31 enero 2015

'Project Almanac', viajeros de la juventud

Crítica publicada en Esencia Cine


En 2009 Howard Overman creó una serie que, pese a tratar un tema bastante manoseado: chicos con superpoderes, lo hacía desde una cierta novedad. Misfits (Channel 4) proponía un nuevo tratamiento de los poderes sobrenaturales que unos jóvenes adquirían debido a una extraña tormenta. La propuesta era diferencial fundamentalmente por mostrar qué harían unos chavales a los que de repente les caían del cielo unos dones extraordinarios. El ego propio de la juventud, y quizás la despreocupación propia de su edad, llevaba a este grupo a satisfacer sus propias necesidades antes de pensar en nada ni nadie más. 

Project Almanac, ópera prima de Dean Israelite, propone un acercamiento similar a otro de los grandes temas de la ciencia ficción: la máquina del tiempo. David es aceptado en el MIT para estudiar Física. El problema surgirá cuando la ayuda que estimaba recibir resulte ser reducida y tenga que comprometer el futuro económico de su familia para seguir adelante con su carrera. Será entonces cuando, tratando de realizar otro proyecto para una última oportunidad en forma de beca, descubra unos planos en los que su padre, fallecido años atrás, trabajaba la creación de una máquina del tiempo.


Con la ayuda de su grupo de amigos emprenderá la construcción de la máquina. Pero ¿qué pueden hacer unos jóvenes que tienen la posibilidad de actuar en el pasado para cambiar su presente? Aquí radica el punto distintivo del film; Israelite no duda en lanzar a sus personajes hacia la búsqueda de su propio beneficio. Así, vemos como los protagonistas aprueban exámenes que no habían superado, ganan la lotería, acuden a macrofiestas que no pudieron disfrutar o utilizan el poder de cambiar el pasado para conquistar a la chica que les gusta. Al fin y al cabo es lo que todos haríamos en su situación, por mucho que nos guste pensar que iríamos a asesinar a Hitler (broma recurrente sobre viajes en el tiempo que también se desliza aquí).

El humor propio de la juventud de los protagonistas, los chistes cinéfilos y televisivos (Looper, Doctor Who) y el tono indie del film se ensamblan con la técnica de found footage con la que está rodado todo el metraje del film. Dicha estética resulta acertada para mostrar algunas acciones que serían menos creíbles si no estuviesen mostradas de esta forma, pero también produce un contraefecto: resulta cansina en determinados momentos, a los que la película le vendría muy bien cierta pausa. El ritmo excesivamente elevado provoca que Project Almanac se convierta, en determinados lapsos, en una suerte de videoclip narrativo, aunque lo cierto es que Israelite compensa muy bien todas las balanzas en las que pesa su película.

La ópera prima del cineasta va de más a menos, funcionando mejor en la primera parte que a partir del pivote central. La segunda mitad bebe por completo del espíritu de El efecto mariposa (Eric Bress y J. Mackie Gruber, 2004), con algún guiño concreto a la misma, y rememora a Frequency (Gregory Hoblit, 2000) en un emotivo encuentro final. Incluso algunos tics de la mítica Regreso al futuro se dejan ver en este Project Almanac, que, pese a no ofrecer nada estrictamente nuevo, da pinceladas de frescura en la ciencia ficción independiente y en el subgénero de los viajes en el tiempo.

28 enero 2015

'País de todo a 100', el circo ibérico

Crítica publicada en Esencia Cine


Hace casi dos décadas el grupo de música Ska-P lanzó dos discos, Eurosis (1996) y El vals del obrero (1997), que aún hoy en día tienen una vigencia que asusta. En concreto podemos seleccionar tres canciones de estos elepés que tras diecinueve y dieciocho años, respectivamente, están más a la orden del día. Pocas letras musicales han reflejado tan bien la deriva de un país, y se han mantenido como una visión perfectamente válida de la misma durante tantos años, como Ñapa es, Circo ibérico o España va bien. Tristemente esta coyuntura no dice mucho en favor de nuestra tierra.

En País de todo a 100 Pablo Llorca se lanza a mostrar la realidad de una España en perpetuo retroceso. La España del pelotazo inmobiliario, la de los edificios vacíos, los aeropuertos sin aviones, los ensanches deshabitados y las hipotecas imposibles de abordar. La de Eurovegas, la España en la que un político puede seguir haciendo lo que le venga en gana sin temer ninguna consecuencia. Una España que a un finlandés que viene de Alemania para recorrerla de punta a punta le fascina como si fuese una visita a los inframundos de la ciencia ficción más irreal.

Con la excusa de un viaje que hacen dos amigos a España, el director muestra la problemática de la crisis –para aquellos que proclaman a viva voz la ansiada salida de la crisis, el film puede resultar ilustrativo– con ciertos tonos de sarcasmo y humor que suavizan las sensaciones que produce el documental. Porque País de todo a 100 es una película para cabrearse, pero también para reír y para aprender.


La “desolación seca” con la que el amigo finlandés define lo que ve es muy gráfica. España, el país de la recalificación, esa nación que ha sustituido el modelo del bienestar por el de caridad, con sus comedores sociales llenos como elemento más puntero, pasa por delante de los ojos atónitos de una persona acostumbrada a algo completamente distinto. Por momentos, la visión de España que ofrece el documental recuerda a la Misericordia de Galdós, entre otras novelas del escritor canario afincado hasta su muerte en Madrid.

En cuanto a la narrativa que utiliza Llorca sorprende que aguante los 95 minutos de la producción sosteniendo toda la propuesta en la narración aséptica de los hechos, subrayando a veces las imágenes, contando otras historias en muchas ocasiones para complementar lo que se ve. Lo cierto es que tanto la narración como las propias imágenes albergan tal fuerza que no es necesario cargar más las tintas para mostrar el “reino bananero” en que se ha convertido la tierra de Don Quijote. 

Son varias las películas que, de una forma u otra, se encargan de mostrar la realidad del país que nos querrían ocultar los políticos y las autoridades. Ahí quedó la polémica creada hace unos días por el documental Ciutat Morta (Xavier Artigas y Xapo Ortega, 2014); y en otra línea se puede hablar de obras como Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) y, sobre todo, Hermosa juventud (Luis Rosales, 2014) y Carmina y amén (Paco León, 2014) como películas circunscritas de una manera u otra, desde distintos enfoques, a la crisis.

Basado en la más absoluta realidad –las imágenes– el documental juega a desmontar todos los mensajes y reteñir los brotes verdes que llevan tiempo queriéndonos vender con tanto ahínco. El repaso social, económico y político que realiza País de todo a 100 es digno de proyectar en el Congreso. Así igual dejaban de tomar al pueblo por bobo. Mientras tanto seguiremos viviendo en este “circo ibérico” en el que todo siempre parece irnos de maravilla. Será que, como dice la canción de Ska-P, sólo es para “el banquero, para el alcalde y para nuestro presidente”.

27 enero 2015

¡Willy, Willy!

Nunca fui capaz de aprenderme su apellido durante sus años en el Rayo. Nunca. Sólo mucho más tarde, ya bastante más mayor supe decir Agbonavbare. Cuando yo pisé por primera vez el estadio de Vallekas, él ya estaba allí, defendiendo la portería de nuestro Rayo. Tampoco nunca, creo, y ya han pasado años, encontré un portero mejor que él, o al menos con más coraje y carisma, entre los que han defendido la franja. Perdónenme los Cobeño, Keller, Etxeberria, Lopetegui y demás nombres propios que, desde que Wilfred abandonó el Rayo, que no Vallekas, han desfilado bajo los palos del nuevo estadio.

Nunca le volví a ver jugar, de hecho nunca lo he visto en otro equipo que no fuese el Rayo. Bueno, miento, en realidad sí lo vi sin la franja. Con el equipo nacional de su Nigeria. En 1994, Wilfred fue convocado para jugar el Mundial de Estados Unidos, aquel en el que Nigeria alcanzó los octavos de final. Con mis ocho años, aquello era todo un acontecimiento, ¡un jugador de mi equipo en un Mundial! No lo recuerdo jugando, no sé si lo haría en algún partido, ni quién era el portero al que suplía en la selección, pero sí recuerdo buscarlo en los calentamientos, cuando aparecía en la tele o cuando la cámara enfocaba los banquillos.

Wilfred encabeza la salida al campo del equipo. Foto: Diario As.
Wilfred era un gato. Un gato negro. Un felino que volaba de palo a palo, ágil, raudo, y completamente ligero pese a sus 90 kilos de peso. Recuerdo esos vuelos para atrapar el balón, me fascinaban. Aunque el disparo fuese una birria, él lo adornaba con sus estiradas y esos saltos tan inverosímiles y pintorescos. Y recuerdo, también, sus camisetas, ¡por Dios, qué feas eran las equipaciones de entonces, pero qué auténtico el fútbol! La generación en la que jugó Willy es una de aquellas que, pese a mi corta edad, o quizás debido a ella, con más cariño recuerdo. Guillerme, Ameli, Cota, Hugo Sánchez, Calderón, Onésimo, Muñiz, Ezequiel Castillo, Barla, el propio Paco Jémez… podría recitar decenas de nombres, pero siempre Wilfred en la portería. Eso nunca cambió en los seis años que regaló a la franja, por mucho gran portero que viniese a competir con él.

Mi retina sigue teniendo bien fijada, esas son cosas que difícilmente se olvidan, la imagen de Willy besando la pelota antes de golpearla duro hacia el otro campo. Era como si quisiese pedirle perdón antes de sacudirla con fuerza. Tal vez esa sería la mejor representación de la humanidad de un hombre, una pantera, que siempre ha derrochado coraje, sencillez y simpatía hacia todos (aún lo veo haciéndose cientos de fotos con los niños que se acercaban a él). Nunca le pidieron perdón los postes, aquellos con los que más de una vez lo vi golpearse para evitar que el balón besase las redes que él defendía. Detenía la esfera, la acariciaba, la acunaba, como si quisiese dejarle claro que los besos eran sólo cosa suya, que de besar la red del Rayo nada.

Una de las espectaculares estiradas del guardameta nigeriano. Foto: Diario As.
Hace cuatro años lo volví a ver sobre el césped de Vallekas gracias al homenaje que le preparó Bukaneros. Precioso y más que merecido. Esa noche lo vi emocionarse, dar las gracias, saludar, diría que incluso cayó alguna lágrima de reconocimiento, de emoción cuando el “¡Willy, Willy!” volvió a tronar en un estadio rendido ante su ídolo años después de su retirada. Como dice mi compañero Álex Calvo, fue una oportunidad de volver a verlo y agradecerle todo lo que hizo; de ponerse en pie para ovacionarle y cantarle por última vez; de reconocer a uno de los grandes mitos del Rayo. Ya entonces su vida era cualquier cosa menos una alfombra roja, con su enorme cuerpo en trabajos nada glamourosos y con carroñeros televisivos tratando de beneficiarse de él. Pero a eso es mejor no darle más voz que la que demuestra que merece.

Así era Wilfred, un currante, un tipo humilde, la viva definición de un hombre bueno; una parada contra el racismo, un ejemplo humano y de humanidad. Con él a muchos se nos escapa un recuerdo de la infancia, para muchos el primero del Rayo; a todos, un pedazo del escudo que amamos. Wilfred, un luchador que, como nos ocurrirá a todos, al final ha perdido la guerra. Pero nunca perderá el corazón de aquellos que le vimos jugar, de aquellos que algún día tendremos que recordar a los que no lo vieron que un día un tal Wilfred Agbonavbare hizo suya la franja y la defendió con el más grande de los corazones.

¡Willy, Willy!

Imagen del homenaje que Bukaneros le hizo en 2011. Fuente: Bukaneros.

23 enero 2015

'La conspiración del silencio', la identidad de los fantasmas

Crítica publicada en Esencia Cine


Fantasmas. La conspiración del silencio es ante todo una historia repleta de fantasmas. Pero sobre todo hay uno que planea sobre todo el metraje del film germano: el fantasma del nazismo en una Alemania que trata de recuperarse y cicatrizar su pasado. Ese reverso oscuro que siempre perdura al salir de una época ominosa como la que vivió el país entre 1933 y 1945. “¿Crees que los nazis desaparecieron con Hitler?”, espeta uno de los personajes en un momento determinado de la cinta. 

De forma similar a como hizo Alfredo Grimaldos en su libro de no ficción La sombra de Franco en la transición, pero apoyado, en este caso, y por completo, en la ficción, Guilio Ricciarelli hurga en la herida abierta situando la acción en 1958, años después del fin del Tercer Reich, pero aún sin el tiempo suficiente para la depuración de las instituciones germanas. El protagonista, Johann Erdman, fiscal, posee unos documentos que podrían abrir un caso contra algunos de los miembros más importantes del partido nazi. Sin embargo, el muro de silencio con el que choca una y otra vez en las propias instituciones no tiene otro fin que encubrir los crímenes de guerra, perpetrados en muchas ocasiones por personas que ahora trabajan en dichos organismos.


Ricciarelli indaga en la identidad de una nación, y en la madurez democrática de la misma, al colocar a sus personajes frente a la encrucijada de dar el paso adelante frente al horror y la barbarie que lleva su sello nacional y perseguir a sus culpables. De esta forma, envuelta por momentos en los códigos del thriller, la película avanza por el terreno pantanoso que es la Alemania de los años 50 y 60. 

Sin embargo, lo que a priori es una interesante historia humana, y así empieza durante los primeros minutos, se diluye al querer abarcar demasiado contenido. El cineasta trata de metaforizar el renacimiento de un país a través del amor que nace entre esas ruinas que empiezan a reconstruirse. Pero la historia de amor no encaja en La conspiración del silencio, se mire por donde se mire, y lo único que consigue es dilatar en exceso el final y sacar cada cierto tiempo al espectador del hermetismo propio de la historia que está narrando.

Así, el guión transita y alterna la investigación, en la que trabaja el propio fiscal protagonista junto a un periodista “interesado”, y esa innecesaria historia de amor de Johann con una joven modista. La conspiración del silencio es una visión de la decepción que supone la caída de los héroes; el descubrimiento de que, a veces por supervivencia, a veces por la condición hobbesiana del hombre, somos la raza más permisible e indulgente para con el horror que nosotros mismos generamos. 

Ricciarelli se inmiscuye en la historia alemana con una película que, pese a abusar de ciertos giros algo fáciles (la aparición de Mengele en la historia, por ejemplo) o recursos muy de telefilm, es compensada con otros aciertos a la hora de estructurar la mentalidad del personaje y la contramentalidad de lo que parece un entorno decidido a esconder la basura debajo de la alfombra hasta que nadie recuerde que un día estuvo ahí. Y que ellos la vieron y no fueron capaces de barrerla.

16 enero 2015

'Whiplash', las espinas del éxito

Crítica publicada en Esencia Cine

Ni abominable, ni incontestable. Ni nueva, ni manida. Ni sorprendente, ni aburrida. Nada de eso, y a la vez todo, es Whiplash. Con la única novedad de un personaje que persigue el sueño de la música, Damien Chazelle narra la historia mil veces contada del sueño americano más arraigado en los instintos. "Quien quiere puede, sólo hay que querer" es el mensaje que parece querer perpetuar el cineasta tras su filme. Incluso aunque ese "querer" suponga el sufrimiento y el sacrificio de la juventud en manos de un profesor de dudosos métodos. La clave de la película, de hecho, reside en una escena en la que el protagonista lleva a cabo una importante renuncia personal. Por su parte, el personaje interpretado por el veterano J. K. Simmons, la mejor interpretación del film, se resume perfectamente en una de sus líneas: "No hay palabras más dañinas que buen trabajo".

La obsesión del protagonista por el éxito se construye a imagen y semejanza de una sociedad enferma con el mismo diagnóstico. Toda la puesta en escena de Chazelle gira en torno al trabajo musical (desde la primera secuencia en la que Teller aparece tocando un solo, hasta la última, en la que toca extasiado en un teatro junto a la banda) y al sacrificio de un cuerpo en aras del triunfo de una voluntad. Continuamente el director se dedica a mostrar las heridas, tanto físicas como psíquicas, del baterista Andrew Neiman como recordatorio de ese crudo camino hacia la cumbre del éxito. Un recorrido que parece cuestionado durante buena parte del metraje y que, en cambio, al llegar el final puede parecer justificado por un discurso de tono ambiguo y peligroso.


El guión, escrito por el propio Chazelle (que no podrá competir por el Oscar al mejor guión original al existir un corto previo para conseguir financiación) delinea con excesiva previsibilidad las fases por las que atraviesa el protagonista en su aprendizaje. No obstante, la principal imprecisión de la cinta reside en que, pese a tratarse de una historia diseñada para lograr la empatía del espectador con su protagonista, el músico interpretado por Miles Teller resulta tan mezquino, cobarde y descafeinado que es difícil la tarea.

Whiplash reflexiona a través de la carrera musical de su protagonista sobre los límites, tanto de la persona como de la educación, sobre el exacerbado culto al éxito que profesan nuestras sociedades y sobre la superación personal tiznada por enésima vez de sueño americano (el white american dream). Chazelle ha filmado una película en torno a la música sin apenas nada memorable en ese aspecto. Qué bien hubiesen ilustrado los ritmos de jazz de Antonio Sánchez en Birdman esa psicosis surrealista que abraza Neiman en su búsqueda del dorado. Sin embargo, nos conformamos con la canción que da título a la obra o con el Caravan de Duke Ellington. Y nada mal tampoco.

'La teoría del todo', el círculo sin fin

Crítica publicada en Esencia Cine


En un plano de La teoría del todo aparece el personaje de Hawking sentado en solitario frente al mar. De espaldas a cámara, el plano se va llenando de gente: primero su mujer Jane (de cuyas memorias parte esta película), después sus hijos, al final uno de los amigos de la familia. Esa secuencia de planos simboliza lo que ha sido la vida del genio: una lucha solitaria contra los elementos en la que siempre ha tenido el respaldo incondicional de aquellos que han estado a su lado.

Sin embargo, la secuencia no refleja lo que la película cuenta. Lo que cuenta James Marsh en su obra es, ni más ni menos, que la historia de amor de Stephen y Jane, auténtica protagonista, en todos sus estadios. No en vano la narración comienza con el momento en el que ambos se conocen en una fiesta y comienza su relación. No menos en vano, la estructura circular del guión remite nuevamente en el final a ese inicio.

No sólo la estructura es circular en La teoría del todo. Continuamente, las imágenes evocan círculos (un plano circular hacia el final de unas escaleras, la pareja jugando en círculos en la orilla de un río, Hawking girando en círculos con su silla antes de ser recibido por la reina, el café girando en la taza, y así en varias ocasiones). No obstante, existe un momento en el que el círculo cobra una belleza especial; el ralentí mediante el que el film retorna al punto inicial –al ritmo del Arrival of the birds– para remarcar la importancia del personaje de Jane (dulcísima Felicity Jones) en la trayectoria, tanto vital como sobre todo personal, del científico. 

James Marsh peca en ciertos momentos de una incómoda puesta en escena, que sitúa el foco quizás demasiado cerca del problema médico de Hawking. Esa enfermedad de Lou Gehrig (más conocido en nuestro país como ELA) llena todos los encuadres. Durante la primera mitad del metraje Marsh concede quizás excesivo espacio a las agujas, el sufrimiento inicial tras conocer el diagnóstico y las pruebas médicas. En concreto hay un plano en el que más de uno se verá tentado de apartar la vista. Pese a ese exceso visual de lo que podríamos denominar en su forma más laxa como morbo, el cineasta compensa esta incomodidad generada con un uso interesante de la fotografía, que deja escenas bellísimas (la fiesta y las pajaritas brillantes, por ejemplo).


Pero si en algo hay que detener la mirada en La teoría del todo es en la interpretación que completa Eddie Redmayne. El actor consigue una construcción del personaje primorosa, en la que todo rememora al científico. El humor propio del genio se impregna en cada minuto de metraje de la cinta, pero no sólo eso; Redmayne consigue un abanico de gestos espectacular, interpretando al personaje tanto con el rostro (el uso que hace de sus cejas para calcar el gesto del científico es memorable), como con las manos, pies y resto del cuerpo.

The theory of everything ofrece lo que todo el mundo espera de ella. Una historia emotiva, una de esas películas que “levantan” el espíritu e inspiran la vida gracias a la fuerza del superviviente. Sin embargo, pese a lo tópico y manoseado de la plantilla, hay varios momentos cinematográficos que merecen la pena en la propuesta (siendo una ensoñación de Stephen Hawking, tal vez, el más poético de todos). Y dos interpretaciones que merecen la pena por sí solas.

'Siempre Alice', el borrado de la mariposa

Crítica publicada en Esencia Cine


Julianne Moore se mira en un espejo que, debido a los cortes del vidrio, divide su imagen en varias. Justo antes acaba de observar su reflejo difuminado en la pantalla negra de un televisor apagado. Su rostro está totalmente descompuesto cuando una de sus manos extiende una densa crema sobre la superficie de vidrio y su cara queda completamente oculta por el blanco. La secuencia, que podría parecer banal, recoge mejor que cualquier explicación la esencia de Siempre Alice. La película retrata el proceso de borrado continuo de una persona (o lo que fue) sobre la faz de la tierra. 

Diagnosticada con Alzheimer de inicio precoz, Alice tiene que enfrentarse a una nueva vida completamente diferente a la que hasta ese momento conocía. En el principio del film, Richard Glatzer y Wash Westmoreland se detienen en mostrar a Alice como una mujer de vida resuelta, núcleo familiar medianamente fuerte y unido, cero problemas económicos e incluso un cierto aire de frivolidad en las relaciones que se la intuyen.


Ese ápice de frivolidad se confirma posteriormente con varias líneas de guión bastante cuestionables en el personaje, nunca justificables pese al varapalo que supone la enfermedad. “Ojalá tuviera cáncer”, llega a decir en un momento, “así no me sentiría avergonzada”. De esta forma, muy poco a poco, lo que podría haber sido un acercamiento interesante y bastante ilustrativo a la dolencia (lo es por momentos), se convierte en un melodrama de los que fuerzan a llorar al espectador en cada requiebro del guión.

El trabajo interpretativo de Moore en la construcción del personaje está fuera de todo cuestionamiento. La labor de la actriz pasa a ser lo más rescatable de la obra junto a las relaciones familiares entretejidas a lo largo del metraje, en las que reluce una Kristen Stewart, que se mide continuamente con Moore, y un Alec Baldwin con un personaje de moral ciertamente rechazable. La estructura lineal introduce, paulatinamente, aunque de forma demasiado obvia, las fases de la enfermedad que atraviesa Alice. Sin embargo son los subrayados (la metáfora con la mariposa; vida corta, pero buena, por ejemplo) y el abuso de la música los que terminan por convertir Still Alice en un melodrama insulso e insustancial más allá de la gran interpretación de Julianne Moore. 

Los recuerdos y la importancia de los mismos vertebran la película de Glatzer y Westmoreland, que ponen el foco en cada pliegue del rostro de una Julianne Moore perpetuamente llorosa. La puesta en escena aísla al personaje de su entorno a través de cuidados desenfoques selectivos que tienen lugar cada vez que la mujer sufre un “ataque”. El recurso es destacable, pero el resto de elementos del propio film terminan fagocitando la buena idea, de la misma forma que emborronan una historia que podría haber resultado mucho más certera e interesante.

Siempre Alice consigue mostrar, en determinados momentos, el duelo y el dolor por la pérdida y la enfermedad; pero sus logros se quedan en tierra de nadie cuando, continuamente y de forma muy marcada, trata de llevar las emociones del espectador a los límites del sollozo. Probablemente lo que consiga esta coacción es que, con el fundido a blanco con el que concluye la cinta, la mente del espectador haga exactamente el mismo proceso que, de forma mucho más triste y fortuita, la protagonista: olvidar.

09 enero 2015

'Birdman o (la inesperada virtud de la ignorancia)', ¿ha muerto la ficción?

Crítica publicada en Esencia Cine


El superhéroe ha muerto. ¿O al contrario está más vivo que nunca? Esa parece ser una de las preguntas que constantemente se hace, y nos hace, Alejandro González Iñárritu en Birdman. Pero no la única. ¿Y el cine?, ¿ha muerto el cine y se ha vuelto sólo espectáculo vacuo o aún queda ese espacio que ocupa el “autor” para desarrollarse? El cineasta mejicano carga las tintas y se arma de preguntas, con o sin respuesta, durante los 118 minutos que alcanza la producción.

Desde el propio trabajo actoral hasta el ejercicio de la crítica tienen cabida en la punzante sátira que firma el director a propósito de Birdman. Personificados en las arrugas de un inmenso Michael Keaton, la película muestra los propios pliegues de una industria cada vez más entregada a la espectacularidad, lo excéntrico y el culto exacerbado a la fama que la deglute y la fagocita sin ningún miramiento ni reserva. 

Iñárritu se adentra en el tren de pensamiento de un actor, Riggan, famoso por interpretar a un superhéroe de renombre, Birdman, cuya voz atormenta al propio actor y le confronta con su entorno continuamente. Ahora, tras engullir la fama, el intérprete trata de dar un nuevo cauce a su vida profesional, dirigiendo la adaptación teatral en Broadway de la obra de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor. Mientras, intenta recuperar la relación personal con su hija (gran Emma Stone), lidiar con el excéntrico grupo de actores encabezado por un autoparódico Edward Norton o salvar su trabajo ante la crítica teatral del Times, empeñada en hundirlo.


Con una puesta en escena basada en un falso plano secuencia de dos horas, la obra de Iñárritu se fundamenta en dos pilares: los diálogos y el montaje en plano. En ambos casos el trabajo es fantástico, destacando una composición y recomposición constante que mantiene siempre el centro de atención en el encuadre elegido en cada momento. La dirección de cámaras es frenética y se adhiere al flujo de pensamiento del propio protagonista dominando el espacio reducido en el que se desarrolla a la perfección.

Los demonios internos del actor, que en realidad representan los propios vacíos de la industria cinematográfica, vertebran la obra y se evidencian en esa voz grave del superhéroe y en el sobrio y surrealista acompañamiento musical –una escueta batería de jazz– que realiza Antonio Sánchez –con cameo incluido en una escena de la cinta. 

Birdman es una película repleta de reflexiones. Algunas se desarrollan en forma de dicotomías, como las que se pueden leer sobre el cine nuevo y el cine viejo o el cine de autor y el comercial –a las que se alude desde el falseo del plano secuencia que estructura el metraje. El starsystem es retratado con sombras y zarandeado con vehemencia, siendo la frase de la crítica (también con cierto complejo de celebrity) a uno de los actores la más evidente mención: “Tú no eres un actor, eres una estrella”. Es sólo un ejemplo de los muchos que desliza Iñárritu en su film, en el que también existe un importante golpe a la crítica. En este caso el cineasta focaliza su crítica en el personaje de esa obsesiva analista teatral que espera con ganas la obra de Riggan para destrozarla, aun antes de haberla visto, y la culmina con un epílogo tan hilarante como sonrojante, en el que se evidencia la crítica de la espectacularidad y del adjetivo que reina hoy en día en casi todos los ámbitos comunicativos.

El autor de Amores perros, 21 gramos y Babel se rodea de un reparto excelso (Michael Keaton, Emma Stone, Edward Norton, Naomi Watts, Amy Ryan o Zach Galifianakis, entre otros) para firmar una película que se circunscribe al terreno de la metaficción en forma de comedia. Sin embargo, su Birdman va mucho más allá y pisa fuerte en terrenos pantanosos proporcionando dos horas de cine divertido e incluso festivo que, sin embargo, envuelve un mensaje de aureola triste y nostálgica. Una obra que se adhiere a la memoria de igual forma que la cámara de Iñárritu y Emmanuel Lubezki (luminoso su trabajo como director de fotografía) se abraza a la corriente de pensamiento de su protagonista. Birdman permanece, desde su mágico inicio –que avanza el tono del resto del film– hasta su final –también con cierta magia–, que no hace otra cosa que abrir una nueva incógnita a través de la enigmática sonrisa y los grandes y vidriosos ojos de Emma Stone.


'Luna en Brasil', el arte de perder

Crítica publicada en Esencia Cine


“El arte de perder no es difícil de dominar; hay tantas cosas que parecen predestinadas a perderse que su pérdida no es ningún desastre.”

Estos versos escritos por Elizabeth Bishop en el poema que da título a esta crítica son los que abren y cierran Luna en Brasil. El cineasta Bruno Barreto, acompañado de los guionistas Matthew Chapman y Julie Sayres, se centra en ella en las figuras de la poeta Elizabeth Bishop, ganadora del Pullitzer, entre otros premios, y la arquitecta Lota Macedo Soares, que fue su pareja durante años. 

Como adelantan los versos de la poeta que encierran el film, la película nos habla de la consecución y de la pérdida del amor. Con la fórmula del outsider Barreto se sitúa en el viaje a tierras sudamericanas que realizó Bishop en la mitad del siglo pasado, en el que conoció e intimó con Lota. Luna en Brasil se circunscribe, por tanto, en una corriente de películas que podríamos denominar como la de los “outsiders atormentados” si fuésemos obligados a etiquetarla con dos palabras.


El guión, lineal y cronológico, nos acerca dos personajes que vivieron un amor no demasiado comprendido en su época. Sin embargo, el cineasta brasileño no se conforma con mostrar la relación íntima de estas dos mujeres, sino que a través de ella se adentra en la psicología de sus personajes como individuos. Mediante la unión de un humor natural, que siempre proviene de las situaciones, con la propia narración lineal y con algunos códigos melodramáticos –a veces se da cierto abuso de la lluvia o del empleo de la música– el film acerca una visión interesante del proceso creativo, tanto respecto a la arquitecta y el diseño del parque del Flamenco como sobre todo por parte de la poeta.

El triángulo que protagoniza la película está formado por tres mujeres (Miranda Otto, Glória Pires y Tracy Middendorf) que llenan sus vacíos existenciales con el método de la huida hacia delante. El alcohol, el viaje como escape e incluso la adopción son algunas de las vías que transitan para tratar solucionar sus problemas y conflictos con desiguales resultados. A través de estos conflictos Luna en Brasil acierta a filtrar una suerte de contexto socio-económico-político del Brasil en el que se circunscribe, que resulta interesante a la hora de medir y calibrar los caracteres y las reacciones de unos personajes a los que, quizás, sin esa contextualización, costaría bastante entender. 

Luna en Brasil consigue sortear con habilidad la tentativa del telefilme. No hubiese sido raro que la película hubiese caído en esos signos; el argumento se prestaba a ello y, de hecho, en ciertos momentos sí que se acerca e incluso puede llegar a traspasar esa frontera. No obstante, Bruno Barreto y sus dos guionistas otorgan el protagonismo a sus personajes y evita ese escollo. El resultado es un biopic que, pese a lo plomizos de algunos momentos, aporta una visión interesante y muy apreciable del proceso psicológico, sentimental y creativo de una de las grandes voces de la Literatura del siglo XX.

03 enero 2015

'Frío en julio', venganza con sabor añejo

Crítica publicada en Esencia Cine

No sólo la historia central de Cold in July se sitúa en la América de los años ochenta. También la propia película se circunscribe por momentos a esa época y nos recuerda a alguna de las grandes obras de entonces. Jim Mickle se adscribe a las pautas y el sello del thriller para narrar una venganza que deriva en una cadena violenta de represalias en la que todo es capaz de cambiar de un minuto a otro.

Frío en julio empieza como una historia de venganza clásica: un hombre mata en defensa propia a un ladrón que ha entrado en su casa en Texas y el padre, recién salido de prisión, acude en su venganza. Bajo la capa más superficial, una leve crítica tanto a la seguridad como motor social elemental y, sobre todo, la tenencia y posesión de armas en el hogar; en el lado más tangible, un gusto por la violencia primaria, la que arraiga en los instintos más profundos, que recuerda a algunos grandes títulos de hace tres décadas.

La primera hora de Cold in July es excelsa. Apoyado en el material original –la novela de idéntico título que escribió Joe R. Lansdale en 1989– Jim Mickle consigue una variante cinematográfica que avanza gracias a los elementos propios del thriller, pero que además juega con algunas convenciones del terror, sobre todo en la creación de determinadas atmósferas y situaciones del film.


Sin embargo, a partir del giro central –la aparición “estelar”, al ralentí, acompañada de música, ciertamente coeniana, de Don Johnson– la cinta cae en un continuo de giros alocados y cambios de patrón. Las alianzas oscilan continuamente, van y vienen entre los tres personajes centrales (Sam Shepard, Michael C. Hall y Don Johnson), hallando su punto álgido en la “batalla” con las fuerzas de seguridad estatales. Interesantísima resulta a este respecto una clara alusión a la brutalidad de la policía en sus mecanismos (con una impactante escena en las vías del tren), así como el pivote central que supone el engaño del cuerpo por parte de la autoridad para no poner en peligro una de sus operaciones.

Jim Mickle juega al gato y al ratón, con múltiples gatos y ratones, reposando todo el peso de su historia en el trío de protagonistas. Ninguno de los tres comparece por debajo de las exigencias del film, todos consiguen dar entidad a sus personajes, por otra parte cargados de aristas y dudas (quizás el momento de debilidad más evidente sea el que lleva al personaje de Michael C. Hall a dudar sobre su intervención en la brutal escena sobre la que requiebra la primera venganza entre él y Sam Shepard). 

Cold in July va de más a menos en la narración de ese encadenamiento de venganzas, pero pese a la irregularidad de su segunda mitad consigue generar algo muy importante en el género del thriller: la atmósfera y la tensión. Además, el aspecto técnico y la dirección engrandecen el apartado narrativo con varios usos del ralentí e imágenes destacables –la aparición de Shepard en una estancia oscura en el momento de lucir un relámpago puede ser un buen ejemplo– y, en última instancia, una genial y ecléctica banda sonora.

'Walesa, la esperanza de un pueblo', la tercera parte del retrato

Crítica publicada en Esencia Cine



En una escena de El hombre de hierro (1981), el protagonista narra cómo Lech Walesa saltó la valla de los astilleros de Gdansk durante las jornadas de huelga y dio un discurso que se convertiría en voz de guerra a todos los huelguistas. En su última película, Walesa, la esperanza de un pueblo, Andrzej Wajda retorna a ese momento como punto de partida de la lucha que emprendió el carismático líder contra el Gobierno comunista pro soviético, y que a la postre le valdría el Premio Nobel de la Paz.

Al contrario que en la película de 1977, en este nuevo film la figura de Walesa pasa de circunstancial a predominante. De esta forma, el cineasta polaco completa una trilogía que habría empezado con El hombre de mármol (1977), continuado con la citada El hombre de hierro y concluye, casi cuatro décadas después, con esta obra. No en vano, el subtítulo original del film es El hombre de la esperanza


Wajda vuelve a estructurar su historia mirando hacia el pasado, es decir, la narración se estratifica en varias líneas temporales siempre contadas desde un futuro más o menos cercano. En El hombre de mármol era una mujer que investigaba para realizar una película; en El hombre de hierro, un periodista afín al comunismo que intentaba desestabilizar las huelgas. En Walesa, la esperanza de un pueblo la historia es contada a través de una entrevista que una periodista italiana le hace al propio Lech Walesa en la que éste revela cómo ocurrieron los hechos, o más bien la versión que él quiere.

El autor de El junco retorna a la Polonia más reciente, y aún con heridas por cerrar, y nos muestra la evolución de la sociedad desde el pasado al presente. Para ello, el director utiliza una fotografía de tonos grises, ciertamente acromática, fruto del trabajo de Pawel Edelman, que oscurece lo que, por otra parte, cae innumerables veces en el tono hagiográfico. Es cierto que Wajda transita varios puntos de la vida de Walesa, pero no lo es menos que deja muchos otros sin tocar, ofreciendo una imagen demasiado ensalzada del líder político polaco, que habla y elige qué decir y qué no mediante las respuestas a la entrevista. La película resulta más interesante cuanto más se aleja de esa vida de santo; sin embargo, no existe un contrapunto fuerte, sino una obra destinada a engrandecer una figura. Ni siquiera los evidentes rasgos de vanidad y engreimiento del protagonista (gran trabajo de Robert Wieckiewicz, por otra parte) logran ensombrecer la evidente pontificación que el film hace de Walesa. 

Walesa, la esperanza de un pueblo añade, por otra parte, imágenes de archivo (que a veces trata de imitar con imágenes ficticias para continuar con la sensación) que aportan el contexto social y revolucionario de los astilleros. Sorprende, en este sentido, la inclusión por parte del cineasta, a sus 88 años, de una más que pertinente música punk polaca para acompañar las imágenes de la lucha obrera contra el sistema burocrático establecido por la URSS. Andrzej Wajda completa su trilogía con esta película sobre el fundador del sindicato Solidaridad. De esta forma, aporta una misma visión, a lo largo de su filmografía, de estos eventos ocurridos en 1980 y del contexto que llevó a Polonia hasta ellos.

02 enero 2015

'Leviatán', las ruinas de la Rusia contemporánea

Crítica publicada en Esencia Cine


Un fantasma recorre Rusia: el retrato y las consecuencias de un nombre, Vladimir Putin. La sombra del presidente de la Federación Rusa permanece latente en cada secuencia de la última película de Andrei Zvyagintsev (Elena, El regreso). El cineasta ofrece un fresco sobre la Rusia actual a través de la situación que atraviesa su protagonista, Kolia, un hombre que trata de sobrevivir a la expropiación de su casa por parte del Gobierno, junto a su mujer y su hijo, fruto de una relación anterior.

Con una puesta en escena totalmente centrada en los personajes (primeros planos, reducción de la profundidad de campo, enfoque selectivo, etc.), el director aísla el protagonismo de la historia en torno a ellos. Son sus piezas centrales, sus baluartes, y sobre sus hombros descarga todo el peso de una narración centrada en la caída en picado de Kolia.

Sin embargo, pese a la importancia de los personajes, el trabajo fotográfico de Mikhail Krichman permite detenerse en las ruinas de una Rusia desolada (el esqueleto de ballena en el que juegan los niños) y los paisajes (mención especial a los bellos amaneceres que filma su cámara y a algunos fenómenos climatológicos que recoge) mientras transcurre la historia central.


La sociedad rusa posterior a la caída de la Unión Soviética aún colea en la actualidad, algo que Zvyaginstev no deja pasar, situando siempre varios polos en su discurso. Son la iglesia y la casta política los estamentos con más atención en el film; tal vez porque sean los más jugosos, rugosos y cargados de aristas en esa Rusia real que retrata Leviatán. Sin embargo, el cineasta no sólo se detiene en estos dos escalones, sino que va más allá mostrando cómo la sociedad rusa es agresiva y ciertamente violenta (casi siempre con el alcohol y la tenencia de armas de por medio).

Leviathan transita varios géneros cinematográficos (thriller, negro, social, político, etc.) siempre desde la mirada elegante y sobria de su director. No sobra ni falta ningún plano, ninguna aclaración, ningún subrayado; todo se enmarca a la perfección dentro de esa ruina que es la Rusia de Putin (que aparece indirectamente, en fotos oficiales, en más de una ocasión). La cinta se adscribe con solidez en los múltiples estilos narrativos que despliega y en todos demuestra un crudo sentido del humor que engrandece la propuesta desde otra perspectiva. 

Zvyaginstev firma una película de contexto muy actual; gélida, dura e incómoda en algunas situaciones. No obstante, consigue alejar cierto maniqueísmo, coloreando a sus personajes en tonos matizados de gris, con la excepción del alcalde, quizás demasiado perfilado para adquirir el rol de villano sin ninguna otra posibilidad abierta. Y en una película de estas características, el final no podía ser nada más que un cierre gélido. Leviatán concluye con unas imágenes reveladoras que demuestran la gran economía narrativa de la propuesta, una secuencia que dice todo sin apenas decir nada y que contribuye a perpetuar ese sabor que ha ido propagando durante todo su metraje.

01 enero 2015

'El séptimo hijo', dragones, cazadores y brujas tránsfugas

Crítica publicada en Esencia Cine


El mundo mágico y fantástico vuelve a resucitar, si es que alguna vez murió, en El séptimo hijo de Sergey Bodrov. Tras la liberación de la Reina Bruja, la Madre Malkin, la guerra entre el bien y el mal vuelve a estar latente en el mundo. La poderosa villana efectúa la llamada a todos sus súbditos para preparar su venganza contra el Maestro Gregory, el caballero que siglos atrás logró capturarla y encerrarla, y que ahora trata de entrenar a su aprendiz para que adquiera todo su conocimiento antes de la batalla que se avecina.

No se puede decir que El séptimo hijo aporte nada demasiado novedoso a un género cada vez más manoseado. Muchas de las situaciones son típicas en este film. La venganza, la traición por el amor de la familia, el outsider que se enamora de alguien del otro lado, hasta el pasado amoroso entre protagonista y antagonista. Todas estas situaciones ya las hemos visto antes, pero Bodrov las vuelve a disponer en su película, que a veces puede pecar de usar “demasiada plantilla”.

El séptimo hijo abusa de lo excesivo; bien es cierto que una película en la que los protagonistas tienen el poder de cambiar de forma, convertirse en dragones, guepardos, monstruos de piedra gigantes, o incluso son dioses de cuatro brazos, se presupone cierto exceso. Sin embargo, hasta teniendo en cuenta esas situaciones, el film de Bodrov resulta completamente pasado de frenada.


Un Jeff Bridges pasadísimo de rosca, y muy alejado de sus mejores trabajos (en este film, por momentos, parece un “dude” de la Edad Media venido a menos), comanda el ejército de salvación. Batallón que se enfrenta a un grupo de villanos muy peculiares. No sabría decir quien firma estas líneas si todo esto que va a contar es fruto de la casualidad, pero se le antoja difícil que no esté premeditado. Allá va. El ejército del mal en El séptimo hijo está compuesto por, a saber, un negro, un asiático, un árabe y tres mujeres, que se enfrentan a dos hombres buenos (y blancos, claro), y un gigante tontorrón, que representan el bien. Por si fuera poco, la puesta en escena de la película ofrece unos espacios habitados por el mal (el castillo de la bruja) con una evidente disposición y decoración arabesca. Que cada cual interprete como desee esta situación, pero llama poderosamente la atención.

Por su parte, Julianne Moore se mete en la piel de una bruja malvada, con mucho resentimiento hacia el Maestro Gregory, quien la encerró y según ella la traicionó, y completa un papel que, pese a estar evidentemente pasado de vueltas, no destaca en exceso por ningún extremo. El séptimo hijo supone por tanto una nueva incursión en el mundo mágico en el que las brujas y los cazadores dominan el mundo y establecen el orden social. Y bajo estas directrices, Bodrov hace caminar a sus personajes hacia un final que recuerda, en cierto modo, al de la saga El señor de los anillos. Sólo que allí la química entre Gandalf y Frodo era muchísimo mayor que la que alcanzan aquí Jeff Bridges y su aprendiz Ben Barnes, más pendiente de sus escarceos con una bruja “tránsfuga” que de su cometido de salvar al mundo.