28 marzo 2014

'Upstream Color', la fascinante belleza del daño

Nueve años después de Primer, Shane Carruth vuelve a convertirse en el hombre orquesta para firmar su nueva película Upstream Color. El director es además el guionista, el compositor, el director de fotografía e incluso el actor principal, lo que convierte a la obra en una película robusta y compacta en todos sus aspectos. La música acompaña a la imagen como si fuera parte indivisible de esta, la fotografía e iluminación parecen parte intrínseca del guión, y así ocurre con todos los elementos narrativos.

Esta vez Carruth se sirve de una pareja que en el pasado ha sufrido la inoculación de un parásito que complica su existencia incluso tiempo después. La metáfora es fantástica. El microorganismo, el pasado e incluso la ausencia de memoria de los dos sobre ese cruel azar son utilizados como vía para hablar de temas inherentes por completo a la condición humana como la incomunicación, la soledad, el sentimiento de culpa o la incapacidad para relacionarse del ser humano, ocasionados por el ciclo vital del parásito.


A través de primeros planos del rostro de los personajes, sobre todo de una Amy Seimetz que está fantástica en su papel, el cineasta se adentra en una persecución constante de las emociones que acaba trasladando tanto a sus imágenes como al universo fascinante y personal con el que las rodea. En Upstream Color hay reminiscencias de Charlie Brooker, por momentos se vienen a la cabeza las tonalidades y la disposición dramática de Black Mirror, pero también de Spike Jonze, en la representación de las relaciones humanas, y Terrence Malick, al que nos recuerda, sobre todo, por el fantástico uso de la música a lo largo de todo el metraje.

Por si fuera poco, Carruth deja caer referencias sobre la relación que mantienen el hombre y la naturaleza –fantástico el guiño a Walden, la obra de Thoreau, que colea durante toda la película–. El director se deja llevar constantemente por la poesía de sus imágenes, a las que escolta una fotografía ligeramente sobrexpuesta que, en ocasiones, es rota por contraluces muy agresivos que parecen querer recordar la oscuridad de los personajes centrales. Con este juego de luces, el director parece querer contraponer la oscuridad del pasado que asola a los personajes con la ilusoria claridad que les aporta su nueva relación, en la que los dos buscan cobijo ante esa angustia. Por otra parte, la descontextualización temporal de la historia aporta, además, un desconcierto que ayuda a que el espectador entre en ese mundo, a veces onírico, a veces demasiado crudo, sin necesidad de hacerse demasiadas preguntas irrelevantes para el propósito del film.

Upstream Color es una hipnótica pieza de cine experimental, que confirma a Shane Carruth como un nombre a tener muy en cuenta en el cine independiente y descubre a una actriz, Amy Seimetz, que cautiva con los pliegues de su interpretación. Una película expresamente sensorial –el que no disfrute con las imágenes, se enamorará del trabajo actoral, otros quedarán embelesados por el fondo musical, algunos por la fotografía fija– que guarda en su interior multitud de alegorías, símbolos y relecturas. Las imágenes que encierra la película dejan un sabor de boca que se degusta aun después del fin de la cinta. La película de Carruth cobra vida mucho más allá de la pantalla, se reflexiona, se piensa y se madura, haciendo extensible la metáfora del parásito hasta el espectador, que continuará pensando en ella mucho después de haber abandonado la sala.


Ficha técnica
Título original: Upstream Color. Dirección: Shane Carruth. Guión: Shane Carruth. Fotografía: Shane Carruth. Música: Shane Carruth. Interpretación: Amy Seimetz, Shane Carruth, Andrew Sensenig, Thiago Martins, Juli Erickson, Ted Ferguson, Frank Mosley, Charles Reynolds, Kerry McCormick, Karen Jagger, Jack Watkins, Jeff Fenter, Cody Pottkotter. País: Estados Unidos. Estreno: 28 de marzo de 2014. Distribución: Good Films. Duración: 96 minutos. Género: Drama.

27 marzo 2014

'The Informant', thriller anémico

Crítica publicada en Esencia Cine.

Si el lector de esta crítica ya ha visto The Informant probablemente ande en busca de la tensión, preguntándose si la habrá dejado escapar en algún momento de sus dos horas de enmarañado metraje. No se moleste, no hay ni rastro de ella. No aparece más allá de la primera hora de película, en la que se atisban algunas tentativas –muy livianas, eso sí– de proporcionar unas dosis de tensión necesarias en el género.

La historia comienza en 1987 en un bar de Gibraltar (que, por cierto, es el título original de la película) en el que trabaja y reside un matrimonio francés. Por su punto estratégico y dada la afluencia de todo tipo de gentes, a Marc Duval, el dueño, lo reclutan las aduanas francesas como agente informador. El bar pasa a convertirse entonces en una especie de metáfora del punto estratégico que supone el islote (metáfora, por otra parte, que podía haber dado más juego). Poco a poco, Marc empieza a conocer los secretos del narcotráfico y en seguida entabla cierta amistad con una de sus cabezas visibles, el elegante Claudio Lanfredi.


A partir del reclutamiento, la amalgama de ciudades y personajes con las que entra en contacto Duval es tal que, a veces, resulta complicado situarse en el mapa. El trabajo de montaje, farragoso y con excesivos vaivenes, tampoco ayuda en este cometido. El espectador viaja tan rápido de París a Madrid, o de Gibraltar a Nueva York, que cuando se alcanza la hora de metraje parece que el estallido es inminente, pero a la vez, importa poco si llega o no. El tratamiento de los personajes es tan plano que, probablemente, al espectador le de igual si a Duval lo tienen preso, lo capturan los narcos o si su mujer le recrimina su actitud. En ningún momento salta la chispa que hace que espectador y personajes conecten.

Es entonces, en la segunda hora de la película, cuando Julien Leclercq y el guionista Abdel Raouf Dafri, como si fuesen conscientes de lo tedioso de su propuesta, se lanzan a una exploración tanto de las relaciones entre los personajes (historia de atracción fatal incluida) como del drama más sensible (la familia como elemento de chantaje e intercambio, la amistad entre el informador y el narco). Todo ello sin anudar al espectador con algún cebo que le pueda interesar. No obstante, la cinta termina por funcionar algo mejor cuando se centra más en el entramado de relaciones humanas –generalmente vínculos familiares o de amistad– que en el resto de sus pretensiones.

The Informant es un thriller excesivamente disciplinado en lo que a la narración se refiere, lo cual no da pie a que las sensaciones del espectador oscilen a través de los pliegues psicológicos de sus personajes. La falta de empatía que generan estos, debido a su absoluta palidez, es total. La película se convierte así en una obra anémica que adolece de pulso narrativo y de la más mínima tensión dramática. Mucho dice de ella que su acierto más reseñable resida en la consecución de las texturas de la imagen –bien logradas, eso sí–, que consiguen representar el granulado propio de los años ochenta en los que se desarrolla la historia.

El epílogo de los minutos finales esboza los años posteriores a la operación para los personajes centrales de la historia, aunque es posible que en ese momento el espectador sólo espere una última aparición en pantalla de la bellísima Mélanie Bernier y no le importe si todo lo que le han contado es una historia real, que sí lo es, o sólo una ficción. Como es habitual, la traducción de la realidad a los mecanismos cinematográficos ha vuelto a fallar.

'Los canallas', nocturnografía del dolor

Durante buena parte de la película nos preguntamos quiénes son “les salauds”, que traducido es algo así como los hijos de puta, aunque en la traducción española se ha optado por algo más convencional como los canallas. Claire Denis vuelve a su estilo elíptico, a veces en exceso, para contar una historia de venganzas, vacíos y afectos familiares. Pronto nos damos cuenta de que el título, en realidad, podría ser una alusión a todos y cada uno de los personajes, quizás exceptuando (o suavizando el rasgo un poco) al protagonista, interpretado por un Vincent Lindon que se come la pantalla en cada una de sus intervenciones.

La película comienza con una sucesión de planos altamente sugerentes: un hombre mira la calle, visiblemente afligido, mientras un diluvio se estrella violentamente contra el suelo. En el corte siguiente aparece en la calle, siendo tapado por un forense; no vemos si es él, no lo vemos precipitarse, pero lo sabemos. La carta sobre la mesa lo ha insinuado un instante antes. Esta secuencia podría ser una representación perfecta del cine de Denis, un cine que sugiere sin mostrar, que solicita el remate del espectador. La secuencia continúa y lo que vemos a continuación no es menos poderoso: una joven, completamente desnuda, a excepción de unos zapatos de tacón, camina en mitad de la noche como abstraída. La radiografía del dolor es perfectamente comprensible, por lo evidente, pero también por lo que la cineasta ha escondido en la potencia de sus imágenes.

A partir de entonces, se empieza a completar el puzzle que da pie a la historia. Marco (Vincent Lindon) recibe una llamada de su hermana: su marido acaba de suicidarse, su empresa está en quiebra y su hija, la chica que caminaba desnuda, ha sido internada en un hospital psiquiátrico. Ante la llamada de la familia Marco acude a París y se instala en el edificio donde vive la amante del magnate Edouard Laporte, al que acusan de propiciar con sus actos la desgraciada situación.


La búsqueda de venganza centrará la historia desde ese momento. Marco buscará el punto débil del magnate, hacia el que parece dirigirse el título de la película en la primera mitad, y para ello se aproximará a Raphaelle, su amante. Si algo caracteriza a Les salauds es la ambigüedad latente de sus personajes, con una psicología hermética que el espectador tendrá que ir desvistiendo poco a poco. La directora gala juega bien sus giros de guión, y se acompaña de una bella fotografía nocturna para crear una película que, por contra, patina en el montaje, fragmentado y ciertamente confuso, y en las demasiadas elipsis narrativas, que si bien no llegan a sacar de la historia sí desplazan al espectador tal vez de forma irreconciliable. 

Los compases finales aportan un poco más de desconcierto y plantan la semilla que terminará de germinar cuando la película finalice. La pregunta que se hace el espectador al inicio sigue coleando cuando llega el último fundido a negro. Sin embargo, durante el camino, se han sumado los candidatos y las dudas. En cada vuelco que da la cinta se añade una nueva posibilidad, que cada uno resolverá a su manera, con su propia teoría. Esa libertad de pensar que le otorga Claire Denis al espectador es de agradecer y convierten a la película en un artefacto inteligente y penetrante.

Les salauds es una obra oscura, nocturna; un noir que transita entornos turbios y perversos, cuya historia madura lentamente y se alarga más allá de la hora y cuarenta minutos que permanece en pantalla. Un guión bien construido, engarzado en un montaje vacilante que pese a generar algunas dudas –queda la incertidumbre de si es un efecto pretendido o fruto de un exceso en el uso de la elipsis–, da pie a una historia densa y repleta de matices, con múltiples interpretaciones y lecturas. Una película que, seguro, crecerá con posteriores visionados.


Ficha técnica
Título original: Les salauds. Dirección: Claire Denis. Guión: Claire Denis y Jean-Paul Fargeau. Fotografía: Agnès Godard. Música: Stuart A. Staples. Interpretación: Vincent Lindon, Chiara Mastroianni, Julie Bataille, Michel Subor, Christophe Miossec, Lola Creton, Alex Descas. País: Francia. Estreno: 21 de marzo de 2014. Distribución: Golem. Duración: 100 minutos. Género: Noir, drama.

18 marzo 2014

'Cuando todo está perdido', odisea "hemingwayana"

Todas las batallas están representadas en Cuando todo está perdido desde el primer minuto de la película. Siempre hay dos elementos que se enfrentan: el hombre y sus miedos, el hombre y la naturaleza, la pericia y la tecnología. En la batalla que mantiene “our man”, así aparece en los créditos y en la película nunca se conoce su nombre, tienen cabida todas las luchas, internas y externas, del ser humano.

Con reminiscencias vagas a Hemingway, Robert Redford se embarca en una historia de soledad y aceptación del sino. El actor, única viga en la que se sostiene la película, se convierte en una suerte de Ulises que lucha contra viento y marea, nunca mejor dicho, por salvar primero su embarcación y posteriormente su vida.

No hay sentimentalismos, no hay rezos, no hay cabida para artificios; por no haber, ni siquiera existen diálogos. El espectador se sitúa ante un personaje que está solo, en mitad del mar, en un barco que ha sido golpeado y averiado por completo por un contenedor que, se intuye, se ha desprendido de un carguero. No se sabe nada más de él, porque además no es relevante para la historia: por qué está sólo en el mar, de dónde viene, dónde está su familia… Son preguntas que el espectador puede llegar a plantearse, pero en seguida las descartará ya que no aportan nada a la película. Por si fuera poco, el personaje habla sólo en contadas ocasiones y no dice nada de relevancia. No podía ser de otra forma en medio de la nada. Esta manera de narrar la historia sumerge al espectador por completo en ella, es un acompañante silencioso de Redford –los movimientos de cámara de Chandor ayudan–. El miedo al vacío que se intuye en otras películas sobre odiseas es solventado por Chandor de la mejor forma posible: con el traslado de la realidad, sin adornos, a la pantalla.


El guión es un artilugio sobrio, pero por momentos deja escapar destellos de lucidez. La película sufre giros que llegan de golpe, que sorprenden tanto al personaje como al espectador –mérito también del montaje–, que tan pronto están sumergidos en la inundación del barco, como debajo de una tormenta, como navegando sobre un banco de peces… El personaje interpretado por Redford sortea los obstáculos con una sorprendente integridad, incluso con parsimonia; es un hombre que ha aceptado su destino, lo sabemos desde que en los primeros instantes de la cinta asistimos a la lectura, con voz en off, de una carta que suena a despedida. Y en esa aceptación del destino está la más intensa lucha, ya que a partir de ese momento nada puede ir a peor.

La música de Alex Ebert acompaña al personaje como si fuera una criatura del mar, aparentemente invisible, pero siempre cercana al barco. El uso musical es uno de los puntos fuertes del film, y una de las claves que lo diferencian de otras películas de naturaleza similar. En Cuando todo está perdido también hay sitio para los momentos de silencio. En mitad del mar, cuando estás solo, la realidad es que no hay música que alivie la inmensidad muda que envuelve al personaje. Los silencios, los efectos musicales y la banda sonora son utilizados con mucha, y loable, intencionalidad y aportan soporte e, incluso, ayudan al espectador a conectar con el personaje. Pero nunca desprestigian el silencio.

Redford completa una interpretación con la que se carga el peso de la película a la espalda. Nunca vemos ninguna otra cara. Las facciones del intérprete se convierten en el mapa de navegación de sus propios pensamientos. Cuando todo está perdido es, ante todo, la historia de un hombre que lucha solo contra la furia del mar para que alguien le encuentre y termine con su odisea. Pero no será tan fácil. Ya lo escribió Pessoa, el mar está lleno de “barcos que se cruzan en la noche, y ni se saludan ni conocen”.


Ficha técnica
Título original: All is lost. Dirección: J. C. Chandor. Guión: J. C. Chandor. Fotografía: Frank G. DeMarco. Música: Alex Ebert. Interpretación: Robert Redford. País: Estados Unidos. Estreno: 14 de febrero de 2014. Distribución: Universal Pictures. Duración: 106 minutos. Género: Drama, aventura.

13 marzo 2014

'El Rayo', un retrato de interiores


El único momento en el que se delata la presencia de la cámara en El rayo es un momento maravilloso. La cámara, que ha seguido a Hassan durante todo su periplo por la España rural, camino de Marruecos, se detiene a su espalda mientras este saluda a su familia. Es entonces cuando uno de los niños mira fijamente un instante a cámara, directamente a los ojos del espectador, y desvela todo lo que se esconde detrás de esta historia. 

El rayo, escrita y dirigida por Fran Araujo y Ernesto de Nova, es una hibridación de géneros. Durante los 86 minutos del metraje saltamos del documental a la ficción, a la road movie o al cine social con la misma facilidad que Hassan salta los obstáculos que se interponen entre su cuerpo y su idea. Él, protagonista absoluto de la película, es un trabajador marroquí afincado en Cózar, que, debido a la crisis económica en la región, decide emprender el camino de vuelta a casa con su única posesión: un tractor al que, junto con un vecino, bautiza como El Rayo.

Con un guión basado fundamentalmente en una arquitectura de localizaciones y una dirección de fotografía preciosista, muy destacable, bajo la firma de Diego Dussuel, la cámara sigue los pasos de este hombre adaptándose al género más próximo en cada momento (aportando tensión con el movimiento vibrante en la noche, ligereza con su deslizamiento en la carretera o estatismo en el rodaje de las conversaciones) sin perder de vista la realidad a la que se circunscribe.


La película funciona en casi la totalidad de sus aspectos, incluso en los momentos en los que alguna situación puede resultar más forzada, todo llega a entenderse y a entrar dentro de ese juego de lo real que propone la película. Sin embargo, si algo destaca por encima de todo, es el retrato de la España profunda y rural por la que viaja Hassan con su vehículo; los encuentros con los vecinos, la representación de la cotidianeidad, la traslación, en definitiva, de una idiosincrasia. El Rayo plantea la representación de una identidad nacional que nunca aparece en la pantalla, la España rural que, pese a existir, permanece latente salvo a ojos de los que la protagonizan.

El cine social desempeña un importante papel también en este trabajo, iluminando una historia que, probablemente, de otro modo no tendría nunca ese foco. Hassan es la cabeza visible de algo más profundo. El film se desenvuelve a la perfección en ese terreno que discurre entre el mero documental y la denuncia, recordando vagamente en algún momento, tanto en forma como en fondo, a la reciente obra de Denis Tanovic, La mujer del chatarrero.

El Rayo es la filmación de un viaje que generará debate. Los límites entre los géneros cinematográficos, la ética cinematográfica, o la propia naturaleza del cine social, son algunos de los temas que pueden entrar a cuestión tras el visionado. Lo cierto es que, lejos de ser un lastre, se agradece mucho cuando una película nos induce al intercambio de opiniones. Y este trabajo de Fran Araujo y Ernesto de Nova lo hace, eso sí, sin abandonar en ningún momento el humor e, incluso, la ternura, representados en ese Ulises en el que se convierte Hassan Benoudra durante su viaje, que a veces se antoja más interior que exterior.

07 marzo 2014

'Oh boy', piedras en el camino al desencanto

Crítica publicada en Esencia Cine.

El blanco y negro proporciona un halo de atemporalidad a Oh boy que contrasta con la evidente contextualización en la actualidad de la historia narrada. La confrontación entre el pasado y el presente se hace manifiesta en cada giro del viaje que Niko experimenta durante un día y una noche en Berlín.

El movimiento elegante de la cámara de Jan Ole Gerster persigue al personaje durante su “paseo” y se adentra con sigilo en la intrahistoria de la gran ciudad. Los planos de la vida y la rutina berlinesa y el uso de la música, con el jazz como conductor, recuerdan por momentos a Woody Allen, para dar paso, en otros, a ecos sutiles de Wim Wenders. 

Sin embargo, la contradicción generacional se conforma como uno de los temas centrales desde el primer momento. El término “generación perdida”, ya demasiado manido, es personificado en la situación que atraviesa Niko, que atraviesa un pausado camino hacia el desencanto. La incapacidad de conectar con las generaciones anteriores toca su punto álgido en la relación que (no) mantiene con su padre, más preocupado del golf que de la situación de su hijo. A lo largo del film los encuentros interpersonales no son más que una representación de la brecha intergeneracional entre pasado y presente. La joven desequilibrada, la banda de borrachos o el viejo filonazi que entabla conversación con Niko al final de la noche no son sino meras alegorías de ese conflicto entre la juventud y la madurez.


Igual de metafórica es la representación de la ciudad como un ente opresor que permanece ajeno a los problemas y la idiosincrasia de sus habitantes. La fotografía de Philipp Kirsamer coloca a menudo al personaje, en su soledad reflexiva, en mitad de espacios grandes (el bosque, el campo de golf) que contrastan con la tiranía de la gran ciudad. En este sentido Oh boy puede tener resonancias del trabajo fotográfico de la reciente Oslo 31 August (posterior a ésta), con la que guarda ciertas similitudes en determinados aspectos. La opresión de la ciudad y el sistema queda metaforizada en el azar que impide a Niko tomar un café durante todo el día, dando pie a un final de gran fuerza poética que se podría interpretar como un mensaje triunfante, quizás algo sombrío, o como una compleja alusión al inevitable y necesario cambio generacional.

Oh boy supone un retrato de una ciudad y de una época, de un tiempo en el que las soledades se comparten sin dejar ninguna huella visible; eso hace Niko con cada personaje que se encuentra: el viejo, la excompañera de colegio o el vecino. Una representación en la que cada diálogo está sujeto a una clara intencionalidad. La sucesión de hechos y encuentros, ordenados cronológicamente en un guión aparentemente sobrio y sencillo, encierra mucho más de lo que aparenta a simple vista.

El grito mudo de Oh boy no se detiene ahí. Gerster acompaña a Niko en el vagabundeo errático por la ciudad para dar testimonio, además, de incipientes corrientes artísticas, en las que vuelve a entrar en liza la confrontación con el pasado (la película de nazis o el teatro conceptual), y del estado de embriaguez que aturde sistemáticamente a la juventud de los minijobs y contribuye en cierto modo a perpetuar la dominante relación social.

La película del director alemán, que se alzó con el premio a mejor ópera prima en los premios de cine europeo de 2012, es una obra sólida sustentada por un guión cargado de intenciones y múltiples lecturas, y por una interpretación templada y comedida de un Tom Schilling que se ha convertido, gracias a sus últimos trabajos, en una de las caras más reconocibles del nuevo cine germano.

04 marzo 2014

'Joven y bonita', inocencia de día

Crítica publicada en Esencia Cine.

Isabelle pierde la inocencia en los primeros compases de Joven y bonita. Y el espectador es testigo de ello a través de una metáfora visual de gran fuerza poética. Mientras hace el amor por primera vez con su novio Felix en la playa ve una imagen de sí misma que la mira inquisitivamente. Cuando vuelve a girarse para mirar, ya no está. Se ha ido junto a su inocencia, a su infancia, a la candidez que, pese a ello, sigue portando su rostro.

La película de François Ozon ahonda en esa etapa inmediatamente posterior a la adolescencia a través del personaje de Isabelle, una joven de diecisiete años de familia acomodada que, tras descubrir el sexo, se ve arrastrada por la doble vida que empieza a vivir. La joven, interpretada por una bellísima Marine Vacht, empieza a tener encuentros sexuales con hombres por dinero. Entra así en el mundo de la prostitución con una pasmosa facilidad.


El cineasta cuenta la historia de Isabelle sin apenas prologar nada sobre su vida anterior: se sabe que es estudiante, que tiene diecisiete años y una vida sin problemas, además se deja ver la buena relación que mantiene con su hermano pequeño Victor (gran acierto Fantin Ravat para el papel). Más allá de eso, nada sobre Isabelle, de la que interesa sólo su presente. Ni siquiera las razones de su decisión, pero sí las consecuencias.

El guión estructura la película en cuatro partes, que se corresponden con las cuatro estaciones en las que transcurre y con las cuatro canciones de François Hardy que suenan, que dotan a la obra de una arquitectura intencionada y ayudan al personaje a desarrollarse a través de los acontecimientos. Sin embargo, será el giro de guión central el que lleve a Isabelle a ver desde otra perspectiva la espiral a través de la que se ha ido dejando llevar. François Ozon introduce los giros de una manera sutil que destella inteligencia.

Con la inclusión de los vuelcos argumentales empieza a cobrar relevancia el entorno de Isabelle con una relación materno-filial que, pese a no ser ideal en un principio, va cobrando consistencia a medida que avanza la cinta. El trabajo de casting es uno de los puntos fuertes de Jeune et Jolie y queda patente en las elecciones de Fantin Ravat y, sobre todo, de Géraldine Pailhas como la madre de la joven, ya que además de guardar un parecido físico creíble, la química que se percibe entre las actrices es grande en la pantalla.

La historia se desarrolla a un ritmo pausado. El espectador acompaña sin prisa a Isabelle en sus idas y venidas de la habitación 6095. Mientras, el delicioso trabajo fotográfico de Pascal Marti deleita con potentes metáforas visuales (la sombra de una mano que se desliza sobre el cuerpo desnudo de ella en la playa; Isabelle entrando y saliendo del metro, en uno de sus encuentros, con unos labios abiertos en la pared del fondo del túnel; o la primera imagen del film, con el cuerpo desnudo de Vacht visto a través de unos prismáticos).


El cineasta lanza, además, reflexiones sobre la facilidad de nuestra época para adentrarse en este tipo de círculos, en una referencia velada a la Catherine Deneuve de Belle de jour, pero también escurre con cuentagotas los momentos de desahogo cómico, encargados de desdramatizar la propuesta cuando se hace necesario.

Joven y bonita supone un recorrido por las pulsiones de la adolescencia y la rebeldía propia de este periodo, personificado en una Marine Vacht soberbia, que interpreta un guión brillante de Ozon con un giro final interesantísimo que obligará al espectador a tomar una decisión y a madurar su opinión incluso horas después de haber visto la cinta.

Ficha técnica
Título original: Jeune et jolie. Dirección: François Ozon. Guión: François Ozon. Fotografía: Pascal Marti. Música: Philippe Rombi. Interpretación: Marine Vacht, Géraldine Pailhas, Frédéric Pierrot, Charlotte Rampling, Johan Leysen, Fantin Ravat, Nathalie Richard, Laurent Delbecque, Akéla Sari, Lucas Prisor. País: Francia. Estreno: 7 de marzo de 2014. Distribución: Golem. Duración: 95 minutos. Género: Drama.

03 marzo 2014

Crónica de una bicefalia anunciada

¿Dos ganadores o dos películas que se han quedado a medias? La pregunta era un clamor al término de la gala de los Oscars 2014. Las dos favoritas, 12 años de esclavitud y Gravity, se repartieron los premios de la forma en la que estaba esperado. La maniobra fue una solución elegante de la Academia para salir airosa de la batalla que mantenían durante toda la carrera estas dos películas. Nada más que eso. Algo previsible, por otra parte. A unos les parecerá mejor, a otros peor; al final, como queda demostrado en días como hoy en las redes sociales, todo en la vida es o ganas tú o gano yo.

El equipo al completo de '12 años de esclavitud' subió a por el premio a mejor película.
Gravity lideró la noche con la retahila de premios técnicos que se presuponía (efectos visuales, montaje de sonido, sonido, montaje visual y fotografía), a los que sumó el merecidísimo premio a la mejor dirección para el mejicano Alfonso Cuarón y el premio a la mejor banda sonora (cuestionable, teniendo en cuenta que se echa en falta algo de silencio en la película). Por su parte, 12 años de esclavitud fue la triunfadora en cuanto a los premios grandes se refiere. La película de McQueen se alzó con el premio más ansiado, el de mejor película, así como con el mejor guión adaptado, por el trabajo de John Ridley, y el merecidísimo reconocimiento a mejor actriz de reparto a Lupita Nyong'o por su interpretación de la esclava Patsy.

No hubo sorpresas durante toda la noche y todo fue según lo "acordado". Los actores premiados fueron los que todos sabíamos que serían. Matthew McConaughey, el actor de moda, le arrebató por enésima vez su estatuilla a Leo Di Caprio, con el que se fundió en un bonito abrazo antes de subir al escenario. Su compañero en Dallas Buyers Club, Jared Leto, se hizo con el premio a mejor actor de reparto por su camaleónica interpretación en la película. El Oscar a la actriz principal recayó, como todo el mundo esperaba, en manos de una preciosa y elegantísima Cate Blanchett, que completa un circuito de premios en los que ha arrasado con toda justicia gracias a su papel en Blue Jasmine.

Los cuatro ganadores en las categorías de interpretación.
Los reconomientos a los mejores guiones fueron para dos merecidísimos trabajos. Spike Jonze se fue a casa con el Oscar al mejor guión original por su maravillosa Her, que ganó a obras tan aclamadas como Nebraska, La gran estafa americana, Blue Jasmine y Dallas Buyers Club. En el terreno del guión adaptado, John Ridley subió a recoger la estatuilla por 12 años de esclavitud, que sobrepasó a Before midnight, Philomena, El lobo de Wall Street Capitán Philips.

Tampoco saltó la campanada en categorías como mejor película documental, en la que The Act of Killing, para mí la mejor, se disputaba el premio con la que, a la postre, resultaría vencedora: 20 feet from stardom, un agradable documental sobre las coristas que siempre acompañan a los grandes nombres de la música. Por su parte, La gran belleza de Paolo Sorrentino no dejó lugar a los que especulaban con que Alabama Monroe pudiese quitarle su merecidísimo premio a mejor película extranjera.

Los galardones técnicos, que sirvieron a Gravity para ser la película más premiada, se completaron con el mejor maquillaje para Dallas Buyers Club, que completó así su terna de premios, y los dos que ganó El gran Gatsby -todos a los que optaba, por cierto- a mejor diseño de producción y mejor diseño de vestuario. Lo demás fue a parar a manos de la película de Cuarón, incluida la fotografía que ganó Emmanuel Lubezki, en la que venció a trabajos excelsos y superiores como el de Phedon Papamichael (Nebraska), Bruno Delbonnel (Inside Llewyn Davis) o Philippe LeSourd (The Grandmaster). Este Oscar seguirá alimentando el debate vigente sobre si es necesario separar la fotografía en un premio para los trabajos digitales y otro a los clásicos (yo creo que sí). 

La presencia española en la gala estaba reducida a la candidatura de Esteban Crespo, cuyo Aquel no era yo no pudo traerse el premio al mejor corto de ficción, que fue para el danés Helium. El cortometraje de animación fue para Mr. Hublot y el corto documental, por su parte, se lo llevó The lady in number 6, sobre la superviviente más longeva del holocausto nazi, que falleció hace unos días.

Por lo demás, todo normal, lo esperado (hasta Jennifer Lawrence se volvió a caer) en una gala soporífera en la que los videos de presentación de las nueve películas (trailers extendidos e innecesarios de películas que todo el mundo ya había visto) y los vídeos de superhéroes se convirtieron en un suplicio de más de una hora en total. La mueca de Emma Watson (por cierto, la más espectacular de la noche junto a Cate Blanchett, y Mathew McConaughey en el bando masculino) lo decía todo. Ellen DeGeneres entró muy bien a la gala, con sus clásicas bromas y burlas, pero se fue diluyendo entre las actuaciones de presentación de las nominadas a mejor canción (categoría que ganó, por cierto, 'Let it go', de Frozen) y los citados vídeos. Sólo cuando interactuaba con el patio de butacas, por ejemplo el "momento pizzas", la gala adquiría interés y cierta ligereza. En este aspecto, la cómica entró en la historia del social media, alcanzando más de dos millones de retweets (convirtiéndose en el tweet más retweeteado de la historia) con el selfie que se hicieron muchos de los actores y actrices y que colgó en su cuenta de twitter. "La foto con más glamour de la historia", dijo. Fue lo más destacado, con permiso de Pharrell Williams, que puso a bailar con su 'Happy' a la primera filade una gala particularmente soporífera y mascada. 


Para terminar, os dejo con la foto que se hicieron, y colgaron en las redes, tres de los grandes triunfadores de la noche: los dos directores estrella, Alfonso Cuarón y Steve McQueen, junto a la gran revelación, una radiante Lupita Nyong'o.