26 septiembre 2014

'La entrega', aires nuevos para el Brooklyn de siempre

Crítica publicada en NoSóloGeeks


El imaginario colectivo sobre Brooklyn la convierte en una de las zonas más propensas para contar historias sórdidas sobre la mafia, los ajustes personales y los líos propios de la novela negra. Ese Brooklyn de los bares nocturnos, de los callejones enrejados, de los extractores de humo dotando a la ciudad de un halo mágico, es el que utilizan tanto Michael R. Roskan como Dennis Lehane, director y guionista escritor de la historia original, respectivamente, en The Drop. Y lo mejor de todo es que, pese a ese ambiente reconocible, nada nunca parece tópico ni forzado durante toda la película. 

Con un prólogo magnífico, que aprovecha la belleza del movimiento de cámara para ponernos en situación sin perder demasiado tiempo de acción, The Drop se adentra en la vida de un solitario camarero de un “bar caja” de la mafia chechena. Pronto la atmósfera de tensa tranquilidad (con el cachorro como máximo exponente) lo envuelve todo gracias a un trabajo fotográfico sobrio, pero elegantísimo, que establece una simbiosis esencial con la música a la hora de aportar una tensión que no termina de evadirse nunca de la pantalla.

La historia se desarrollará a base de pequeños giros –muchos parecerá que no tienen importancia– que, poco a poco, harán encajar las piezas de la historia perpetrada por Lehane y conducida por la mano sutil y lucida de Roskan. Los juegos de cámara con los que el director hace avanzar la trama, los puntos de humor y unos secundarios interesantes, pese a sólo quedar esbozados de forma tenue, concuerdan sin rechinar ni una sola vez con los inteligentes diálogos que elevan la película un escalón más alto de lo esperable.

Sorprende lo bien tejida que está La entrega, que mantiene todas las historias abiertas hasta un final sorprendente, resolutivo e inesperado que las cierra todas. Lehane urde una historia muy propia de la novela negra más clásica (esa que tan bien domina, por otra parte) y Roskan consigue mantenerla en alto durante los 105 minutos del metraje sin perder ni un ápice de la tensión o el interés, ni focalizar más en unas líneas que en otras. El escritor regala un guión soberbio y lleno de matices y el director entiende que para desarrollar la complejidad de la historia no hace falta dejar de lado la sencillez. El resultado es magnífico.


El film va oscureciéndose cada vez más; a medida que avanza su historia en Brooklyn oscurece y cae la noche y los personajes se van replegando cada vez más, algunos para coger fuerza, otros para hacer precisamente lo contrario. Brillante resulta, por otra parte, el trío interpretativo formado por un imponente Tom Hardy (qué gusto ver a este actor en cada uno de sus papeles. Sin duda uno de los grandes intérpretes de la generación), un James Gandolfini que se despide de una forma más que digna, incluso brillante en el juego de doble cara que mantiene durante todo el film, y una bellísima e inquietante Noomi Rapace. Los tres dotan a la película de una multitud de detalles silenciosos y casi invisibles, que aportan a la película esa humanidad de calle de la que a veces carecen este tipo de historias.

The Drop es uno de los noirs-thrillers con mejor pulso de los últimos tiempos. Todo brilla en la película, pero lo hace sin levantar ningún ruido innecesario ni ningún tipo de alarde. Es sobría, elegante, pausada, lenta incluso por momentos, pero no permite al espectador ni un respiro y mantiene la tensión de principio a fin gracias a un conjunto en el que cada pieza cumple su función de forma intachable. Una gran sorpresa.

'Frank', el desequilibrio armónico

Crítica publicada en Esencia Cine


Al salir de ver Frank uno se hace varias, y no precisamente inoportunas, preguntas. ¿Qué nos quieren contar Jon Ronson, Peter Straughan –guionistas– y Lenny Abrahamson –director– de esta película? ¿De qué hablan sus personajes? Sin embargo, a los pocos minutos de meditar lo que acabamos de ver, las respuestas empiezan a brotar por sí solas.

Frank transita varias temáticas complejas a través de un desconcertante humor y una visión, llamémosle optimista, de la orilla más sombría del río. Jon, un músico que no consigue hacer despegar su carrera, se une a un grupo de excéntricos creadores liderado por un enigmático hombre que vive con una máscara gigante todo el día.

La reflexión sobre la identidad y la potencia de la imagen en nuestra era se hace patente desde el minuto uno gracias al magnetismo de Frank, que se retroalimenta del que posee el propio Michael Fassbender, que consigue lucirse y brillar incluso sin aparecer en la pantalla con su imagen.


Pronto la película descubre sus cartas: los músicos con los que se ha retirado Jon a una casa en la montaña (muy waldeniano), a fin de grabar un disco, esconden una serie de trastornos mentales y de la personalidad que hacen de la convivencia algo arduo y complejo. Acertadísima resulta en este caso la colocación de un elemento aparentemente “normal” (entiéndanse las comillas) para desestabilizar la normalidad del desequilibrio mediante la que se organizaba el grupo.

Es entonces cuando Frank se convierte poco en una introversión hacia las enfermedades mentales, la supuesta rareza de las mismas y la posibilidad de encajar en un todo que parece querer dejar fuera a determinadas piezas. Este hecho queda muy bien representado en el hecho de que Jon, sin ninguna enfermedad, parezca fuera de onda en los ensayos del grupo.

La amistad, la excentricidad de los músicos y la fuerza de la imagen vertebran el relato, que se estructura con elegancia y brillantez a través de los tweets que publica Jon sobre su “aventura” con la banda. Las redes sociales cada vez toman más protagonista y se postulan como inyectores de historias en el presente y el futuro (ya lo vimos en Chef, de Jon Favreau, por ejemplo, o en una visión más fantástica, en Her). En el caso de Frank sirven, además, para generar uno de los conflictos más importantes del film.

La película de Abrahamson se convierte en una rareza dotada de mucha entidad gracias a un cuarteto de actores que brilla desde la solidez y la dosificación. Hablo por supuesto del trío más “protagonista”, por así decirlo, formado por un desconcertante y atrayente Michael Fassbender (los minutos finales en los que por fin aparece su rostro son sobrecogedores), una fantástica Maggie Gyllenhaal, un resolutivo Domhall Gleeson, y el cuarto en discordia, Scoot McNairy (recientemente visto en la serie Halt and Catch Fire), que dota a su personaje de unos pliegues emocionales y personales de gran intensidad. Sin duda, nos encontramos ante una propuesta interesante que nos llevará a formularnos preguntas. Y alguna certeza, como la de saber que todos tenemos algo de ese Frank en nuestro interior.

23 septiembre 2014

El cine español elige abanderada

Esta semana, concretamente el miércoles 25, la Academia de Cine anunciará cuál es la película que peleará por colarse en la carrera por el Oscar a mejor película de habla no inglesa en la siguiente edición de los premios. Tres son las candidatas preseleccionadas; tres películas de índole dispar, pero de calidad incuestionable, más allá de que puedan gustar más o menos. Cada una tiene unos signos, unos rasgos y unas virtudes (seguramente también defectos, claro) que las sitúan como dignas corredoras de la carrera. Vivir es fácil con los ojos cerrados, El niño o 10.000 km, ¿quién será la que represente al cine hecho en España?


En un año en el que el cine patrio está dando bastantes alegrías –muchas películas por las que sentirse orgulloso, en palabras de un gran amigo– quedan fuera películas de incuestionable nivel. Se me viene a la cabeza la enorme Hermosa juventud de Luis Rosales, y dos a las que todavía se espera, y que ahora mismo compiten en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián; La isla mínima y Magical Girl, además de algún otro título que se espera con ganas. En cualquier caso, las elegidas son las que son y no toca pararse a imaginar cómo habría sido todo si hubieran sido otras.

La película de David Trueba ostenta el honor y el respaldo de saberse la auténtica ganadora de la pasada edición de los Goya, en la que recibió seis estatuillas (película, director, guión, actor principal, actriz revelación y música original), pese a no ser la mejor de las candidatas. Además, Trueba es poderoso en su imagen y la película sería una gran defensora del cine español, pero no se sabe si todo esto será suficiente para ello. A su favor juegan el gran recibimiento tanto de la crítica como del público (sobre todo tras su noche en los Goya) y la universalidad de esa búsqueda constante de los sueños que personifica un gran Javier Cámara. En su contra, el tiempo (hace mucho que se estrenó y las dos rivales están algo más recientes) y la menor profundidad argumental frente a alguna de sus competidoras. Como ya se dijo en los Goya, a pesar de ser una película muy grata y de inmensa calidad, sería la “opción cómoda” (en aquella noche lo fue contra producciones bastante más arriesgadas como Caníbal o La herida).

El niño, por su parte, cuenta con el beneficio de ser la película más “americana” (entiéndanse las comillas) de las tres precandidatas. Un diseño de producción muy acertado y un argumento más hollywoodiense, por así decirlo, con persecuciones, acción e idas y venidas policiales, lo acercan al thriller que nos suele llegar de allí. Sin embargo, pese a que esa internacionalidad que trasluce el film juega un papel importante en su trama, la localización geográfica de la historia en el estrecho de Gibraltar limita, pienso, el impacto de la misma fuera de nuestras fronteras. El film de Daniel Monzón combina el nervio y la fuerza narrativa propios del thriller con una historia de amor “para todos los públicos” (made in Telecinco), a todas luces innecesaria, que lastra y empobrece el resultado del conjunto. 

Por último, en 10.000 km nos encontramos ante una de las irrupciones cinematográficas más bellas y poderosas de los últimos años. La ópera prima de Carlos Marqués-Marcet sitúa al espectador entre las sábanas –a veces de forma literal– de una relación que se empieza a resentir cuando ella tiene que dejar Barcelona y marcharse un año a Estados Unidos. Natalia Tena y David Verdaguer completan dos actuaciones de las que tocan la fibra y elevan el film un peldaño más. La temática universal de la cinta –el amor siempre se mueve en torno a mecanismos similares–, la delicadeza de la historia y la sutileza con la que se cuenta, convierten a 10.000 km en la candidata con más posibilidades de triunfar en los Oscars en caso de ser seleccionada. Notablemente superior a sus competidoras, la película de Marqués-Marcet cala profundo y gana enteros en la memoria a medida que pasan los días desde el visionado. Sin embargo, se puede casi asegurar que es la película que menos opciones alberga de representar a España (ni lobby, ni renombres, ni apoyos de grandes cadenas, la respaldan).


Habrá que esperar atentos lo que sucede el día 25 en la calle Zurbano, cuando se anuncie cuál será la candidata final que desfilará por la alfombra roja del Teatro Kodak. Entonces, la que se anuncie en rueda de prensa será la que represente todo el cine español que se ha hecho en esta temporada y pelee por colarse entre las cinco nominadas. Mientras tanto, es tiempo de opiniones, argumentos y posicionamientos. Y yo, aprovechando un tuit de Nacho Vigalondo, me mojo con mi favorita.

19 septiembre 2014

'La gran seducción', alegre réquiem por la vida rural

Crítica publicada en Esencia Cine


En ocasiones, bajo el manto de la comedia, se esconden grandes temas. Los elementos del humor y la ausencia de tensión (o presión) dramática que a veces proporciona este género, ayudan a introducir algunas cuestiones que de otra manera podría resultar más difícil. Esto es lo que le ocurre a La gran seducción, tercer largometraje del canadiense Don McKellar, que es a su vez un remake de la película de idéntico nombre que Jean-François Pouliot filmó en 2003.

Con un toque cómico absolutamente innegable y bastante fresco, el director se adentra en la vida rural norteamericana a través de un pueblo del norte de Estados Unidos. El emplazamiento necesita la construcción de una fábrica para revitalizar su economía y la propia vida, pero para ello necesitará encontrar un doctor que ocupe la plaza vacante existente. El elegido será, por un cruce de azares, Paul, el personaje interpretado por Taylor Kitsch, que actuará como contraposición de lo urbano frente a lo rural, representado por el resto de personajes. 

Primero, el doctor llegará para quedarse un mes, pero todo el pueblo tratará de hacer del sitio un lugar maravilloso para que él decida instalarse definitivamente allí. Este intento de cambiar la vida del pueblo para que sea más acorde con los gustos del médico es el pilar que proporcionará más risas (desternillante, por ejemplo, el intento de jugar críquet en la ladera de una montaña para que sea lo primero que el doctor vea al llegar en barco).


Sin embargo, como apuntaba antes, lo que hace la comedia es servir como calzador a temas más trascendentales. La gran seducción no se limita a hacer un compendio de chistes y gracias, sino que indaga en temas como la necesidad de afectos, situando a sus personajes en un entorno hostil y solitario que hace destacar esa soledad comunitaria (la mujer que se marcha a la ciudad a trabajar y el marido que se queda, la dependienta de la tienda que es la única persona joven del poblado, el camarero del bar y su rutina, etc.).

El tema central, en cambio, no es otro que el abandono rural y la prevalencia de las ciudades sobre los pueblos en una sociedad cada vez más tendente a lo urbano. La llegada del médico urbanita al entorno rural sirve para hacer contrastar las costumbres y lugares comunes de uno y otro ambiente. La dicotomía entre el pequeño pueblo hospitalario y caluroso frente a la gran ciudad invisible e impersonal vertebra toda la película, dejando además una melancólica reflexión sobre la muerte de los pequeños pueblos y de sus trabajos y oficios (en este caso la pesca).

La gran seducción supone un acercamiento muy íntimo y reflexivo a la decadente vida rural norteamericana, a través de un film divertido con mucho humor y puntos cómicos. La nostalgia se une a la risa en una relación simbiótica, que, salvando algunos de sus clichés, funciona como uno de esos engranajes de los barcos antiguos, que a pesar del óxido acumulado de años y años de trabajo, siguen dando un buen resultado.

'Yves Saint-Laurent', lucha de gigantes

Crítica publicada en Esencia Cine


En cada vida hay un drama cotidiano. No sé de dónde proviene la frase, intuyo que la habré escuchado o leído sin acordarme ya dónde fue. Lo cierto es que tiene algo, o mucho, de verdad. Por eso el biopic es un género que suele funcionar entre el público, siempre ávido de comparar sus dramas con los de otros; por eso también es un género tan controvertido y tan difícil de llevar a cabo. Nunca se puede gustar a todos los entornos; mucho menos cuando te centras en una figura de tanta relevancia y controversia como la de Yves Saint-Laurent.

Mucho se ha hablado de la excesiva buena intención de Jalil Lespert con este film, supuestamente aprobado por el entorno del diseñador, al contrario que la película también sobre el modisto filmada por Bertrand Bonello (se estrena el 24 de septiembre en Francia). Y durante la primera hora se intuye cierta intención de no querer molestar a nadie en la narración. Yves Saint-Laurent acerca al espectador la vida de una de las grandes figuras de la moda en el siglo XX desde los años cincuenta, concretamente el 57, hasta el comienzo de su declive vital.

Con un montaje cosido a través de saltos temporales, Lespert avanza sobre los hitos de la vida de Saint-Laurent. Y también de su compañero Pierre Bergé. Sin embargo, los hitos se convierten en casi invisibles para dejar paso a los pliegues emocionales y a la parte oscura del diseñador, sobre todo a partir de la primera hora, que hace las veces de presentación del enorme aura de brillantez que rodeó al modisto, sobre todo durante sus primeros años.


La narración en tercera persona –siempre cuenta la historia el personaje de Pierre Bergé desde la que entendemos es su subjetividad– elimina de un plumazo los problemas de credibilidad e, incluso, parece soliviantar ese conflicto entre la buena intención y la idea de mostrar las arrugas del genio. Porque Yves Saint-Laurent –sobre todo, vuelvo a repetir, su segunda parte– narra la pugna entre el genio y sus demonios internos, fundamentalmente las drogas, el desmadre, las fiestas y sus pulsiones incontrolables. Una lucha de gigantes.

Con varios momentos musicales, o de ralentí, de bella factura, la cinta de Jalil Lespert se adentra en el drama personal (más que profesional) del diseñador, con el que Pierre Niney guarda un increíble parecido durante todo el film. Además, el cineasta se apoya en grandes frases para dotar de una entidad algo más filosófica a su visión del modisto: “La muerte debe parecerse a eso: un apagón de la inspiración” o “Siempre he contemplado mi futuro como un desastre financiero”, entre otras, son algunas de esas sentencias que dejan poso.

Yves Saint-Laurent cuenta, además, con un gran duelo interpretativo entre actores de la Comédie-Française. Si Pierre Niney completa un trabajo en el que el parecido con el modisto es abrumador; Guillaume Galliene (Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!) no se queda atrás en su caracterización psicológica de un Pierre Bergé que actúa como contrapunto silente y doliente a esas pulsiones que amenazan con arruinar la carrera del diseñador. Nos encontramos por lo tanto ante un biopic dividido en dos partes bien diferenciadas: una primera hora muy light, centrada en la brillantez de la mente de Saint-Laurent, y una segunda mitad con más grises, que indaga en lo autodestructivo de ésta para consigo misma.

'El corredor del laberinto', cuestionable prueba de supervivencia

Crítica publicada en Esencia Cine


En El corredor del laberinto, la ciencia ficción juvenil vuelve a ser caldo de cultivo para parábolas sobre la sociedad en un entorno postapocalíptico. De la misma forma que obras como Los juegos del hambre, los jóvenes se erigen como principales protagonistas en el nuevo mundo, extraño y enigmático, en el que los argumentos vuelven a ser los mismos: la supervivencia, la convivencia, los grupos y el nuevo orden social.

Es el año 2024 y Thomas despierta enjaulado en un ascensor que le lleva hasta un lugar agobiante, el Claro, un espacio abierto entre cuatro inmensos muros que cada amanecer dan paso a un laberinto cambiante y que por la noche se llena de unos monstruos, los Laceradores, cuyo propósito no termina de cuajar en la historia (intuyo que en la novela todo quedará más reforzado).

Apoyado en el escritor de la obra literaria, John Dashmer, que adapta el guión junto a Noah Oppenheim; el director Wes Ball se sirve de una acción casi constante que se empaña en numerosas ocasiones debido a los constantes golpes de efecto y sonido. El entorno claustrofóbico resulta adecuado para el desarrollo psicológico de los personajes, aunque tal vez éste queda relegado a un discreto segundo plano en favor de la espectacularidad.


Lo cuestionable llega cuando, antes de lo esperado, llega a El Claro un nuevo “envío”. Según dice la nota que porta “es el último” y la sorpresa es que es una mujer. Nunca antes había habido una mujer en el Claro hasta ese momento. Puede parecer inocente, pero tras el giro que supone la inclusión de un personaje femenino (bastante bien llevado por Kaya Scodelario, por otra parte) se puede leer un mensaje que resulta ciertamente cuestionable: la mujer como elemento discordante, como última prueba a superar. 

El corredor del laberinto se adentra, por tanto, en terrenos pantanosos de los que le cuesta salir sobremanera y de los que consigue zafarse gracias a un buen rodaje y una dirección con pulso en la mayoría de las escenas de acción. Muchos de sus mensajes no se terminan de comprender (la línea narrativa de los monstruos cuelga con demasiada evidencia, la explicación del porqué están en El Claro llega muy precipitadamente…), sin embargo, Wes Ball se recrea en la acción por la acción y consigue un artefacto con cierto poder visual que engrana con el descompensado guión.

'Yves Saint-Laurent', lucha de fuerzas opuestas

Crítica publicada en NoSóloGeeks


Envuelta en una polémica sorda llega la última película de Jalil Lespert, biopic sobre el diseñador de moda Yves Saint-Laurent que no podrá evitar las comparaciones con el film sobre la figura del modisto que estrenará próximamente Bertrand Bonello. Mucho se ha escrito sobre el beneplácito del entorno del diseñador sobre una película (ésta de Lespert) y su repulsa a la otra (la de Bonello). 

En Yves Saint-Laurent, Jalil Lespert nos sitúa a finales de los 50, coincidiendo con el despegar de la carrera del modisto, y nos acompaña en un viaje a lo largo de los años gracias a un montaje basado en los saltos temporales. Se habla de la imperiosa necesidad de no molestar que parece girar en torno al film, pero lo cierto es que, si bien la primera parte si acusa esa buena intención, la segunda mitad sí acerca al espectador la parte más oscura (quizás, gris sería mejor) de la figura de la moda. 

Dando la palabra a Pierre Bergé, pareja de Yves Saint-Laurent durante casi toda su vida, el cineasta evita los problemas de credibilidad y dota de ese aura de intencionalidad para con el personaje retratado. Al fin y al cabo, ¿quién airearía las cosas más turbias de su pareja pudiendo centrarse en las buenas? (Para eso parece que habrá que esperar al contrafilme de Bonello).


Mientras tanto, en Yves Saint-Laurent se atisba la lucha de poder entre la brillantez y los recovecos más turbios de la figura del modisto, renovador de la moda femenina durante todo el siglo XX. Las pulsiones incontrolables (drogas, sexo, etc.), los demonios internos, se enfrentarán con virulencia al aspecto más formal de Saint-Laurent; es decir, estamos ante una lucha entre fuerzas opuestas, entre el deber y el placer, entre los equivalentes del bien y el mal. 

Con una serie de momentos musicales muy destacables, el guión es sostenido gracias a dos interpretaciones muy eficaces de dos actores pertenecientes a la prolífica Comédie Française. Se trata de Pierre Niney, asombroso el parecido que guarda durante todo el filme con el propio Yves Saint-Laurent, que completa un papel certero y cargado de matices, y de Guillaume Galliene, protagonista del film en la sombra, y absoluto baluarte de la propuesta en cada una de las escenas en las que aparece.

Yves Saint-Laurent da, por tanto, una de cal y una de arena sobre la figura del diseñador. Nos evoca su grandeza, sus ideas renovadoras; y nos sitúa frente a sus vaivenes y sus momentos más grises. Porque cada vida contiene un drama cotidiano, independientemente del estrato en el que se desarrolle.

12 septiembre 2014

'Boyhood', los surcos del tiempo

Crítica publicada en Esencia Cine


Treinta y nueve días de rodaje, a lo largo de doce años, concentrados en algo menos de tres horas de metraje. Boyhood podría resumirse en esa frase sin incurrir en ninguna falsedad. Al menos en ninguna falacia total, si bien podríamos mentir por omisión. La última película de Richard Linklater, que comenzó a gestarse mucho antes que algunas de sus últimas obras, juega con el elemento temporal por encima del resto, congelándolo y dejándolo discurrir a su antojo en beneficio de la obra.

Boyhood supone, por tanto, un prodigio de la planificación cinematográfica sin precedentes; resulta admirable que una película de tales dimensiones –se podría denominar como mastodóntica– sólo haya precisado esos treinta y nueve días de filmación. Cierto es que el “experimento” se había realizado con anterioridad (el Antoine Doinel de Truffaut o el ciclo de Vanda Duarte de Pedro Costa, entre otros ejemplos); pero no es menos cierto que nunca se había hecho en sólo tres horas de cine.


Abrazada por dos canciones –Yellow de Coldplay, al principio, y Deep Blue de Arcade Fire en el final–, la cinta de Linklater narra un viaje, el de Mason, desde la infancia hasta que la juventud toca la puerta de la edad adulta. Un viaje que se puede hacer extensible a cualquiera, un camino reconocible para cualquiera. No son las dos únicas canciones que utiliza el director, que vuelve a demostrar, como en películas anteriores, que su jukebox es completo y que sabe cómo acercarlo a su historia. Desde Foo Fighters hasta The Black Keys, pasando por Bob Dylan o Wilco, entre otros muchos nombres, completan y acompañan a Mason en el camino. 

No es el uso de la música el único acceso que deja el director de su autoría. Se reconoce al cineasta de la trilogía ‘Before’ en la importancia del diálogo y en determinados planos (sobre todo un traveling en el que Mason conversa con una chica del mismo modo que Ethan Hawke y Julie Delpy lo hacían por las calles de las ciudades europeas). Pero también en el uso de la canción in situ, como ocurría en el momento crucial de Antes del atardecer (con Ethan Hawke como cantante en ambos casos), y en el maravilloso uso narrativo de los silencios. Boyhood se cimenta a través de las elipsis, que hacen saltar la historia en el tiempo merced a un montaje delicado y preciso, de la misma forma que lo hacen –si se ven en conjunto– las tres obras de la trilogía, o cómo lo hacía Tape, nacida de una elipsis de años que volvía al presente cuando tres amigos del pasado coincidían en un hotel.


En Boyhood Richard Linklater atrapa y encapsula el tiempo, la vida, fotografía con delicadeza esos “momentos” que dan título a la película en nuestro país, y nos sumerge en el discurrir lento y pausado de los días, tanto en un plano histórico-sociológico (políticas, Obama, guerra de Irak, 11-S) como en el apartado familiar y personal (graduaciones, noviazgos, rupturas, mudanzas, cambios en la familia, entradas en la universidad, viajes…). Se dice que realizar cualquier actividad artística de forma que el resultado parezca simple es lo más complejo para un artista. Y es exactamente lo que consigue Linklater en Boyhood, dotar de sencillez a un proyecto complejísimo, y no vanagloriarse en el dispositivo sino dejar que discurra con total naturalidad (el final quebrado es un ejemplo claro de ese fluir, ese “la vida sigue” que parece dejar patente).

Boyhood no es otra cosa que el sello capital, la obra final (dudo mucho que se mejore a sí mismo), de un director que venía dando señales desde hace años de su potencial, experimentación y visión del cine como entidad artística. Una pieza imprescindible y emocionante filmada con la precisión de un cineasta que representa a la perfección la definición de “autor”. Una obra que habla del amor, el aprendizaje, la estructuración y desestructuración familiar (con unos trabajos destacables de Patricia Arquette –como personificación de la vejez e, incluso, alegoría de la muerte–, el siempre resolutivo Ethan Hawke y la joven Lorelei Linklater), el tiempo y, en definitiva, aquello a lo que llamamos vida. Si Antonio Gamoneda manifestó, con total acierto, que “leer es vivir dos veces”, Boyhood –o su creador Richard Linklater– lo traslada, palabra por palabra, al Cine. Con mayúsculas.

'Antes del frío invierno', flores de otoño

Crítica publicada en Esencia Cine


En la metáfora de la vida, el otoño y el invierno se suelen referir a la madurez y vejez. Cuando uno alcanza el otoño, está cada vez más cerca de irse del mundo, cada vez más lejano a la juventud, normalmente entendida como la plenitud en todos los sentidos. Por lo tanto, más lejano de los deseos, convenciones y sentimientos que esta etapa conlleva; en definitiva, más lejos de lo que se entiende propia vida. 

En su nueva película, Antes del frío invierno, Philippe Claudel, cineasta (Hace mucho que te quiero, Silencio de amor) y novelista (Almas grises, La nieta del señor Linh, Aromas), reflexiona sobre esa edad que da paso a los últimos abriles y sobre cómo los sentimientos también se abren hueco pese al paso del tiempo. 

Nunca dejamos de ser personas, nunca olvidamos la “otredad”, la necesidad de contacto, el roce… Es lo que parece querer recordar el cineasta cuando sitúa en una encrucijada de “amor y deseo” a un matrimonio sólido y bien avenido (Kristin Scott Thomas y Daniel Auteil), en el momento en el que unas misteriosas flores anónimas comienzan a llegarle a él a todos los sitios que frecuenta. 

Claudel coloca las flores como un intervalo de belleza amenazante, y en definitiva de juventud, poniéndola al nivel de Lou (Leïla Bekhti), la joven camarera que comienza a aparecer cada vez más en la vida del doctor a la vez que los ramos llegan. Los secretos, las relaciones y la erosión del amor causada por el paso del tiempo configuran un relato que dispone los mecanismos del thriller romántico, y al que se une el personaje de Richard Berry.


La fotografía de claroscuros –con ciertas composiciones que resuenan a las pinturas de Hopper (la escena de la cafetería, por ejemplo) – indaga en los estados de ánimo de sus personajes a través del contraste y una dosificada desaturación en momentos puntuales. Los grises matizados se apoderan del matrimonio, mientras que los colores vivos inundan la pantalla cuando los personajes “viven” fuera de él. 

Antes del frío invierno se edifica, por tanto, como una parábola simbólica sobre los mecanismos del amor, el deseo y los sueños que aún se mantienen vivos en el otoño de la vida. Un film muy psicológico de carácter melancólico, con un giro final sorprendente y un desarrollo psicológico muy trabajado para los personajes. El trío formado por Daniel Auteil, Kristin Scott Thomas y Leïla Bekhti se carga todo el peso de la película a la espalda y consigue adecuarse a la atmósfera agobiante y tensa que dispone Philippe Claudel.

05 septiembre 2014

'Líbranos del mal', o cómo descubrir que el demonio es fan de The Doors

Crítica publicada en Esencia Cine


Hasta en los argumentos más sencillos se esconde siempre un mensaje. La premisa podría aplicarse a la idea de Paul Watzlawick: todo comunica. Siguiendo con la teoría, Líbranos del mal esconde, bajo su apariencia arquetípica de película de terror mezclada con slasher, mensajes cuestionables y muy rebatibles.

Scott Derrickson se basa en un libro, supuestamente inspirado en hechos reales, para contar la historia de Ralph Sarchie, un agente de policía de Nueva York que se ve envuelto en una serie de asesinatos que parecen tener relación con unas posesiones demoníacas. Para ello se aliará con un atípico sacerdote, que tratará de ayudarle, primero en sus investigaciones, posteriormente en su suerte de conversión y máster en exorcismo avanzado. 

Vertebrada por una especie de quiz que tiene en The Doors su máxima pista –todo conduce a alguna letra o canción de la banda de Jim Morrison, incluso para el propio demonio, que utiliza la música del grupo para torturar a su víctima (aunque suene a comedia)–, la investigación apunta hacia tres antiguos soldados retornados de la guerra de Iraq.


El guión se convierte en un conjunto de arquetipos (personajes y situaciones), momentos repetidos una y otra vez en el cine de terror, y golpes de efecto y sonido. La dirección de Derrickson se ajusta a lo que se espera del género, pero el material narrativo es tan pobre que ni siquiera los toques de humor con los que se trata de aliviar la propuesta consiguen dotar de una identidad propia al film. 

La cinta del cineasta consta de varias partes que se entrelazan con la historia central, pero nunca llegan a engrasarse, ni engranarse, con la misma. Como ejemplo, el origen del mal. Sabemos que los tres soldados son los artífices de ese “mal primario”, como lo denomina el cura, pero nunca llegamos a identificar los verdaderos motivos (más allá de la, inconexa también, historia del pasado que atormenta al protagonista). Por si fuera poco, Derrickson se permite el lujo de colocar ese supuesto origen de las posesiones y el mal (cual caja de Pandora convertida en una cueva oscura) en el territorio iraquí, en una metáfora tan simplona o más como la que sitúa a la policía neoyorquina como única benefactora de las almas buenas.

Líbranos del mal cabalga durante buena parte de su metraje –excesivo– entre el terror convencional, los toques de humor y una suerte de innovación, llamémosla pop, que sitúa la música de The Doors como uno de los fetiches de un demonio ciertamente melómano y que se funde con mensajes de cierta índole conservadora. Ya lo dijo Watzlawick: todo, absolutamente todo, es comunicación.

People are strange.

'Hércules', desmitificando el mito

Crítica publicada en Esencia Cine


La mitología se define según la RAE como el “conjunto de mitos de un pueblo o de una cultura, especialmente de la griega y romana; y como el estudio de esos mitos”. Para cualquier mortal que se precie, la mitología es una fábula a través de la que se explica un pasaje de la historia antigua. Su credibilidad depende de los oídos que escuchen, como casi todo. Brett Ratner (El dragón rojo, X-Men: La decisión final, Hora punta) ha entendido a la perfección la ambigüedad de la mitología y, de la mano de la novela gráfica Hercules: The Tracian War, ha trasladado su versión a la gran pantalla en esta película que desborda acción a cada minuto.

El acercamiento al héroe es diferente a lo que estamos acostumbrados (aunque cada vez se utiliza más esta especie de doble capa para representar sus pliegues): Hércules, para todos hijo de Zeus, no es más que un mercenario que disfruta compartiendo campo de batalla con su fiel grupo de guerreros y mirando a la cara a la muerte, como llega a deslizar en una línea del guión. Tras la pérdida de su familia y su destierro de Atenas recalará en un enclave en guerra para ponerse al servicio de un rey en apuros, interpretado en la película por el actor John Hurt.


Pese a ciertos tramos plomizos, el director consigue dotar a la película de un ritmo bastante constante, entrelazando escenas de acción rodadas con buena mano con momentos de calma y toques de humor, protagonizados casi todos por un Ian McShane que disfruta su papel y hace disfrutar al espectador. Por si fuera poco, la música a cargo de Fernando Velázquez inocula la tensión y la adrenalina de cada secuencia con dosis medidas de tambores, timbales y percusiones varias.

Dwayne “The Rock” Johnson se mete en la piel del héroe con naturalidad y se complementa bien con el resto del elenco, en especial con la noruega Ingrid Bolso Berdal, en el papel de Atalanta, con el citado McShane y con Rufus Sewell, que interpreta a Autolicus, su guerrero más leal, casi un hermano para el mercenario. Completan el elenco un descafeinado Joseph Fiennes, maquilladísimo y de apariencia extraña, y unas apariciones muy breves de la modelo Irina Shayk (cinco planos que ni de lejos justifican el gancho).

El nuevo Hércules de Brett Ratner aporta exactamente lo que se espera de un nombre de la talla del director, es decir: buenas escenas de acción y batalla y un ritmo trepidante que no permite salir del contexto en ningún momento (aunque en esto tengo reservas sobre su consecución o no a lo largo del metraje).

'La abeja Maya', para los muy muy pequeños

Crítica publicada en Esencia Cine

La animación infantil es un buen caldo de cultivo para mensajes amistosos, de integración, y para la buena conducta y lo bonito. La abeja Maya no se queda atrás en este tipo de comisiones y lanza un alegato en favor de la amistad y la integración. Mientras la comunidad vive con el miedo o el recelo a las avispas y el mundo exterior, Maya se decide a investigar y salir fuera. Dicen que el miedo al extranjero se quita viajando, y eso es lo que parece querer mostrar la película australiana.


Apoyada en una animación y un planteamiento muy infantil –quizás su público esté en los más pequeños, pequeñísimos–, la abeja va conociendo a sus compañeros de pradera, entre los que, no podía ser de otra forma, hay una avispa. Repetitiva, a fin de dejar el mensaje claro y perfectamente masticado, la película transita una y otra vez los mismos escenarios en pos del buenrollismo.

La abeja Maya es una película exclusivamente para niños. Los gestos, movimientos y diálogos a través de los que se comunica la protagonista con el resto de personajes recuerdan a Pocoyó, en una comparación que puede hacer una idea del público meta del film. Por su parte, para los adultos queda la incorporación de un par de hormigas, Arnie y Barnie, muy en la línea de los famosos Trancas y Barrancas del programa El hormiguero, que pueden funcionar como un cierto desahogo cómico en una película que resulta floja por lo trillado de la propuesta.