30 abril 2014

'El gran cuaderno', la fraternidad en tiempos de guerra

Crítica publicada en Esencia Cine

En 1956 se publicaron por primera vez las memorias de Primo Levi con el título Si esto es un hombre. Con el paso de los años, la obra del escritor –antes químico– pasaron a considerarse una de las obras cumbres de la literatura del siglo XX. En sus páginas, el italiano, de origen judío, narraba su reclusión en uno de los campos de concentración pertenecientes al complejo de Auschwitz. Al contrario de lo que pueda pensar alguien que no se haya acercado al texto, el escritor no desprende odio ni visceralidad, sino todo lo opuesto. La apatía y la naturalidad con las que cuenta la historia –torturas, asesinatos, cámaras de gas, etc. – inundan todo ápice de emoción. Y la congoja invade al lector que asiste ojiplático a la devastadora narración. La mención a Levi no es casual, ni mucho menos; los primeros compases de El gran cuaderno, película de János Szász basada en la novela de Ágota Kristóf, recuerdan en cierto modo a las páginas del italiano.

En este caso el cuaderno lo poseen unos gemelos húngaros, que lo han obtenido de manos de su padre con la única indicación de que anoten todo lo que les ocurra, que recojan la verdad. En el último año de la Segunda Guerra Mundial, la madre de los chicos, guiada por el miedo y la desesperación, los traslada a la casa de campo de su abuela, una mujer de apariencia tosca y algo cruel a la que en el pueblo conocen como “la bruja”.

Estructurada a partir de los textos que los muchachos acumulan, El gran cuaderno cuenta la historia del crecimiento de unos niños que se ven forzados a aparcar su inocencia a un lado y endurecerse para sobrevivir a una época oscura. El horror y la muerte impregnan cada segundo del metraje, cada cruce de ese pueblo desconocido en el que dos hermanos tratan de salir adelante sin separarse nunca uno del otro. La hostilidad de la guerra lo devora todo. 


El director János Szász se acompaña de una fotografía que muta según la necesidad de la película para crear una atmósfera totalmente amenazante, así como de un gran derroche técnico (deslucido en los momentos clave como explosiones, minas y bombas) para contarnos la historia de estos dos chicos. Sin embargo, el guión, cargado de giros en cierto modo predecibles, no llega a conseguir que el público conecte con la historia de los niños. El gran cuaderno deja sin atar algunos cabos y descose determinados cebos –la historia de Labio Partido o la desconcertante escena sexual–, cuya vocación nunca queda del todo clara. Por otra parte, es cierto que el cineasta húngaro dibuja algunos planos de bellísima factura; la metáfora en la que una página del cuaderno repleta de insectos muertos hace pensar en un campo de exterminio es brillante. 

Sin embargo, la excesiva inexpresividad buscada para sus protagonistas, de semblante imperturbable ya vean muerte, sexualidad, amor u odio, se vuelve en contra de El gran cuaderno. El film no consigue calar tan hondo como pretende y se acerca más hacia una historia de violencia estándar que hacia el reflejo de una situación de conflicto. La guerra, a pesar de su indiscutible presencia, siempre queda latente al otro lado, simbolizada en una especie de alambrada-frontera que alcanza un devenir significativo en el final de la cinta.

El trabajo de Piroska Molnár, en el papel de la abuela, consigue elevar un peldaño la película en aquellos momentos en los que parece que empieza a desestabilizarse. Su actuación es fantástica y convence desde sus primeras apariciones. Quizás por eso el objetivo de Szász se detenga a menudo en su rostro, como si buscase la expresión definitiva de la crueldad o el olvidado amor. En el otro lado sorprende la escasa relevancia del personaje interpretado por Ulrich Thomsen, un oficial que, sin llegar nunca a jugar nunca un rol de importancia con respecto a los protagonistas, desaparece de la película sin más.

El gran cuaderno cuenta la historia de dos hermanos que tienen que abandonar su vida y aprender a convivir con una guerra que devasta todo lo que encuentra en su camino. Dos inocentes convertidos por las circunstancias –y la necesidad– en hombres duros. Un interesante drama sobre la fraternidad y la importancia de la lealtad, que a partir de la mitad comienza a perder fuelle y se agria bajo un estridente sonido de tambor tan reiterativo como inoportuno y molesto.

'No se aceptan devoluciones', comedia de tedio y lágrimas

Crítica publicada en Esencia Cine

Cuando algo va mal desde el inicio es complicado voltear la situación y hacer que termine bien. De la misma forma, pero a la inversa, un buen comienzo no garantiza un mejor final. No se aceptan devoluciones, primer largometraje del actor Eugenio Derbez, comienza bien para terminar diluyéndose en su propia pretensión de abarcar demasiado espectro.

Valentín es un vividor, mujeriego y pasota, que gasta sus días en Acapulco tratando de llevarse a todas las turistas a la cama. La presentación del personaje, con un interesante juego de planos que muestra al protagonista con varias mujeres, da paso al nudo de la historia: la llegada de Julie, una turista de Los Ángeles, que le deja al cargo de una hija fruto de una de sus aventuras. 

La historia es típica: un hombre alejado de todo atisbo de compromiso se ve, de la noche a la mañana, con una hija de la que encargarse. En cambio, decidido a encontrar a su madre y devolver a la niña, emprende un viaje a la ciudad californiana que le cambiará por completo la vida.


Pese a lo arquetípico de la historia, la primera hora de película se convierte enseguida en una ligera comedia, llena de chistes surrealistas y, en cierto modo, ágiles. El espectador ve cómo Maggie, la pequeña, va creciendo de la misma forma que lo hace la complicidad entre padre e hija. Por momentos, el film recuerda a Un papá genial (con guiño incluido a Adam Sandler) un poco descolorido.

Los azares del destino –y el primer acto de amor por su hija– llevan a Valentín a convertirse en especialista de cine en Hollywood. Quizás sea esta la broma más destacada –y destacable– de la película. El retrato que dibuja Derbez de los estudios, rodajes e incluso de algunos de los actores –ese Johnny Depp, ¿o Jack Sparrow? – es totalmente disparatado y grotesco. 

Sin embargo, como decía al principio de esta crítica, un buen comienzo no garantiza un mejor final y No se aceptan devoluciones corrobora con creces dicha afirmación. Un giro en forma de diálogo enigmático –en exceso– en la sala de un doctor nos pone alerta de algo y a partir de entonces la película se desmorona sin clavo al que agarrarse. En el momento que sobrepasa la hora de metraje, la comedia queda aparcada para dar paso al más burdo de los melodramas. La madre de la niña, convertida ahora en abogada, reaparece para tratar de llevarse a la niña con ella –y su pareja–, llevando la película por derroteros más cercanos al drama de siesta que a la comedia que parecía iba a ser.

La segunda mitad de la cinta se convierte en una constante reiteración de chistes –la metáfora de los lobos como representación del miedo se termina por hacer cansina– y situaciones excesivamente intensas. La constante necesidad de remarcar una bondad y una malicia, sobre todo en la deriva que toma la relación del padre y la madre en la última parte, sugiere un ajuste de cuentas del director con sus personajes. Derbez convierte su película en un melodrama desesperante y conduce todo su esfuerzo narrativo hacia un final lacrimógeno que se intuye desde el primer giro.

No se aceptan devoluciones, película que se ha alzado como la cuarta extranjera más vista en Estados Unidos y la mejicana más vista dentro de sus fronteras, es un ejemplo de cómo convertir una agradable y prometedora comedia en un tedioso y lacrimoso telefilm sin ningún tipo de interés.

29 abril 2014

'Aprendiz de gigoló', ligera transfusión Allen-Turturro

Crítica publicada en Esencia Cine


La discreta vida de Fioravante (John Turturro), un florista que coquetea con la ruina, entra en efervescencia cuando conoce la propuesta de su amigo Murray (Woody Allen) para ganarse la vida. Como la de muchos de nosotros, su vida cambia por completo con la irrupción del cineasta, convertido en un personaje que no es otro que él mismo.

El viejo Murray recibe la petición de su doctora para que encuentre a alguien con quien cumplir la fantasía del menage a trois junto a una de sus amigas. Murray, auspiciado por el bajo momento económico que sufren, piensa en seguida en Fioravante, que además tiene un extraño poder de seducción –demasiado extraño, de hecho, y ciertamente poco creíble– con las mujeres. 

Con un guión evidentemente influenciado por el cine del propio Woody Allen, Turturro nos adentra dentro del barrio judío de Nueva York para contarnos la vida de este gigoló que no concibe el sexo sin amor. Su escritura está repleta de bromas médicas, sexuales y sobre la comunidad judía (a la que ambos pertenecen). Hay líneas que podría haberlas escrito el director neoyorquino para alguna de sus películas. Aprendiz de gigoló adquiere el tono de una comedia romántica y da paso al típico juego de enredos, aventuras y desventuras, que alcanzará su máximo exponente cuando entre en la ecuación Avigal (Vanessa Paradis), la viuda de un rabino, a la que perseguirá y sobreprotegerá un policía de la patrulla vecinal encarnado en un Liev Schreiber –sí, Ray Donovan– pasadísimo de rosca, Kipá incluida.


La influencia del cineasta de Manhattan no se reduce sólo a los aspectos del guión, sino que trasciende a otros aspectos como determinados usos de la música (ese jazz con el que se nos presenta la película) o los tratamientos de imagen –una particular declaración de amor– con los que se introduce Nueva York como centro espacial de la acción. 

El film de Turturro funciona mucho mejor cuando el viejo Allen permanece en pantalla. Con un personaje delineado para su lucimiento, el cineasta, en este caso actor, brilla y se luce con sus alocadas reflexiones, sus deliberaciones atropelladas y sus ideas tan efectivas como surrealistas. En el momento en que él desaparece de la escena y el peso de la película recae en el resto del reparto, el conjunto pierde fuerza. El personaje lacónico de John Turturro, la antítesis del de Allen, contrarresta todas las fuerzas que ejerce Murray. Fioravante se convierte en un tipo soso, con poca gracia y muy marcado por los designios de Murray, del que deseamos que no desaparezca nunca del encuadre. 

Por su parte, el elenco femenino tiene un protagonismo menor de lo esperado y, por consiguiente, no brilla como correspondiera. Quizás Vanessa Paradis sea la que más jugo extraiga de su personaje, una mujer mucho más comedida que en otros de sus papeles (Los seductores, por ejemplo), pero que simboliza un retrato (con mucha comedia negra) sobre los pliegues y contradicciones de la comunidad judía a la que pertenece. La doctora Parker y su amiga Selima, las dos mujeres que dan pie al surrealista plan de Murray, quedan relegadas a un sorprendente segundo plano hasta el desenlace. La voluptuosa y televisiva Sofía Vergara sirve exclusivamente a un cómico baile con Turturro, mientras que Sharon Stone no pasa de ser el mero desencadenante de la historia.

Aprendiz de gigoló es, por lo tanto, una película sustentada por el vigor interpretativo y la comicidad de su protagonista estrella. El Turturro guionista se empapa de las líneas hilarantes de Woody Allen para presentar una cinta ligera, con una gracia natural muy sutil y con un estelar reparto que, si bien no reluce tanto como pudiese, no deja la propuesta en mal lugar.

28 abril 2014

'El gran hotel Budapest', sutil e inteligente locura


El gran hotel Budapest requiere la aceptación total del pacto narrativo. Si no estás dispuesto a consentir lo que te van a contar, tal vez sea recomendable que no traspases el portón. Pero si decides aceptarlo, puede que pases uno de los ratos más divertidos en el cine de los últimos años.

Wes Anderson nos cuenta, con su reconocible estilo, una extravagante historia de enredos y aventuras. Nos situamos en la república de Zubrowka en los años sesenta, más concretamente en el Grand Budapest Hotel, en el que Moustafa Zero se dispone a relatar su pasado a un escritor. Este encuentro sucede a su vez en las páginas de una novela, lo que justifica las exageraciones en la historia. Dicho mecanismo narrativo recuerda al escritor Stefan Zweig, en el que Anderson se basó para escribir esta historia, y al que guarda un homenaje en ella. Nos encontramos, de este modo, ante una historia contada dentro de otra que está siendo leída. Y a pesar de la aparente complejidad, los engranajes funcionan a la perfección.

El director vuelve a concentrar la acción en un lugar central desde el que se ramifica la historia. Ya lo hizo en The Royal Tenenbaums (la casa familiar), en Life Aquatic (el barco) o en su última película Moonrise kingdom (la isla). The Grand Budapest Hotel vuelve a demostrar la enorme importancia que juegan los espacios en la filmografía del director. Todo parte y apunta hacia el hotel, una estructura rosácea que, gracias a un impresionante trabajo de atrezzo, recuerda a una de esas maquetas con las que todos hemos querido jugar o a una estructura de caramelo a la que cualquiera desearía hincarle el diente. 


Los protagonistas son Gustave H., reputado conserje del hotel, y Zero, un aprendiz que llega en los años treinta. El duelo interpretativo entre Ralph Fiennes y Tony Revolori se mantiene durante todo el metraje, en el que el joven le aguanta el pulso al veterano. El resto del reparto eleva la película a la categoría de obra coral. Todos completan grandes actuaciones, todos están pasadísimos de vueltas, todos conforman un conjunto memorable por unas interpretaciones brillantes y por un notable trabajo de caracterización. Resultan destacables la cadavérica fachada de una Tilda Swinton casi irreconocible, un Willem Dafoe tosco y cómico, y un Adrien Brody, que, con su semblante, recuerda a aquellos lúgubres y arquetípicos villanos de las historias de la Rusia zarista.

El sello de Wes Anderson está impreso en cada esquina. Desde el tratamiento colorista de la imagen hasta las composiciones fotográficas, El gran hotel Budapest recoge todos los rasgos del cineasta y los traslada a la pantalla con una nueva vuelta de tuerca. La estructuración del guión en capítulos también se vuelve a repetir. El asiduo del director detectará que estamos ante uno de sus trabajos con sólo observarlo un instante.

Por otra parte, el habitual toque cómico y descarado del director reside en cada uno de los giros. Ese humor de situación tan propio vuelve con una renovada energía. Los gags, a veces absurdos y otras algo más confeccionados, aceleran y refrescan el avance de la historia. El director caricaturiza con sutileza todo lo que encuentra a su paso: desde los imperios y los autoritarismos (con una metáfora de la Europa de entreguerras), hasta la unidad familiar, la codicia, y todo lo que rodea a los personajes en su viaje.

El gran hotel Budapest es una historia completamente chiflada, excéntrica en ocasiones, con muchísimo humor y una banda sonora remarcable (gran trabajo, otra vez, de Alexander Desplat), con la que Wes Anderson (re)consolida y acentúa, más si cabe, los rasgos de su filmografía. El director repite las fórmulas que vertebran su cine para virar un grado más. The Grand Budapest Hotel supone una representación nostálgica y lúcida de su particular mundo narrativo vestida de una sutilidad inteligentísima a la hora de tocar (y desarmar) determinados temas. Una de las mejores películas de un director cuya filmografía se agiganta con cada nuevo trabajo.

Ficha técnica
Título original: The Grand Budapest Hotel. Dirección: Wes Anderson. Guión: Wes Anderson. Fotografía: Robert D. Yeoman. Música: Alexandre Desplat. Interpretación: Ralph Fiennes, Tony Revolori, Saoirse Ronan, Edward Norton, Adrien Brody, Bill Murray, F. Murray Abraham, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Jude Law, Tilda Swinton, Mathieu Amalric, Harvey Keitel, Tom Wilkinson, Jason Schwartzman, Owen Wilson, Lea Seydoux. País: Estados Unidos. Estreno: 21 de marzo de 2014. Distribución: Fox. Duración: 99 minutos. Género: Comedia.

25 abril 2014

'Matterhorn', tratado sobre la tolerancia

Crítica publicada en Esencia Cine

El actor Diederik Ebbinge se adentra en la geografía de las soledades humanas en su ópera prima como director. Con una historia revestida de un crudo humor negro –negrísimo, en ocasiones–, Matterhorn cuenta cómo cambia la vida de Fred, un devoto y huraño hombre que vive sólo tras la muerte por accidente de su mujer y después de expulsar a su hijo de la casa, cuando aparece Theo, un hombre adulto que tiene la mentalidad de un niño de cinco años.

Con una delicadeza que roza la fragilidad por momentos, el cineasta reflexiona sobre lo que significa la paternidad a través de la relación entre Fred y Theo. El segundo se convierte en el hijo perdido para el primero. Ebbinge habla sobre la pérdida de esa paternidad por las decisiones que tomamos.


A través de una cámara que busca la mueca y el rostro a través de primeros planos, el cineasta holandés esculpe un –extraño por momentos– atlas de la soledad. La rectitud de Fred pronto dará paso a una introversión hacia la persona que es ahora y que era antes de la sucesión de hechos que cambió su vida. 

Sin embargo, no es el único tema sobre el que pivota la película. La tolerancia, en su abanico más amplio de acepciones, entra en juego cuando Theo, malinterpretando a Fred, se empeña en casarse con él y la sociedad –con su elemento más reaccionario personificado en el sacristán– comienza a retrotraerse y a marginar a Fred y Theo. Matterhorn supone, en ese sentido, un canto favorable a la aceptación de las personas, sea cual sea su origen y condición, y a su integración.

La música –fundamentalmente las notas de J. S. Bach–, así como los juegos de cámara –ralentizaciones sobre todo–, aportan una estética muy peculiar a una película que se construye en torno a un guión sobrio, rocoso y sólido, con resquicios para la comedia. El film de Ebbinger está lleno de contradicciones, que llenan la pantalla como si fuese la propia sociedad que continuamente juzga y condena sin detenerse a pensar en quién es quién para tomar ese poder.

La tolerancia, la aceptación de los demás a través de nosotros mismos –y viceversa–, la paternidad y las consecuencias de los actos capitalizan el discurso del film. Matterhorn, además, supone una crítica a los fanatismos religiosos, no a la religión, sino a los fundamentalismos de todo tipo. Con un final extraordinariamente poético, el director nos traslada hasta la cima de una montaña mientras el personaje protagonista, aquel agrio viejo recto y devoto, experimenta una revelación sobre el verdadero sentido de todo. Diederik Ebbinger ha creado una película profundamente humana y esperanzadora.

'Se levanta el viento', ascensión a los sueños

Se levanta el viento es una historia que se desarrolla cerca del humo. Ya sea por los cigarrillos que van y vienen, por los motores de aviones y trenes, o por la guerra que vertebra casi todo el metraje del film, el humo tiene un importante papel cuasi invisible dentro de la película de Miyazaki. Al igual que los sueños, que cobran un protagonismo absoluto desde la fantástica primera secuencia, en la que Jiro conoce al señor Caproni, que a la larga será su héroe imaginario, su inspiración para la creación de prototipos aeronáuticos.

Porque, pese a su miopía, que le impide ser piloto, Jiro persigue su sueño de volar a través de la ingeniería aeronáutica. Pronto es reconocido su talento como constructor y diseñador y su nombre se empieza a reconocer como uno de los sucesores de aquel Caproni en el que él se inspiraba. 


Hayao Miyazaki se despide del cine con una sublime ascensión a los cielos. El mensaje que perdura de su película es claro, positivo y esperanzador. “Hay que intentar vivir”. No vivir, no, sino intentarlo. Porque eso, muchas veces, ya es un auténtico logro. The Wind Rises supone una oda, un precioso homenaje, a los soñadores como Jiro. Esa gente sin la que nuestro mundo sería un poco más tedioso y sin duda menos creativo.

El cineasta japonés se recrea en esos sueños para construir un guión sólido, que entrecruza dos historias. Desde el mundo onírico somos testigos de las aspiraciones de Jiro, de sus miedos y de sus anhelos. Miyazaki consigue recrear a la perfección ese mundo mágico que se desarrolla en nuestra cabeza mientras dormimos, ya sea la atmósfera amenazante o el surrealismo más excéntrico. Desde aviones que despegan majestuosos desde el agua de un lago hasta hombres que se dejan caer de máquinas en marcha, pasando por avionetas que se alzan a los cielos desde un tejado; el mundo interior de Jiro está metaforizado en la representación de sus sueños. Por otra parte, el director japonés muestra, con una cruel belleza, el mundo real, aquel que le tocó vivir. Los eventos que marcaron la infancia y madurez de Miyazaki se suceden a lo largo del metraje. Así, asistimos tanto a la Segunda Guerra Mundial, en la que Japón desenvolvió un papel importante, como al gran terremoto de 1923, la Gran Depresión o las terribles epidemias de tuberculosis que asolaron Japón a principios de siglo.


El personaje de Jiro, a su vez, también se ve en el medio de otra dualidad: su imparable carrera como ingeniero o su relación amorosa con Nahoko. La cinta funciona mejor cuando se centra en esta segunda historia. Cuando Miyazaki pone el foco encima de sus personajes, el film desprende una sensibilidad insólita y especial. La obra está envuelta en una capa de lirismo y seducción de gran belleza.

Se levanta el viento es una película profundamente bella, un canto a los sueños y a los soñadores. Un biopic fascinante sobre un personaje que, sin buscarlo, tuvo un protagonismo fundamental en la Segunda Guerra Mundial, y por tanto en el transcurso de la historia del siglo XX. Puede que le falte la garra que tenían otras historias del director, pero a esta The Wind Rises le sobra sensibilidad y poesía visual, de la misma forma en que le sobra algo de metraje (los 128 minutos se hacen largos en algún momento). Miyazaki se despide con una alegoría preciosa, con un mensaje esperanzador. Su ascensión a los cielos cinematográficos.

24 abril 2014

'#RealMovie', Grand Prix macabro

Crítica publicada en Esencia Cine
Atlántida Film Fest

La proliferación de las redes sociales y la tecnología ha dado lugar a un buen número de reflexiones en torno a esta temática. Quizás las más conocidas sean las que ha ofrecido la fantástica miniserie británica Black Mirror. En #RealMovie, película que surge del evento #littlesecretfilm, orquestado por la cadena Calle13, hay algo muy lejano que recuerda a la serie de Charlie Brooker.

Una mujer es secuestrada. Su hermana, la actriz española más famosa, que acaba de volver de Hollywood (un trasunto de Penélope Cruz), tendrá que resolver una macabra yincana de pruebas con la ciudad de Madrid como testigo. Toda la acción es recogida por cámaras colocadas en cada esquina del circuito de pruebas. El resultado: una película dirigida por el secuestrador, que llevará, como no podía ser de otra forma, el título de #RealMovie.


Sobre el papel el planteamiento es jugoso; la idea es muy atractiva y la posibilidad de opciones que abre es interminable. Sin embargo, en seguida se cae. Ni las pruebas que realiza la protagonista, ni el secreto oscuro que guardan (y que el secuestrador sabe, claro), llegan a interesar nunca. Tampoco el devenir de los personajes. El secuestrador puede hacer con ellas lo que quiera y probablemente el espectador no se escandalice ni se aflija por ello. 

#RealMovie es un cruce a la española entre la citada Black Mirror y Saw. La película de Pablo Maqueda funciona mejor cuando se acerca al thriller que cuando lo hace al drama. En cambio, opta por lo segundo y pierde mucha fuerza en seguida. Los flashbacks en los que se cuenta la historia de las dos hermanas, y se revelan datos sobre ese secreto que guardan, sacan de la historia al espectador. Por el contrario, la contraposición, en el presente, de las imágenes de las pruebas de la protagonista y las que son recogidas por el dispositivo de cámaras dispuestas por el secuestrador (en un tenue blanco y negro), son un acierto y le dan a la cinta un aire voyeur que se asemeja vagamente al alcanzado en la serie Person of interest.

La cinta, que transita del drama al thriller sin demasiada fortuna, se deja sitio también para lapsos de humor. La entrevista en la que conocemos al personaje de Eva Binoff, la actriz, con sus evidentes aires de grandeza y sus citas (aun más evidentes) a las películas de Almodóvar (Baile con ella, Todo sobre las mujeres, Recuérdame, con el póster de Volver), es el momento más evidente. Pero ni por ahí gana consistencia. El macabro grand prix se mueve atropelladamente por Madrid hasta llegar a un final previsible en exceso y con poco sentido. #RealMovie se queda en mucho menos de lo que podría, argumentalmente, y no termina de convencer y desarrollar una idea que, a priori, se antojaba fantástica.

22 abril 2014

'Melaza', retrato con sacarina

Crítica publicada en Esencia Cine
Atlántida Film Fest

En el imaginario colectivo tendemos a reducir Cuba a la ciudad de La Habana. Si apuramos, quizás también alcance hasta Varadero. El cine que llega de la isla, o aquel en el que Cuba es protagonista, ayudan, a menudo, a que identifiquemos todo un país con su capital. Dos ejemplos de esto podrían ser la reciente Una noche, de Lucy Mulloy, o la más antigua Habana Blues, dirigida por Benito Zambrano. Melaza se distancia de esas propuestas y se adentra en la otra Cuba, aquella que no es protagonista nunca, el equivalente a lo que en España podría ser la España rural o, más coloquialmente, la España profunda.

La ópera prima de Carlos Lechuga nos traslada al pueblo de Melaza y nos invita a acompañar a una pareja, Mónica y Aldo, que trata de sobrevivir cuando cierra el molino de azúcar que daba trabajo a los alrededores. Los dos tratan de refugiarse en su amor, buscando las alternativas –no siempre legales– para sacar adelante sus propias vidas, pero también las de la niña de Mónica y la de su madre.


“Aquí aprendes a bailar o te mueres en la pista”, espeta ella en una escena del film. Y así es. La frase en cuestión refleja exactamente lo que muestra la obra de Lechuga. Personas tratando de adaptarse a un nuevo entorno hostil. A partir de la primera secuencia, una sucesión poética de imágenes acompañada de una canción, la situación de la pareja se enturbia poco a poco –multa, deudas, etc.–, por lo que tendrán que buscar soluciones no siempre agradables. 

El problema de Melaza viene dado por la falta de pulso narrativo y, por momentos, de tensión. Los personajes tratan de buscar remedio a su problema, se adentran en situaciones peligrosas, salen de ellas, discuten, hacen el amor, o conversan, sin que en ningún momento lleguemos a empatizar con ellos. La frialdad y la distancia que se siente hacia los protagonistas hacen difícil que lleguemos a sentir sus vaivenes. Sólo en un instante en el que los dos apartan a un lado sus problemas y bailan a la tenue luz de un pequeño bar, sólo en ese momento, consiguen trasladar su sentir más allá de la pantalla.

Es cierto que su búsqueda de la felicidad, de la prosperidad más bien, es interesante. También lo es que está bien narrada. El retrato de la Cuba más profunda y desoladora está bien dibujado, pero la cinta es tan sobria que en ningún momento logra traspasar la pantalla. Melaza es un panorama de la Cuba más devastada, más desoladora, más terca y repetitiva (ejemplo de ello es el mensaje que se repite durante varios momentos, que incita a los habitantes del pueblo a acudir a la protesta junto al Gobierno). Carlos Lechuga no trata de adoctrinar, ni siquiera de ofrecer una visión política de un problema; el cineasta se reduce a crear un ambiente para su pareja protagonista, en la que centra absolutamente toda su vocación narrativa.

Melaza es, por tanto, una película centrada en sus personajes. Una dura historia sobre el amor y las relaciones y sobre la adaptación a los terrenos hostiles. Un film que, pese a ser interesante, no termina de convencer en su intento de adentrarnos en la psicología de las relaciones personales. Una ópera prima, solvente y sin alardes, que deambula con pesadez por los recovecos de la esperanza de una pareja por salvar su pequeño mundo.

20 abril 2014

'The Secret Society of Fine Arts', "anticine" sugestivo, arte provocador

Crítica publicada en Esencia Cine
Atlántida Film Fest

The Secret Society of Fine Arts se resume en una conversación. Un interrogatorio entre la protagonista y un agente de seguridad en el que ella, Eva Kovacks, narra la cronología de esa sociedad secreta. Una charla a tiempo real, de una hora y quince minutos, en la que descubrimos a los otros personajes, proyectamos las palabras de la joven y volvemos al fundido en negro en numerosas ocasiones. La palabra adquiere una importancia suprema en esta obra, nos transporta al pasado, en flashbacks, y nos devuelve al presente. 

Si en 1962 Chris Marker se valía de la imagen estática y el relato para crear La Jetée, el director danés Anders Rønnow Klarlund hace lo propio en esta cinta, con la única diferencia (actualización) del color. La palabra es el único vehículo narrativo real de esta película; la imagen que la acompaña se recrea en la belleza y la poesía visual, aparcando a un lado su función narrativa. The Secret Society of Fine Arts adquiere un aspecto que transita entre el cine, la fotonovela y el cómic.

La historia, por su parte, adquiere connotaciones polémicas y controvertidas por su temática. Un grupo de cuatro artistas underground hace estallar museos, bosques, etc., buscando la belleza que impacte al pueblo. “No es entretenimiento, no es un discurso político… sólo es Arte”, claman en su reconocimiento de la obra. El terrorismo y los límites significativos del arte centran el discurso. El diálogo vertebral gira en torno al uso del terror, la muerte o el asesinato como discurso artístico mientras se suceden las imágenes. 


Sin embargo, no es lo único en lo que se centra The Secret Society of Fine Arts. El film del cineasta danés toca tangencialmente otros temas, desde una relación de amor-atracción hasta el ritmo de vida de la sociedad actual. Sorprende en este último caso que no haya movimiento durante toda la película salvo en las pantallas (cine, televisiones, dispositivos móviles). La clave la da el líder de la sociedad: “Tengo un problema con el movimiento. Quizás sólo soy yo, pero no lo creo. Creo que es un problema real. Todo el mundo puede reconocer esto en sus vidas: lo rápido que nos movemos, correr al trabajo, tener prisa por llegar a casa, cocinar, follar, correr, arreglar el coche… 24 fotogramas por segundo; movimiento, movimiento, movimiento. Cuanto más corremos, menos sentimos. ¿Sabes lo que hace el arte cuando se hace bien? Para el mundo a tu alrededor”. El director parece tomar la voz del personaje como propia para explicar su vocación –o una de ellas– con esta película.

The Secret Society of Fine Arts es anticine, en el mejor sentido. Klarlund ha firmado una película estimulante, valiente, grotesca por momentos, pero profundamente bella. El excesivo recreo en las imágenes –la forma se convierte en un ente superior al contenido– y lo pretenciosa que puede resultar en determinados momentos –en los que parece querer revolucionar el cine desde sus cimientos– puede llevarnos a perder el hilo o el interés, pero lo cierto es que, por otro lado, la película enamora y cautiva desde las primeras imágenes. Anders Rønnow Klarlund no oculta sus referencias, siendo las más evidentes la obra distópica La Jetée y los trabajos cronofotográficos del siglo XIX, pero también adquiriendo por momentos los tonos más propios del thriller y el noir contemporáneos. Un experimento sugerente que supone una reflexión interesantísima sobre los límites tanto del arte como del propio ser humano. Sin llegar a erigirse en la revolución cinematográfica que parecía pretender su director (que anunció que dejaba el cine tras esta película), The Secret Society of Fine Arts sí consigue que su mensaje y, sobre todo, su dispositivo formal se impregnen en la memoria del espectador, lo cual ya es un logro a tener en cuenta. En definitiva, estamos ante un destacable experimento cinematográfico.

17 abril 2014

'Tren de noche a Lisboa', arquetipo "pessoano"

Crítica publicada en Esencia Cine

La belleza decadente de Lisboa inunda cada plano de Tren de noche a Lisboa. La última película de Bille August transita las calles del Bairro Alto, la Alfama y el centro lisboeta de la mano de un profesor de instituto interpretado por Jeremy Irons. La historia comienza cuando Raimond, el protagonista, encuentra a una joven portuguesa que se va a lanzar al vacío en un puente. Preocupado por ella la lleva al colegio en el que trabaja, pero poco después se marcha y sólo quedan el abrigo y un libro que guarda unos billetes a Lisboa.

Raimond deja la clase a medias y decide embarcarse en el tren nocturno a Portugal. Algo ha llamado la atención en las páginas del libro: Amadeu de Prado plantea las cuestiones que, desde hace años, inquietan a este profesor de latín. La búsqueda de la joven acabará resultando en la investigación de la historia del propio Amadeu y su cuadrilla de amigos, pertenecientes a la Resistencia, en los años de la dictadura de Salazar. 

Las primeras secuencias, en las que se ve una Berna asolada por la lluvia, de fotografía grisácea y nubosa, dan pronto paso a la claridad de Lisboa, la denominada ciudad de la luz. Las conversaciones de Raimond con la gente que conoció al escritor vertebran la película, junto a la propia historia del escritor fallecido. El pasado y el presente se engarzan a través del libro, que se convierte en el hilo conductor de ambas historias.


Tren de noche a Lisboa se queda en mucho menos de lo que podría ser. El guión, basado en una novela de Pascal Mercier, cae continuamente en el arquetipo, la plantilla de este tipo de historias se hace evidente en cada uno de los giros. El misterio, la muerte, el pasado tormentoso e incluso las historias de amor o atracción (en el pasado y el presente) que se narran en la cinta están revestidas de cierta impostura y no resultan del todo creíbles. Como tampoco la utilización del idioma inglés. Lisboa reclama a gritos el portugués, casi como si no pudiese entenderse la una sin el otro. Durante la película sólo se escucha el idioma luso un par de veces. Todos los personajes, da igual de dónde provengan, manejan el inglés con fluidez incluso entre portugueses. Inexplicable.

El pasado actúa en la cinta como una especie de catalizador de las emociones del protagonista, un Irons excesivamente disciplinado y metódico que, sin estar mal, no brilla como se hubiese esperado. Las palabras del escritor vertebran la historia y ponen voz a los estados de ánimo del protagonista. La novela, representada en flashbacks, da pinceladas de lo que fue la dictadura de Salazar en Portugal, presentando a personajes del pasado afines al régimen autoritario, enfrentados a aquellos que luchan contra la tiranía. 

Las relaciones entre los personajes resultan demasiado previsibles. Las colaboraciones entre miembros de la resistencia y colaboracionistas, los favores que se crean entre unos y otros, el amor y la traición entre compañeros, se intuyen y recuerdan a algo que hemos visto en multitud de ocasiones. Incluso la relación que se crea entre el protagonista y una oculista lisboeta resulta forzada e inverosímil. A pesar de ello, el final, que envuelve a los dos, deja una incógnita con buen sabor de boca. 

Tren de noche a Lisboa termina por transitar tierra de nadie a pesar de un reparto con nombres de la talla del citado Jeremy Irons, Christopher Lee, Bruno Ganz, Charlotte Rampling o Melanie Laurent. Es una película que entretiene, pero no trasciende. Sólo la hermosura alicaída de Lisboa, con vanidosas referencias a Fernando Pessoa, compensa la balanza. Al final, la película se convierte en una gran pintura de una de las ciudades con más encanto del mundo, nada más que eso.

16 abril 2014

'El pasado', pretérito perfecto compuesto

Crítica publicada en Esencia Cine

Las dos líneas vertebrales de El pasado permanecen latentes durante toda la película. La primera, la incomunicación, se esconde detrás de una narración que, curiosamente, se desarrolla mediante constantes diálogos. Sólo sentimos la incomunicación de forma manifiesta en las primeras secuencias (repetidas alguna vez más adelante), en las que los protagonistas intentan conversar a través de un cristal que les impide escucharse. La segunda, el pasado, aparece siempre velado por un presente desde el que se mira hacia atrás con recelo, miedo y culpabilidad. Nunca sabemos nada del pasado de los personajes más allá de la historia pasada que vertebra la obra. 

En la película del iraní Asghar Farhadi (Nader y Simin. Una separación, A propósito de Elly), Ahmad viaja desde Teherán a París para firmar el divorcio con su mujer francesa, Marie Anne. Cuando llega a su antigua casa descubre que ella vive con otro hombre, Samir. Además, la relación de Marie con su hija mayor, Lucie, se ha deteriorado mucho. Ahmad tratará de arreglar y fortalecer ese vínculo, lo que le llevará a descubrir un secreto del pasado que se convertirá en el eje de la narración desde entonces. 


La ambigüedad de la propuesta obliga al espectador a hacerse preguntas constantemente. ¿Es alguna de las chicas la hija de Ahmad? ¿Por qué volvió a Irán hace cuatro años? ¿Cómo llegó la mujer de Samir a la situación en la que está ahora? La indeterminación inicial de todas estas cuestiones aporta un halo de misterio. El pasado es lo más importante para los protagonistas y la historia se centra en lo que ocurrió entonces, sin embargo, es siempre confuso e impreciso y sólo lo conocemos a través del relato de los personajes. 

La cinta de Farhadi es el resultado de dos historias que confluyen, la de un hombre que vuelve a su casa para divorciarse y la de otro que cuida a su hijo pequeño mientras su mujer está en coma. La brillantez de Asghar Farhadi reside en saber darle vigor a la unión de estas dos narraciones a través de la casa en los suburbios parisinos. El guión, soberbio, juega perfectamente con el espectador y sus interrogantes, y dosifica la información durante todo el metraje con una elegancia lúcida y compleja. 

El pasado se convierte muy pronto en una película de diálogos y silencios, que conjuga con solidez y sin ostentaciones los elementos narrativos para dar consistencia a la historia. Las rencillas y las consecuencias de los actos se agigantan a medida que se destapa la verdad y el pasado que incomoda y atormenta a los personajes.

El apartado interpretativo es el último gran acierto de Farhadi, que deslumbra como director de actores. Bérénice Bejo completa una interpretación excelente y se carga el peso de la película a la espalda, apoyada siempre por las comedidas, pero no por ello menos lustrosas, actuaciones de Tahar Rahim y Ali Mostafa. Completan el elenco una Pauline Burlet que dice mucho con su mirada y los dos niños, Jeanne Jestin y un Elyes Aguis fantástico y sorprendente en cada una de sus escenas.

Le passé es una película arriesgada, valiente, y con un final notable, que nunca da tregua al espectador y le arroja la historia directamente a la cara. El resultado es una magnífica película que transita por el pasado y la incomunicación de manera fascinante, y ejerce una extraña atracción hacia sus pliegues y los de los personajes. Farhadi ha fundado su propio pretérito perfecto compuesto con una historia que deja huella y cala hondo en la mente del espectador. Bravo por él. Celebramos su cine.

12 abril 2014

'The selfish giant', la sociedad de los gigantes avaros

Crítica publicada en Esencia Cine
Atlántida Film Fest

En el cuento de Oscar Wilde The selfish giant un gigante expulsa a unos niños que juegan en su jardín, haciendo así que la primavera no vuelva y que los árboles se cubran de nieve y hielo. Los niños pierdan de esta manera su lugar para jugar y, por tanto, el espacio que están destinados a ocupar en el escalafón social. La cineasta británica Clio Barnard se toma la licencia de adaptar la fábula de Wilde y trasladarla a nuestros días en su última película, de idéntico nombre que el cuento.

La directora, que sólo había firmado con anterioridad el documental The Arbor, mantiene a dos de los niños del cuento, aquí Arbor y Swifty, y los hace protagonistas dentro de un entorno hostil, ahora los suburbios que se encuentran en los márgenes de la gran ciudad. Los dos amigos se dedican a recoger y vender chatarra mientras se escaquean del colegio y tratan de sobreponerse a sus familias rotas y desestructuradas.

Barnard nos sumerge de lleno en las calles del barrio como si lo hiciese una novela de Alan Sillitoe. La cámara sigue las andanzas de estos dos chavales que, como los niños del cuento de Wilde, han perdido la inocencia de golpe y porrazo. En la adaptación de la cineasta sobre el cuento también hay gigantes egoístas, y no uno, sino muchos. Casi todos los adultos que aparecen en la cinta terminan por ser avariciosos y egoístas. Desde las familias de los chicos hasta los propios “empleadores” de la chatarra, que los engañan y utilizan, recogen perfectamente el testigo de aquel gigante triste y agrio que convirtió su jardín en un invierno constante. Sin embargo, uno predomina por encima del resto, Kitten, un chatarrero con el que la pareja de chicos entabla relación. La habilidad con el caballo de Swifty llamará la atención de este hombre, que lo reclutará para correr en las carreras ilegales (con apuestas, claro) que organiza. Esto desatará los celos de su compañero y accionará la espita de la tragedia, que, por otra parte, se intuye desde los primeros compases.


Con aspecto de cine social, The selfish giant se convierte pronto en una historia que denuncia la marginalidad y la pérdida de la inocencia de unos menores utilizados para tareas en las que no deberían ni siquiera pensar a su edad. Clio Barnard realiza un trabajo de aspecto dickensiano y completa un retrato panorámico, pero con multitud de detalles, de los niños y los hombres dedicados a la chatarra. La película de la directora británica se puede concebir como una crónica negra de los suburbios, de los márgenes olvidados y de los miserables que los habitan.

La disparidad de caracteres entre Arbor, diagnosticado con hiperactividad, y Swifty, un grandullón tranquilo y pausado, representa la dualidad propia de un entorno que aborrece a los niños (que los destierra de su jardín), pero a la vez se aprovecha de ellos para fines poco lícitos (no sólo el personaje de Kitten, también aparece otro padre que lleva a su hijo a robar y vender cobre).

Acompañada de una fotografía grisácea, propia de los ambientes neblinosos del Reino Unido, The selfish giant ofrece, entre tanto, una serie de imágenes de cierto calado lírico que enfrentan la naturaleza (los caballos pastando en el campo y los árboles) contra la acción humana (las centrales nucleares y las torretas de tendido eléctrico). Como si, por extensión, fuesen metáforas elaboradas sobre la inocencia, la libertad y la pureza, representadas en los niños, frente al egoísmo y la maldad, cualidades más propias de los adultos.

The selfish giant es una película dura, que cuenta una historia de marginación y amistad, con dos interpretaciones infantiles muy destacables (Conner Chapman y Shaun Thomas), y que confirma la irrupción de Clio Barnard como uno de los nombres a tener en cuenta en el cine británico.

11 abril 2014

'Miel', amargo antídoto

Crítica publicada en NoSóloGeeks

El 9 de febrero de 2009 fallecía Eluana Englaro en una clínica italiana tras dieciocho años en estado vegetativo y una larga lucha de su padre por evitar que tuviese que “vivir” en esas condiciones, en las que aseguraba que no querría hacerlo. Los días anteriores, los medios se hacían eco del caso de la joven, que había quedado en coma irreversible tras un accidente de tráfico. La controversia sobre el delicado tema de la eutanasia alcanzaba un eco mediático sin precedentes.

Cuatro años después, la actriz Valeria Golino debuta en la dirección con una película bajo la que subyace el mismo tema. La primera secuencia de Miel, de bella factura, ya aporta la esencia de la película. Y lo hace sin apenas mostrar nada, sugiriendo su condición con una delicadeza digna de elogio. Miel es el nombre en clave de Irene, una mujer de 32 años que se dedica a ayudar a enfermos terminales a terminar con su sufrimiento y morir cuando esta es su voluntad.

La película de Golino supone una auténtica bofetada en el rostro. De una dureza sin artificios, la cinta se adentra por completo en la vida de esta especie de heroína (aunque nunca queda clara esta condición y a veces parece ser todo lo contrario) de los olvidados. Junto al cóctel fatal Miel lleva música a sus clientes para endulzar el trago. El uso de la música, generalmente diegética (formando parte importante de lo narrado), resulta fantástico. No suma, pero tampoco resta, ni un ápice de dramatismo, realidad o crudeza a la historia que acompaña.


A través del seguimiento de Miel (o Irene), Valeria Golino nos muestra diversas opiniones (buenas y malas) sobre los cometidos de su protagonista. Sin embargo, se reserva su opinión, sin situar ninguna opción por encima de la otra. El espectador tiene la última palabra y cada cual podrá sacar sus propias conclusiones. La cineasta no dulcifica la realidad, ni elude la dureza propia del relato; Miel se vuelve muy incómoda por momentos. El espectador comienza a caminar casi de la mano con una protagonista que, pese a hacerlo sobre un hilo finísimo, se mantiene entera con sorprendente facilidad. 

Pese a la crudeza de la historia principal, Valeria Golino se permite ciertas licencias poéticas que sirven como desahogo o vía de escape. El uso de los marcos naturales, los reflejos o las metáforas visuales, que se suceden a lo largo de la historia, dotan a la película de una belleza poética especial por su aparente fragilidad (la escena final es el mejor ejemplo de ello).

El gran manejo de la tensión narrativa, dejando al espectador que sea él quien elucubre sobre cosas que pueden o no pasar, es uno de los aciertos del film. Golino muestra, pero también evita traer determinadas imágenes, que sólo sugiere, a la pantalla. La película se fundamenta en un cambio de la conciencia de Irene cuando conoce a un viejo de 70 años (un gran Carlo Cecchi) que, pese a no padecer ningún mal, desea terminar con su existencia. Lejos de querer involucrarse en el suicidio del hombre, Irene tratará de evitar que se tome los barbitúricos que le ha proporcionado. El cariño y la amistad que empieza a profesarle la llevarán a cuestionar si su labor es realmente lo que ella creía que era. 

En este sentido merece una mención especial la actuación de Jessica Trinca, que dota al personaje de una belleza profundamente imperfecta. La actriz construye con brillantez un personaje complejísimo y repleto de pliegues, transitando con seguridad diversos registros, desde secuencias de flirteo, amor o sexo hasta algunas escenas profundamente dramáticas, pero también otras que funcionan como desahogo cómico. La actriz italiana consigue brillar en todas y cada una de ellas e imprime carácter y solidez a su quebradizo personaje.

Miel es una historia compleja que no elude la polémica en torno a la eutanasia y el derecho a una muerte digna. La ópera prima de Valeria Golino provoca al espectador y a una sociedad que parece aletargada y lo hace siendo conocedora de la crudeza de la historia y la profundidad de las conclusiones que se extraer sacar de ella. Una fantástica película que a veces requiere agarrar la mano de alguien.

'Mejor otro día', el club de los payasos tristes

Crítica publicada en Esencia Cine

Siempre he pensado que uno de los payasos tristes más conmovedores de la literatura es el suicida que falla en su intento. ¿Hay mayor fracaso que ese? El novelista Nick Hornby acumula una gran lista de personajes patéticos, payasos tristes y fracasados entre sus páginas. En Mejor otro día, adaptación de En picado, del autor británico, nos encontramos a cuatro de ellos. 

Es nochevieja y Martin Sharp (Pierce Brosnan) ha decidido lanzarse al vacío y acabar así con el aura oscura que parece rodearlo. Su carrera periodística se ha venido abajo tras descubrirse una relación con una adolescente. Entonces, cuando está preparado para saltar, aparecen Maureen, una mujer católica con una compleja historia personal; Jess, una joven empapada en lágrimas a la que acaban de dejar; y JJ, un pizzero con pinta de rockstar venida a menos. Los cuatro han subido a tirarse. Sin embargo, al encontrarse, posponen su decisión hasta el día de San Valentín. El club está abierto.


La película de Pascal Chaumeil cambia su abrigo, vistiéndose de comedia o drama, según convenga a la historia, pero sin terminar de decantarse por ninguno de los géneros a lo largo del metraje. El cineasta conjuga bien los momentos cómicos con el desarrollo dramático de cada personaje, imprimido fundamentalmente en unos flashbacks a través de los que nos transporta a la situación actual, es decir, a la azotea.

Si bien es cierto que el film pierde credibilidad en determinadas situaciones, de una inverosimilitud evidente, el aspecto cómico y la química entre los personajes, destacando el juego en el que enredan durante toda la cinta Aaron Paul e Imogen Poots, compensan esos momentos de cierta duda. La actriz se convierte en uno de los atractivos más evidentes de la película, edificando un personaje a caballo entre la desesperación y la vulnerabilidad con el que consigue enternecer tanto al espectador como al resto del grupo. 

El amor –y por extensión la amistad– como vehículo de subsistencia es uno de los mensajes que lanza la película. Este improvisado club de los suicidas funciona porque se cimienta en una extraña complicidad entre sus cuatro integrantes, una relación que, pese a estar revestida de una impostura más que palpable, funciona dentro de los mecanismos de la ficción. Fuera de este círculo, el amor sigue siendo mostrado como un motor de cambio. La joven Jess suspira por una pizca de amor paterno, JJ es un tipo solitario y aparentemente agrio, cuyo carácter verdadero se descubre cuando recibe el cariño de alguno de los personajes, mientras que Martin funciona como una especie de líder caparazón para el grupo, que a su vez ejerce una extraña protección para con él. Sin embargo, si alguna historia desprende amor por los cuatro costados es la de Maureen, una gran Toni Collette, que vive sola, quizás demasiado, cuidando de su hijo discapacitado al que profesa un amor casi milagroso, como demuestra uno de los giros más emotivos de la cinta.

El mecanismo narrativo de Chaumeil juega con la partición en breves capítulos, en los que cada personaje explica su historia, que se acoplan a la columna vertebral del guión, la historia del presente, en la que los cuatro permanecen unidos por su pacto. Dentro de este juego de narradores, el director se permite planos muy sugestivos en lo referente al apartado visual. Chaumeil nos obsequia con planos en los que la particular belleza de Imogen Poots rompe con el perfil de un Londres que amanece, u otros en los que el silencio dice mucho más de lo que parece (el baile de JJ con una desconocida mientras Jess permanece en el fondo de la escena mirando con los ojos vidriosos). El cineasta juega bien con las armas propias del género cómico, pero además incluye elementos dramáticos que desempeñan un papel primordial en el desarrollo de la historia. Mención especial, por la bella factura y el genial uso del fuera de plano, merece la manera con la que el cineasta francés desvela el giro argumental que da fin a la historia. 

Mejor otro día es una película simpática, a caballo entre dos géneros contrapuestos, que deja un buen sabor de boca pese a lo inverosímil de su propuesta en determinados momentos. Una historia de payasos tristes que se apoyan los unos a los otros para salir adelante dando lugar a escenas de tono absurdo y surrealista, pero que enseguida adquiere un tono amable y divertido.

'9 meses... de condena', un gran ¿y dudoso? chiste

Crítica publicada en Esencia Cine

El absurdo sobrevuela 9 meses… de condena durante todo su metraje. Sin embargo, lejos de ser una carga insoportable, la convierte en un artefacto lleno de risas y momentos cómicos. Lo más probable es que, pocos días –u horas– después de verla, te hayas olvidado de ella, porque no está hecha para calar hondo, pero también es probable que mientras esté en pantalla, algunas situaciones te provoquen una carcajada.

La película de Albert Dupontel es una comedia absoluta y sin medias tintas. En ningún momento se asoma al guión ni un ápice de drama. La jueza Ariane Felder, la más estricta de la Corte, ve como su vida da un vuelco de la noche a la mañana. Aquello que ha tratado de apartar sistemáticamente de su vida ha aparecido sin dar apenas avisos: está embarazada. Debido a su elección de vivir apartada de los hombres, a los que llega incluso a despreciar (la presentación del personaje es fantástica y deja claras sus motivaciones y visiones sobre la vida y las relaciones), lo primero es saber quién es el padre de la criatura. Sin embargo, el resultado no es nada confortante. Tras una serie de gags en los que trata de reconstruir la situación, descubriendo a través de las cámaras de seguridad su alocado comportamiento en la noche del “suceso” –la Nochevieja de 2012–, descubre que el padre es un hombre en busca y captura por asesinato.

Pronto contactará con él, interpretado por el propio Albert Dupontel en la piel de un macarrónico paleto que no parece sea capaz de asesinar a nadie. A cambio de su silencio, la jueza Felder accede a ayudarle en su defensa del caso. A partir de aquí las situaciones entre los dos personajes se tornarán en una especie de discurrir surrealista y absurdo. Las carcajadas se sucederán en determinados momentos, en cambio, es muy probable que, en otros, el espectador se pregunte si lo que está viendo tiene gracia o no o, en última instancia, de qué se está riendo.


La película de Dupontel cabalga entre lo absurdo y lo incomprensible. Desde las idiotas reconstrucciones que hace el sospechoso de lo que podría haber ocurrido durante la noche del crimen por el que se le acusa (horribles las secuencias en las que el viejo sufre la “macabra” imaginación del ladrón) hasta chistes en los que juegan un papel importante los clichés geográficos (la furtiva guerra televisiva entre los informativos franceses y anglosajones sobre el espíritu del asesinato, por ejemplo). La televisión ofrece los dos momentos más cómicos y desternillantes de la cinta. En el primero un intérprete del lenguaje de signos ofrece una traducción simultánea que ya quisiera aquel farsante del funeral de Mandela; en el segundo, un magnífico Terry Gilliam, pasadísimo de rosca, encarna a uno de los asesinos más famosos de la historia contemporánea para jalear la actuación y el canibalismo del protagonista del film. En este sentido, merece la pena mencionar el genial tributo que rinde el cineasta a Hannibal Lecter en la presentación del personaje principal.

Pese a la evidente ligereza de la obra, y a no ser una obra muy predispuesta a los alardes técnicos ni narrativos, el director francés se guarda algunos momentos de lucimiento personal, como una brillante panorámica que juega con el paso del tiempo encendiendo y apagando las lámparas que se interponen entre los personajes y la cámara.

Las interpretaciones del propio Dupontel, pero sobre todo de una gran Sandrine Kiberlain, histriónica, chiflada y tan desesperada como desesperante, se convierten en lo más destacable (con permiso del citado Gilliam) de una propuesta que, pese a enredarse a veces en lo ilógico de sus giros, funciona fenomenal como una enorme broma. 

9 meses… de condena se acerca por momentos a la comedia romántica (el final es muy propio del subgénero) para acabar convirtiéndose en una película con un humor absurdo y excesivamente delirante (para lo bueno y lo malo), con escaso recorrido, pero con un amplio abanico de chistes y ocurrencias para pasar el rato.

09 abril 2014

'The strange colour of your body's tears', una pesadilla seductora

Crítica publicada en Esencia Cine
Atlántida Film Fest

Una serie de imágenes en blanco y negro y un suave stop motion vertebran The Strange colour of your body’s tears y provocan al espectador en cada interludio de la película. Gracias a un ritmo onírico, vertiginoso a veces, más pausado en otras ocasiones, Helene Cattet y Bruno Forzani se adentran en una historia de búsquedas y paranoias.

La película de los directores de Amer es una pesadilla que se sirve de la imagen y el sonido para narrar mediante las sensaciones. Sexual, enfermiza, metafórica, la película amenaza y propina golpes al espectador continuamente. La historia es sencilla, aunque quizás sea lo menos importante: una mujer desaparece y su marido se lanza a una investigación, junto con un enigmático detective.

A medida que investigan, las pesquisas les van aportando nuevos datos sobre el presente y el pasado de los inquilinos de un edificio que termina por cobrar vida. A través de un cruce visual entre Darren Aronofsky, Christopher Nolan (Memento) y la potencia visual de Winding Refn (el contraste de colores, el rojo y el azul de Sólo dios perdona, etc.), la película hiere y provoca con un festival de pieles rasgadas, cuchillos que penetran en el cuerpo de los personajes y la mente de los que están al otro lado de la pantalla.


No obstante, a pesar de que lo explícito puede llegar a jugar un papel importante en la obra, la estructura narrativa se fundamenta en las elipsis y los silencios. El espectador termina por completar los huecos que dejan los cineastas con sus propias elucubraciones, miedos y amenazas. En este sentido, The Strange Colour of your body’s tears recuerda a la última Claire Denis.

La cinta de Cattet y Forzani tiene la virtud de seducir mediante la violencia y sugerir a través de la rotundidad. El juego de personalidades, a menudo sustentado en un contraste de enfoques selectivos de brillante ejecución, se alterna con planos aberrantes que aportan tensión y descomponen todo el conocimiento que habíamos adquirido anteriormente sobre la historia. El cromatismo, fundamentado en un contraste continuo de dos colores, sugiere problemas mentales, dobles personalidades, etc, que nunca llegan a ser confirmados ni desmentidos. Casi todo depende del espectador, que pese al desconcierto inicial, pronto sentirá como ha caído en las redes de la película. 

La fotografía, tan oscura y nocturna que a veces se confunde con un fundido a negro, y la música, elemento que cumple su función de acumular tensión en torno a la trama, complementan a la perfección el uso de un espacio ciertamente claustrofóbico (un edificio con dobles tabiques, pasillos dentro de las paredes y dobles techados). 

The Strange Colour of your body’s tears es lo más extraño, tenso y perturbador que he visto en mucho tiempo. Una película inclasificable y onírica; la translación de una pesadilla a la pantalla, filmada con una brillantez y un perfecto uso de los elementos narrativos. Una simbiosis estridente entre lo violento y lo poético no apta para todos los paladares cinematográficos.

04 abril 2014

'Frances Ha', lo mágico del cine

Crítica publicada en NoSóloGeeks

El blanco y negro de Frances Ha perdura en el paladar aun horas después de digerir su visionado. Y su música. Y su mensaje positivo y esperanzador. La nueva obra de Noah Baumbach, coescrita con Greta Gerwig, que además la protagoniza, es una chispa. Una pizca de magia que se apoya en una vocación formal que es en sí misma una declaración. 

Manhattan es el escenario. La ciudad, tan universal, antaño una de las más fotogénicas, se ha convertido también en una de las más cinematográficas. La representación que hace de ella Baumbach no la desmerece ni un ápice esta condición. Frances Ha deambula por los cafés, los apartamentos de solteros y las escaleras de incendios que se han visto en innumerables ocasiones en el cine y la televisión. Sin embargo, el espíritu que trasladan estos espacios aporta un poco más de nostalgia y universalidad. Lugares filmados una y otra vez que, en cambio, transmiten la sensación de ser completamente distintos y tener un aire nuevo.

Al ritmo de una banda sonora burbujeante, de gusto ecléctico, nos adentramos en la rutina de Frances, una aprendiz de bailarina que gasta sus días tomando clases de danza con la esperanza de llegar a conseguir un rol relevante dentro de su compañía. A punto de alcanzar los veintisiete años, comparte piso con su mejor amiga, Sophie, una moderna de gafas de pasta que trabaja en el mundo editorial, con la que, además de apartamento, comparte absolutamente todo. Sin embargo, cuando ella deja la casa para mudarse con su novio, la relación se tuerce y Frances se ve obligada a dar un nuevo giro a su vida.


El guión de Baumbach y Gerwig se vertebra a través de las constantes búsquedas de piso de Frances, que acaban por ser una metáfora de su propia condición interior. La historia puede sonar tópica: una persona que se busca a sí misma en mitad de la gran ciudad. La hormiga que busca sin cesar su hormiguero, alguien con quien compartir su existencia, sus idas y venidas. La historia de Frances Ha se ha contado en multitud de ocasiones, sin embargo la sensación que queda al concluir es que nunca nos la habían contado así. La forma está al servicio del contenido y viceversa. Los acordes de la película suenan en ocasiones a himno generacional. No obstante, pese a que, en ocasiones, la cinta se recrea en su hipsterismo y su fachada indie, la historia funciona. Si suscribe el pacto narrativo, el espectador no parará de bailotear hasta que los créditos se deslicen sobre el buzón de la protagonista. 

El jukebox de la obra alterna desde himnos del género disco –el Modern Love de Bowie o el Everyone’s a winner de Hot Chocolate– hasta piezas de música clásica que actúan como vehículo y estímulo para la actividad de Frances. Difícil olvidar las carrera y los bailoteos de la protagonista a lo largo de las calles neoyorquinas. Greta Gerwig enamora y ampara al personaje con su piel, edificando uno de esos protagonistas que se convierten casi al instante en un género en sí mismos.

Los homenajes se suceden a lo largo de la película. Tanto el uso de la banda sonora, el ritmo o la fotografía en escala de grises, remiten instantáneamente a otras corrientes cinematográficas –presentes y pasadas– y directores. Desde el cine mudo hasta el gran contador de Nueva York, Woody Allen, pasando por los cineastas de la Nouvelle Vague o el movimiento mumblecore (Funny ha ha), entre otros, se dan cita en la pantalla y fluyen con total naturalidad sin que resulte artificial.

El baile de Frances Ha durante todo el metraje, los vaivenes, las noches aquí y allá, entre fiestas, botellas de alcohol y cigarros, no son otra cosa que la representación de una edad, del peldaño en el que nos vemos obligados a dar un cambio –quizás a aceptar nuestras derrotas y fantasmas– para empezar a prosperar. Frances hace todo ello sin borrar nunca su optimismo ni su sonrisa, ni apartar a un lado sus convicciones ni la ternura. Esa idea del optimismo sobrevuela toda la película y se confirma en el capítulo final. El personaje de Greta Gerwig supone un canto a la personalidad, la perseverancia y el esfuerzo, la película de Noah Baumbach, un sincero y bellísimo canto al cine y, en lo más profundo, a su musa. Parafraseando aquel título de Cortázar: queremos tanto a Greta...

'Crónicas diplomáticas', animales políticos

Crítica publicada en NoSóloGeeks

El pensamiento central de Aristóteles se centra en la afirmación de que el hombre es un animal político por naturaleza. El problema radica en que, en nuestra época, el animal político es, además de torpe, negligente y generalmente vago. El asno ha ganado la batalla a otros animales más inteligentes –que no más listos, quizás, hay una importante diferencia aquí– en las altas esferas. 

Bajo una premisa basada en un cómic, de idéntico nombre, construye su última comedia el incombustible Bertrand Tavernier. La película parte de este cómic, que parodia la vida de Dominique de Villepin, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Francia. El personaje es extravagante, un poco alocado y, pese a provocar tornados con su “modo de estar”, no es consciente de lo que causa su trato con el resto del gabinete. Por su parte, el diseño de producción es espléndido en lo referente a los espacios en los que se desarrolla la acción, con un acabado fantástico y que nos lleva de vuelta a las viñetas de Blain y Lanzac.

Para adentrarnos en los despachos políticos, Tavernier se sirve de la figura de Arthur Vlaminck, que consigue un empleo en el gabinete de comunicación del ministro Taillard, cuya labor principal es la redacción de todos y cada uno de sus discursos. Vlaminck es un personaje normal, corriente, un outsider que se cuela en los despachos del muelle de Orsay. Por extensión, Arthur somos nosotros, los espectadores, que llegamos a la película sin saber qué nos vamos a encontrar. Un movimiento inteligente del cineasta, que se asegura dos puntos referentes a este personaje: primero la complicidad del espectador, en las mismas condiciones que el personaje, segundo, manejar y jugar con la sorpresa de los dos, persona y personaje, al mismo tiempo. 


Tavernier se sirve de las citas de Heráclito para vertebrar cada una de las situaciones que transcurren en la película. Su juego de cámara a la hora de rodar está tan bien integrado que los zooms y los movimientos, rápidos y súbitos la mayoría de ocasiones, parecen la forma natural, o la única, de filmar esta película. La comedia es absoluta, la crítica de la clase política y diplomática también. No obstante, la ridiculización no es gratuita. El director se basa en la introducción de situaciones absurdas en las que coloca a los personajes –a veces estos mismos son los que hacen una situación absurda de la realidad–; el espectador tiene la sensación de que el universo en el que está es tan surrealista que nunca podría llegar a comprender su totalidad. Entonces, sólo le queda reír a pierna suelta. 

Los trabajos de Thierry Lhermitte, Raphaël Personnaz y Niels Arestrup dotan a la película de un nivel superior. El trío funciona como una rueda engrasada. Las situaciones en las que entran en juego se tornan enseguida en secuencias desternillantes que irradian comedia por sus cuatro esquinas. En un mundo en el que los trepas, las puñaladas traperas y los pisotones están a la orden del día, cada uno representa una virtud. Sin embargo, el protagonista total de la película, cuya imagen se queda grabada, es Taillard, interpretado por un Lhermitte soberbio y divertidísimo en cada una de sus apariciones. Su personaje, quizás uno de los que más pliegues llegar a alcanzar en la película, es a la vez torpe y hábil, apasionado y holgazán, encantador y antipático, según lo precise la ocasión. Sí hay algo común a todos los registros: la solvencia con las que Lhermitte traslada su trabajo a la pantalla. 

Si a ello le añadimos un notable discurso final –real, por cierto– que deja varias y dispares interpretaciones (¿desesperanzador?, ¿triste?, ¿un reconocimiento de que todo seguirá igual para siempre?) sólo queda aplaudir la audacia del veterano cineasta galo, apretarse en la butaca y disfrutar. Quai d’Orsay (traducida en España como Crónicas diplomáticas) es una caricatura con mucha mala baba, pero con una inteligencia y una agudeza dignas de elogio.

'Need for speed', cuentas pendientes sobre el asfalto

Crítica publicada en Esencia Cine

Goma quemada, derrapes, retos, óxido nitroso… Tópicos, en definitiva, pero que funcionan. En Need for speed se reúnen todos los elementos clásicos de las películas de su género: el de las carreras y la velocidad. Sin embargo, en este caso, se acoplan además las importaciones procedentes del videojuego que adapta. Cualquiera que lo haya jugado notará enseguida los tics de su jugabilidad: esa ralentización de la foto finish en el final de la carrera, las persecuciones policiales (barricadas y uso de pinchos incluidos), el tipo de la radio que controla todo el tráfico (un Michael Keaton algo pasado de rosca), o incluso el villano al estilo Razor. En definitiva, una jugabilidad que es adaptada con solvencia a la pantalla.

El guión de la película es tan típico como tópico; sin embargo, funcionará para los amantes del videojuego, que son, en última instancia, los que disfrutarán todos los detalles de esta película. ¿Hay que tener en cuenta esto a la hora de saber qué pedirle a la película? Cada uno tendrá su propia opinión, yo creo que sí. El guión sigue todos los pasos habituales en este tipo de cine. Los guionistas parecen haber aplicado una planilla predeterminada y sobrescrito las escenas. Existe un taller en el que se modifican coches, el dueño del taller es piloto de carreras clandestinas y además tiene un pasado con la chica que ahora es la novia del malvado, y, por si fuera poco, pronto llega una muerte que deberá ser vengada. Para más tópicos del guión, se une al elenco el personaje de una chica que no entra por el aro del protagonista, pero que pronto acabará completamente enamorada del velocímetro. Todo un clásico.

En esos terrenos se mueve la película de Scott Waugh, que tiene en el guión su principal punto débil. Sin embargo, no es precisamente por el guión por lo que se valoran este tipo de cintas. La acción y la velocidad es la que tiene que guiar las motivaciones del personaje de Aaron Paul y su cuadrilla, a los que se une una Imogen Poots, con la que Paul comparte pantallas dos veces en menos de una semana (también están juntos en Mejor otro día). El aspecto más positivo de la película viene dado por la química que crean Paul y Poots para sus personajes, que deberán viajar juntos a través del país para llegar a tiempo a la carrera más importante. Paul deja a un lado su personaje en Breaking Bad para dar vida a un macarra con buen fondo. El actor estadounidense se convierte en seguida en lo mejor de Need for speed.


La locura y la inverosimilitud se adueñan de la pantalla en varias ocasiones. A lo largo del film hay escenas tan locas e inverosímiles como verdaderamente absurdas (¿un coche llevado en volandas por un helicóptero con sus dos ocupantes dentro?, saltos imposibles de los coches o adelantamientos y persecuciones frenéticas que se libran en mitad del tráfico de la ciudad). Una locura excesiva a la que tendrás que dar todos los votos de confianza si quieres disfrutarla. Si entras en el juego, la película funciona.

Las reminiscencias del videojuego se encuentran en cada esquina y tienen un acabado muy consecuente con aquel. Sin embargo, hay una cosa que no guarda coherencia de ninguna manera ni con el espíritu del juego ni con la idiosincrasia de este tipo de películas: la música. Si el videojuego alternaba música techno, reggae, hip-hop y estilos más propios y asociados en el imaginario colectivo al tunning, la película se decanta por músicas épicas y más propias de películas de guerra o de acción. Un tratamiento algo deslucido de un fondo musical que puede sacar de la historia en determinadas situaciones.

Need for speed ofrece ni más ni menos que una dosis de lo que se le requiere. Seguramente a los amantes de la saga de videojuegos les gustará y recordarán sus tardes pegados a la pantalla. Probablemente a los que no tengan ni idea de qué es, no tanto. La película de Scott Waugh guarda paralelismos con otras películas del género de las carreras y funciona mejor cuanto más importancia da a sus personajes, entre los que destacan los ya citados Paul y Poots, y un buen antagonista, encarnado por un Dominic Cooper muy coherente con la saga de videojuegos y muy adecuado para una película como esta.