31 diciembre 2013

Mis 10 películas del año en NoSóloGeeks (y 8 menciones en fuera de campo)

No suelo ser muy fan de las listas que empiezan a proliferar mediado diciembre de cada año. Sin embargo, esta vez, la invitación ha venido de parte del amigo Antonio Sánchez Marrón y de los compañeros de NoSóloGeeks (aquí está el artículo en su web, con listas de doce críticos). Merecía la pena hacer una excepción y llevar a cabo esta lista, con las películas del año 2013. Aquí las tenéis.

1. La gran belleza (La grande bellezza, Paolo Sorrentino)

El retrato decadente de la Roma (y por extensión de la Italia) contemporánea y berlusconiana. El recorrido de la ciudad y el cinismo que la gobierna a través de sus personajes rotos es brillante. Igual que el trabajo de Toni Servillo bajo la dirección, otra vez, de Sorrentino. Esencial. 


2. Amor (Amour, Michael Haneke)

Uno de los tops cinéfilos no sólo del año, sino de lo que llevamos de siglo. Haneke se deshace de la etiqueta de cineasta frío con una representación cruda, preciosa y certera del amor, la lealtad y la vejez. Magníficas interpretaciones de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva.


3. La vida de Adèle (La vie d'Adèle, Abdellatif Kechiche)

El descubrimiento del amor y la personalidad en la adolescencia a través de la tortuosa relación de dos jóvenes, Emma y Adèle. Interpretación magistral de Adèle Exarchopoulos. Kechiche habla de amor y, sobre todo, desamor en una interpretación libre que supera al relato original de Julie Maroh.


4. The Master (Id, Paul Thomas Anderson)

Una maravillosa narración sobre un hombre roto, un perdedor, que, por casualidad, encuentra cobijo espiritual en el regazo del fundador de la Iglesia de la Cienciología. Una imponente reflexión sobre el control y la manipulación de las voluntades, el cuerpo y la mente. Soberbio duelo interpretativo entre Joaquín Phoenix y Philip Seymour Hoffman.


5. 12 años de esclavitud (12 years a slave, Steve McQueen)

El retrato de la época más oscura de los Estados Unidos. El director británico completa una gran terna de debut con esta película. Alejada del melodrama, en el año con más cine sobre la esclavitud, es, sin duda, el mejor acercamiento al tema estrenado en 2013. Mención especial a la fotografía de Sean Bobbit y al excelente trío de protagonistas: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender y Lupita Nyong'o.


6. Paraíso: Amor (Paradies: Liebe, Ulrich Seidl)

Silencioso ejercicio de reflexión sobre la soledad y la búsqueda del amor en la vejez a través de un relato sobre el turismo sexual en África. Triste, duda y deprimente, pero a la vez preciosa y tierna. Gran trabajo de Seidl para iniciar su trilogía Paraíso, completada por Fe y Esperanza


7. Mud (Id, Jeff Nichols)

Historia dickensiana en la que Jeff Nichols habla sobre la infancia, la lealtad y la pérdida de la inocencia. Destacan un espacio magnético, el delta del Mississippi, que funciona casi como un personaje más, y un Matthew McConaughey fantástico en una de sus mejores interpretaciones.


8. Nymphomaniac (Id, Lars von Trier)

El regreso del cineasta danés tiene todos sus sellos. El relato de una ninfómana que, además de sus experiencias sexuales, transita por el amor y las adicciones. Sorprendente trabajo de la debutante Stacy Martin en el papel de Joe en su juventud y fantástica aparición de Uma Thurman.


9. La herida (Id, Fernando Franco)

El debut de Fernando Franco en la dirección de largos supone una bocanada de aire fresco para el cine español en uno de sus años más prolíficos. El papel de Marian Álvarez como Ana, una joven que sufre un trastorno de la personalidad, merece la inclusión en esta y cualquier lista.


10. Tabú (Tabu, Miguel Gomes)

Evocadora, mágica, nostálgica... La película portuguesa se adentra en los pantanos de la memoria con un relato dividido en dos partes, de las que enamora más la segunda, en tierras africanas, con su homenaje particular al cine mudo y una preciosa fotografía en blanco y negro.



Fuera de campo

Otras películas que me han gustado y que merecerían entrar en cualquiera de los puestos de la lista. La competencia de este 2013 ha sido muy dura. Buena señal. Estas son algunas de las menciones.

Gloria (Id, Sebastián Lelio)

Un genial acercamiento a aquello que suponen el amor y las relaciones más allá de los cincuenta. La escena final y su utilización del apartado musical merecerían por si solas un puesto entre lo mejor del año. El trabajo de Paulina García, jugando el rol protagonista, muchísimo más.


De tal padre, tal hijo (Soshite chichi ni naru, Hirokazu Kore-eda)

El realizador japonés reflexiona con una magnífica elegancia detrás de la cámara sobre el hecho de ser padre. ¿Qué significa serlo? ¿Cuándo se convierte uno en padre de alguien? ¿Los vínculos sanguineos son lo realmente importante? El plano final del camino entre los árboles es precioso.


La noche más oscura (Zero Dark Thirty, Kathryn Bigelow)

La radiografía de la caza de Bin Laden resumida en 157 minutos. Una película cercana a lo periodístico, que no muestra y deja al espectador que ate cabos y juzque con su propia escala de valores. El último plano de Jessica Chastain, que, por cierto, está soberbia durante todo el film, habría sido digno de entrar entre las diez primeras.


Antes del anochecer (Before midnight, Richard Linklater)

Primero fue Viena, después París, ahora, en su habitual cita de cada nueve años, Jesse y Céline pasean su amor, ya maduro y cargado de dudas, por la ruinosa y bella Grecia. El guion del propio Linklater, junto a los actores protagonistas, Julie Delpy y Ethan Hawke, brilla con una carga de diálogos fabulosa. Teatro para la gran pantalla.


Camille Claudel, 1915 (Id, Bruno Dumont)

El retrato de tres días de la vida de la escultora en su estancia en el manicomio de Montdevergues. Excesiva en ocasiones, pero profundamente conmovedora y agobiante. Fabulosa interpretación de Juliette Binoche en, probablemente, el mejor papel de su carrera como actriz.


Django desencadenado (Django, unchained, Quentin Tarantino)

Otro acercamiento al mundo de la esclavitud negra en Estados Unidos. Jamie Foxx y Christoph Waltz se juntan para ofrecer una de las parejas más surrealistas del año cinéfilo y enfrentarse al malo de Leonardo DiCaprio. El deseo de Tarantino de rodar un western ha sido cumplido. Y su factura es bellísima, además de reconocerse su firma bajo todos los árboles.


Blue Jasmine (Id, Woody Allen)

El genio ha vuelto. Y lo ha hecho con un gran retrato de la derrota, repartida en dos personajes femeninos: Jasmine, mujer de alta sociedad, y su hermana pobre Ginger. La rica buscándose la vida viviendo en casa de la pobre. Reminiscencias de Un tranvía llamado Deseo y una Cate Blanchett excelsa, que desborda y transciende la pantalla. La última mirada del personaje es una maravilla.


Stockholm (Id, Rodrigo Sorogoyen)

Una de las sorpresas del año en el cine español. A pesar de sus limitaciones, consigue una historia con diálogos muy potentes y un mensaje de calado. La soberbia interpretación de Aura Garrido engrandece aún más la historia, que por momentos cobra tintes hanekianos, sobre todo de los Funny Games. Le sobra, exclusivamente, la secuencia inicial.


29 diciembre 2013

'La vida de Adèle', retrato de todas las desnudeces

El fotógrafo de moda Herb Ritts basó gran parte de su fotografía en el retrato del desnudo. En una de sus mejores imágenes aparece Cindy Crawford de medio lado, ocultando con la mano su pecho. Cuando se está ante la copia original, se llega incluso a apreciar cómo la actriz tiene la piel de gallina en la parte baja del pecho que se tapa. Ese detalle aporta la desnudez total a la imagen. En La vida de Adèle vemos a las actrices desnudas con bastante asiduidad a lo largo del metraje; pero no es esa desnudez carnal la que aporta el dramatismo a la película, ni siquiera en lo que más se detiene la cinta ganadora de la Palma de Oro en Cannes.

La película nos muestra dos personajes, dos mujeres: Adèle y Emma, Emma y Adèle. En la adolescencia de Adèle tienen lugar una serie de encuentros con Emma que la llevan a replantearse todo lo que había aprendido hasta ahora. El descubrimiento de nosotros mismos, de la personalidad, a través de la sexualidad, pero también del amor y sus varapalos, es uno de los pilares en los que se apoya la película.


El director franco tunecino Abdellatif Kechiche nos muestra una historia de amor, de rencillas y de la posterior e inevitable desolación, en la que las fases de una relación resultan reconocibles para cualquiera. En el fondo, Adèle está encarnando una imagen de la universalidad. El cineasta da mucho peso a las escenas sexuales con planos explícitos, motivo por el que se ha denostado la película en determinados círculos críticos. Pero en realidad la exposición de los personajes es mucho mayor en el terreno emocional sobre todo en el caso de una Adèle que pasa de la risa a la mueca o del llanto a la incertidumbre con una facilidad pasmosa. 

La actriz Adèle Exarchopoulos –gran descubrimiento– es el pliego del que se sirve Kechiche para imprimir la fotografía igual que lo haría Ritts. Su rostro, expresivo, sin aspavientos, le ofrece un papel y carta blanca para narrar su evolución desde que conoce a Emma hasta el final de la historia. Su cuerpo, cándido a la vez que ardoroso, la carnalidad que exige el romance y el descubrimiento de la sexualidad con todas las consecuencias. Exarchopoulos brilla por encima de su compañera Léa Seydoux y sorprende con una actuación desbordante en la que se desnuda tanto física como emocionalmente. 


La vida de Adèle es una interpretación libre de El azul es un color cálido, novela gráfica de Julie Maroh, que plantea un inicio y un final mucho más dramáticos que la película, aunque con menos empaque. La película supera a la novela, expresando la derrota desde un punto de vista más humano, con menos artificios, ayudada en la propia interpretación de las dos actrices.

La naturalidad con la que la cámara filma la relación es uno de los puntos fuertes de la cinta. Destaca en este aspecto cómo la cámara del director, con primeros planos a menudo dinámicos, busca filmar cada ápice de los encuentros entre las protagonistas. El apartado musical –y sonoro– es otro de los puntos que contribuyen a crear esa atmósfera de naturalidad. No hay banda sonora, la música es diegética y sólo responde a la necesidad de ella en escenas como la manifestación estudiantil en la que Adèle baila y canta. Lo demás se filma con el silencio (y los sonidos) que habría en la escena si se filmase en la vida real, destacando el sexo –besos, mordiscos y revolcones que suenan como en cualquier cama– y los momentos en los que la derrota es más que visible en el rostro de la protagonista –el encuentro en la cafetería, por ejemplo–.


El pasado literario determina que en la derrota hay más poesía que en la victoria. Y en el desamor, mucha más que en el amor. La vida de Adèle es una historia de un amor que lleva al desengaño, un amor juvenil que, inherente a él, lleva el aprendizaje, la aceptación de la verdad, el pesar y la congoja. Nada tiene que ver el lesbianismo aquí. Los guionistas, Abdellatif Kechiche y Ghalia Lacroix, se limitan a contar la historia de amor entre dos mujeres, pero no reflexionan sobre el lesbianismo (salvo, quizás, en la escena de la pelea en el instituto). Ni sientan cátedra, ni hacen una película reivindicativa de nada. No les interesa. El amor y el desamor, sobre todo este último, son los elementos que vertebran toda la obra, y como dice uno de los personajes, por tópico que suene: “el amor no entiende de géneros”.

Ficha técnica
Dirección: Abdellatif Kechiche. Guion: Ghalia Lacroix y Abdellatif Kechiche (historia original: Julie Maroh). Fotografía: Sofian El Fani. Música: Varios. Interpretación: Adèle Exarchopoulos, Léa Seydoux, Jérémy Laheurte, Sandor Funtek, Alma Jodorowsky, Mona Walravens, Salim Kechiouche. País: Francia. Estreno: 25 de octubre de 2013. Distribución: Vértigo Films. Duración: 180 minutos. Género: Drama.

26 diciembre 2013

'12 años de esclavitud', homo homini lupus

La expresión latina que dice que “el hombre es un lobo para el hombre” es, tal vez, aquella que mejor refleja las atrocidades de las que es capaz el ser humano para consigo mismo. A lo largo de la Historia hemos visto cómo el hombre se empeña en convertirse en el peor monstruo sobre la tierra, llevando a cabo auténticas masacres, barbaridades y todo tipo de vejaciones con sus semejantes. 

La nueva película del británico Steve McQueen pone su mirada en una de estas atrocidades: la esclavitud del hombre negro en América y las múltiples salvajadas que se llevaron a cabo en su nombre. Con la historia real de Solomon Northup como base, el libro de memorias que lleva el mismo título que su film, el polifacético artista adentra al espectador en una historia brutal, sangrienta y durísima sobre la época más oscura de los Estados Unidos. Y lo hace con un guion medido hasta las últimas consecuencias, en el que los flashbacks a la vida pasada de Solomon, dichosa y alegre, disminuyen poco a poco, al mismo tiempo que el propio personaje se adentra en el infierno y pierde su dignidad hasta llegar a ser ese Platt en el que nunca acepta reconocerse.


El director, que ya sorprendiera con sus anteriores trabajos: Hunger (2008) y Shame (2011), apuesta por una dirección ecléctica que alterna, según lo precise la historia, una cámara estática y fija, sin artificios, con planos extensos en lo referente al tiempo; así como planos breves y vertiginosos con los que dar ritmo a la cinta. Una dirección que, apoyada en la fotografía excelsa y pulida de Sean Bobbit, que deja planos que son una auténtica maravilla técnica y visual, filma una historia dura, pero necesaria para comprender un poco mejor la época de la esclavitud.

McQueen opta por no guardarse nada. Para muchos sorprende la decisión de no dejar fuera de campo algunas imágenes que pueden herir alguna sensibilidad, pero para entender la crueldad que suponía esa eliminación de la libertad y, por consiguiente, de la propia humanidad, es necesario ver las consecuencias, según el propio cineasta. McQueen elige la espalda de la esclava Patsy como representación del mapa de los horrores. Pero no es la única imagen dura que deja la cinta. La imagen estática de Solomon colgado de un árbol intentando tocar suelo con la punta de los pies, mientras el miedo infundado hace que ningún esclavo se acerque a él, sobrecoge por su realidad. El director alarga la secuencia en el tiempo con una clara intención de inducir al espectador a pensar en la situación, en este caso. Parece que el británico lanza una recriminación al espectador, interpela su conciencia, con el claro ejemplo del plano en el que Solomon mira directamente a cámara.


La historia de Solomon Northup y por ende de la esclavitud es apoyada por unas interpretaciones brillantes, destacando el triángulo que forman Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender y Lupita Nyong’o. El primero, en el papel protagonista, impresiona como un hombre inicialmente libre que poco a poco pierde la dignidad y es despojado de su condición de humano para convertirse en ese ganado que son considerados los negros, a los que se vende como “ejemplares”. Un perfecto Michael Fassbender vuelve a brillar de la mano de McQueen, interpretando de forma sublime a Epps, el amo loco, impredecible y despiadado al que es vendido Northup; mientras que una fabulosa Lupita Nyong’o da vida (si se puede llamar así) a Patsy, la esclava peor parada a lo largo del film, hacia la que Epps siente, por si fuera poco, una inevitable atracción física y emocional. El trío es rematado con un elenco de secundarios de la talla de Sarah Paulson, resolutiva como la celosa mujer de Epps, Benedict Cumberbatch en un suave papel inicial que ayuda al posterior dramatismo, Brad Pitt, que desempeña un rol pequeño pero importantísimo para el desenlace, o un odioso (por lo fantástico de su puesta en escena) Paul Giamatti. 

12 años de esclavitud es una película dura y conmovedora, que ahonda en lo más cruel del ser humano, en la que ni siquiera el desenlace favorable que anuncia el título (con esa delimitación temporal clara) es agradable. Una película que incomoda, que a veces parece querer gritar, pero que pronto se hace imprescindible. La película de McQueen se une a recientes aproximaciones al drama de la esclavitud –Lincoln y Django, unchained–, superándolas con creces, tanto en el planteamiento como en el desarrollo y dejando un poso de horror apabullante en la mente del espectador.

Ficha técnica

Dirección: Steve McQueen. Guion: John Ridley (historia original: Solomon Northup). Fotografía: Sean Bobbit. Música: Hans Zimmer. Interpretación: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong’o, Benedict Cumberbatch, Brad Pitt, Sarah Paulson, Paul Dano, Paul Giamatti, Alfre Woodard, Michael K. Williams, Garret Dillahunt, Quvenzhané Wallis, Scoot McNairy, Taran Killian, Bryan Batt, Dwight Henry. País: Estados Unidos. Estreno: 12 de diciembre de 2013. Distribución: Dea Planeta. Duración: 133 minutos. Género: Drama histórico.

23 diciembre 2013

Tres copas de más

Cuando salía de la sala, tras ver 3 bodas de más, varias conclusiones rondaban mi cabeza. La primera es que no me había quitado la sonrisa de la cara en los 94 minutos que dura. La segunda, que Inma Cuesta está soberbia en el papel de Ruth, rompiendo de raíz con sus papeles más famosos en La voz dormida y en la serie Amar en tiempos revueltos. La tercera, el vestido rosa que lleva a la primera boda no será fácil de borrar. Probablemente muchas más ideas rondasen la cabeza de aquellos que me acompañaban en la salida, ya que la película de Javier Ruiz Caldera deja caer varias reflexiones entre la madeja de humor gamberro y fresco que caracteriza a su película. 


Para poneos en situación, la película comienza con la ruptura de Ruth y su pareja (un Berto Romero que reaparecerá más tarde) en la boda de una de sus amigas. La primera conversación, por absurda que es, resulta brillante. Tras la ruptura Ruth aparece centrada en su trabajo, es bióloga marina en un laboratorio, y en su puesta en forma en el gimnasio que regenta su madre, una Rosy de Palma que a mí me hizo mucha gracia durante toda la cinta. El punto de inflexión llegará por partida doble: un becario, Dani (Martiño Rivas), que llegará al laboratorio, y una invitación de boda de un ex, que pronto se triplicará: tres bodas, tres ex, tres marrones con los que lidiar. Para salir del paso Ruth acudirá a las bodas con Dani.

La historia, como se apunta desde un primer momento, se desarrolla en las tres bodas, cada cual más surrealista que la anterior, que dejan algunos personajes y escenas muy divertidas. Sin embargo, bajo el humor y la comedia, que gobiernan la película de principio a fin, subyace mucho más. El guion deja reflexiones sobre las relaciones humanas actuales, tan inmaduras como frágiles, pero también sobre el uso de la tecnología para todo (el papel de YouTube con esa retrospección final, así como el de Facebook, con la invitación a la boda de Mikel), la transexualidad con la segunda boda, quizás la más surrealista de las tres, así como críticas ácidas y muy sutiles al abuso de becarios en las empresas.

3 bodas de más se mueve en el terreno de la comedia española utilizando una multitud de referentes anteriores tanto patrios como de fuera. Y lo hace sin perderse en ningún tipo de mensaje subyacente y tópico como les ha ocurrido a otras comedias. El estilo surrealista y absurdo, la comedia más realista, la escatológica, el gamberrismo que desprenden algunos de sus diálogos, el humor más propio de Almodóvar o incluso la comedia americana, con el claro ejemplo de las cuatro bodas (esta vez sin funeral) de Mike Newell… Todo tiene cabida en esta película, que lo redirecciona y lo moderniza con un resultado más que aceptable que va más allá de la cita. Es cierto que algunos aspectos del guion pueden llegar a sujetarse con pinzas, algunos giros son de naturaleza inverosímil, pero, al final, todo está tan bien hilado y se maneja tan bien dentro de la historia que apenas se hacen notar esas lagunas.

Inma Cuesta destaca y luce de manera especial sobre un resto del reparto bastante aceptable que incluye a Quim Gutiérrez como Jonás, que alterna bien lo cómico con lo serio, María Botto como la jefa borde de Ruth, Paco León como Mikel, el primer novio, una especie de Luisma a lo surfero vasco, Laura Sánchez como el segundo novio, que ahora es una mujer, o el ya citado Berto Romero, nada mal en su debut cinematográfico. Entre los secundarios destaca una lunática Catalina, minusválida por un disparate muy bestia, interpretada por Bárbara Santa Cruz, que a la postre aporta uno de los giros más transcendentales del film, y la ya mencionada Rossy de Palma.

No obstante, el personaje de Ruth brilla con luz propia y se carga el peso de la película a la espalda. Es la loser encantadora, la bióloga de gafas de pasta que con tres copas de más puede llegar a hacer locuras de las que luego arrepentirse. Una cualquiera con un encanto único. Ella es la comedia en sí misma. Y en su personaje tienen su mayor acierto el guion, que le da un desarrollo a lo largo del metraje, y la elección de actores. Su desarrollo psicológico es evidente entre la primera conversación con Pedro y la última escena en la que aparece con Dani. En esa profundidad radica el éxito del personaje. Todo ello perfectamente ensamblado con la vis cómica de Inma Cuesta, que se apropia del personaje y le aporta una personalidad única con sus gestos y su interpretación. La actriz hace reír, baila, canta –fantástico apartado musical, y momentazo el de Save your kisses for me, por cierto–, llora, siente rabia y procura salir ilesa de una serie de situaciones reconocibles que la llevarán a un destino al que nunca pensó que asistiría. 

3 bodas de más es una de las grandes comedias españolas de los últimos años. Inma Cuesta, un gran redescubrimiento.


Ficha técnica
Direccion: Javier Ruiz Caldera. Guion: Pablo Alén y Breixo Corral. Fotografía: Arnau Valls Colomer. Música: Javier Rodero. Interpretación: Inma Cuesta, Martiño Rivas, Quim Gutiérrez, Paco León, Berto Romero, Laura Sánchez, María Botto, Rossy de Palma. País: España. Estreno: 5 de diciembre de 2013. Distribución: Warner Bros. Duración: 94 minutos. Género: Comedia.

19 diciembre 2013

'Gravity', silencio roto

A Gravity le falta silencio. Se mire por donde se mire. Tras el espléndido plano secuencia de alrededor de quince minutos, los dos personajes intercambian –en una de las primeras líneas de guion– sus impresiones sobre la vista que disfrutan desde su posición y sobre el silencio imponente que los engulle. Y ese silencio no tiene presencia en la película, en ningún momento; es negado por un continuo e impertinente hilo musical. Se trata de la típica música que trata de imprimir heroísmo a la historia y que, sin embargo, resta el impacto que ocasionaría una película a la que sólo acompañase en la mayoría de su metraje el silencio propio del espacio en el que se desarrolla.

La película cuenta la historia de dos astronautas: la doctora Ryan Stone (Sandra Bullock), en su primera misión espacial, y el veterano Matt Kowalski (George Clooney), que, al contrario que ella, se retirará a la conclusión de la misma. Mientras llevan a cabo un control rutinario de la estación en la que se encuentran, los restos de un satélite ruso que ha sido derribado impactan y los dos quedan a la deriva en el espacio, atados por un único cable.


Durante todo el metraje, en el que la historia avanza muy despacio, la cámara se mueve incansable, haciendo giros, colándose por huecos imposibles y fluyendo, suave y liviana, alrededor de los personajes. La dirección de Cuarón es dinámica y, esta vez sí, evoca la experiencia espacial. A lo largo de los noventa minutos el espectador siente la ingravidez con una sensación de flote que hace recordar la tan olvidada necesidad humana de pisar suelo.

El apartado visual de la película –efectos especiales dignos de mención– es majestuoso. Las imágenes de los astronautas con la esfera terrestre en la lejanía, pero tan aparentemente cerca, son deslumbrantes. El montaje es bastante correcto, seco y con transiciones sobrias cuando no se utiliza el plano secuencia, muy recurrente en este film. Por su parte, la fotografía, a cargo de Emmanuel Lubezki, deja destellos entre la maraña ingente de efectos especiales, como un magnífico plano en el que la actriz Sandra Bullock evoca al feto humano en el vientre materno.


Lo visual, sin duda lo más destacable de la cinta, supera con creces a un guion que posee demasiadas lagunas. Gravity resulta demasiado arquetípica, con personajes muy predefinidos que no experimentan ningún tipo de desarrollo psicológico a lo largo del metraje. Las frases tópicas se arremolinan en los momentos más complicados, como si se quisiera otorgar un valor épico aun mayor a la situación que narra, odiseica por sí misma. En el aspecto narrativo, los giros son de carácter endeble y no consiguen alimentar con solvencia los cambios que estimulan. La reaparición de Kowalski se antoja totalmente prescindible y no aporta demasiado ni a la historia ni a la posterior reacción que provoca en la doctora Stone, y la última metarreferencia a ese lago que se menciona varias veces en la película no termina de ensamblar. Son sólo dos ejemplos, pero lo cierto es que el guion tiene bastantes brechas y ensombrece el maravilloso trabajo visual, quizás lo más perdurable en el tiempo.

Alfonso Cuarón narra una historia de supervivencia, una lucha sin cuartel por la vida. Cada segundo en Gravity es oro puro y cada bocanada de aire, un reloj que descuenta segundos. En la dirección, el cineasta mejicano brilla y firma una realización sobresaliente; en su labor como guionista, junto con su hijo Jonás Cuarón, es donde obtiene la nota más negativa y no termina de concretar un producto tan poderoso como hubiese podido. No obstante, el disfrute que proporciona lo visual justifica por sí mismo el visionado de la película y, si se quiere, la inclusión de esta como una de las destacadas del año en ese aspecto. Hace unas semanas un crítico escribía que Gravity podía haber sido una película mucho más innovadora e impactante, pero el resultado habría sido mucho menos rentable. Después de todo, lo suscribo.

Ficha técnica
Dirección: Alfonso Cuarón. Guion: Alfonso Cuarón y Jonás Cuarón. Fotografía: Emmanuel Lubezki. Música: Steven Price. Interpretación: Sandra Bullock, George Clooney. País: Estados Unidos. Estreno: 4 de octubre de 2013. Estreno en España: 4 de octubre de 2013. Distribución: Warner Bros. Duración: 90 minutos. Género: Drama, thriller.

16 diciembre 2013

'Sister', juntos como hermanos

La relación fraternal quizás sea la más literaria, o propensa para la Literatura, del abanico de relaciones humanas. Muchas páginas de grandes escritores rotan en torno a la fraternidad. Uno de los mejores fragmentos, por ejemplo, de la obra literaria de Paul Auster, la parte central de la novela Invisible, narra la tortuosa relación carnal de dos hermanos.

En Sister también hay dos hermanos. Y también una relación tormentosa que los une, con la diferencia de que en este caso no hay carnalidad, pese a ciertos momentos que puedan sugerirlo. La pareja de hermanos vive en un bloque de edificios, en la parte baja de los Alpes suizos. Justo arriba, en las pistas, los turistas adinerados disfrutan de sus lujosas vacaciones. Con el fin de ganar dinero para su supervivencia, Simon, el pequeño, sube cada día a robar equipos de esquí de estos turistas para venderlos posteriormente. Sólo tiene doce años. Mientras, su hermana mayor salta de trabajo en trabajo, a la vez que lo hace de chico en chico.


La vida para ellos es, en cierto modo, igual de monótona que pueda serlo para cualquiera. Simplemente su rutina es diferente y el espectador la entiende como una sucesión de planos picados y paisajes abiertos y blancos, suaves, merced a la fotografía de Agnès Godard, que contrasta con la oscuridad de sus vidas. 

Oscuro, oscurísimo, es el secreto que destapa el giro central, que desarbola por completo el planteamiento inicial de la película en un soberbio punto de inflexión del guion. A partir de ese momento la historia es otra distinta, la mirada con la que el espectador se enfrenta a ella es otra, y las interpretaciones de Kacey Mottet Klein –fantástico– y de Léa Seydoux cobran una relevancia mayor y muy distinta de todo lo anterior. Así como la aparición casi circunstancial de Gillian Anderson (Expediente X, The Fall), un personaje maternal con el único fin de remarcar, en un par de escenas muy bien dirigidas por Ursula Meier, la ausencia presente de la figura materna para Simon.

Sister es una reflexión cruda sobre las relaciones familiares y sobre la ausencia de figuras referenciales. El guion lineal de Ursula Meier y Antoine Jaccoud sólo muestra el presente, escondiendo el pasado y el futuro porque no son relevantes para la historia y para no distraernos de lo que verdaderamente se cuenta en la pantalla. El resultado es una película profundamente triste y sin ventanas al desahogo, cuyos últimos compases –incluso la escena final, de cliffhanger seriéfilo– deja una puerta abierta a la reflexión.

Ficha técnica
Dirección: Ursula Meier. Países: Francia y Suiza. Año: 2012. Estreno en España: 2013. Duración: 100 minutos. Género: Drama. Guion: Ursula Meier y Antoine Jaccoud. Fotografía: Agnès Godard. Música: John Parish. Interpretación: Kacey Mottet Klein, Léa Seydoux, Gillian Anderson, Martin Compson.

09 diciembre 2013

'La grande bellezza', sobre lo bello y lo verdadero

Cuando los ataques de insomnio le impedían dormir y la inspiración le era esquiva, Charles Dickens salía a caminar por la noche. Lo hacía sin un rumbo aparente, con el único propósito de observar la ciudad. Hay leyendas que cuentan cómo una noche llegó a completar treinta kilómetros de camino antes de volver a casa. Jep Gambardella también es escritor, también busca inspiración y también camina. Camina mucho. Y el movimiento de cámara de Paolo Sorrentino lo acompaña por una Roma decadente a la que dedica un canto lírico y melancólico en su última película La grande bellezza.


Roma se erige como una protagonista más de este film desde el minuto uno. La película se abre con un parque lleno de paz en el que se sólo oye un coro de mujeres y se ve un grupo de turistas japoneses. De repente, uno de ellos se aleja del grupo y cuando se dispone a hacer una fotografía, cae redondo frente a la belleza de Roma, en una alegoría del síndrome de Stendhal. La película completa uno de los inicios más potentes que he visto nunca. Y lo rompe de una forma brillante. La primera aparición en escena de Jep, al ritmo de Raffaella Carrá y David Guetta en su fiesta de cumpleaños, es antológica. 

Y hablando de fiestas y música, hay que recalcar el apartado musical, que a lo largo de todo el film es sobresaliente y supone un plus para el conjunto de la obra. La banda sonora se permite el lujo de mezclar nombres como Damien Jurado con ópera, y de intercalar ésta con la citada Carrá, Bob Sinclair o el reggaetón (el mítico “mueve la colita”) de las fiestas en las que Gambardella vuelve a su juventud.

Sin embargo, la apacible vida del escritor y periodista no es para nada lo que él creía hasta ahora. Los gin-tonics y las fiestas en su ático con vistas al Coliseo sólo ocultan una realidad: ya es un sexagenario, por mucho que se empeñe en aparentar lo contrario, y de su última y única novela pasan ya más de dos décadas.

Es entonces cuando Gambardella trata de buscar la inspiración, esa gran belleza que le lleve a escribir su segunda novela. Y lo hace en una ciudad que ya no es la sombra de lo que fue, llena de máscaras e impostores –él también tiene ese aire cínico y tramposo– como es la Italia berlusconiana, de la que da buena cuenta. En su camino se encuentra con todos los estratos sociales: prostitutas, escritores y periodistas, cardenales y monjas, gente de dinero y gente sin dinero, capitalistas sin escrúpulos, magnates y mangantes de todo tipo… Y turistas. “Los mejores habitantes de Roma son los turistas”, asegura Jep en una de los diálogos llenos de pedantería que mantiene con su círculo de amistades. 

El tándem formado por Paolo Sorrentino, que roza la excelencia en la dirección, y Toni Servillo es todo un acierto. No en vano, Servillo es una apuesta segura para el cineasta, que ya había contado con él anteriormente. La interpretación del actor en esta cinta no hace otra cosa que otorgarle la razón a Sorrentino. El personaje de Jep constituye, además, un tributo al Marcello de La dolce vita de Fellini, película que se respira en cada plano y línea de guion, y sobre todo con su estructura narrativa fragmentada que rompe con lo tradicional.

La grande bellezza es una oda excesiva, vitalista y divertida, a la vez que cruel y amarga, a la Roma del siglo XXI, en la que Gambardella es una personificación del cinismo y la decadencia que la pueblan. Las imágenes de la ciudad que acompañan a la historia lo corroboran, gracias a una fotografía limpia de Luca Bigazzi. Sólo cuando el escritor se ve rodeado de muerte, enfermedad y destinos trágicos, abre los ojos para darse cuenta de que esa gran belleza que anda buscando se encuentra en un instante del pasado que no volverá. Y entonces asistimos a su descubrimiento de la verdad: quizás esa Roma ya no sea para él, quizás el mago al que acude a visitar, en un pasaje muy onírico, pueda hacerle desaparecer de allí. Tal vez toda la impostura se reduzca a cero al final y no valga para nada. “Roma me ha decepcionado”, dice el personaje al que interpreta un sublime Carlo Verdone en esa misma escena, la de la jirafa.

Sorrentino rinde un fantástico homenaje tanto a Roma como a Federico Fellini en una película que reflexiona sobre lo bello y lo verdadero, la vida y la muerte, la enfermedad, el paso del tiempo, las relaciones humanas o el baile de máscaras al que asiste la sociedad contemporánea. Cuando el final de la película llega, la cita de Céline con la que se inicia ha cobrado todo el sentido y nos despedimos de La grande bellezza con un último paseo agradable por el río. Y con el poso que deja en el recuerdo.


Ficha técnica
Dirección: Paolo Sorrentino. Guion: Paolo Sorrentino y Umberto Contarello. Fotografía: Luca Bigazzi. Música: Lele Marchitelli. Interpretación: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Pamela Villoresi, Galatea Ranzi. País: Italia. Estreno: Mayo de 2013. Estreno en España: Diciembre de 2013. Distribución: Wanda Vision. Duración: 142 minutos. Género: Drama, comedia.

05 diciembre 2013

Genios o enamorados

Mientras ve Los ilusos uno puede evocar constantemente un fragmento de Mañana en la batalla piensa en mí en el que Javier Marías reflexiona sobre la desaparición de los comercios de Madrid de los que aún recuerda el nombre. Entre esos comercios hay, evidentemente, cines. Trueba también escribe sobre esos carteles de películas que ya no están, las puertas de las salas tapiadas, las películas que se dejan de exhibir, pero también de todo lo que envuelve al cine y aún existe, a pesar de que parezca escribir desde una nostalgia adelantada. El fragmento literario, el de Marías, le ronda a uno la mente, sobre todo, después de ver cómo los protagonistas –soberbios Francesco Carril y Aura Garrido– salen del cine y caminan, mientras en la pantalla se ven planos estáticos –no fotografías, ojo– de las salas madrileñas. De las que aún están abiertas, claro. La voz en off del propio director acompaña la secuencia: 

“Desde que se inventó el cine vivimos tres veces más. Vivimos experiencias que no viviríamos de otra manera, aprendemos cosas y sobre todo ahorramos tiempo.”

Francesco Carril y Aura Garrido.
Los ilusos no es otra cosa que un canto al cine, desde todos los puntos de vista –los expertos, él, y los menos expertos, ella– y desde todas las ramas que conforman la industria cinematográfica –creadores, actores, vendedores, proyeccionistas, etc. –. Un canto global al cine desde la mirada de un único personaje, que bien podría ser el propio Trueba, que se dedica a rodar películas. Un director al que conocemos en la etapa que discurre entre el final de una película y el principio de la siguiente. Un joven cineasta al que vemos rodar algunas escenas, imaginar otras, y darse por completo al lujo de vivir la vida entre tanto: leer, pasear, disfrutar de la soledad, quedar en cafés o ir al cine.

La segunda película del director, tras Todas las canciones hablan de mí, retrata un Madrid oscuro y gris, con una pulcra fotografía en blanco y negro a cargo de Santiago Racaj. Un espacio retratado con cierto halo mágico, y más propio a veces del cine mudo, del que Trueba sabe captar lo que busca. El resultado es el retrato nostálgico de un Madrid cinematográfico y errante, uno muy reconocible por los cinéfilos: la ciudad de los cines cuyas luces se apagan poco a poco, esa de las calles que abrazan a este cineasta que busca una película, una historia, un entretenimiento o simplemente la forma de sobrevivir a esta ciudad.

Fotograma en Pequeño Cine Estudio, en Chamberí.
Ese refugio parece encontrarlo en el cine, pero no sólo realizando películas, sino también en las salas o charlando con su amigo, también actor (Vito Sanz), de las banalidades que lo haría cualquiera –muy divertido, en este sentido, el pasaje onírico con el director Javier Rebollo–. Los ilusos supone también, en un sentido distinto, el esbozo del retrato de una generación, la de los ochenta, golpeada por una crisis económica, pero también de identidad; una generación, como dice Sofía, “de inmaduros que no quieren crecer y asumir responsabilidades”. 

La película desprende amor al cine en cada minuto del metraje y en muchas ocasiones el homenaje es evidente. Es el caso del cine mudo, al que el director homenajea en una secuencia magistral, que se puede interpretar a su vez como una crítica ácida al nuevo modelo de cine digital. La dirección de Trueba, que apuesta por el fuera de campo para introducir algunos diálogos, regala un equilibrio perfecto entre imagen y palabra. El hecho de que se incluya la claqueta en muchas escenas refuerza aún más ese cariño por el cine latente en todo el film. 

Con Los ilusos se hace patente la idea de que el cine no precisa de grandes medios, ni siquiera de presupuestos medios, que incluso se puede prescindir hasta de actores profesionales y del plan de rodaje –como es el caso– siempre que existan las ganas de hacer cine, las ideas y el amor por el celuloide, que pronto dejará de llamarse así en pos de unas nuevas tecnologías sobre las que tampoco deja de reflexionar la cinta. La última secuencia, la del cartel, en este sentido, es magistral. Como el resto de la película y todo lo que transmite.

02 diciembre 2013

'Solo Dios perdona', violencia sobre fondo rojo

La sangre impregna gran parte de las escenas de Solo Dios perdona (Only God forgives en su título original), pero no lo hace siempre de manera literal, sino mediante el cromatismo. El rojo y su sensación de calidez son los elementos que primero nos llaman la atención en esta película dirigida por Nicolas Winding Refn. La película, o su parte más onírica, se llena de tonos cálidos, rojos intensos, que, en contraste con algunos azules puntuales y muy intencionados, sugieren sangre, violencia, sexualidad; en definitiva, todos los elementos de los que se vale Refn para contarnos esta historia de venganza.


Uno de los numerosos marcos naturales de la fotografía de Larry David, con Ryan Gosling.
Sólo Dios perdona se sitúa en los bajos fondos de la ciudad tailandesa de Bangkok, donde Julian es un traficante de drogas que ve como su vida sufre un vuelco cuando su madre (Kristin Scott Thomas) llega a la ciudad para encontrar y vengarse del asesino de su hermano. En el otro lado, un violento policía, katana en mano, imparte justicia a su parecer, erigiéndose como una especie de Dios todopoderoso, capaz de juzgar, condenar y perdonar según considere oportuno. Él es el vigía que controla cada uno de los movimientos que tienen lugar en la ciudad, o, más bien, en esa cara B de la ciudad de la que apenas sale la película. 

Los leves y elegantes movimientos de cámara de Refn, que en ocasiones convierte el plano en las propias miradas de los personajes, narran la historia apoyándose en una sugerente fotografía, a cargo de Larry David, que llena el metraje de sugerentes pasillos, contraluces de colores cálidos y marcos naturales (puertas, ventanas, columnas) en los que hace moverse a sus personajes. El apartado visual y el ejercicio estilístico es, sin duda, lo más reseñable de Solo Dios perdona.

La película de Winding Refn es mucho más atractiva en los momentos en los que la insinuación, música tensa mediante, es más potente que la propia imagen. En las secuencias en las que entra en escena la violencia más explícita –con cierto aire killbillesco– y la insinuación descarada de la sexualidad –personificada en una madre edípica casi con literalidad– la película se pierde en determinados excesos narrativos difíciles de contrarrestar por su vacuidad.

Los símbolos que dibuja Winding Refn, fundamentalmente mitológicos y bíblicos, resultarán, según el espectador, o muy acertados o excesivamente tópicos. Está el Dios castigador, personificado en el policía, el diablo, la madre interpretada por una Scott Thomas cuyo personaje termina por no experimentar desarrollo alguno, y el pecador al que ella incita a cometer el mal, que es claramente Julian, atraído por el complejo de Edipo que representa ella.


Kristin Scott Thomas, la edípica y diablesca madre.
Solo Dios perdona puede entenderse como una crítica al aumento del consumo de violencia, a la que cada vez estamos más acostumbrados y ha dejado de impactarnos. O, como se ha dicho en varios medios, puede constituir un tributo a la violencia de determinado cine asiático (recordemos que la acción transcurre en los turbulentos suburbios de Bangkok). Al menos funciona como un artefacto que podría posicionarse en uno de esos contrapuntos. Las dos interpretaciones principales son eficaces, correctas pero sin alardes, ante unos personajes en ocasiones demasiado planos. Ryan Gosling en el papel de Julian resulta inexpresivo en la medida que su personaje lo requiere. Destaca, en cambio, en el contraste de aquella escena en la que no puede ni siquiera replicar a su madre cuando insulta a “su chica” y la siguiente, en la que le obliga a ella a quitarse el vestido tras salir de la cena. Por su parte, Vithaya Pansringarm, familiar para algunos por Resacón 2, ¡ahora en Tailandia!, solventa algo mejor su papel de hombre sin piedad con un despliegue gestual sobrio que aporta la frialdad necesaria a la hora de ejecutar esa violencia tan brutal que ejerce.

29 noviembre 2013

No disparen a la librería

Yo, que aún dicen que soy muy joven, he llegado tarde a la época dorada de las librerías. He llegado tarde, sí, perdí el tren, y en cierto modo me arrepiento (si es que se puede arrepentir alguien de algo que nunca estuvo en su mano) de ello. “Ya no existen librerías de verdad”, oigo a menudo a compañeros y amigos, “de esas en las que entrabas sin tener ni idea de qué buscabas y el librero te aconsejaba”, continúa la perorata. “Ni siquiera existen libreros”, suele continuar, “ya sólo son peones, comerciales que se limitan a vender, cobrar, dar la vuelta, sonreír…”.

La verdad, no sé si esto es así realmente o no, pero intuyo que no estoy de acuerdo. En cualquier persona puedes encontrar un librero, en un empleado de la FNAC o El Corte Inglés también, por supuesto. Pero es verdad que a menudo sentimos nostalgia (incluso yo, que, como digo, he llegado tarde) de la época dorada de las librerías, esa que parece tan lejana a veces. 

“¿Y qué más da una librería de toda la vida que un TopBooks para comprar un libro?” Efectivamente, da igual, pero es un sí y un no. Si sólo quieres comprar un libro rápidamente (y da la casualidad que en VIPS lo tienen), pues adelante. Servicio completado. La librería de estos establecimientos, indudablemente, hace una función y para muchas personas cumple perfectamente con ella.

Pero, ¿y si tenemos otras pretensiones? 

A menudo me gusta perderme entre los estantes o las mesas de las librerías. Muchas de esas veces ni siquiera tengo intención de comprar nada (cómo salga de allí ya es otra cosa), pero el simple hecho de pasear, de pasar los dedos por el lomo de una historia que nunca voy a tener en mis manos, de detenerme a leer una contraportada o cualquier cosa que se os ocurra, son cosas distintas a comprar. Tal vez todo eso es más difícil sin librerías de las que se suelen llamar “de las de antes”. Por eso creo que La Central (da igual si las de Barcelona o las de Madrid) tiene éxito entre los librófilos: porque recupera un poco esa nostalgia por los libros, a pesar de ser otra cadena de venta más, si lo miras con “los otros” ojos. 

Yo, que soy joven según dicen, me considero un librófilo, o librófago en ocasiones (hasta el papel puede tener buen sabor en tiempos de crisis). Me resulta imposible acudir a una librería y no comprar algo. La librería, como ente, tiene un efecto sobre mi raciocinio que todavía hoy no he sabido descifrar. Y también a veces compro libros en establecimientos como FNAC y otros similares, claro, por qué no (no es mi intención denostarlos, ni mucho menos). De hecho, las secciones de bolsillo y cómic de la FNAC de Callao me parecen maravillosas por igual. Sin embargo, es cierto que cuando compro (o simplemente acudo y miro, ojeo, compruebo si me sigue interesando lo mismo que la última vez) en una librería pequeña, de esas con sabor añejo, siento una felicidad distinta; quizás sea la calidez que surge al eliminar el concepto de “gran almacén”. Por no hablar de si el librero te aconseja o te recomienda según lo que andes ojeando, y cogiendo y volviendo a dejar sobre la mesa. Eso cada vez ocurre menos. Y es una pena, porque, gente como yo, joven según dicen, y amante confeso de los libros, seguimos buscando ese empujón. Seguimos adorando esas conversaciones, cada vez menos frecuentes, y buscando ese contacto, un roce que a veces nos enseña algo que no conocíamos y que nos hace disfrutar como niños. Seguimos necesitando, en definitiva, librerías y libreros, aunque cada vez podamos ser menos, como dicen los mismos que nos llaman jóvenes.

En ocasiones me acerco a una librería histórica que hay en la calle Fuencarral de Madrid (desconozco el nombre) y sólo miro, observo (a veces desde fuera: es escasa y con dos personas ya está llena) cómo el librero charla con la gente que le pregunta, intercambia opiniones o se deja llevar por su, intuyo, buen criterio. Rara vez he entrado porque, lo reconozco, el tema histórico no es mi punto fuerte y lo prefiero aprender por otras vías. Sí entro, cada vez que puedo, en la librería del Círculo de Bellas Artes, Antonio Machado, y me puedo perder horas entre las mesas. Es una de las librerías de las que nunca salgo con las manos vacías: su disposición, su atractivo, el sotanillo en el que puedes deambular como un fantasma o incluso los consejos de los lectores que deambulan por allí o del propio librero moldean mi inconsciente para que acabe por llevarme siempre algo.

"El sotanillo [de la librería Antonio Machado] en el que puedes deambular como un fantasma..."
Desde hace un tiempo, cuando camino por el centro de Madrid, sobre todo por el barrio de Malasaña, me doy cuenta de que muchas librerías se están reinventando con ideas distintas de seguir vendiendo libros y dando un servicio cada vez más escaso. Cada vez son más las librerías-café que abren (el término librería-café se hace extensible a librería-bar, como en el caso de Tipos infames) en la capital y que se empeñan en ofrecer un servicio que se acerque al de las librerías de antaño, sin dejar de reinventarse en cada uno de sus cambios. No me negaréis que es una idea brillante; pocos placeres más satisfactorios que un libro y un café. Otras librerías optan por especializarse en géneros concretos (el caso de Tres rosas amarillas, dedicada íntegramente al cuento) o en corrientes más particulares (la Italiana, Estudio en escarlata, El dinosaurio o la cinéfila Ocho y Medio). Son sólo algunas formas que se han adoptado para no dejar morir las librerías. Al fin y al cabo, los dos elementos fundamentales de una librería nunca han dejado de ser el librero y el catálogo que ofrece. Y el primero tiene que controlar a la perfección el segundo para ofrecer al lector (me gusta más la palabra lector que cliente) lo que necesita o anda buscando. 

Soy un entusiasta de los libros y, por ende, de las librerías. Y me he perdido la oportunidad de conocer muchas de esas que hoy se llaman “clásicas” o “las antiguas”. Me hubiese encantado visitar Marks & Co, aquella librería londinense que protagoniza la novela 84, Charing Cross Road, situada en la calle que da título a la obra. Nunca he acudido a Shakespeare & Co, ni a París, pero espero solucionarlo pronto, aunque ya no sea posible conocer a Sylvia Beach. Tiempo atrás también me enamoré de una librería que encontré justo enfrente de A Brasileira, el café que frecuentaba Fernando Pessoa en la decadente Lisboa. En otras ocasiones me he perdido mientras frecuentaba librerías. En Oxford, acudí a una que tenía varios pisos y llegó un momento en el que no sabía dónde estaba la salida. Fantaseé con quedarme para siempre allí (tampoco era mal plan, la temperatura era agradable, no me iba a aburrir entre tanto libro e incluso por fin perfeccionaría mi inglés). Fantaseé de igual manera que lo hice en algunas librerías de Edimburgo, tanto que tuve que escribir sobre ellas algunas pinceladas en una historia que se desarrolla en aquella ciudad.

El último libro de Jorge Carrión es un canto a las librerías (con idéntico nombre). Debo confesar que, entre unas cosas y otras, y pese a comprarlo en los primeros días en los que se vendía, aún no lo he leído. Sin embargo, puede ser un ejemplo de que las librerías siguen siendo absolutamente necesarias, y siempre lo serán desde el momento en el que una sola persona necesite comprar un libro, que alguien le recomiende una historia o simplemente perderse entre todos los volúmenes para escapar un rato de su día a día. 

Hagan lo que quieran, por supuesto, pero, si pueden y si les gustan los libros (que si han llegado hasta aquí entiendo que sí), no dejen de pasar por las librerías. Aunque después también compren en los grandes almacenes o utilicen alternativas como Amazon, que son, por supuesto, tan válidas, funcionales y eficaces como pueda serlo cualquier otra. No dejen que se extingan, ni ellas ni tampoco los libreros, esos que, los que dicen que soy joven, también dicen que son “los de verdad” o “los antiguos”, como si fuese una especie en vías de extinción. No dejen que se vayan, que nos sigan recomendando libros en persona algunas veces.

Feliz día de las librerías.

27 noviembre 2013

Camille Claudel, lo cruel del silencio

El silencio predomina en Camille Claudel 1915, la última película del director francés Bruno Dumont, una narración de pocas palabras pero con una clara voz por encima de todo, la de Juliette Binoche, y por extensión, la de la escultora francesa a la que interpreta.


La película narra tres jornadas en la vida de Camille, durante su encierro en el asilo para enfermos mentales de Montdevergues. Para quien no esté familiarizado con el personaje de Camille Claudel debe saber que fue una mujer talentosa, hermana del escritor Paul Claudel, y que durante su época de esplendor acompañó en su taller a Auguste Rodin, del que fue musa y amante unos años. Posteriormente, fue internada por su familia en el manicomio y su figura fue sometida al olvido más absoluto, tanto en vida como tras su muerte.

Lo primero que llama la atención de la película es la ausencia del pasado. Los días dorados no aparecen, en ningún momento y de ninguna forma; no hay flashbacks, no hay alternancia del tiempo pasado con los días del manicomio, no hay nada de eso. Al contrario que en La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988), en Camille Claudel 1915 sólo se narra la vida dentro de la institución y la espera de Camille ante la visita de su hermano, del que espera que la saque de allí. 

El guion no concede saltos de tiempo, sino que se centra en la linealidad, en la extensión del tiempo y del silencio, en la cronología interminable de las horas. No conocemos nada del pasado de Camille gracias a la película –si lo hacemos será por nuestra cuenta, o antes o después del visionado­–, no aparece la familia Claudel, salvo el lapso de tiempo en que Paul la visita, ni Rodin, salvo en las proclamas y lamentos de la artista encerrada. El pasado existe por omisión. El ejemplo más claro es la escena del teatro. Camille está sentada en una sala, viendo cómo dos internas ensayan un papel para una representación dramática. Cuando a una de ellas se le trastabilla la frase, Camille suelta una carcajada que, en pocos segundos, se convierte en un llanto desconsolado. Nunca se llega a saber qué es lo que ha pasado por su mente, o qué recuerdo ha desencadenado esa reacción, pero no tiene ninguna importancia; lo importante es ese momento en el que acaba de ser consciente otra vez de sus cadenas. 

En una película con una marcada ausencia de palabras, la actriz comunica con cada uno de los pliegues de su cuerpo. El despliegue gestual es inmenso. Hay dos momentos en los que Camille rememora el arte: uno en el que dibuja, otro en el que moldea un fragmento de barro que coge del suelo; al instante se da cuenta de que eso es algo pasado y vuelve a ser consciente de su encierro. Todo ello sin una sola palabra. Desde momentos distendidos –la citada secuencia del teatro– hasta momentos de resignación absoluta –la escena del final, una personificación de la derrota sin paliativos–, la mirada de la intérprete dibuja el retrato de una mujer encarcelada que sufre. La actriz muestra más con su rostro que incluso en la escena del baño en la que se presenta totalmente desnuda. Juliette Binoche es Camille Claudel 1915.

La elección de retratar tan sólo tres días permite a Dumont recrearse en el tiempo y los espacios, que resultan claustrofóbicos a pesar de los grandes espacios abiertos y las tonalidades ligeras, propias de un lugar de descanso, que aparecen casi de continuo. El ritmo lento de la película –a la mitad hay algunos momentos muy densos– genera empatía con el agobio y la situación de Camille. Por su parte, la estructura lineal contagia la propia cadencia lenta con la que discurre la vida en Montdevergues, y la ausencia de recuerdos y menciones al pasado impiden al espectador una vía de escape al encarcelamiento al que asiste.

En mitad de todo aparece Paul Claudel (Jean-Luc Vincent), al que se espera durante toda la cinta, para aderezar el desasosiego con una sustancial dosis de cinismo. La consecuencia de que el personaje aparezca al final es que, durante la totalidad del largometraje, el espectador se sitúa esperando su llegada, al igual que Camille. El recurso permite al director mostrar, en un espacio narrativo de sólo tres días, todo el arco de emociones de la mujer, que van desde la esperanza hasta la desolación. El paso de Paul Claudel por la película es brevísimo, pero su poso es perenne y supondrá el final para su hermana. En un momento cercano al final, cuando habla con el doctor tras visitar a Camille, reflexiona: “el genio se paga”, dice en referencia a su hermana, y lo completa con algo similar a que el arte se dirige a las zonas espirituales más peligrosas y más sensibles. Después, desoyendo la recomendación del doctor de llevársela a casa, abandona a Camille. En la puerta del asilo, sola, la escultora moldea su derrota mirando al infinito. Es la forma en la que Dumont y Binoche, sobre todo ella, rescatan su memoria del olvido.

22 noviembre 2013

'La herida', el legado dramático

La espalda de una mujer que camina, encuadrada en una imagen que tiembla, traquetea, se mueve. El plano secuencia es uno de los más recurridos por Fernando Franco para narrar la historia de Ana, que padece el denominado trastorno borderline sin saberlo. El montador debuta en la dirección de largometrajes con esa estética de cámara al hombro que elimina la condición de espectador para quien la ve y lo convierte en algo parecido a un acompañante. 


La historia es dura, de principio a fin, aunque alterna momentos tiernos en su metraje. De la misma forma, Ana, interpretada por una fantástica Marian Álvarez, que debuta en la gran pantalla, también alterna esos momentos de cierta ternura con los más crudos, sobre todo cuando trata a los pacientes con la dulzura que no consigue fuera de su trabajo. La ambulancia le proporciona la satisfacción que no tiene en su vida, donde, al contrario de ese brevísimo respiro que ofrece el guion hacia el final, Ana no sabe cómo relacionarse.

En ningún momento de la película se menciona directamente el trastorno, sólo en la sinopsis, por lo que el espectador que llega virgen al cine se encuentra en la misma situación de desconocimiento que Ana con respecto a la patología. No obstante, esta situación supone una losa para ella y todo aquel que quiera acercarse de alguna manera. El mensaje que le deja a Alex, su exnovio, o las monótonas conversaciones con su madre, son una clara muestra de la torpeza y la agresividad con la que se relaciona con la gente que la rodea. Sólo la vemos entablar una relación de amistad, o algo parecido, a través de una pantalla de ordenador, desde la distancia que le proporciona un chat, en el que las palabras escritas sustituyen a su voz. Un chat en el que se deja caer varias veces la idea del suicidio. 

Uno de los pilares en los que Fernando Franco se apoya para contar la historia es el cuerpo femenino. El problema que sufre hace que Ana se compadezca de sí misma e incluso se autolesione. En este aspecto de la película, Franco se recrea en el cuerpo de Ana, sin ningún exceso, siempre para aportar un elemento necesario al relato. Hay muchos planos del cuerpo desnudo de Ana, sí, pero porque en ellos se ven sus heridas, se siente la impotencia y el miedo grabados a cuchillo sobre su piel, y también se percibe la evolución, impresa sobre el cuerpo de la actriz. Incluso se ve sobre su cuerpo una imagen de lluvia purificadora, o castigadora, en esas duchas que se cargan de simbolismo por los momentos en los que llegan.

Otro de los elementos esenciales de este film es el silencio. Un silencio narrativo que deja todo en standby mientras hace avanzar lentamente la historia. El mapa de los sonidos de Ana. Un silencio que se rompe siempre en el momento preciso, ya sea con un llanto impreso sobre un marco de nieve o con la música de una fiesta. Una de esas fiestas llenas de alcohol y drogas, el único lugar en el que Ana parece saber relacionarse, como la de la casa de su compañero de ambulancia, en la que aparece cantando, bailando, en un acertadísimo uso de Vetusta Morla para la banda sonora, o incluso flirteando con un hombre con el que interpreta un juego de mutismos, también bastante simbólico, con el que Marian Álvarez completa una brillante interpretación.


La herida es una película oscura, árida e incómoda por momentos, aunque imprescindible, en la que lo sombrío contrasta con las tonalidades claras de la nieve, el hospital, la ambulancia... Tanto el director como el guion se apoyan en un contraste de tonos para ahondar en una historia cuyo único matiz es oscuro. Lo mismo hacen con el personaje de Ana, sin caer en la condolencia o la pena en ningún momento, y acercándola a una posible solución, cuando la montan en un coche que significa algo más de lo que parece, y la conduce hasta Alex, que representa todo aquello que dejó atrás. Un contraste, casi degradado, que sirve para arrojar algo de luz en un film oscuro, profundamente dramático, de esos cuyo poso perdura días y días. Una película de legado dramático, como anuncia la canción que resuena en una de las fiestas.

17 noviembre 2013

Blues de Jasmine

La tristeza es azul. Como el mar. Y los ojos de Jasmine, personaje que Woody Allen regala a una soberbia Cate Blanchett en su película más destacada desde Match Point (2005). A menudo se identifica este color con la tristeza; tener un blue day no quiere decir otra cosa que estar pasando un mal día. Y de días malos sabe mucho ella, Jasmine, a partir de que su vida estilosa y llena de lujos se trunca por el desmoronamiento y entrada en prisión de su marido, interpretado por Alec Baldwin, al que destapan una serie de agujeros legales y financieros.

“Qué triste, por dios”, decía una señora en el cine, justo al término de la película. Y así es; a lo largo de la cinta de Allen subyace una tristeza en todo lo que representa, tanto en los personajes como en el entorno en el que se desarrolla. Blue Jasmine es una película esencialmente triste, pese a que deje algunos destellos del ya clásico humor allenesco.

El detonante de la historia es la crisis económica actual, que permanece soterrada durante todo el metraje para salir a escena únicamente en momentos puntuales, generalmente como explicación a la situación que vive el personaje. Jasmine, huyendo del escándalo, empieza a vivir una existencia que nunca podía haber imaginado, en uno de los barrios de clase media-baja de San Francisco, alejado drásticamente de la Nueva York cosmopolita y glamourosa a la que estaba acostumbrada. Allí, en casa de su hermana Ginger, se verá obligada a rehacer su vida, a buscar la manera de salir adelante y, en definitiva, a reinventarse en una mujer nueva y completamente diferente de la que ha sido hasta ahora. 

Jasmine (Cate Blanchett), al frente, y Ginger (Sally Hawkins). Fotograma de la película.
Lo que encuentra en su nuevo hogar –simple metáfora del derrumbamiento– es una familia desestructurada en la que Ginger, llevada a la pantalla por una magnífica Sally Hawkins, trata de proporcionar el bienestar a sus dos hijos mientras intenta sobrellevar la relación con su novio Chili, un Bobby Cannavale que salva el salto de Boardwalk Empire a un taller mecánico con poco futuro.

Uno de los aciertos de la película de Woody Allen es su estructura narrativa. Un solapamiento continuo de pasado y presente –magnífico montaje– en el que sólo somos ubicados en el tiempo por detalles del aspecto (maquillaje, ropa, joyas o estado de ánimo) de Jasmine. Woody Allen sitúa la historia entre dos líneas de espejos que, más que reflectarse, comparan cruelmente el pasado con el presente para evidenciar la crisis de identidad de su protagonista.

El balance deja a la Jasmine de Blanchett, centro absoluto de la historia y de la película, bordeando peligrosamente la locura durante toda la obra. La evolución del personaje, desde las secuencias en las que recuerda a su antiguo y fabuloso “yo” hasta aquellas en las que el derribo es palpable, es tal que, tras la última escena, el nombre de la película cobra un sentido definitivo. La interpretación de la australiana provoca el gesto torcido y, probablemente, deje al espectador hablando solo para sí mientras en su mente retuerce la temática real del filme: la tristeza.

El guion, escrito por el director neoyorquino, consiste en un artefacto dotado de los giros necesarios –algo efectistas y tediosos en algunas ocasiones–, que aporta el componente necesario para comprender los cambios que sufre Jasmine. Pero también los que afectan a su hermana pobre, la de los “peores genes”, que se ve envuelta en una historia rocambolesca, más propia del pasado de su hermana que de su vida, con un personaje interpretado por Louis C. K., que comparte algo más que el nombre con el exmarido de Jasmine.

La película de Allen supone un retrato rotundo de un personaje, pero también de la impostura y la mentira que vertebran la sociedad. Los impactos, tanto emocionales como en términos de aparición, colocan a Cate Blanchett como la columna más firme y lúcida del proyecto, reforzada, eso sí, de forma excepcional por el resto del reparto, sobre todo por la Ginger de Sally Hawkins. 

Blue Jasmine no es otra cosa que lo que su propio nombre indica: el retrato de una mujer triste que visita por azar, o por karma, el bulevar de los sueños rotos. Un espacio azul, como la tristeza, como el mar y como la mirada rota del personaje.