27 abril 2015

La evidencia de lo grotesco

Artículo publicado en Neupic

La Edad Media y sus metáforas en 'Qué difícil es ser un dios'


El imaginario colectivo sobre la Edad Media en el cine generalmente nos devuelve un periodo de tiempo en el que, pese a los atrasos propios de la época, no resultaría demasiado desagradable vivir. Un lugar casi de ensueño en el que los palacios abundan para los ricos, pero en el que los pobres, las clases más...

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25 abril 2015

'Murieron por encima de sus posibilidades', el esperpento 3.0

Crítica publicada en NoSóloGeeks



Es evidente que una película que incluye en su banda sonora la canción Allí estabas tú de Los Desgraciaus (sí, aquella del enamoramiento en los coches de choque) no se puede tomar tan en serio como muchos se empeñan en hacerlo. Se podría decir, aunque evidentemente no sea así, que ni siquiera su director Isaki Lacuesta parece tomársela tan a pecho. Sin embargo, tras el velo de ese mensaje, que se engloba (como no podía ser de otra manera) en la tradición de la narrativa esperpéntica, ya sea literaria o, como en este caso, audiovisual, se esconde una crítica ácida y mucho más relevante de lo que parece sobre la situación de crisis que atraviesa España.

Isaki Lacuesta despliega un estilo narrativo sobrecargado, que por momentos sobrepasa con creces los límites que establecen la zona de confort de la media de espectadores. El director se adscribe al terreno de la ridiculización constante, el surrealismo y la comedia negra, negrísima en multitud de ocasiones, para devolver una lúcida parábola de la situación actual de España y, si se quiere, por extensión, del mundo, que para algo estamos en un espacio globalizado. 


Tras el leitmotiv de la dicotomía formada por dinosaurios y cucarachas, que uno de los personajes declama para justificar y perpetuar el estado de la nación (y del mundo, repito) y su división entre ricos y pobres, se esconde una mirada que tan pronto analiza desde la dependencia española de la troika y las naciones “dominantes” como parece diseccionar el ascenso (¿y caída?) de los movimientos sociales como el 15M –ese grupo protagonista en el que todas las tendencias están presentes contra el poder establecido– y políticos como Podemos. Si conseguimos adentrarnos y dejar a un lado esa predominancia del exceso, el regusto y la sensación que queda es la de no-solución, la de España como el verdadero mal endémico (no hay solución posible, somos españoles). Un mensaje, por otra parte, bastante rotundo y desalentador.

Murieron por encima de sus posibilidades aboga por la desproporción en las formas, por el esperpento como columna vertebral y por la violencia como eje central del film. Más allá del propio argumento (ese “grupo salvaje” de ex convictos que proponen una serie de “recortes” a los que mandan), el excelente monólogo central que pronuncia Albert Pla –escrito por él mismo– atestigua esa violencia latente que prende siempre en el fondo de la obra y que no es otra cosa que la desesperación de una gente sometida a situaciones casi extremas y a la que, en muchos casos, intentan hacer ver que, además, la culpa es suya (ese “por encima de sus posibilidades”). Sin embargo, pese a la latencia de ese impulso agresivo, lo que predomina siempre es una comedia negra, con fuerte presencia de la música y cercana a lo surrealista (aunque el propio cineasta asegura en declaraciones a otros medios que él no ve nada claro ese surrealismo y que en el día a día de España se dan situaciones que lo son incluso más). Una obra que tan pronto saca la carcajada como la mueca o la risa incómoda.

'Cómo sobrevivir a una despedida', if you wannabe...

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Hace ahora dos décadas, las niñas bailaban en los colegios el éxito del momento, el Wannabe de las Spice Girls. Esas mismas ahora han cumplido el cuarto de siglo y la treintena y empiezan a casarse. Esas crías (y críos, que, claro, también había) son de la misma generación a la que pertenecen las protagonistas de Cómo sobrevivir a una despedida, el primer largometraje de Manuela Moreno, que no en vano presenta a su grupo de personajes con una grabación casera en la que bailan el hit de los noventa.

A partir de entonces, la película depara un compendio de lugares comunes, clichés y chistes fáciles sobre las despedidas de soltero, al estilo de los más famosos resacones, protagonizado por cuatro mujeres y el amigo gay (venga otro cliché). No en vano, Cómo sobrevivir a una despedida termina por citar, indirecta (la escena en la que se despiertan y descubren un caos en la habitación de hotel) y directamente (allá por la mitad del metraje) a la película de Todd Philips (Resacón en Las Vegas, The Hangover, 2009).


El guión de Susana López Rubio, Manuela Moreno, Núria Valls aboga por la sucesión de chistes y bromas, generalmente a propósito de los hombres, sus atributos y las relaciones que mantienen con ellos. Pero la gracia o no llega nunca o tarda en hacerlo a esa Gran Canaria en la que tiene lugar la macro fiesta. Ya sabemos que en los aeropuertos son normales los extravíos. Nada hay de transgresor en Cómo sobrevivir a una despedida, en la que no sirve sólo con situar a un grupo de mujeres como protagonistas de una película que por lo general suele estar focalizada en hombres. En este caso, estamos ante la misma película de siempre, protagonizada por un grupo de mujeres, sí, pero que a la hora de la verdad apenas hablan de otra cosa que no sean sus relaciones con los hombres. La ópera prima de Manuela Moreno no superaría el famoso test de Bechdel (aquella regla para evaluar la brecha de género en cualquier obra artística). 

Entre chiste y chiste, locura y locura, gracia y gracia, llega el previsible final (con aparición “estelar” de Emma Bunton, la spice girl) y el desenlace “vivieron felices, comieron perdices y perpetuaron el relato al que estamos más que acostumbrados sin aportar apenas novedades destacables”. Y, no sin antes volver a escuchar el dichoso Wannabe; colorín colorado…

Cartografía gitana

Artículo publicado en Neupic

El cruce entre realidad y ficción en 'Clan salvaje'

No es nada nuevo. Hace al menos cinco años que el cineasta Jean-Charles Hue situó el foco de su objetivo sobre el clan gitano de la familia Dorkel. En su nueva obra, Clan salvaje (Francia, 2014), su mirada vuelve a girarse hacia sus formas de vida. Cuatro años antes, Hue estrenó la obra La BM du Seigneur (Francia, 2010)...

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24 abril 2015

'Sexo fácil, películas tristes', la reproducción de los códigos

Crítica publicada en Esencia Cine

“El escritor es alguien que está a medio camino entre la vida y la obra.”

Esta frase, pronunciada por el protagonista en una conversación de la película, podría resumir perfectamente una de las patas que la sujetan. Alejo Flah despliega su idea a partir de la mente de un escritor al que le encargan una comedia romántica que se desarrolla en Madrid. Y para ello, el director argentino establece un espejo entre la propia historia del escritor metido a guionista (Ernesto Alterio) y la de los personajes a los que da vida a través de la escritura (Quim Gutiérrez y Marta Etura).

A partir de este planteamiento, resulta interesante ver cómo la mente del escritor permea la historia que escribe y como, a la vez, se lleva a cabo el proceso contrario. La forma de contarlo que elige Flah es una situación que cualquiera que haya tratado de escribir ficción reconocerá al instante: la inclusión de personas de la vida real en la creación de personajes ficticios (la alumna del profesor/escritor en Buenos Aires termina por ser un personaje en el guión situado en Madrid). Es algo inevitable en el proceso de escritura.


Sin embargo, más allá de esta interesante forma de ilustrar las permeaciones entre la realidad y la ficción, Sexo fácil, películas tristes es mucho más tosca. No es la única filtración de una en la otra (de hecho, la historia del escritor acaba teniendo lugares comunes con la de los personajes, ¿o es al revés?), pero sí la más sutil e imaginativa. Por otra parte, la trampa. Pese a que en un principio la historia parece destinada a romper los tópicos de la comedia romántica y pervertir sus códigos estructurales (algo que parece anunciar incluso en el tono jocoso con el que el escritor detalla los pasos (como algo mecánico y facilón para realizar un guión de este género), el film termina por reproducirlos, sin salirse mucho hacia los márgenes, y perpetuando esa mecánica que había anunciado como algo nada complejo y muy resultón.

Sexo fácil, películas tristes es otra de tantas películas en las que presentación, nudo y desenlace discurren hacia un lugar común e irremisible del género. Un film con un grado de cursilería elevado por momentos, con ciertos toques de humor sencillo y ligero y con un guión (valga la redundancia y el espejo realidad-ficción que ella misma establece) demasiado evidente y delineado. Quizás el título también hubiese encajado cambiando el orden de los adjetivos.

23 abril 2015

'Nader y Simin'; los vacíos de la familia y el thriller emocional

Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la semana dedicada a Asghar Farhadi

Sinopsis

Nader y Simin son un matrimonio iraní que se va a separar. Ella quiere irse al extranjero para prosperar, pero él quiere quedarse en Irán y así cuidar de su padre, enfermo y senil. Cuando ella abandone la casa, Nader contratará a una mujer para que cuide a su padre cuando él o su hija estén fuera y para que se encargue de la casa. Sin embargo, un descuido de la mujer, abrirá una caja de Pandora de la que solo salen conflictos y problemas de difícil solución.


Los vacíos de la familia y el thriller emocional

El primer plano de Nader y Simin, una separación (Jodaeiye Nader az Simin, Irán, 2011), de ahora en adelante Nader y Simin, ya da muestras de lo que es el film y, yendo un poco más allá, la filmografía de Asghar Farhadi: una disección de las relaciones personales en todos sus ámbitos. La cámara se sitúa en plano fijo y pone en foco a los dos personajes centrales, Nader y Simin, que dialogan sobre las condiciones del divorcio que da pie a la historia. No se ve nada más que sus rostros, sus interlocuciones, sus gestos… De esta forma, con solo una breve pincelada (igual que haría en su película posterior, El pasado, con esa mampara con la que inicia el film), desliza el tema principal de la película y presenta a los personajes con una economía de recursos que le caracteriza.

El cineasta iraní, que bebe de los grandes maestros de la cinematografía persa de los últimos años (laten bajo su estilo propio Jafar Panahi o Abbas Kiarostami, por hablar solo de los nombres más ilustres), introduce su bisturí en la anatomía relacional que rige la vida de sus personajes. La mirada del director siempre deambula sobre las personas, con una importancia primordial para las mujeres, que siempre, y aquí también, cobran una relevancia importante dentro de su engranaje. En Nader y Simin no es menos; Farhadi sitúa la cámara en el centro del hogar, en el punto de apoyo de todas las rutinas, y desde ahí traza una panorámica hacia fuera con gran solidez narrativa. 

De esta forma, desde la confortabilidad (o no) del hogar, Asghar Farhadi reflexiona no solo sobre la familia y la crisis que atraviesan los protagonistas, sino también sobre lo que hay más allá de la frontera de la vivienda. El personaje de la mujer que llega para cuidar la casa y al abuelo enfermo sirve al cineasta como termómetro que calibre la situación social de Irán en el momento de filmarse la obra. El país natal del autor es analizado desde varias perspectivas, pero para ello siempre utiliza la cuña que le ofrece ese personaje de la cuidadora (que llama a un imán para que le diga si cambiar a un anciano enfermo y verlo desnudo es pecado; o desde la que desliza la controversia del velo, cuando hablan sobre si debajo del chador se puede o no apreciar un embarazo).

El panorama social que realiza Farhadi es tan considerable como íntimo, el cineasta va siempre de lo particular a lo general, pero todos los pensamientos que desliza a través de sus personajes quedan en la burbuja de lo más cercano. Como si al hablar de ellos no estuviese haciéndolo del resto de habitantes que mantiene fuera de campo (aunque, en el fondo, sí lo haga). Entre tanto, la familia y el hogar completamente rotos por el conflicto. Un conflicto que va en dos direcciones: de dentro a fuera (con la separación de Nader y Simin) y de fuera a dentro (con el problema que ocasiona la cuidadora cuando tras abandonar la casa y dejar al abuelo solo, Nader la empuja y sufre un aborto). No obstante, Farhadi no abandona nunca el conflicto central, el que da pie al film, que no es otro que la separación, y no deja nunca de indagar en la herida abierta entre los tres protagonistas (magníficamente interpretados, por cierto). 

Por otra parte, aunque tenga mucho que ver con el hogar y más aun con la familia, Farhadi establece una serie de tratado y elogio de las madres. El autor de Nader y Simin siempre permanece atento al gesto, a la réplica de ellas, a las que pone a conversar entre sí con el fin de establecer una mirada latente que ponga en valor su figura. No existe en la obra de Farhadi, que le valió el Oscar a mejor película de habla no inglesa, un solo plano que aparte la mirada de lo que acontece entre las personas (ya no personajes) de su historia. Ni siquiera cuando se pone más cercano al thriller consigue apartarse de esas emociones generadas por la interpretación más que creíble de sus actores. En Nader y Simin podemos hablar de thriller judicial emocional sin que nadie se sienta extrañado. Y es que, más allá de toda etiqueta, lo que sí late bajo la filmografía del iraní es la consecución de un estilo narrativo propio.

La mirada hacia las personas

Como escribía en el apartado precedente, la filmografía de Asghar Farhadi es un tratado sobre las personas y sus relaciones, tanto personales como comunicativas. En Nader y Simin el director pone como “excusa” la separación de los dos protagonistas para establecer una tela de araña entre dos matrimonios con dos hijas, que se enfrentan vía legal. 

Todo el cine del cineasta, ilustre en el festival de Berlín, entre otros, es un compendio de miradas hacia esas personas que pueblan las calles de su país. Ni siquiera cuando sale de sus fronteras, como en su último film, la excelente El pasado (Francia, 2013), aparta su mirada de la de los personajes. La resonancia entre estas dos películas son más que evidentes en cuanto a la temática (una familia desestructurada que trata de salir adelante de alguna forma), pero también en determinadas decisiones de puesta en escena (las dos escenas en las que Farhadi sitúa a sus protagonistas uno a cada lado de una mampara transparente para remarcar lo cerca y a la vez lo lejos que están el uno del otro, la inaccesibilidad de ambos matrimonios).

17 abril 2015

'Lost River', los monstruos sumergidos

Crítica publicada en NoSóloGeeks

El verdadero monstruo de Lost River aparece, como en la propia película, sumergido en las profundidades del lago (en este caso el relato es ocultado tras el barniz visual de las imágenes). El desahucio, la venganza y el fantasma del arrebatamiento del hogar son el principal motor de desarrollo de la ópera prima de Ryan Gosling como escritor y director. La colocación de un parque temático sobre dinosaurios en el fondo de un embalse creado por el gobierno local no es casual, mucho menos teniendo en cuenta que las imágenes de Detroit, ciudad abandonada y fantasma por antonomasia, vertebran toda la narración.

Bajo la forma perversa y surrealista que adopta la narración, los temas de Ryan Gosling son totalmente terrenales. Su película pasa por ser una suerte de revisitación al sistema socioeconómico actual a través de la representación de un entorno hostil. No es casualidad que lo más cercano a un villano que tenga Lost River esté personificado por un banquero de sonrisa fácil y modales de galería que regenta un club de alterne de prácticas cuestionables (e interpretado a las mil maravillas por Ben Mendelsohn).

Ryan Gosling pervierte continuamente la realidad y la hace pasar por el cuello de botella del surrealismo y el derroche siniestro de colores. El cromatismo toma una relevancia exquisita en su film. La película está plagada de los rojos del fuego y el infierno (de la melena de Christina Hendricks), los azules del agua que entierra el pasado y del cielo aspiracional (de los ojos de Saoirse Ronan), pero también los contrastes ejercidos entre el rosa, del que podemos interpelar el amor y la inocencia (la habitación de Ronan, la antesala de esa siniestra cabina en la que se introduce Hendricks en el club), y el negro que muestra el luto de la viuda interpretada por una terrorífica Barbara Steele, que nos recuerda el purgatorio en el que vive tras la muerte de su marido en las obras de construcción de la presa.


En medio de todo esto, algo mucho más sencillo: una familia que intenta mantener su hogar en mitad de la devastación ocasionada por la corporación que le va a retirar su vivienda, mientras, a su vez, encuentra numerosas salidas de allí, casi todas ellas con un claro componente irreal (el camino subacuático, el club, etc.). Lost River es un ejercicio de estilo en el que Ryan Gosling se acerca a la realidad desde la distancia que le permite una forma exacerbada. Quizás la mejor metáfora sea el propio club, ese lugar al que los habitantes acuden a desentenderse de la realidad mientras ven un espectáculo violento, sanguinolento y visceral (la entrada no es nada menos que una especie de puerta al infierno) y en el que la madre tiene que buscar un trabajo para favorecer la salida de su familia. Reverbera en estas imágenes la espectacularización de la televisión en nuestros días. El director consigue dotar a esos encuadres de una vocación agobiante y claustrofóbica gracias a una puesta en escena muy acorde con lo que cuenta en cada momento, que transcurre entre lo propiamente visceral (con una escena de Hendricks que el espectador guardará en su memoria) hasta lo más onírico y ardoroso. 

El debut de Gosling tras las cámaras tiene resonancias evidentes con el cine de uno de sus mentores, Nicolas Winding Refn (los encuadres, una escena en el ascensor que traslada a Drive [2011]), pero también se intuyen los ecos de Terrence Malick, en la relación de los personajes con el entorno natural (como curiosidad, ambos cineastas aparecen en los créditos de agradecimiento), y, algo más lejano, David Lynch, sobre todo en la creación de los ambientes viciados a través del color. Sin embargo, entre todo eso se alza una voz propia, la de Gosling, que pervierte y metaforiza el relato a su manera pese a no esconder sus influencias. Una ópera prima a tener muy en cuenta, en la que el apartado visual se sitúa un punto por encima del fondo del relato, sin ser este abandonado en ningún momento. Bajo las olas de la superficie, iluminadas por esas macabras farolas que marcan el camino sumergido, se esconde el monstruo (y el relato), una sutil e inteligente metáfora de cómo el hombre (y la mujer) están siempre en constante lucha con el entorno hostil, con un sistema profundamente caníbal.

'E Agora? Lembra-Me', kinoterapia avanzada

Crítica publicada en Esencia Cine

Nada hay tan íntimo como un diario personal, esa memoria que, con el paso del tiempo, es casi nuestra identidad. Ni nada tan propio como la vida. En E Agora? Lembra-Me Joaquim Pinto expone ambas para dejar constancia en cámara de un año de su vida, un año de tratamientos experimentales contra el sida y la hepatitis C, enfermedades con las que el cineasta convive desde hace dos décadas. El creador utiliza sus casi tres horas de metraje para completar un analítico, extenso e interesante atlas de la enfermedad y sus variaciones.

Al principio del film la voz en off del realizador portugués se disculpa por lo abrupta que pueda resultar su película, pero lo cierto es que, tras esa forma deslavazada, sin aparente orden y con constantes idas y venidas médico-sanitarias, se encuentra oculta la verdadera forma de su realidad. Joaquim Pinto y Nuno Leonel, su marido, deambulan, van, vienen, hacen círculos busca de nuevos tratamientos; en definitiva, caminan muy lejos para acercarse un poco más a la vida. Mientras tanto, el cineasta portugués filma el proceso y establece a través de sus grabaciones una especie de diario de ruta. El cine se convierte en una terapia a través de la que exorcizar lo agrio de la cotidianeidad. “Filmar se convierte en una actividad más del día a día”, asegura Pinto e una de sus intervenciones, a lo que concluye: “no sé hablar de filmes, hablamos de vidas, de existencias.”


E Agora? Lembra-Me es la confirmación de una existencia (o, más bien, de dos), la documentación de un proceso médico, pero a la vez del proceso natural que es la propia vida de dos personas. Pinto sitúa la cámara en el centro de sus rutinas y muestra desde los aspectos más usuales, como la vida en el campo, hasta los más íntimos, como la relación de pareja. Y todo lo hace sin alcanzar, en ningún momento, un exceso de exhibicionismo. La película del cineasta luso es la metáfora del propio cineasta aferrándose a esa vida, como la libélula que se agarra al tallo en varias escenas del film (rodadas mediante un preciosista macro). La obra del portugués es un humilde canto a la naturaleza de estar vivo, una certificación personal de que la vida, al final, y a pesar de las circunstancias, siempre es y ha sido vida.

A través de su mirada, además, Pinto desliza un vistazo al mundo actual, en el que destacan algunas conversaciones sobre la religión, el sistema laboral o el negocio que se ha establecido en torno a la salud pública. La vida externa, contada casi siempre en off a través de telediarios o boletines de noticias, se funde así con la “interna”, la que se vive de puertas hacia adentro, en la que predominan los monólogos del autor en la cama, las escenas de amor y sexo de la pareja, la correspondencia que intercambia con una de sus amigas, también enferma, o las rutinas que regentan las vidas de Joaquim, Nuno y sus perros. En definitiva, la filmación de la existencia para alguien que entiende el cine como la terapia más eficaz de todas las existentes.

'Regreso a Ítaca', reencuentro en carne viva

Crítica publicada en Esencia Cine

Una azotea en La Habana, cinco amigos que se congregan en torno al alcohol y la juventud de un pasado que se evoca desde la madurez del presente. Nada más necesita Laurent Cantet para fraguar su Regreso a Ítaca y contar la reunión que tiene lugar tras la vuelta, después de quince años ausente, de uno de los personajes. Y, como en aquel memorable poema de Kavafis que mentaba a Ítaca, lo importante es el camino que han seguido los personajes desde su separación hasta su reunión, ese espacio de tiempo ausente que se cuentan unos a otros con cierto sabor amargo.

La puesta en escena de Cantet es eminentemente teatral (pocos espacios, pocos personajes, importancia total del texto, relatos que remiten constantemente al fuera de campo) y establece su mayor punto de apoyo en la escritura, firmada a cuatro manos por el propio director y el escritor habanero Leonardo Padura, de cuya narrativa se perciben las temáticas y ese tinte quebradizo que ya albergaba su inspector Mario Conde y todos los secundarios que le rodean a lo largo de su saga de novelas.


Regreso a Ítaca es una constante conversación y sus decisiones de puesta en escena se adecúan a ello; el cineasta establece a través de su montaje un continuo diálogo entre primeros planos. De esta forma permite y favorece que sean los personajes aquellos que descarguen todo el peso argumental y emocional de la película a través de sus intervenciones. El espectador asistirá, de esa sutil manera, tanto a los amores como a las rencillas, a la nostalgia del emigrante y al hastío del residente. Pero siempre son los personajes, a través de un gran trabajo en el guión, quiénes se significan, crean y rompen los vínculos, y emiten los juicios y las opiniones.

Cantet narra una historia con ciertos matices previsibles, que sin embargo está perfectamente dirigida, pausada y focalizada desde la elegancia hacia donde le interesa. La historia que cuenta en Regreso a Ítaca no es otra que la de la melancolía de la madurez, esa que mira desde el presente más continuo al pretérito más imperfecto de todos los existentes, esa que sabe reconocer los problemas endémicos de un país al que, desde dentro, se ama con tanto fervor como se le odia. El director sitúa su foco tanto en los aspectos más axiomáticos y evidente como en aquellos detalles más leves; así, podemos leer el desencanto y la derrota de los personajes en sus propias declamaciones (lo más evidente), pero también en algo tan sutil como la continua filmación de sus ojos vidriosos (lo más sutil). Quizás no haya derrota más palpable que esas lágrimas que resisten a caer al recordar a la amiga ausente, las penurias pasadas en el extranjero o la ausencia del vínculo durante los últimos quince años. Tal vez tampoco exista una victoria tan pírrica como la del emigrante que retorna y se siente un forastero en su propia casa, entre sus antiguos amigos. Por eso Regreso a Ítaca es una película tan agridulce, porque sus bonitos y anhelados reencuentros no son más que heridas en carne viva.

'La oveja Shaun', gamberras descarriadas

Crítica publicada en Esencia Cine


Quizás se tenga en mente la imagen de las ovejas como uno de esos animales que representan la pasividad, la tranquilidad y el poco espíritu de lucha. Quizás por eso se tiene la visión del ser humano contando ovejas para dormir. “Si se dejan contar tan fácilmente, no serán muy rebeldes”, se puede pensar. Por eso, tal vez, sorprenda más el espíritu aventurero de la oveja Shaun, protagonista del film de idéntico nombre dirigido por Richard Starzak y Mark Burton, pertenecientes al estudio que creó Wallace and Gromit (Nick Park, 1989-?) o Chicken Run (Nick Park y Peter Lord, 2000).

En La oveja Shaun existe una mutación sobre la leyenda de contar ovejas: son ellas las que, a través de esa y otras tretas, controlan al ser humano, mucho más manso a la hora de la verdad que ellas. La película es un alegato de la independencia y la aventura desde que el protagonista se lanza a la búsqueda de su granjero por la gran ciudad hasta el último de sus planos. Burton y Starzak han creado un producto visualmente atractivo y narrativamente interesante; además, la idea central desarrolla una de esas obras divertidas e instructivas que no tienen en cuenta el rango de edad de su público.


Gamberra, irreverente, actual (muy destacables sus bromas y guiños a momentos de la contemporaneidad) y con el claro sello de los estudios Aardman, La oveja Shaun se anuncia como una de las propuestas más llamativas en la ficción animada de los últimos lanzamientos. Y también en lo que se refiere al apodado cine familiar. Por si fuera poco, su personaje encarna a la vez la ternura y la rebeldía de los grandes héroes del género. Tenemos Shaun para rato. O eso parece. Y bienvenido sea su aire fresco.

16 abril 2015

'Lost River', la subversión del relato

Crítica publicada en Esencia Cine


Bajo el agua, los monstruos. Sobre la superficie, los fantasmas. Pero ¿qué pasa si los que han vertido el agua, creando el lago y ocultando esos monstruos, han sido los propios fantasmas? En Lost River hay una clara intención de subvertir el relato principal bajo la metáfora y la perversión de las imágenes y su forma. No es casualidad, en ese sentido, que la ciudad en la que se ha rodado el film no sea otra que Detroit, tal vez el mejor ejemplo de ciudad fantasma, creada de las ruinas de un sistema que se fagocita a sí mismo. Tampoco lo es que el villano de la obra sea un hombre de negocios (gran Ben Mendelsohn) que aprovecha la gran oportunidad gracias a la creación de un club de perversas intenciones para con los habitantes del entorno. 

La ópera prima de Ryan Gosling es un conglomerado de símbolos que se ocultan tras la apoteosis visual que propone el director. Los fantasmas del desahucio y la venganza acaban convirtiéndose en monstruos inasibles que escapan al alcance de los personajes que los han creado y que los sufren en sus propias carnes. El entorno hostil no es más que una representación de la situación actual de crisis y del aprovechamiento que unos pocos llevan a cabo de ella (de ahí que nunca se abandone esa idea del desahucio de la familia como motor principal de sus actos). Y también de cómo los demás intentan salir de ese círculo vicioso, y viciado, a través de sus pequeñas decisiones (trabajar en un club, en el caso del personaje de Hendricks; buscar una salida, en el caso del hijo, Iain de Caestecker; ocultarse en el luto y la casa, Barbara Steele y Saoirse Ronan; e incluso convertirse en un gangster del cobre, Matt Smith).


Ryan Gosling completa un colorista ejercicio de estilo en el que la forma se sitúa un peldaño por encima del fondo durante todo el metraje, a pesar de que el relato nunca es abandonado y siempre permanece en el epicentro del terremoto visual que es Lost River. El cromatismo y la fotografía adquieren una importancia magna en el film: desde los rojos del fuego y el infierno a los azules del cielo y el agua, pasando por los rosas intermedios del amor creciente y la inocencia o los negros del luto y las cenizas; el color tiene siempre una relevancia primordial en la narrativa propuesta por Gosling. Los encuadres del director se llenan de significantes a través de ese dispositivo cromático y de su posibilidad narrativa. En ese uso del color y el encuadre resuena el mentor principal del autor, Nicolas Winding Refn (existe una escena que recuerda a la del ascensor de Drive [2011]), pero también otras referencias como Terrence Malick, del que importa la importancia de la relación con el entorno natural, u otras más alejadas como David Lynch, al que se intuye en la creación del entorno viciado y agobiante.

No obstante, entre todo esto encontramos la voz personal de Ryan Gosling, que consigue mantener el relato siempre en el stand by que le permite la subversión del mismo en un dispositivo formal absorbente y cautivador. Dentro de esa evocación onírica en la que se mueve Lost River, sin embargo, se encuentran las potentes metáforas, tanto de una sociedad actual cada día más fagocitada por los caníbales que mandan, como de la forma en que esa misma sociedad se canibaliza a sí misma a través del morbo y la ultraviolencia que ejercen los unos contra los otros. En este sentido, no existe en la película mejor representación que la del club –ese espacio al que los lugareños acuden a soltar adrenalina, que se constituye como una especie de infierno sanguinario, violento y macabro a través de una puesta en escena a la que se podrían atribuir los mismos adjetivos–, que actúa como un espejo del papel que ha adquirido la televisión –principal vía de entretenimiento y distracción actual– en nuestros días.

Lost River es, por tanto, una película de vocación tan actual como atemporal. Una obra agobiante y claustrofóbica, a través de la que viajar en un eterno retorno a nuestro propio presente, en el que las ruinas cobran cada vez más terreno y la naturaleza se apodera de ellas. Un lugar en el que el ser humano terrenal (alejado de la deidad capitalista, el dinero) pierde constantemente pie y se hunde en ese embalse artificial en el que habitan los monstruos del pasado, que reviven una y otra vez para seguir comiéndose y aterrorizando a los profundamente mortales.

'La fiesta de despedida', la levísima sonrisa de la muerte

Crítica publicada en Esencia Cine


Los acercamientos desde el humor a los temas más delicados suelen suponer un soplo de aire fresco para todo tipo de arte. Siempre se agradecen las mutaciones perversas que nos sacan de la zona de confort. Sin embargo, y aunque recomendables, corren ciertos riesgos que deben sortear para que la tentativa acabe por funcionar. En La fiesta de despedida, los directores Tal Granit y Sharon Maymon solo consiguen sortearlo en determinadas situaciones; en otras la frivolidad se adueña de la escena, sin que el humor se pueda llegar a interpretar como un pretexto suficiente para la broma.

La película israelí bordea y atraviesa constantemente la frontera entre la comedia y el drama. Un grupo de abuelos, conscientes del grado terminal de uno de ellos, decide poner fin a su sufrimiento y aplicarle una muerte digna. Cuando se corra la voz, varios compañeros de la residencia solicitarán su funestos servicios. La premisa, en realidad, se presta a hacer un tipo de comedia negra que le vendría muy bien a un momento en el que el debate sobre la eutanasia permanece muy vigente. Sin embargo, a la película le falta punch a la hora de transmitir, resultando de ella una hibridación de géneros sin demasiada fuerza en ninguna de sus balanzas.


La fiesta de despedida se desarrolla en una baldía tierra de nadie; no consigue arrancar la carcajada, pero tampoco alcanza para emocionar. Sin embargo, y aquí viene la paradoja, tampoco sería justo decir que no lo hace. Nos podemos sorprender riendo con alguna de las ocurrencias de este grupo de rebeldes con causa, pero también experimentando cierta congoja en alguno de los momentos cruciales de la historia. El problema del que adolece el film viene dado por una cierta indefinición, por no terminar de volcarse nunca hacia ninguna de las pinzas genéricas que la sustentan.

El ciclo de la vida (naces, creces y mueres) parece ser uno de los leitmotivs de la cinta, que subraya continuamente la vuelta en la vejez a la candidez de la infancia a través del Alzheimer, la demencia senil o las deficiencias propias de la edad y los años. El cáncer de edad, como escuché una vez metaforizar a alguien sobre el envejecimiento de las personas. El eterno retorno al polvo, por una vía u otra, y el miedo y la seguridad que provoca, a su vez, la certeza de saber que será así.

En Mita tova (título original) somos testigos de una obra que tiene más peso por lo que cuenta y por el tema espinoso en el que se adentra, que por cómo lo hace. La valentía a la hora de abordar la temática es innegable. La fiesta de despedida nos sitúa de frente ante un contenido vidrioso y difícil; sin embargo pierde mucho fuelle cuando abandona el contenido del mensaje para adentrarse en el humor o lo meramente cinematográfico.

'Blue Valentine'

Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la semana dedicada a Ryan Gosling

Sinopsis

Una pareja que no pasa por su mejor momento trata de arreglar su situación. Ante lo incierto de su futuro la pareja propone una escapada a un hotel desde el que recordar su pasado para así encauzar el presente.


Atrapados en azul

Aunque la canción de Ismael Serrano tenga poco (o nada) que ver con Blue Valentine, lo cierto es que su título encaja perfectamente en el análisis de la propuesta. Los personajes de la película de Derek Cianfrance también viven “atrapados en azul”. En el azul de ese futuro desde el que miran un pasado mejor. En el azul a través del que el trabajo fotográfico de Andrij Parekh los encierra. En ese cromatismo de colores fríos a través del que representa el presente, contrastado con un pasado expuesto en otros tonos mucho más vivaces (pese a que muchos de esos recuerdos no sean precisamente alegres).

Ryan Gosling y Michelle Williams cargan todo el peso del film en su interpretación de una pareja a través del inicio y el final del amor. El montaje de Cianfrance adquiere una relevancia única, ya que constantemente contrapone esa idea de inicio y fin, esa idea de pasado y presente sin futuro (a pesar de que en el hotel al que se escapan su habitación sea la de temática futurista). La historia central del film no es otra que la de una relación que se resquebraja, y que ya hemos visto innumerables veces (y seguiremos haciéndolo) en el cine independiente estadounidense. Sin embargo, la puesta en escena de Blue Valentine alcanza sus méritos propios a través de la sustentación de la historia en esos juegos de contrarios.

De esta forma, el pasado se enfrenta al futuro, quizás en la más evidente de las dicotomías, pero también el nacimiento a la vejez y la muerte o el amor al desencuentro. Cianfrance se centra en sus dos personajes para ofrecer una visión, que va de lo particular a lo general, del desamor. El deterioro del amor y la relación como un hogar común dañino, un constante avance hacia las ruinas. Mientras tanto los recuerdos de tiempos mejores se intercalan con la debacle. Y quizás sea en ese punto en el que radique la peor de las valoraciones para la película. La descompensación con la que filma el pasado y el presente Derek Cianfrance es absoluta, llegando a un nivel de desazón mucho mayor en el caso del desenamoramiento y la muerte del amor que de ilusión en su nacimiento.

Blue Valentine basa todo su potencial en el desconcierto que pueda generar en sus espectadores, que se sentirán arrastrados por las primeras contraposiciones temporales, en las que reina ese desconocimiento. Después lo que encontramos es una de tantas películas sobre la fatalidad del amor, sobre los perdedores y sobre el destino cruel para los que aman. Como si Cianfrance quisiese dejarnos claro algo: el amor es tan agridulce como esos fuegos artificiales que vemos en el final del film.


Ryan Gosling en dos tiempos

La interpretación de Gosling en Blue Valentine queda absolutamente enmarcada por su doble papel. El actor se mete en la piel de Dean en el pasado y en el presente. El cambio que sufre entre ambos lapsos de tiempo es evidente, no sólo en lo físico, que también, sino en lo emocional. El trabajo de Ryan Gosling se centra en interpretar y hacer creíble a un personaje que, en realidad, parecen dos. En el pasado, en los lapsos de tiempo que muestran el enamoramiento de la pareja, es un chico encantador, atento, apuesto, el nuero perfecto. Sin embargo, en las incursiones en el presente, se muestra desencantado, pasota, dejado y con un aspecto bastante más hostil que su versión “buena”. No hay duda de la notabilidad interpretativa del actor, que a la hora de determinar ambos caracteres consigue cierta mesura para mostrarse diferente, pero crear ciertos rasgos comunes en los que se reconoce al personaje único.

10 abril 2015

'Aguas tranquilas', coplas de amor y muerte

Crítica publicada en Esencia Cine


Escribía el poeta Jorge Manrique que “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir”. Y el poema de las Coplas a la muerte de su padre podría trasladarse palabra por palabra a la esencia narrativa de Aguas tranquilas (Still the water, Naomi Kawase, Japón, 2013). La muerte es uno de los elementos clave, sino el que más, en la película de la cineasta japonesa. Y lo es desde las primeras secuencias, en las que las olas agonizan en la orilla del mar bajo un cielo gris apabullante, hasta las últimas, en las que la cámara de la directora deambula lánguida y lacónica por un pantanoso pero yermo terreno. Entre esas dos imágenes, la propia muerte, menos metafórica. 

Pero no sólo de muerte habla el cine de Kawase en estas Aguas tranquilas. También lo hace del nacimiento, en este caso del amor entre dos jóvenes. El ciclo de la vida queda perfectamente representado en esa relación entre lo que se va y lo que está por venir, entre las brisas de saludo y las de despedida, entre las corrientes que traen a la costa ese amor que late entre dos jóvenes que se encuentran medio a escondidas y las que arrastran mar adentro un cuerpo inerte, un cadáver que anticipa en las primeras escenas el tema central de la película.


Kawase carga sus imágenes de poesía. La directora consigue dotar de significados a sus encuadres con una elegancia absolutamente pálida y liviana. Así lo muestra esa carretera llena de altibajos que atraviesan en bici los dos jóvenes amantes, que no viene a mostrar otra cosa que la situación inestable, nerviosa, entre la cumbre y el subsuelo que atraviesan. O esas imágenes (quizás demasiado explícitas) en las que la cineasta muestra de cerca la muerte de los corderos como algo natural. “No tiene sentido resistirse”, dice un personaje en un momento concreto y muy significativo del film. Se refiere a la muerte, aunque en realidad en la conversación están hablando de la naturaleza. Porque lo natural, nos guste más o menos, acaba siendo esa muerte que representan la naturaleza, los corderos degollados y el mar (al que van a dar los ríos).

El guion, escrito por la propia autora, se estructura a través de dicotomías que se reflejan: la muerte y la vida, lo viejo y lo joven, la naturaleza y la ciudad. Así, Kawase pone su foco central en los dos personajes jóvenes y a través de ellos despliega el arco narrativo del resto de su entorno. La sombría fotografía de Yutaka Yamazaki se encarga de establecer una bifurcación entre luces y sombras, con la predominancia de cierta tendencia hacia estas últimas, a través de un trabajo sobrio y elegante en concordancia con la dirección.


No existe un solo plano en Still the water que redunde, sobre o moleste. La directora convierte la naturalidad en el sello personal de su mirada, que no renuncia a la belleza propia de la vida sin alejarse de la que puede albergar la muerte. Su puesta en escena es estilizada, sin apenas alardes y posee una enorme sensibilidad tanto hacia el entorno como hacia los personajes; sorprende la ternura con la que filma el tránsito de una mujer en uno de los momentos más emotivos de la cinta. Por momentos el estilo de Naomi Kawase alberga ciertos ecos con el de Yasujiro Ozu, especialmente en la forma de recoger el momento de la muerte, en la que resuena Cuentos de Tokio (1953).

Después, de nuevo la vida. Las olas que vuelven a romper en el mar, los jóvenes que hacen el amor por primera vez, los peces que se mueven debajo del agua y el anciano y la niña que comparten charla mientras un cielo inmenso se ciñe sobre ellos. En definitiva, la constancia de la propia naturaleza que, al igual que la muerte, también ampara la vida. A la que, por cierto, también es inútil resistirse.

'La casa del tejado rojo', la pasión invisible

Crítica publicada en Esencia Cine


En La casa del tejado rojo Yoji Yamada hace que convivan tres tiempos en una sola película. El presente, que aparece en contadas ocasiones con vocación de situación, da paso a un pasado cercano, que sirve como sostén de la historia principal, arraigada en el pasado más profundo. La estructuración, si se quisiera, se podría asemejar a la mecánica de las muñecas matrioskas, en las que la más grande va conteniendo a su vez a las más pequeñas. En este caso, la más grande correspondería con el tiempo más presente, desde el que partiría toda la edificación narrativa central de la película.

La cámara de Yamada se sitúa a la altura, emocional y física, de sus personajes para narrar una historia de enredos amorosos en lo que supone un nuevo estudio por parte del cineasta de la familia japonesa. Como si mirase desde el tatami, los personajes del director deambulan ante la mirada del espectador, que tiene siempre la sensación de encerramiento que le producen los espacios cerrados en los que se desarrolla siempre el film y que son subrayados por el uso de los propios marcos naturales que ofrecen las puertas, ventanas y muros de la casa.


No se le puede negar al autor la corrección de sus formas; es innegable que La casa del tejado rojo es una película correcta. Pero sí se puede colegir de ellas una cierta falta de fuerza en sus personajes. El drama romántico es palpable en cada una de las secuencias que rueda Yamada, pero es tan frío, tan intangible y tan dilatado que es difícil llegar a emocionarse. La excesiva duración y el aletargamiento propio de un ritmo demasiado pausado pueden ser una combinación letal junto a lo anterior.

La casa del tejado rojo no es otra cosa que un melodrama, de cierta intensidad oculta y contado con una asombrosa, a veces no necesariamente para bien, corrección. Pero no es más que eso. La sensación de asistir a un culebrón melodramático planea durante los 136 minutos que dura la película, y se acrecienta en la recta final, cuyos previsibles giros de guión van a confluir en un innecesario y nimio deux ex machina que da lugar a un epílogo a todas luces prescindible. Yamada ha completado otra obra más sobre la familia burguesa de Japón, un nuevo estudio sobre el amor a cuyos personajes les falta, precisamente, la pasión propia de este sentimiento, por mucho que el cineasta nos quiera hablar de la ruina que provoca a lo largo del tiempo la contención de esa emoción.

'El último lobo', la épica y la mística de la bestia

Crítica publicada en Esencia Cine


En su gran película Enemigo a las puertas (Enemy at the gates, 2001), Jean-Jacques Annaud encerraba la historia del francotirador soviético Vassili Zaitsev con unas secuencias en las que un lobo aparecía y tomaba un cierto halo místico. Esa condición espiritual es recuperada por el cineasta en El último lobo (Le dernier loup, 2015), en la que narra la historia de un estudiante chino que tratará de criar uno de estos animales en un pueblo mongol, que libra una guerra constante contra ellos para proteger a su ganado.

Envuelta en un naturalismo sobrio y fundamentalmente observacional, Annaud se limita a situar la cámara para contemplar los vastos territorios salvajes en los que se desenvuelven sus personajes. De esta forma, a través de la mirada del foráneo que llega al pueblo, sitúa al espectador en un punto de vista interno y a la vez como un outsider. El trabajo fotográfico de Jean-Marie Dreyjou es absolutamente apabullante, con unas imágenes que adquieren una profundidad enorme y retratan la belleza natural del entorno (a las que, por cierto, no les hace ninguna falta para impresionar el 3D en el que Annaud ha rodado el film; lo hacen por sí mismas).


En un uso inteligente del guión, Annaud, junto a John Collee y Lu Wei (y basándose como material de origen en la novela de Jiang Rong), establecen una analogía entre la sociedad y la historia de la nación mongola y la organización tribal que llevan a cabo los lobos de su comunidad. El símil político que se establece durante la primera parte de la obra adquiere textura según avanza esta; sin embargo, con los primeros giros de la película, se diluirá para siempre en un exceso de épica que se adueña de la segunda mitad del film.

De esta manera, asistimos a una lucha más entre el hombre y la bestia. Y entre el hombre que intenta salvar la vida de un lobezno y el resto, que quieren aniquilarlo como al resto de su familia. El último lobo se desarrolla en estas dos tesituras, con la imposibilidad del ser humano para convivir con la naturaleza como temática común. Los dominios del lobo son continuamente pervertidos por los humanos, que a su vez sienten la inseguridad de la cercanía y el ataque de los lobos a su comunidad. No obstante, lo que escrito parece un juego casi psicológico y espiritual, cae en saco roto en favor de ese exceso épico, al que acompaña una música muy “emocional” de James Horner. 

El último lobo supone la derrota de la mística (esa que acompaña tanto al primer tramo de este film como a algunas escenas de Enemigo a las puertas) a manos de la épica.

09 abril 2015

'La dama de oro', panorámica desde la restitución

Crítica publicada en Esencia Cine


Quizás sea la restitución uno de los ejercicios judiciales más complicados para ejercer con justicia. En ella entran en juego tanto el derecho propio del propietario del cuadro como lo recomendable de que este sea expuesto para el disfrute del público. En 1998 Maria Altmann empezó su carrera por recuperar la posesión del cuadro, robado por los nazis durante la II Guerra Mundial, en el que Gustav Klimt retrató a su tía Adéle Bloch-Bauer, que culminaría en 2006 con el traslado y exposición del mismo en la Neue Gallery de Nueva York.


Simon Curtis se embarca en la historia real del proceso judicial que Altmann atravesó junto al abogado Randy Schoenberg para recuperar la obra. Sin embargo, el director de Mi semana con Marilyn (2011) transgrede la historia real para ofrecer un interesante panorama por los resquicios más oscuros del pueblo austriaco. Curtis se adhiere constantemente a las idas y venidas del proceso judicial, pero la estructuración de su relato atiende también a flashbacks que narran la historia desde el pasado. Es ahí donde reside el punto focal más interesante del film. La colaboración de buena parte del pueblo con el ascenso y causa del nazismo queda retratada a través de algunos esbozos secundarios, que pese a su sutileza no ofrecen dudas. No hay alardes, pero tampoco medias tintas en la mirada que Curtis lanza desde el presente al pasado.

No obstante, no es la restitución la única temática que se dibuja en La dama de oro. Además de ese colaboracionismo austriaco (o de buena parte de su sociedad), también se detiene Curtis en determinados momentos en reflejar el interés de las partes. En definitiva, la bandada de buitres que vigilaban desde los cielos el retrato de Klimt, deseosos de aumentar su patrimonio con esta obra. Nuevamente, en este sentido, el director plantea una perspectiva sin ademanes técnicos. El problema está en que toda esa gesticulación de más proviene de la música de Hans Zimmer, que vuelve con su acolchada base, cada vez más reconocible y menos variante, y que, en este caso, llega incluso a incomodar en el desarrollo del momento más climático, un bonito final, al que su irrupción desluce por completo y resta potencia.

04 abril 2015

'Two Lovers'

Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la semana dedicada a James Gray


Sinopsis

Leonard vuelve a casa de sus padres tras sufrir el abandono de su prometida justo antes de casarse. Su inestabilidad mental y el hermetismo de su familia hacen su retorno muy difícil. De pronto, aparecerán dos mujeres en su vida: Sandra, la hija de una familia amiga; y Michelle, una misteriosa vecina. Su rutina cambiará entonces por completo.


El amor y la derrota, las rosas y las espinas

Si Two Lovers fuese una cita literaria, las comillas de apertura y cierre serían dos derrotas. Y la frase, ese lapso que va desde una decepción amorosa a la siguiente. La película comienza con el personaje de Leonard (Joaquin Phoenix en su tercera colaboración con Gray; después, en The Inmigrant [2013], llegaría la cuarta) lanzándose al río tras la ruptura con su prometida unos meses atrás. Curiosamente, la decepción amorosa final se consumará también en un entorno húmedo, esta vez la playa neoyorquina.

Como en todo el cine de James Gray, en Two Lovers hay dos mundos que chocan frontalmente. Si en las anteriores películas (y en la posterior) esos mundos fundamentalmente tenían que ver con las mafias, la prostitución e incluso la extranjería de sus personajes principales; en este film colisionan de forma interna a través del personaje de Leonard y son las dos mujeres que aparecen en la vida del protagonista; las dos amantes que dan título a la obra.

Sandra y Michelle son para Leonard una especie de yin yang. Dos antítesis que pelean entre sí en la cabeza del protagonista, con distintas promesas de futuro. Sandra (Vinessa Shaw) supone para él es el prototipo clásico, una mujer que lo ama, con la que podría vivir una vida tranquila. La imagen más parecida a esa antigua novia que se marchó en el momento más crucial de sus vidas. Por otra parte, Michelle (Gywneth Paltrow) es el anhelo rebelde, la promesa de lo desconocido. Desde el momento en el que la conoce, en medio de una discusión con quien ella dice que es su padre, aunque más adelante se puede intuir que era su novio. Michelle es el equivalente a la aventura, a lo inseguro y lo irracional. Todo se tambalea cuando ella está cerca, ¿pero a quién no le gusta un poco el riesgo de no tocar pie?


Gray representa a las dos mujeres siempre desde el punto de vista de Leonard. Sandra aparece generalmente filmada desde la altura de sus propios ojos; el cineasta la sitúa en el terreno que pisa el mismo Leonard. Nunca sus conversaciones con ella reparan en promesas de amores eternos ni grandilocuentes. La relación con ella es errática, sobria, pero a la vez segura y completamente real. Sin embargo, con Michelle ocurre justo lo contrario; su relación es tan errática como la anterior, pero siempre discurre envuelta en cierto halo de incógnita. James Gray muestra cómo influye la irrupción de esta mujer en el personaje situándola siempre un peldaño por encima. Leonard la idealiza constantemente. Por eso, cada vez que la mira lo hace desde un lugar más bajo (él en el segundo, ella en el tercero) y cuando hablan solos (e incluso cuando hacen el amor) están en la azotea. Todo es idealizado en torno a su personaje. Es la ilusión del amor platónico, ese amor imposible que todos guardamos en secreto. En el único momento en el que tienen una conversación seria a pie de suelo, en el amargo final del film, es para terminar su aventura.

En Two Lovers James Gray aporta siempre la sensación de elección, como si el personaje protagonista –y con ello los que miran– hubiese llegado a uno de esos cruces de caminos que aparecen en los dibujos animados en los que uno parece de rosas y el otro de espinas. ¿Qué escoger: la seguridad o la incertidumbre? El cineasta maneja constantemente la disyuntiva del drama romántico clásico y lo lleva a su terreno a través de un guión lleno de elementos propios (familia, vuelta al entorno, choque de mundos en conflicto), de una dirección en la que los marcos naturales juegan un papel muy importante a la hora de “encerrar” a sus personajes en sus propias decisiones, y de una fotografía muy personal (repite Joaquín Baca-Asay (La noche es nuestra, 2007), aunque en las películas del autor, independientemente del director de fotografía, el aspecto es reconocible). 

Entre tanto, la tragedia romántica llega a su final y Gray regala uno de los cierres más desoladores del cine contemporáneo. La conversación entre Leonard y Michelle lo es. La mirada de él cuando se acerca a la playa lo es. Pero todo lo que viene después lo es todavía más. Pudiendo concluir con esa decepción, el director decide ir más allá y hace volver a su personaje a la casa que iba a abandonar para partir con Michelle. Allí se encuentra Sandra, con la que se había prometido. Es entonces, tras haber saboreado la derrota y reconocido que su idilio con Michelle eran solo esos fuegos artificiales que ahora resuenan en la noche de fin de año, cuando recoge del suelo el guante que Sandra le había regalado y el anillo que había comprado para Michelle y regresa a casa con su familia y con Sandra. Al llegar, con los ojos vidriosos, mira a través de una lágrima a Sandra, que le sonríe; ella es la constatación de su derrota, del mundo al que pertenece irremediablemente. “Estoy feliz”, dice mientras la abraza, y seguidamente mira a cámara (como antes Michelle); quizás buscando la comprensión del espectador, o tal vez recordando el dispositivo para que no olvidemos que todo es una representación. No hay posibilidad de revertirlo, ni siquiera de paliarlo; el efecto devastador de la derrota es total.


El regreso a los orígenes y los mundos en conflicto

Two Lovers se integra en la filmografía de James Gray de forma natural. Incluso siendo su película más diferente al resto. La obra del cineasta norteamericano dispone de unos elementos comunes a todas sus propuestas. El regreso a los orígenes y el choque de dos mundos en perpetuo conflicto siempre coexisten en los guiones filmados por Gray (incluso en el que escribió junto a Guillaume Canet y rodó este último). La fotografía y la textura coppoliana también son dos de los sellos de identidad del director, que repite esa condición a lo largo de sus cinco obras. Los claroscuros y el uso de marcos naturales juegan un papel importante en Two Lovers, de la misma forma que lo hacen en Little Odessa (1994), The Yards (2000), We Own the Night (2007), e igual que lo jugarán en su película posterior a esta: The Inmigrant (2013).

El punto diferencial se establece en torno a cómo representa Gray esos mundos en conflicto y ese retorno a los orígenes. Si en sus obras anteriores, el regreso al barrio de toda la vida, a la casa familiar, era tras un periodo traumático en la cárcel (The Yards) o “exiliado” por motivos de “trabajo” (Little Odessa), en esta tiene lugar tras la ruptura amorosa. Todo en Two Lovers tiene que ver con la cuestión amorosa. Si el resto de filmes del cineasta tenían que ver con la mafia y el crimen, esta obra se cierne en torno al amor como metáfora y adquiere la forma de un drama romántico arquetípico. Hasta esos dos mundos en conflicto que en We Own the Night representaban la familia policía y el entorno criminal del protagonista (también aparece en ese mismo estado en el guión que escribe para Blood Ties [2012, Guillaume Canet]), aquí los representa la irrupción de dos mujeres de diferentes entornos en el mundo del personaje principal (two lovers). 

La película tiene mucho que ver con el resto de la filmografía de Gray, pero lo tiene que ver desde una perspectiva nueva, quizás más íntima. Dentro de la obra del autor, es el verso más libre en cuanto al tratamiento de las temáticas comunes. Posteriormente, en The Inmigrant, James Gray fusionaría estas dos vías y hará rimar en un mismo lienzo la problemática mafiosa y el conflicto romántico de forma consonante.


02 abril 2015

'A todo gas 7'; más allá de la acción, una despedida

Crítica publicada en Esencia Cine


En el cine coexisten la acción ligera, la excesiva, la desproporcionada… y después tenemos Fast and Furious 7. La película de James Wan no escatima en explosiones, acelerones, coches saltando por los aires e incluso drones, aviones o lo que cada lector se pueda imaginar. Da igual las barbaridades que se le ocurran a uno, todo tiene cabida en las más de dos horas de metraje que tienen lugar en la séptima entrega, que podría ser la última de la saga. 

El director de Insidious (2010 y 2013), Expediente Warren (2013) y la primera Saw (2004), entre otros blockbusters, comprende a la perfección los códigos del cine de acción popular y los utiliza en favor de la espectacularidad de su propuesta. El problema es que el exceso es tal que no deja lugar a ningún otro tipo de apertura narrativa. La venganza sobre la que se cierne la historia principal –el hermano de Ian (Jason Statham) contra el equipo de Toretto– ahoga cualquier otro atisbo de subtrama que apunte la película. De esta forma, James Wan desaprovecha cierto aspecto sociológico que podría haber tenido la principal “arma” tecnológica que desvela el film. El denominado Ojo de Dios es un mecanismo que permite interconectar todos los dispositivos que emitan imágenes (cámaras, móviles, vigilancia, etc.) para proporcionar una especie de pana imagen de cada resquicio de la ciudad y de cada ciudadano, algo que conecta con aquel dispositivo que apuntaba la serie Person of Interest (Jonathan Nolan, CBS, 2011-?). El mal uso de esa herramienta de vigilancia la convierte en el arma principal del grupo de antagonistas al que se une Owen Shaw, pero lo cierto es que, a efectos prácticos, apenas se esboza una ligera relación comparativa entre esta y la sobre seguridad a la que las sociedades modernas llevan tiempo vendiéndose a cambio de una supuesta paz.


Todo se encauza hacia la espectacularidad de la acción. A Fast and Furious 7 no hay quien se la crea, ni siquiera habrá quien se la pueda tomar en serio; no es su juego, ni le interesa que así sea, por otra parte. La propuesta se sostiene por la química de los personajes del equipo de Toretto (Paul Walker, Michelle Rodríguez, Tyrese Gybson, Dwayne “The Rock” Johnson y Chris Bridges “Ludacris”, a los que se suma en esta entrega Nathalie Emmanuel, conocida por su papel como Missandei en Juego de tronos) y apoya buena parte de su peso en los toques de humor y los chistes a través de los que consigue reírse incluso de sí misma. 

Poco más se le puede añadir a la película que presagia el cierre de la saga; hasta que llega el epílogo final. Los protagonistas se reúnen en la playa tras completar, con mejor o peor suerte, su misión. Lo que viene a partir de entonces es lo más destacable, quizás, de toda la saga. La despedida, dedicatoria incluida, a Paul Walker. Emociona y toca la fibra sensible. “Estés donde estés, sea a medio kilómetro o en el otro lado del mundo, siempre serás mi hermano”, dice la voz en off de Vin Diesel justo antes de que su coche y el que conduce Walker se separen y este último tome una salida de la carretera que ambos transitan. Su destino, la playa, el paraíso, un cielo inmenso y azul al que sus compañeros de saga lo han querido alzar, como no, al volante de su coche. Un bellísimo recuerdo.

01 abril 2015

'La historia de Marie Heurtin', el lenguaje o su ausencia

Crítica publicada en Esencia Cine


Tal vez la comunicación y el lenguaje sean dos de las aptitudes humanas más inescrutables a la razón. ¿Por qué hablamos? ¿Cuál es la razón de que los mecanismos de comunicación que utilizamos sean los que son y no otros? Decía el filósofo Ludwig Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. En La historia de Marie Heurtin Jean-Pierre Améris entronca esta afirmación con el hermetismo de la comunicación cuando esta es difícil o casi imposible. Sus protagonistas son dos: una niña sorda y ciega que llega a un asilo regido por religiosas, y la monja que la acoge e intenta convertir su imposibilidad para comunicarse en un lenguaje propio que consiga proporcionarle la vida digna que no tiene hasta el momento.

La cámara de Améris permanece atenta al gesto, a los detalles, que en la mayoría de ocasiones hablan por sí mismos. El objetivo se centra, de esta forma, en las manos, los gestos que estas hacen y en cómo ellas terminan por “hablar”. El cineasta posa su mirada sobre un cuerpo ausente de la misma y convierte el primer plano en su estilo narrativo. Ningún gesto pasa desapercibido; hasta el más pequeño movimiento adquiere una notable significancia si proviene del cuerpo de Marie.


El espacio adquiere un valor propio como entidad narrativa. No es casual que el director sitúe su acción en el interior de un centro en el cual solo dos personas son capaces de comunicarse con fluidez. Esa incomunicación reinante durante todo el metraje se traslada al espectador, que gracias a una cámara inmutable, a una mirada casi siempre fija y pausada hasta el extremo, se ve envuelto en el mismo ecosistema que sus protagonistas. A pesar de ello, no existen en el film planos subjetivos, todo se filma desde la distancia que proporcionan los ojos de un cineasta que mira, que respeta, que observa sin llamar la atención a quien no puede hacer lo propio.

Poco a poco, la obra se instaura como una reflexión sobre la comunicación, el lenguaje, y la facultad de “evolución” que poseen. Y sobre los límites que imponen sobre la persona. Améris se sirve de una técnica parca (pocos movimientos de cámara, predominancia del plano fijo, escaso uso de la música e incluso ausencia de palabras en la mayor parte del film) para trasladar la propia parquedad del universo que retrata, que no es otra que la del centro de acogida. Sin embargo, envuelto en todo ese silencio se alza una voz, la de una mujer que personifica un poderoso esfuerzo en favor de los excluidos. Una mujer que, incluso consciente de lo difícil de su empresa, no duda en seguir adelante con ella y sacrificar su tiempo en el terco aprendizaje de Marie. 

La historia de Marie Heurtin establece un elaboradísimo discurso sobre el lenguaje y su influencia sobre la condición humana. Bajo su ritmo lento y pausado se esconde un cineasta que centra toda su atención en el gesto, y que entiende que el lenguaje y la comunicación, en la mayoría de ocasiones, no se componen exclusivamente de palabras.