999). La importancia que concede el autor a la multiplicidad de historias que confluyen en un punto es el precedente del posterior trabajo del cineasta. En Magnolia esta idea está aún más conclusa y la construcción es más sofisticada (como muestra el prólogo y las constantes referencias a la meteorología como una suerte de advertencia previa al momento de confluencia).

Otra de las conexiones clave con el resto de su filmografía es la importancia del azar. En todas las películas de P. T. Anderson existe el componente del encuentro azaroso como detonante de la historia. En Sidney (1996) un hombre se topaba con un mentor, en Magnolia todo es azar, desde el prólogo hasta los encuentros entre los protagonistas, en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) una mujer y un hombre se encuentran por casualidad en el taller que este regenta y ahí comienza su historia; posteriormente en Pozos de ambición (There will be blood, 2007) el azar estará, además de en los propios encuentros personales (el niño, el sacerdote), en la aparición de un yacimiento de petróleo con el que el protagonista adquiere una fortuna; y en su último título estrenado, The Master (2012), la suerte volverá a manifestarte en forma de encuentro personal entre Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman, cuyas vidas cambiarán desde entonces. Aquí, en Boogie Nights, es otra vez un encuentro, entre Eddie y Jack, el que manifiesta ese azar austeriano (Paul Auster, contemporáneo a PTA, también se sirve de él en casi toda su obra).

En Boogie Nights se percibe la iniciática firma de Paul Thomas Anderson. A pesar de ser su segundo largometraje, el cineasta da muestras de poseer ya una narrativa propia y muy personal, que refrendaría mucho más tarde. El uso del plano secuencia como elemento narrativo, el empleo de la música, la construcción de historias cruzadas a través de un nutrido grupo de personajes… Se puede establecer que en esta obra reside el germen, aunque ya en vías de desarrollo, de un autor superlativo.

Ficha técnica



07 marzo 2015

'Maps to the stars', la mordacidad sobre Hollywood

Crítica publicada en Esencia Cine


La repetición sobre la que se estructura el poema Libertad de Paul Eluard (Poesía y verdad, 1942) se traslada a la arquitectura de Maps to the stars, última película de David Cronenberg. El evocador poema del autor francés aparece (casi en su totalidad) deconstruido en boca de los personajes del film a lo largo del metraje. Sin embargo, parece que en lugar de “libertad”, la palabra que mejor encajaría en ese último verso del poema sería “fama”. Porque en la obra del cineasta los personajes están obsesionados con ella de tal forma que la libertad solo puede llegarles a través de decisiones drásticas en pos de conseguirla. 

La excentricidad reina en esa ciudad de Los Angeles en la que todos los patios son con vistas a Hollywood. Los egos, la mezquindad, el estrés constante que origina el trauma que supone la necesidad imperiosa de reconocimiento son los hilos en la sombra que mueven las actuaciones de los personajes. En definitiva, la más absoluta codicia. Cronenberg, consciente de ello, lo aprovecha para crear una despiadada sátira, mordaz y lapidaria en determinadas ocasiones, sobre ellos. El cineasta crea imágenes absolutas en torno a sus particulares creaciones. De esta forma nos muestra tanto al niño endiosado como a la mujer mayor a la que cada vez le queda un resquicio más pequeño dentro de su propio mundo. Y entre tanto, las drogas, la fiereza de la realidad deformada.


Porque no es el realismo lo que prima en la película de Cronenberg. De hecho, a fuerza de querer ser mordaz, la obra del director de Cosmopolis (película con la que esta guarda algunas similitudes) se convierte en excesiva y demasiado retorcida. Caricaturesca, incluso, se podría decir. El guion es cómico, y la estructuración desde los puntos de vista de dos familias permite al cineasta la focalización en un nutrido grupo de personajes, sin que, a la vez, la coralidad se desboque. Sin embargo, en ese tono excesivo que adapta la obra radica su virtud y quizás su mayor defecto. Es tan constante la muestra de barbaridades que se hacen unos a otros que, finalmente, acaba por ser poco menos que un juego de a ver quién es el personaje más antipático y repulsivo (que, por cierto, sería difícil de determinar).

Entre la maraña de lindezas y la alegoría de un Hollywood deglutido por el mundo celebrity, Julianne Moore. La actriz brilla sobre el resto, incluso sobre la propia película, con su interpretación de una mujer madura que intenta interpretar el papel al que, años atrás, dio vida su madre. La reciente ganadora del Oscar –que bien podría haber sido por esta obra, bastante más completa que la que le llevó a ganar la estatua– metaforiza la muerte de una forma de hacer, la transición de lo viejo a lo nuevo, esa constante necesidad de la actriz madura de renovarse para seguir viéndose joven para no perder su carrera. Esa necesidad de papeles propios de mujeres maduras para las mujeres maduras que se lleva tiempo reclamando por las propias actrices de su generación. 

En Maps to the stars se percibe la firma del Cronenberg más fiero y descarnado. Un cineasta que rinde cuentas desde lo grotesco y desde el humor más negro y feroz con todo aquello que conoce. Este retrato ácido de la mediocridad personal de las estrellas supone un acercamiento inédito a la comedia más oscura. Su escritura más cómica y más punzante consigue transmitir esa desazón que le producen tanto el lugar como sus inquilinos. Unos habitantes que, por cierto, terminan encontrando esa libertad por la que clamaba Eluard en el mismo sitio que el resto de los mortales. Algo que tal vez sea la mejor metáfora (sin serlo) de todas.

06 marzo 2015

'Refugiado', denuncia de un mal endémico

Crítica publicada en Esencia Cine


Es muy difícil demostrarlo, pero probablemente el miedo sea el mayor estimulador de acción (o uno de ellos) en la vida del ser humano. Es más, tal vez sea correcto añadir que aún lo es más el miedo ante el peligro que pueda correr la vida de un hijo. Consciente de ello, el cuarto largometraje del cineasta argentino Diego Lerman pone el punto de partida en el desasosiego que siente una madre cuando, tras recibir una brutal paliza de manos de su marido, comprende que tanto ella como su hijo están en peligro y decide marcharse.

Refugiado apoya todo el peso de su narración sobre la química y el talento de sus dos actores. La situación del punto de vista remite constantemente a la mirada de los personajes interpretados por Julieta Díaz y Sebastián Molinaro. De esta forma, el trabajo de cámaras en la película avanza en perfecta consonancia con el propio discurrir de la historia que narra y de los personajes que se sitúan en su centro argumental.


La cámara inestable traslada a la forma del film la propia inseguridad que atraviesan los personajes durante todo el metraje. Rara vez el cineasta recurre al plano fijo, algo que se puede entender como un gesto de identificación de perspectivas. Pero, además, Lerman se adhiere a la huida de sus protagonistas "escondiéndolos" siempre dentro de la propia imagen. Constantemente el autor decide incluir a sus personajes a través de una puesta en escena escurridiza, en la que los protagonistas siempre aparecen "velados" tras un reflejo, un cristal o tras los arbustos desde los que Lerman parece ocultar su mirada.

Refugiado, presente en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y en la sección Horizontes latinos de San Sebastián, además del Festival de Chicago, donde se llevó el Premio Especial del jurado, reflexiona sobre el maltrato y la violencia, y sobre las consecuencias que puede acarrear en sus víctimas. No obstante, el cineasta decide filmar desde la sobriedad y tratar lo explícito a través de inteligentes elipsis. Nunca hay en pantalla un golpe, un grito, ni siquiera aparece el personaje del maltratador (salvo en un momento puntualísimo); no es necesario. En esta obra el golpe más bajo son las mismas consecuencias. No hay duda de la incomodidad que suscita la película del argentino, aunque quizás sería más correcto decir que lo verdaderamente incómodo no es el propio film, sino que, mientras se ve, se sepa que hoy en día aún es necesaria la reflexión sobre un tema como el que está mostrando.

La obra de Lerman es la constatación de que aún queda mucho camino por recorrer hasta erradicar ese mal endémico de nuestra condición. Y está bien que el cine pueda establecer una vía de denuncia a través de las imágenes.

'Calvary', la caída de los ídolos

Crítica publicada en Esencia Cine


Una amenaza planea sobre cada plano de Calvary. Desde la primera escena, un sobrio plano fijo en el que John Michael McDonagh se centra en el rostro de Brendan Gleeson, Calvary da muestras del tono central de la propuesta. Durante la confesión, en la que el cura es amenazado por un vecino que permanece siempre fuera de campo, se alterna el propio dramatismo que nace de una situación tan latentemente violenta con cierto toque de humor. En el resto de la película, pese a que lo dramático termina por adquirir más peso narrativo, nunca se deja de lado la opción de aliviar la tensión mediante lo cómico. Siempre desde la negrura de las nubes que asolan a los personajes.

El cineasta irlandés vuelve a ofrecer su mirada sobre la idiosincrasia de su nación, como ya hiciese en El irlandés (2011), y lo hace situando su acción en un pequeño pueblo que responde al arquetipo de la comunidad hermética, que tanto se viene aprovechando en la televisión de los últimos años (Broadchurch, Southcliffe o ahora Fortitude, entre otras). Ese enfoque selectivo en cuanto a lo espacial le sirve para ayudarse del misterio que se genera en el espectador, que conoce a todos los personajes, de entre los que tiene que salir un “culpable”, mientras se va desarrollando la acción.


Sin embargo, Calvary no se queda en lo obvio y transgrede el género del thriller para adentrarse en una suerte de corona de espinas temáticas. Desde el papel que juega la Iglesia en la actualidad hasta la inocencia (o no) de la misma en los casos de pederastia que se han venido destapando en los últimos años. El cineasta, a través de uno de sus personajes, cuestiona el candor moral de aquellos sacerdotes que vieron y callaron, a los que ahora representa el silencioso personaje de Gleeson. Sobrio, lánguido y desapegado por todo lo que no sea su hija, que regresa al pueblo con problemas emocionales y psicológicos, el sacerdote es un hombre tranquilo que ha fracasado en su idea de crear un mundo mejor y que ahora se ve amenazado por uno de sus feligreses, que guarda un profundo rencor por un episodio del pasado del que no ha logrado recuperarse.

McDonagh dota a sus imágenes de una potencia inusual. En ciertos momentos son tan embaucadoras que el simple hecho de permanecer con los ojos fijos en ellas es suficiente para adquirir el mensaje que albergan en su interior. Es el caso del incendio, en el que las imágenes hablan de la caída (en el fuego) de los ídolos tradicionales (como el resto de la obra). O del desplome de la espiritualidad de un sacerdote que alberga en su interior las mismas dudas que sus vecinos. Un hombre que, al final, se revela como uno más de los sufrientes del mundo. 

Calvary es un elogio al equilibrio. La ponderación es constante, y se puede intuir que pretendida, entre la forma y el fondo (las imágenes se complementan con la narración incluso en los momentos en los que son más autosuficientes), entre el humor y el drama (lo que hace que forme un tándem interesantísimo con la citada El irlandés), entre lo despiadado y lo cuidadoso (en la crítica ácida y la ironía más sutil mediantes las que se desarrolla) y entre el exceso y la sobriedad a través de los que se mueve constantemente el film.