13 noviembre 2012

Fringe: el amor y la teoría de los remplazos


[Aviso: este artículo contiene spoilers] 

Explica Javier Marías que el amor no es otra cosa que una constante sustitución de los afectos pasados. "Nos cuesta admitirlo porque pensamos que la última historia es la de verdad y porque nosotros mismos también somos sustitutos de alguien", dice el escritor en una entrevista. Podría empezar a hablar de Fringe tomando pie en esta afirmación. En su libro Teleshakespeare, más concretamente en el artículo dedicado a la serie, Fringe: bioterrorismo y amor, el experto en ficción televisiva Jorge Carrión se pregunta: "¿Cuánto tarda una persona, tras sufrir una experiencia traumática, en ser capaz de compartir de nuevo su cama con otra?"

La primera escena de Fringe es quizá la más íntima de toda la serie. La agente Olivia Dunham comparte su cama con Scott justo después de que hayan practicado sexo. “No deberíamos volver a hacerlo”, le dice. No sabemos aún si esa relación que mantienen es amor o sólo sexo, ni siquiera conocemos si tendrá importancia en el futuro de la serie. Con el tiempo descubriremos que sí, al menos en la primera temporada. Pronto veremos el duelo de Olivia por la repentina muerte del agente en extrañas circunstancias. 

A partir de ese momento sólo veremos una rueda de remplazos, no sólo en el caso de Dunham, sino también en el resto de personajes. Llegará Peter Bishop, como palanca para convencer a su padre, Walter, un científico brillante que se encuentra interno en el hospital psiquiátrico de St. Claire desde hace diecisiete años, de que ayude a Olivia a resolver la misteriosa muerte de su amante. 

Sin embargo, pronto veremos como Peter, que asegura que sólo se quedará hasta resolver el caso, se postula de manera muy sutil, sin querer, y sin que Olivia aún lo sepa, en el sustituto perfecto del agente Scott. Poco a poco, envueltos en una serie de casos extraños al más puro estilo Expediente X, veremos como cada personaje suple la ausencia de alguien. 

Esta teoría de los remplazos se ve reforzada por completo cuando, a partir del final de la primera temporada, conocemos la existencia de otro universo en el que hay alternativos de cada uno de ellos, salvo de Peter, cuyo alterno murió en brazos de Walter. Son muchos los momentos de la serie en los que una persona funciona como un sustituto o un contrapeso de otra; a veces siendo conscientes, en el caso de Olivia y su alter ego del otro universo, Altivia (Fauxlivia, Bolivia…), otras sin serlo como Peter y el agente Scott o el propio Peter como muda del hijo fallecido de Walter. 

Hay que hacer entonces un inciso para explicar que todo se debe al intento de Walter por salvar al otro Peter, cuando consigue la cura después de ver morir a su hijo, que acaba en un secuestro inter-universal. Es entonces cuando Walternate, igualmente brillante igual que su alterno en nuestro universo, con el añadido de haber llegado a convertirse en Secretario de Defensa de los Estados Unidos over there, emprende la guerra para tratar de llevar de vuelta a su hijo secuestrado. Debido a ese intento por viajar entre universos de uno y otro, los mundos se resquebrajan y poco a poco surgen los denominados eventos Fringe, que son los que estudia la división formada por Olivia, Peter, Charlie Francis, Walter, Astrid Farnsworth y el mando superior Philip Broyles. Estos eventos, entre lo paranormal y el terrorismo biológico, nos muestran conceptos propios de la ciencia ficción, que se mezclan con elementos más propios de la ciencia presente, como la jaula de Faraday, por mencionar sólo alguno. Ahí radica la que es, tal vez, la parte educativa de Fringe


Llegamos de esta manera a la lucha entre universos, que posteriormente pasará a ser una estrecha colaboración tras ver que el problema contra el que luchan es conjunto y que sin un universo el otro no sobrevivirá. Es entonces cuando se crea un juego de espejos entre las dos realidades. Un juego de reflejos en el que cada personaje evoluciona según los contextos en los que se ha desarrollado su vida y su universo. La frase “Yo soy yo y mis circunstancias” pronunciada por Ortega y Gasset cobra aquí todo su significado. 

Este juego de espejos y realidades paralelas se muestra de manera manifiesta en las diferencias entre Olivia y Altivia. Olivia, nuestra Olivia, como tendemos a conocerla cuando pasen los capítulos, se ha desarrollado en un entorno más difícil, ha tenido una infancia más dura que su alterna, ha sufrido la pérdida más cerca, y eso se refleja en su carácter y en las diferencias con la otra Dunham. Se muestra como una persona más introvertida, insegura y frágil, dedicada por completo a su trabajo, aunque bajo su caparazón alberga una empatía extraordinaria y una capacidad de sacrificio sin límite cuando se trata de los suyos. 

De esta forma, tenemos las tres bases sobre las que se cimenta la serie de J. J. Abrams: ciencia/bioterrorismo, universos paralelos y el amor en todas sus vertientes. El amor como búnker en el que aferrarse a la vida cuando tu universo se tambalea, como explica Jorge Carrión en el artículo citado anteriormente. En más de una ocasión he leído que uno de los temas capitales de Abrams es el amor, con referencias a Lost o Alias en otros casos. Habría que incluir, sin duda, a Fringe en ese inventario. En el sustrato más profundo, por debajo de la ciencia, el terrorismo biológico o la experimentación, entre otros temas, late con fuerza el amor como motor de todo acto. Incluso la mayoría de malos –o al menos los más memorables- lo son por amor a sus seres queridos. Recuerdo notables episodios como White tulip, Marionette, And those we’ve left behind o 6B, entre otros, en los que el villano de turno sólo busca volver a ver a un ser querido o cambiar el pasado para salvarle, y ese sentimiento de amor tan fuerte hace incluso tambalear los cimientos de los dos mundos. 

Pero sin duda, si hablamos de amor, no podemos obviar la historia que, desde finales de la primera temporada, advertimos entre Olivia y Peter. Una historia de amor que se supedita a las necesidades de la serie, a los casos Fringe o a los problemas generados por la interacción entre universos; una relación que se fragua poco a poco, sin ningún alarde ni escena ñoña, a lo sumo una o dos. Una historia de amor basada más en los diálogos, en las idas y venidas, que en los símbolos. Fringe es probablemente la serie en la que mejor se canaliza la tensión sexual entre los personajes, ya que sortea a la perfección el peligro de caer en el tópico y arrojar por la borda el conjunto de la historia. Algo que tiene mucho más mérito si cabe cuando la historia de amor latente –la de Peter y Olivia, por supuesto- es tan importante para el desarrollo final de toda la trama. 

Cuatro temporadas completas, con las que se puede cerrar perfectamente la trama –el final de la cuarta temporada es redondo-, a las que se añade la quinta temporada, un regalo para los fieles, en la que se incluyen nuevos personajes y el reloj avanza hasta el año 2036. La división Fringe luchará, en ese futuro inmediato, contra un ejército autoritario de observers, personajes del futuro que vienen a lo largo de toda la serie a contemplar hechos importantes de nuestro mundo. Personajes singulares que desde el principio tienen una importancia fundamental –todo empieza gracias a la intervención del más carismático de ellos, September-, que avanza a medida que la serie se aproxima al final. 

No podría concluir este artículo sin mencionar las soberbias interpretaciones, tanto de los personajes principales como de los secundarios. Fringe es una serie que iguala en un mismo plano la trama y el desarrollo psicológico de los personajes, enfocando ambos elementos hacia un fin común y estableciendo una simbiosis en la que ni la trama ni el tratamiento de los personajes prevalece por encima del otro. Los personajes principales son inolvidables, mientras que los aparentemente secundarios alcanzan un valor incalculable. Destacan entre ellos la agente Astrid Farnsworth (Jasika Nicole), un personaje carismático –en sus dos versiones-, sin duda el más tierno de la serie, que siempre vela por el bienestar y la seguridad de Walter; el imperturbable Broyles, interpretado por el gran actor Lance Reddick (The Wire, Oz, Lost) o uno de los personajes más misteriosos, Nina Sharp (Blair Brown), con un peso importante en la serie, pero sin llegar al nivel de los principales en muchas ocasiones. 

En el apartado de protagonistas, destacable la aparición de Leonard Nimoy –el famoso Spok- como William Bell, así como la solidez de Joshua Jackson interpretando, siempre de manera más que eficaz, a Peter Bishop. Sin embargo, todas las interpretaciones quedan a la sombra de las de Walter Bishop llevado a la pantalla por un gran John Noble, magnífico en todo tipo de registros; pero sobre todo del imperial trabajo de Anna Torv dando vida a la agente Olivia Dunham –qué mujer, qué voz, qué mirada-, hasta en cinco papeles distintos dentro del mismo cuerpo. Excelsa, matrícula de honor para ella. 

Fringe es una producción con multitud de referencias, auto referencias, con un peso importante de la literatura –sobre todo la de ciencia ficción, aunque no la única- y con un gran número de guiños al mundo del cine y la televisión. Una serie en la que nada queda sin atar. Hasta las cabeceras, siete distintas en total, nos dicen dónde nos vamos a situar y nos dan información del capítulo al cual preceden, o la banda sonora nos sitúa todavía más en la trama de la serie, como ocurre con el acertadísimo uso de Pale blue eyes de Velvet Underground o Riders in the storm de The Doors, para explicar –o remarcar- las situaciones vividas en ese momento de la serie. 

En definitiva, Fringe es una serie que permanecerá en el tiempo; enlazando con el título de este artículo: un idilio difícil de remplazar.

31 octubre 2012

Sobre el pacto narrativo

Al adentrarnos en el territorio de la ficción, aceptamos una serie de supuestos y convenciones que nos sacan del terreno de la realidad mientras dura la historia correspondiente. Es lo que se conoce como el pacto narrativo, una suerte de acuerdo no firmado por el que el lector se compromete con el autor o autores a no cuestionar cada una de las cosas que ocurren en la obra. Sin el pacto narrativo, no se podrían concebir las técnicas narrativas que van y vienen en el tiempo, ni los narradores que saben todo, ni la mayoría de historias que conocemos. 

El pacto narrativo es una buena manera de burlar la realidad. Gracias a él no cuestionamos que un personaje nos cuente una historia de manera no lineal, como probablemente sí lo haría una persona, o aceptamos la presencia de determinados seres que no tendrían cabida en la realidad: extraterrestres, unicornios y todo tipo de invenciones que se nos ocurran. 

Aceptamos la historia como real, y los personajes se convierten en personas. La ficción, en cierto modo, se convierte en una realidad distinta a la que nosotros vivimos fuera. Otro plano, otra vida diferente. En ella hay determinadas personas y lugares que, pese a que puedan ser alter egos de la realidad, no dejan de ser personajes. Y a pesar de saberlo, nosotros, los destinatarios de la obra, los consideramos como parte de una realidad que estamos viviendo en el momento de la lectura. De ahí que nos consigamos emocionar cuando leemos o vemos una película. 

“Leer es vivir dos veces”, escribió Gamoneda en determinada ocasión. Y así es. Cuando lees (o ves una película, serie o similar) estás viviendo simultáneamente dos vidas, la de la realidad, en la que te encuentras sentado, leyendo, dejando que la historia te acompañe; y la de la ficción, esa realidad en la que de repente te has convertido en acompañante de un investigador privado, un abogado que lucha contra una multinacional o un escritor frustrado que se lanza a dirigir películas de cine un día lluvioso. Lo que sea. 

Tal vez sea por eso por lo que el ser humano es tan propicio a las historias. Las necesita, de hecho. El periodo de vida del hombre se puede antojar corto, si lo miramos de forma rectilínea, desde que nacemos hasta que morimos; por eso las historias tienen tanto poder, porque nos permiten alargar la vida de manera horizontal, gracias a ellas cuarteamos la realidad en pequeños volúmenes, pequeñas vidas que vivimos con gran intensidad y que completan la única que realmente nos es dada. 

Así, la ficción se convierte en otros planos de la realidad. Gracias al pacto narrativo, nos asociamos empáticamente con determinados personajes igual que lo haríamos con nuestros amigos, nos identificamos con aquellos que sentimos más próximos o parecidos a nosotros y podemos llegar a odiar a otros que respondan a otros patrones distintos. ¿Quién no puede decir que alguna vez ha sentido la incertidumbre o el miedo de no saber qué ocurriría con un personaje en el siguiente capítulo? ¿Quién no ha deseado viajar a una ciudad después de leer un libro ambientado en ella? O, yendo más lejos, incluso, conozco casos en los que un lector (o espectador) se ha llegado a enamorar de alguno de los personajes de equis libro o serie. No somos raros por ello. Simplemente estamos aceptando la historia que se nos cuenta como real, sin cuestionar los límites de lo que es ficción y lo que es realidad. 

Es el pacto narrativo y es importantísimo, tanto en la ficción como en la vida. 

29-30 de octubre de 2012.

11 septiembre 2012

Storybrooke, ‘Once upon a time’ y la necesidad humana de las historias

Las personas necesitan las historias. Las necesitan para evadirse, para proyectarse, para escapar de las cadenas que las atan en este mundo. Somos consumidores de historias, devoradores o depredadores de ellas en algunos casos. Es por eso que leemos novelas, cuentos, o nos sentamos una hora delante de una pantalla, buscando en un lugar ficticio las respuestas que no somos capaces de encontrar aquí. 

Los personajes, los espacios y el tiempo que conforman Once upon a time son un claro ejemplo de la importancia de las historias. En este caso, el niño protagonista, Henry, acude a Boston para conocer a Emma Swan (Jennifer Morrison), su madre biológica, que lo dio en adopción al nacer por no tener recursos para criarlo. Emma lo acompaña a Storybrooke para devolverlo a su madre adoptiva, Regina Mills (interpretada por una soberbia Lana Parrilla). Pero la historia que le cuenta Henry la hará permanecer allí al menos unos días más. 


Este inicio de la serie es un claro ejemplo de esa necesidad de las historias para encontrar respuestas. Henry acude a buscar respuestas, de Storybrooke a Boston, y Emma hace lo propio mediante el viaje inverso. Pero la necesidad de los cuentos es, si cabe, mayor en el niño. Joven lector, Henry guía sus actos de acuerdo a un libro de leyendas y cuentos, que da título a la serie de ABC. Según ese libro, en el mundo de los cuentos, la reina se vengó de Blancanieves enviando a todos los personajes, incluido el otro gran malvado, Rumplestiltskin (Robert Carlyle), a un mundo sin magia, en un tiempo futuro y mucho más despiadado que el de los libros. Los personajes de cuento permanecerán atrapados allí hasta que la persona elegida rompa la maldición. Sobra decir que el lugar es Storybrooke, el tiempo es el actual y la elegida es Emma, que, evidentemente, no se lo creerá de primeras. 

Con esta receta, los guionistas, productores y encargados de ABC, comienzan la serie cargando al lector de incertidumbre sobre lo que se encontrará. He de admitir que, al principio, esperaba mucho menos de ella. Cuando me senté a verla simplemente buscaba esa desconexión, fruto de los cuentos, que mencionaba con anterioridad. Pero la sorpresa ha sido grande cuando, poco a poco, los capítulos han ido adquiriendo emoción y suspense y me han conseguido llevar casi como otro personaje a Storybrooke. 

Uno de los éxitos visuales de la serie es la alternativa de los dos mundos en la pantalla: por un lado vemos el mundo de los cuentos clásico, mientras que por otro, estamos en Storybrooke, con los personajes de cuento atrapados sin saber quiénes son. Las caracterizaciones de los trasuntos actuales del cuento son otro de los puntos fuertes de la producción de ABC. Un Pepito Grillo convertido en psicoanalista, la Reina Malvada como alcaldesa inflexible, Ruby (Meghan Ory), una caperucita con rasgos góticos que trabaja de camarera, la profesora Mary Margaret (Ginnifer Goodwin), una personalización presente de Blancanieves o el excéntrico Rumplestiltskin convertido en el dueño de una casa de empeños y oportunidades. Estos son algunos de los personajes de cuento atrapados en una realidad que se les ha dado como suya mediante la maldición que les ha hecho olvidar su origen mágico. Mientras tanto, Henry, el niño, se cree a pies juntillas todo lo que pone en su libro y ve en Emma, convertida en la sheriff del pueblo, la posibilidad de desanudar las cadenas que atan al resto de Storybrooke. 

Lo dicho, la necesidad de los cuentos y la capacidad de los hombres de dejarse atrapar por las historias.


29 agosto 2012

Winter is coming, again

Existen dos formas de ver una serie: deglutirla o reflexionar sobre ella. Uno de los resultados de la segunda vía es el que nos muestra la obra Juego de tronos, un conjunto de ensayos, editados por Errata Naturae, que reflexionan sobre la maravillosa adaptación de HBO y la saga de libros de George R. R. Martin.

Detalle de la portada.
Es cierto que la historia de Juego de tronos da pie a todo tipo de interpretaciones; desde las guerras medievales inglesas hasta las luchas de poder más modernas tienen cabida en la batalla por el trono de Hierro. La recopilación de artículos recogida en este libro da buena cuenta de todas ellas, y hasta incorpora un relato de Manuel Loureiro, que pretende dar visibilidad a la intrahistoria de Valakin, un personaje inventado, dentro del entorno real de King’s Landing. 

En las páginas de esta obra encontramos análisis de la serie –y el libro- con todo tipo de matices e interpretaciones. Sólo por poner dos ejemplos: Marcus Schulzke profundiza en los personajes por el camino de Maquiavelo y El príncipe, y Greg Littmann hace lo propio con el Leviatán de Thomas Hobbes. Ese es el tipo de ensayos que podemos encontrar en esta obra de Errata Naturae. Muy lejos del análisis banal de tipo bien/mal que tanto abunda en la actualidad. No, este libro es una herramienta para profundizar en la historia, las metáforas o el estilo de George R. R. Martin, tanto el escritor como el guionista de la serie. Una vía para reflexionar sobre la historia. 

Es indudable que Juego de tronos está siendo una de las sensaciones del momento. Ya lo era la saga de libros, pero desde la llegada de la producción de la cadena HBO, ha aumentado sus adeptos más si cabe. ¿Y por qué nos atrae? Personalmente creo que porque tiene todos los elementos necesarios, y además en las dosis precisas, sin incurrir en excesos. El sexo, la violencia, la traición, el honor o la familia, son algunos de los pilares que sustentan la trama. La lucha por el trono de los siete reinos es la excusa, la percha que se diría en el lenguaje periodístico. 

Por otra parte, el desarrollo de los personajes es capital, resultando de ello caracteres memorables. En el libro de Errata Naturae encontramos dos ensayos que se centran por completo en dos de los personajes, dando muestra de su importancia y sus alegorías de la realidad. Son los casos de Daenerys Targaryen, que a lo largo de la saga progresa en lo que Jorge Carrión denomina “las tres vidas de Daenerys”, y Tyrion Lannister, el Medio hombre, que quizá es el personaje más querido de la saga, y, desde luego, la mejor interpretación de las dos temporadas de la serie, y que está repleto de símbolos y figuras, tanto literarias como reales, teniendo siempre en cuenta que hablamos de ficción. 

Los personajes de esta historia están cargados de principios y valores. Ese es el motivo de que pronto nos sintamos identificados con algunos de los aspirantes al trono y nos hagamos valedores de sus lemas. Bien conocida es la querencia, a veces suicida, de los Stark por el honor, el respeto de los dothraki por las batallas y sus vencedores o la codicia y el valor del dinero y las deudas para los Lannister, entre otros. 

Un gran acierto de la editorial Errata Naturae, que, poco a poco, está convirtiéndose en una editorial de referencia en este tipo de libros (ya editó obras similares de las series The Wire y Los Soprano y el soberbio ensayo Teleshakespeare, de Jorge Carrión). Sin duda, el conjunto de artículos que nos ocupa es un imperdible para los seguidores –y amantes- de la novela de Martin y también para los que, sin haberla leído, nos hemos sentido atrapados por la producción de HBO. 

Imprescindible.

* Juego de tronos. Un libro afilado como el acero valyrio. VVAA. Errata Naturae Editores. 208 páginas.

16 agosto 2012

'Way down in the hole': apuntes sobre The Wire

"It's all in the game"
Omar Little

Leer entre líneas.
[Aviso: este artículo puede contener spoilers]

Elaborar un retrato de una ciudad, y que éste sea fiel a la realidad, es una de las cosas más difíciles que pueden existir en la ficción. Muchas voces hablan de The Wire como la mejor serie de la historia, lo cual puede ser perfectamente cierto (aún no he visto Los Soprano, Deadwood u otras candidatas). Si lo es, de verdad, quizás sea gracias a que ha conseguido ese reto tan complejo de describirnos Baltimore de manera incuestionable. 

David Simon y Ed Burns, ex periodista y ex policía respectivamente, utilizan un formato que consiste en cambiar el patrón constantemente. Al principio, vemos The Wire como una serie en la que unos policías tratan de destruir las redes de narcotráfico y persiguen a los dealers a través de escuchas telefónicas (wire). Así comienzo la serie y esa es la base sobre la que se sostiene todo lo demás. 

Sin embargo, cuando la segunda temporada arranca en los puertos no sabemos muy bien si hemos escogido el capítulo correcto o si nos hemos equivocado de serie. Precisamente esa es la fórmula adoptada por los creadores de The Wire: atrapar al espectador cambiando el foco en cada temporada. La visión que los autores dan de Baltimore es una visión total, desde la omnisciencia, que podría responder al modelo de cualquier lugar del mundo. Bmore puede ser cualquier ciudad. Para llegar a esa visión completa, cada temporada centra la mirada del espectador en un estamento distinto. En la primera temporada, además de la presentación de personajes, vemos la lucha de desgaste entre la policía, los traficantes y los corner boys. A partir de la segunda nos adentramos en la lucha sindical y los aspectos menos legales de los estibadores de los muelles, caemos presos de las redes políticas, en la tercera, o acompañamos a los jóvenes a la escuela, y a sus maestros, en la cuarta temporada. Por último, en la quinta, somos testigos del proceso de elaboración de información que hacen los periodistas del Baltimore Sun, el diario más importante de la ciudad, en el que trabajó David Simon. De esta forma, focalizando parcialmente la atención del espectador, cuando terminamos con la serie nos queda la sensación de tener una idea bastante aproximada de lo que se mueve en Baltimore. 

David Simon asegura que concibió la serie como una novela, en la que cada episodio fuese un capítulo del libro. Y lo cierto es que el resultado no deja en mal lugar su afirmación. The Wire es literatura audiovisual. El desarrollo de la trama es similar al que podríamos leer en una de las grandes novelas de la Literatura. No en vano, muchos de los críticos aluden a escritores como Dickens, Shakespeare, Víctor Hugo o Dostoievski, entre otros, a la hora de analizar cada una de las temporadas de la producción. 

No obstante, The Wire no engancha sólo por su trama. Más allá de la historia, lo que nos atrapa de esta serie es el tratamiento de los personajes y las magníficas interpretaciones. Los personajes crecen a medida que avanza la historia. A lo largo de las cinco temporadas, los acompañamos y vemos cómo se modifica su carácter. Es más, advertiremos que algunos de los que nos parecían buenos al principio se convierten en detestables, y viceversa. Los personajes son lo que verdaderamente hacen de esta producción la mejor de la historia de la televisión. 

Personajes de la serie.
El tratamiento y el desarrollo de los personajes son exquisitos. Los guionistas hacen tal hincapié en esta premisa que el guion se ve ralentizado en ocasiones, motivo por el que más se ha criticado a The Wire. No obstante, el resultado es tan notable que, visto cada minuto de la serie, finalmente ninguno sobra. 

Sería muy difícil destacar algunas interpretaciones por encima del elenco, ya que por lo general, todos los actores consiguen hacer creíbles a sus personajes, pero personalmente me quedo con el drogadicto Bubbles (Andre Royo), una soberbia interpretación del yonqui medio, difícilmente alcanzable, Omar Little (Michael Kenneth Williams), una especie de Robin Hood de los dealers, homosexual y sujeto a un vasto código moral, que sobrevive a base de robar la droga a los narcotraficantes, o el detective Lester Freamon (Clarke Peters), un policía con humor, idealista, encargado de las escuchas y siempre dispuesto a hacer de Baltimore un sitio mejor. Es posible que el lector discrepe en estas apreciaciones, ya que, como dije antes, las interpretaciones, por norma general son de gran nivel en todos los actores. 

Sin embargo, Beadie Russell (Amy Ryan) quizá sea el personaje con más desarrollo de la serie. Cuando la conocemos en los puertos, en la segunda temporada, la percibimos como una policía sin apenas aspiraciones, que se limita a controlar lo que ocurre en los muelles. Sin embargo se irá dando cuenta, sobre todo durante esa segunda temporada, de que tiene grandes dotes para la investigación. Desde entonces, ya descubierto su potencial y presentada como una mujer más que válida, se convierte poco a poco, además, en una metáfora del hogar. Beadie es la representación de ese llegar a casa una tarde fría de invierno después de un día duro y entrar a la ducha caliente. Su progreso la lleva a ser el bienestar y la sinceridad, la comprensión y el carácter. Siempre dueña de su casa, aunque un poco presa de su pasado, y pendiente de sus hijos, sería algo así como la Bella y Perfecta Madre de Paul Auster. Por si fuera poco, ella es el personaje que da apoyo a la evolución del que se puede considerar como lo más parecido a un protagonista, el detective de raíces irlandesas, alcohólico y mujeriego, Jimmy McNulty. 

Jimmy McNulty y Beadie Russell, en una escena.
Si hay otra cosa destacable en los guiones de The Wire son los diálogos. Sobre las conversaciones se edifica todo el resto de la trama. Esos diálogos obligan a los guionistas a presentar, muchas veces, a los personajes en parejas. Es posible que cuando nos venga a la cabeza la obra de Simon lo hagan sus inolvidables duplas y las conversaciones que mantienen. Bubbles y la detective Kima Greggs, los inseparables policías McNulty y Bunk, los traficantes Stringer Bell y Avon Barksdale, el matón Chris Partlow y su homóloga femenina Snoop, Omar Little y Marlo Stanfield, Prop Joe y su sobrino Cheese, los corner boys Poot y Bodie, el teniente Cedric Daniels y la fiscal Ronnie Pearlman, o los policías Carver y Herc, entre otras. Casi siempre parejas que sustentan el guion mediante sus diálogos. 

The Wire no es solamente una serie de policías. Va mucho más allá de eso. Pero tampoco es un documental. Es un retrato enmarcado en la ficción sobre el negocio de la droga y sus fatales consecuencias en todos los estamentos de la sociedad. No hay buenos ni malos. Todos los personajes utilizan el sistema según les convenga en cada momento. David Simon y Ed Burns igualan los vicios de los dealers con los de los políticos, policías, periodistas o educadores. Todos se sirven del sistema según lo necesitan. Y en todos los estamentos hay personajes sin escrúpulos y otros que se rigen conforme a unos códigos de honor más que respetables. Es una equiparación de vicios y virtudes. Al fin y al cabo no es tan distinto el político del capo de la droga a la hora de buscar su propio beneficio. Con esta analogía golpean los creadores a la sociedad norteamericana, mediante una visión amarga que no hace otra cosa que registrar en el mismo expediente moral a los malos y los buenos. Sentar en el mismo banco a los traficantes, los políticos, los jueces, al periodista que inventa una historia para optar a un premio o al policía que mezcla dos casos para lograr atrapar a un delincuente peligroso. Y a su vez reconocer la bondad en quien de síntomas de ella, ya sea un lugarteniente de la droga como Stringer Bell, el jefe de los trabajadores del puerto, Frank Sobotka, o el sargento Howard Colvin, por poner sólo algunos ejemplos. 

No sé si será la mejor serie de la historia, habrá discrepancias sobre ello, pero sí estoy seguro de que está en el top tres. Sus capítulos nos causan rabia, nos hacen reír y nos llevan al borde de la lágrima en algunas ocasiones (véase, en la cuarta temporada, la historia de Duquan, Michael y Bugs, tres chicos de la escuela). Todo acompañado de una banda sonora espectacular, con Way down in the hole, de Tom Waits, en diferentes versiones, como canción principal. Hay una cosa que es casi segura: la amalgama temática de The Wire es amplia y diversa, si no te engancha una, lo hará la siguiente. La serie habla, entre otras cosas, de corrupción, drogas, coacción y violencia, de lucha sindical, de trabajo, de homosexualidad y de sexo, con una de las mejores escenas que yo haya visto nunca, en la cual la detective lesbiana Kima Greggs (Sonja Sohn), en una complicada situación sentimental, practica sexo con una mujer cuya identidad no conocemos por carecer de mayor trascendencia. 

En definitiva, poco más se puede decir de la serie. Por mucho que siga hablando de ella, no le haré la suficiente justicia. Lo que puedes hacer, incluso me atrevería a decir que debes hacerlo, si has leído hasta aquí, es ponerte a verla cuanto antes y sacar tus propias conclusiones. Mientras tanto, para cerrar este artículo, la famosa frase de David Simon al hablar de The Wire
"Que se joda el espectador medio".

25 julio 2012

'La carretera' o cómo embellecer el cruel cataclismo

Nunca, hasta ahora, había sentido miedo, del de verdad, al leer las páginas de un escritor. Ese curioso honor lo ostenta, desde ayer, el norteamericano Cormac McCarthy. Su libro La carretera es el primero que, por momentos, ha conseguido desasosegarme y atenazarme por encima de todas las cosas. 

La obra se desarrolla en un mundo post-apocalíptico, tras un cataclismo (¿guerra?) nuclear del que casi nada se conoce. Ni siquiera el desastre es mencionado directamente en la narración, si no que lo intuimos entre líneas. Tras la hecatombe nuclear todo ha quedado reducido a cenizas. El espacio que habitamos en La carretera es yermo, invernal, sin color y con un profundo hedor a muerte

En este escenario McCarthy sitúa a un padre y a su hijo de poco más de diez años. El padre, falto de salud, pretende llegar a la costa, el único sitio en el que alberga una esperanza de salvación para su hijo. Y para ello caminan por esa carretera interestatal que da título a la novela. Una autovía llena de peligros y devastación allá por el costado que miren. 

Todo alrededor de la carretera es pasto del fuego. Los dos personajes se adentran en los bosques tan solo para comer y buscar refugios en la noche oscura, cada vez más larga, ya que dormir en la carretera encarna un terrible peligro. Allí pueden ser alcanzados por "los malos". No piensen en fieras, ni cosas fuera de lo normal, no. El mayor peligro en este mundo post-apocalíptico es el mismo ser humano. Los supervivientes a la catástrofe se han convertido en una especie de depredadores para la propia raza humana: no dudan en matar a otros hombres, violan a las mujeres e incluso comen niños. McCarthy elimina las fieras y los animales de su novela, y con ello lo que busca es resaltar ese terrible peligro que encarna el hombre para sí mismo. El hombre es un lobo para el hombre. Y lo consigue.

El escritor se sirve de una técnica narrativa parca en descripciones. El clásico estilo del autor elevado a la máxima potencia: una prosa cruenta, áspera y sin florituras, pero a su vez con notables licencias poéticas. Una narrativa casi teatral, lírica, fragmentada en pequeñas escenas cuasi individuales, que por momentos alcanzan el grado de feroz prosa poética. No se desvela apenas nada. Ni siquiera conocemos el nombre de los dos únicos personajes de la obra. Pero no es lo único que omite. También ignora el origen de la catástrofe nuclear, el porqué de que la pistola que lleva el padre parezca ser de las únicas en el mundo, o la historia de la madre, ausente, pero presente a la vez, durante toda la novela.

Los silencios son un elemento clave en esta historia. Se ha cuestionado la obra por esa elipsis. A mí, en cambio, me parece un acierto absoluto. Lo que consigue el norteamericano con esta ausencia de datos es despersonalizar el drama: convertir al padre y al niño en representantes de la totalidad de la humanidad, la tragedia nuclear en cualquiera de las posibles, y el mundo gris y cubierto de cenizas en cualquier escenario post-apocalíptico imaginable.

El autor de No es país para viejos se ayuda del paisaje, como un personaje más, para dosificar la tensión de la narración y consigue crear un clima aterrador. Ese paisaje protagonista, unido a la constante huida del padre y el hijo, para no caer en manos de "los malos", convierten el libro en una cápsula que angustia y atrapa a la vez al lector. 

La obra, ganadora del Pullitzer en 2007, es, además, una bella alegoría de la tierna relación entre un padre y un hijo, en la que el uno es lo único que le queda al otro, y viceversa. Dicho vínculo es la única esperanza en la raza humana que nos queda mientras nos sumergimos en la distopía. Una relación paterno-filial que consigue embellecer el cataclismo por momentos y sacarnos una sonrisa, aunque el autor pronto nos vuelve a golpear con su cruel realidad. De esta manera el escritor de Rhode Island consigue la representación total del hombre, en lo bueno, con el padre y el hijo luchando el uno por el otro, y en lo malo, con el hombre matando y devorando a los de su especie por sobrevivir un día más. 

Sin duda, una obra escalofriante, un hito en la narrativa contemporánea.

19 julio 2012

Elogio de la escualidez

Escualidez:
1. f. Suciedad, asquerosidad.
2. f. Flaqueza, delgadez, mengua de carnes.

Si alguna palabra se repite durante toda la obra de Leonardo Padura es ésta. Desde sus dedicatorias a Lucía, “con amor y escualidez”, hasta el propio estilo del cubano, extendido también a la manera de ser del detective Mario Conde, se pueden definir como escuálidos.

Hablar de Padura es hacerlo de Mario Conde, su gran personaje. El Conde es un investigador que trabaja con la policía de La Habana en la resolución de crímenes y que además trata de retirarse como escritor. Desde luego, el apartado criminal y policial es extenso en la tetralogía del Conde (en sus inicios la saga se concibió como cuatro novelas, conocidas como Las cuatro estaciones, aunque posteriormente Padura la aumentó con tres nuevos volúmenes), sin embargo, no es lo único que encontramos en sus más de mil páginas.

Quizás lo que nos termine de atrapar de estas historias son su delicadeza, esa escualidez con la que dota Leonardo Padura a su héroe. Esa manera de enfrentarse a la vida y a los golpes que ésta le asesta, ya sea en forma de un amigo exmilitar postrado en una silla de ruedas a causa de una bala, el flaco Carlos –que ya no es flaco-, o de la soledad de no tener más familia que éste y su madre, un personaje entrañable, por cierto, que nos hace sonreír a lo largo de toda la historia.

Esa escualidez que tanto airea Padura puede referirse a muchas cosas. En el sentido estricto de la palabra, a la propia suciedad de La Habana que nos muestra el escritor, área de escasez, debido al bloqueo estadounidense, y de condiciones poco humanas en algunos casos que vemos en las páginas de la obra. Pero no sólo a ello. Si ampliamos el abanico conceptual, la escualidez que transmite Padura en cada obra puede referirse a las relaciones de Mario Conde con todo su entorno, tanto las mujeres, el grupo de amigos del detective, la propia Habana que el escritor retrata sin concesiones ni condescendencias.

Leonardo Padura
Las mujeres con las que se cruza el Conde son uno de los elementos narrativos más importantes en los libros de la saga. No cabe duda de que, entre todas, destaca Tamara, la jimagua, el amor juvenil de Conde, con la que se vuelve a topar en la primera obra, Pasado perfecto. No obstante no es la única, aunque sí la más especial, la incondicional. En las obras siguientes existen otros personajes femeninos que traen de cabeza al policía, por las que pierde el sentido y con las que siempre termina cayendo de costado, como Karina o Miriam.

No es un detalle nimio, al contrario; las mujeres dan la coherencia (o incoherencia según los casos) necesaria al personaje para que no sólo se limite a sus procesos. Son el nexo que une al Conde con la realidad del resto del mundo, empezando por su amigo el flaco Carlos, al que, entre rones y tabaco, hace partícipe de triunfos y fracasos. De hecho, muestra de la importancia del personaje femenino en la tetralogía es que la única que no alterna una trama en la que el Conde salga con una mujer sea la más apática y espesa de las cuatro: Máscaras.

El Conde es un personaje mítico e inolvidable, una especie de Sherlock Holmes cubano, al que el lector acaba cogiendo cariño y tratando de aconsejar en cada página que voltea. Un Sherlock que, como no podía ser de otra forma, es acompañado por su particular Watson, transcrito en el sargento Manuel Palacios.

La saga de Mario Conde (editada en España por Tusquets) es, aunque pueda sonar paradójico, un conjunto de obras policíacas que no se centran en el apartado policial. Cualquiera que haya leído alguna de ellas, probablemente sepa de qué hablo. Si pudiésemos desgranarlas, ocuparía prácticamente lo mismo la proporción de espacio dedicada a la investigación y el crimen que aquellas en las que podemos ver al Conde flirtear, amar y desengañarse con las mujeres o sentado frente a su máquina de escribir Underwood, redactando pasajes de su novela “escuálida y conmovedora”, que Padura nos permite leer a veces por encima de su hombro.

La tetralogía inicial muestra el paso del año 1989 a través de cuatro casos. Todas las novelas están vertebradas por un crimen que el Conde tratará de esclarecer mientras intenta vivir la vida más allá de la Central. En Pasado perfecto, transcurrida en invierno, el teniente investigará la desaparición de un empresario, para colmo el marido de su amor Tamara. Vientos de cuaresma, por su parte, comienza con el cadáver de una profesora en la primavera cubana. En la tercera, Máscaras, vemos una Habana hastiada por el verano en la que Mario lidia con el asesinato cruel de un travesti. Por último, Paisaje de otoño, en la que el Conde reingresará en comisaría para solucionar la muerte de un rico que ha regresado a Cuba, desde el exilio, días antes de morir.

Portadas de la serie Mario Conde, en orden cronológico (no de publicación)
Posteriormente, fuera de la tetralogía de las cuatro estaciones encontramos tres obras más: Adiós, Hemingway, La neblina del ayer y La cola de la serpiente, en las vemos al Conde, ya retirado de la policía, ganándose la vida como vendedor de libros de segunda mano, mientras ayuda a la policía a investigar algunos casos excepcionales y recuerda sus encuentros con gente de la talla de Hemingway, uno de sus ídolos, al que trata de parecerse cada vez que se pone delante de su vieja Underwood.

La carrera de Mario Conde como escritor es una de las líneas argumentales más potentes de la saga. El teniente es un idealista que, pese a dedicarse a resolver crímenes, desea con fervor convertirse en escritor. Su primer texto lo podemos leer en Máscaras y es de por sí magnífico. Probablemente responda a un cuento ya escrito con anterioridad por Padura, que el Conde simplemente tomó prestado. A partir de entonces, vemos como el policía avanza en su carrera literaria, lanzándose a escribir su libro "escuálido y conmovedor", que tiene al flaco Carlos y su desdicha personal como epicentro narrativo. Esta es la novela que el Conde madura desde Pasado perfecto pero cuya escritura no comienza hasta el último libro de la tetralogía, Paisaje de otoño.

El avance en el terreno de la escritura es sólo un ejemplo del desarrollo del carácter creado por Leonardo Padura, que no se limita a resolver crímenes, si no que evoluciona como persona y personaje, junto al lector y esa Habana íntima, que retrata de forma tan bella, tan escuálida, el que muchos consideran mejor escritor cubano.

09 julio 2012

El estilo frente a la trama

¿Es más importante el estilo o la trama de una obra? 

Seguramente habrá partidarios de las dos opciones. Y es muy probable que para los unos, los otros se hayan vuelto locos, y viceversa. Hay gustos para todo y ninguno tiene por qué tener necesariamente más razón que otro. 

Particularmente pienso que el estilo lo es todo y que está por encima de cualquier otra variable. Mi justificación a esta afirmación es sencilla. Una obra en la que predomine un estilo acorde a nuestros gustos puede convertirse en una obra de cabecera pese a que su trama sea simple o trivial. Sin embargo, una obra en la que la trama sea muy elaborada, pero no tenga un ápice de estilo, está condenada por norma a la segunda fila de la estantería. 

Existen muchos autores que apoyan en esta teoría todo el conjunto de su obra. Escritores que repiten sus tramas constantemente, pero cuyas novedades se siguen esperando como si fuesen la primera. Su sello es el estilo. Un ejemplo muy claro de esta preponderancia del estilo es el novelista Patrick Modiano, uno de los referentes de la narrativa francesa contemporánea. Las obras de Modiano presentan siempre tramas similares (un hombre que no se encuentra a sí mismo, el personaje de una mujer misteriosa, escenarios muy particulares), pero, sin duda, lo que más cautiva a los lectores es esa seña de identidad, esa atmósfera de misterio, que crea con su particular estilo. 

Es sólo un ejemplo. Existen muchos autores que se caracterizan por su estilo más que por sus argumentos. Al fin y al cabo las tramas son repetidas a lo largo de los años, tramas aparentemente diferentes bajo las que subyacen las mismas líneas argumentales repetidas una y otra vez. El estilo, en cambio, no. El estilo es diferente en cada autor. Dos – o más- autores podrían escribir una obra de tema común, pero su estilo determinaría un resultado completamente dispar en cada uno de los textos. De hecho, la aceptación seguramente variase de uno a otro, según las preferencias estilísticas del público. 

La trama en este caso queda en un segundo plano. Es importante, claro, pero no determinante. No es el factor que nos va a hacer permanecer enganchados a una obra. A lo largo de mis años como lector (unos pocos ya) he tenido libros de los dos tipos. Libros con argumentos potentes e interesantes que no he podido terminar por culpa del estilo y, lo contrario, libros con argumentos poco atractivos o muy trillados que me han mantenido en vilo gracias al estilo de la obra. El último ejemplo de este tipo de novela con el que me he encontrado ha sido Tokio Blues de Murakami, una novela cuyo argumento no estaba enganchándome –ni lo consiguió nunca-, pero que me sedujo con el suave estilo del japonés. 

Personalmente creo que la trama es la herramienta del best-seller, pero el estilo lo es de ese otro tipo de literatura, más especial, que pretende alejarse de dicha corriente. Los escritores tienen un estilo propio, lo labran durante toda su carrera y quizás sea la parte más complicada de su labor. Pero ese estilo, cuando se alcanza, perdura en el tiempo por encima de la trama.

16 junio 2012

Los buenos y los malos

Buenos y malos. En la vida, como en las historias, siempre se tiende a categorizar todo en bueno o malo. España –y quién sabe si no la humanidad- no tiene punto medio. 

La última novela de Fernando Aramburu, Años lentos, descategoriza por completo a sus personajes y, por tanto, esta afirmación. La historia sitúa a una familia en el País Vasco de los sesenta, los años del origen de ETA. Son muchos los personajes que desfilan por las páginas del autor, y el desarrollo, que nos lleva a categorizarlos y deshacer nuestra opinión constantemente, no permite al final determinar buenos y malos. 


Está la niña puta que se tira a todo lo que se mueve, para deshonra de la familia (hay que tener en cuenta que hablamos de los sesenta); la madre que antepone un hijo frente a otro, el padre pasota que soluciona –u olvida- todo en el bar (muy española la actitud), y el cura cabrón y nacionalista que come el coco a los chavales para inculcarles el patriotismo vasco y, por último, el chico, que poco a poco se abraza a ETA. 

La historia les dará a todos un vuelco; ninguno llega al final de la historia en la misma situación que la comenzó. Nadie es bueno, ni malo. Y todos, en algún momento, lo son: tanto las personas ideales como los soberbios hijos de la ira –por no decir nada peorsonante

La vida es igual. Aramburu nos enseña que no existen buenos y malos para todo. Cada cual tiene unos motivos que lo explican todo. La famosa frase de Ortega y Gasset “Yo soy yo y mis circunstancias”. Y así es. Nuestros motivos, por agrios, toscos e ilegítimos que puedan ser, no tienen por qué convertirnos sólo en buenos y malos. Es todo mucho más complejo que una simple etiqueta.

24 mayo 2012

1984 / 2012: Big Brother is watching you



Todavía con mi periplo londinense fresco y cercano en el tiempo, me paro a pensar en la sociedad distópica que propone George Orwell en su obra cumbre 1984, versionada en otros títulos como Person of Interest

Las ventajas/inconvenientes de la tecnología es un tema que me hace reflexionar a menudo. No hay nadie que dude que la escalada tecnológica nos ha procurado un incomparable marco de comodidad y de bienestar nunca antes conocido. Eso es cierto y creo que poca gente lo discutirá. 

Sin embargo, utilizada de otras maneras, esta misma tecnología nos puede convertir en esclavos de un sistema sobrevigilado y estigmatizado por la entrada de estos productos y la consiguiente creación de nuevas medidas de control sobre (y mediante) ellas. 

Londres es la ciudad en la que Orwell sitúa su distopía autoritaria y ultravigilada en el año 1984. Cuando recorría las calles o el metro de la capital, no podía parar de pensar en el paralelismo entre la ficticia Londres de Orwell y la actual, que ya espera de brazos abiertos la inauguración de los Juegos Olímpicos, que traerán –como no podía ser de otra manera- un notable aumento de la seguridad. 

En cada esquina, una cámara. La red de ojos CCTV is watching you. Existen más de 40000 cámaras de videovigilancia, que graban a cada persona una media de 300 veces al día, según un informe de la plataforma de derechos civiles Big Brother Watch (BBT).

One nation under CCTV; Banksy.
Tiempo atrás, argumentos de ciencia-ficción como los de V de Vendetta, 1984, ambas situadas en Londres, o la ya citada Person of Interest, que muestra una ciudad de Nueva York constantemente vigilada, quedaban muy alejadas de la realidad. Sin embargo, a día de hoy, están más cerca de poder concretarse algún día. Es más, en Londres, hoy, ya es difícil encontrar una posición en el exterior en la que ninguna cámara tenga alcance –mayor o menor- a tu posición. La frontera entre el espacio público y el privado se difumina, y con ello el término sajón privacy, que pierde su connotación. 

“Los británicos han aceptado sumisamente todo, desde las cámaras de televisión de circuito cerrado hasta la vigilancia más invasora de la intimidad, en lo que ahora es la democracia más autoritaria y ‘sobreinformada’ del mundo”, escribe Tony Judt en su última obra Algo va mal (2010).
  
La sociedad panóptica de la que habló Michel Foucault en Vigilar y castigar, basándose en el modelo de prisión ideado por Jeremy Bentham en 1791, está a la orden del día. Bentham hablaba de una cárcel en la que una torre central tiene la capacidad de vigilar a cada uno de los presos, que no sabe cuándo es observado, destruyendo así el dualismo ver-ser visto. Decía Foucault: 

“Una tecnología nueva: el desarrollo, del siglo XVIII al XIX, de un verdadero conjunto de procedimientos para dividir zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos "dóciles y útiles". Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres: la disciplina. El siglo XIX inventó, sin duda, las libertades; pero les dio un subsuelo profundo y sólido -la sociedad disciplinaria de la que seguimos dependiendo [...].”
  
Lanzaba, además, una advertencia: la ampliación del dispositivo de vigilancia panóptica a toda la sociedad supondría una pérdida de libertad y un acercamiento peligroso a las sociedades autocráticas y dictatoriales. La implantación no tendría por qué ser desde el punto de vista arquitectónico. Bastaría, argumentaba Foucault, con encontrar la manera en la que instalar esa maquinaria que permite disociar el binomio ver-ser visto

“Son las sociedades de mercado anglosajonas, las que más se vanaglorian de sus libertades, las que han ido más lejos en estas direcciones orwellianas”, apostilla Judt.
  
Hoy en día hemos llegado a un punto en el que somos algo más que esclavos de esta tecnología. Internet, y sobre todo Google, ha contribuido de forma radical a este efecto. Cualquiera que se haya interesado por conocer –o directamente por borrar- los datos que la empresa americana almacena de nosotros, mediante la memoria de nuestros clics, habrá cerrado el navegador asombrado por los perfiles –no autorizados- que obtiene la empresa de sus usuarios con el fin –dice- de crear una publicidad a medida que cause menos incomodidad para el propio usuario. 

En la miniserie Black Mirror –altamente recomendable-, Charlie Brooker nos muestra una sociedad monitorizada hasta los límites más incoherentes, en la que los individuos, mero instrumento de enriquecimiento y entretenimiento, son constantemente controlados y dirigidos por la publicidad y la tecnología –o el mal uso de ella-. Brooker ironiza, incluso hiperboliza algunos aspectos de la sociedad actual, con el fin de alertar de los peligros a los que nos estamos dejando arrastrar sin hacer nada. 

Internet, los circuitos cerrados de videovigilancia, los programas de reconocimiento facial, control y diseño de perfiles individualizados según el historial de internet o el correo electrónico… es lo que ya se conoce como el nuevo panoptismo y se ha convertido en el nuevo método de control ciudadano, que convierte a las sociedades democráticas en algo así como democracias autoritarias. Algo que hace medio siglo sonaba a pura distopía. 

Londres es sólo un ejemplo, en países como Méjico o Francia ya se están llevando a cabo mecánicas similares. 1984 es 2012. Google es el Gran Hermano. Winston puede ser ya cualquier ciudadano. Libertad es esclavitud. Big Brother is watching you.


Artículos y noticias sobre el tema:

16 mayo 2012

Inmortalizar la realidad

El turista pasa media vida disparando fotografías y la otra media viéndolas. Hace unas semanas, Vicente Verdú escribió en su columna habitual del diario El País, una columna titulada La foto que todo lo ve, en la que hablaba de la manía de fotografiar absolutamente todo sin tregua.

La irrupción de la fotografía digital ha eliminado esa barrera antigua que propiciaba el carrete. La película fotográfica permitía 24 o, a lo sumo, 36 disparos, antes de agotarse. El fotógrafo tenía entonces una especie de responsabilidad a la hora de apretar el botón e inmortalizar un momento. Las opciones eran limitadas. Como hemos visto en la última década, las cámaras digitales, los dispositivos de almacenamiento masivo (que incluso se pueden llevar ya en el bolsillo) y la tecnología fotográfica permiten hacer y deshacer al fotógrafo hasta conseguir la toma que desee, sin ningún margen de error. 

Escribía Verdú en su columna que gracias a esta práctica simplifica la realidad. Yo me permito el lujo de añadir que, además de simplificarla, lo que hace es convertirla en un objeto de fondo de cajón. Salimos de viaje y llegamos a casa de vuelta con millares de fotografías del Big Ben, la Torre Eiffel o el Empire State. Probablemente, muchos de los turistas no vuelvan a ver sus fotografías nunca más, después de los típicos retoques de Photoshop y la subida masiva a redes sociales. Si acaso, una o dos veces en las que la nostalgia por determinada ciudad, o momento vivido allí, nos apriete y decidamos recrearlo a partir de alguna imagen. De esta forma, la realidad se convierte en un objeto de fondo de cajón en nuestras fotografías. 

"De este modo tratamos de eternizar nuestra vida al precio de poseerla simplificada en un almacén virtual", dice el filósofo. Sustituímos el placer de ver con los ojos por el la necesidad de poseer para siempre el instante. Personalmente, creo, y espero que así sea, que las dos posibilidades sean compaginables. Es lo que me gusta hacer a mí. Veo, disfruto, me detengo un rato a percibir la realidad, antes, o después, de que mi alma de fotógrafo frustrado se lance a inmortalizarla. 

La realidad de las ciudades cambia en el momento en el que dejamos de percibirla íntegramente con los ojos y empezamos a hacerlo, parcial o totalmente, a través de una pantalla. Las imágenes se convierten en encuadres, la fotografía se devalúa como disciplina y los monumentos, parques o recovecos de las ciudades pasan a ser un ejército de fotografías exactamente iguales que se alinean en el cajón de un disco duro, exactamente iguales a las que tendrá el vecino cuando viaje a la misma ciudad. 

Mientras tanto la realidad sigue ahí, esperando a que la descubramos e, incluso, a que la inmortalicemos, con o sin una cámara. Y merece la pena hacerlo

13 mayo 2012

Necesidad de separar

Muchas veces he escuchado sobre Federico García Lorca: “Ese es un maricón. Yo no lo leo.” Y no precisamente con gente demasiado radical. Pues sí, Lorca, que ahora entra de lleno al plano de la actualidad cultural por la carta que escribió a su amante, era homosexual. ¿Y qué? 

¿Importa la orientación, tanto sexual como política o de otra índole, a la hora de leer una obra o disfrutar del Arte? 

Federico García Lorca
Lorca era homosexual, sí. También Céline era un filonazi antisemita y un gran ejemplo del perfecto hijo de puta, pero su obra literaria es soberbia. Se dice que Charles Bukowski era un mujeriego que no quería a las mujeres salvo para desahogar su pulsión sexual y poco más. Son multitud de artistas que han sido criticados, e incluso ninguneados absolutamente, por su ideología o sus gustos personales. 

Hay que diferenciar al artista y el Arte de la persona y lo estrictamente personal. Es necesario. Por el bien de todos y, sobre todo, por el bien de nuestro propio conocimiento. Mario Vargas Llosa escribió hace un año, en El País, un artículo al respecto, con motivo del homenaje negado a Céline en Francia por sus motivaciones racistas y filonazis, en el que abogaba por esta diferenciación. 

Dalí es criticado porque en la etapa franquista se quedó en España, al contrario de otros artistas, como Luis Buñuel (quien más le critica) o Pablo Picasso. ¿Es menos importante la obra de Camilo José Cela que la de Miguel Delibes si el que lee es de ideología más próxima a este último? ¿Y al revés? ¿Se disfruta menos de La colmena o de El camino según en qué lado de la línea nos situemos? 

Hay que separar al artista, al escritor, al creador, de la persona. Es estrictamente necesario para entender la cultura

Louis-Ferdinand Céline
Si dejamos de leer a Louis-Ferdinand Céline y le ninguneamos sólo por su personalidad, detestable, obviando su obra, excelsa; estaremos renunciando a una gran parte de la Literatura francesa del siglo XX. Sólo pensar en no leer Viaje al fin de la noche por eso, debería causar remordimientos a cualquiera. 

Pensadlo un momento y decidme si no os parece así.

10 mayo 2012

La constante búsqueda de “el modelo”

La piratería y las descargas levantan ampollas cada vez que saltan a la palestra. La compañía de seguridad en Internet, Envisional.com publica periódicamente un estudio sobre este tema. En su reporte de febrero, los datos más destacables fueron los siguientes: 1) aproximadamente el 23’76 % del material que se mueve en la red infringe derechos de autor, 2) con el método del torrent se comparte alrededor del 17’9 % de archivos, más del 60 % vulnerando derechos de autor, y 3) desde las plataformas cyberlockers (como la extinta Megaupload) se comparte el 7 % de contenidos de la red, en este caso más del 70 % es de carácter ilegítimo. 

Según el estudio citado, los contenidos más descargados son la pornografía (35’8 %) y las películas (35’2 %); la música quedaría lejos, con un 2’9 % y los libros, en una cifra casi imperceptible (0’2 %). 

Muchos lo achacan a la clásica expresión, utilizada tantas veces, de “la cultura del todo gratis”. Evidentemente, la persona que trabaja –y el creador también lo hace, aunque a veces creamos que no-, gusta de percibir unos ingresos en reconocimiento de su obra igual que el trabajador cuando se le ingresa su nómina, algo que nadie discute. Seguramente a él le dará igual que provengan del pago por contenidos, de la publicidad o de lo que sea, pero nadie trabaja por amor al Arte. 

Quizás la solución al problema de la piratería pase no por penalizar las descargas sistemáticamente, sino por regularizarlas y permitir un sistema que pueda obtener ingresos para sufragar el coste y colaborar con la remuneración del autor. La eterna búsqueda un modelo de explotación que beneficie a todos. 

Se podría hablar de contenidos gratuitos con publicidad para que el que no quiera pagar. El que no desee anuncios pagaría una cuota. Esto ya se ha empezado a aplicar, por ejemplo en la música, con ejemplos como Spotify (tal vez sea el motivo por el cual haya descendido el número de descargas), pero podría extenderse a otras disciplinas. 

La cultura tiene un valor, que hasta ayer se le había dado con el precio. Sin embargo, a partir de ahora, tal vez haya que cambiar esa idea y otorgar valor a la cultura (y a sus creadores) por nuevas vías. Y, quién sabe, si, además, este nuevo modelo no supondría un aumento en la cultura adquirida por los ciudadanos. Buena falta hace.