29 septiembre 2015

Los anhelos de Alemania

Pieza publicada en Neupic

El tiempo, las cicatrices, la Historia y la Intrahistoria en ‘Heimat – La otra tierra’




El aspecto estructural de Heimat - La otra tierra (Die Andere Heimat – Chronik einer Sehnsucht, Edgar Reitz, Alemania, 2013) rememora las novelas familiares, de saga generacional, del tiempo en el que se circunscribe su trama. El novelista, en este caso cineasta, transporta a sus personajes hasta mediados del siglo...

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25 septiembre 2015

'De chica en chica', una reunión bomba

Crítica publicada en Esencia Cine


Uno podría estar durante horas mirando a María Botto actuar en cualquiera de sus trabajos. O a Celia Freijeiro. Y a Sandra Collantes. Y da la impresión de que Sonia Sebastián siente exactamente lo mismo. Por eso, quizás, sus trabajos, tanto los tres cortos anteriores como su primer largometraje, este De chica en chica, reluzcan principalmente gracias a las interpretaciones y a la focalización de la acción en torno a sus actrices, siempre mujeres. Los argumentos no suelen ser historias excesivamente novedosas, en absoluto; en cambio, son ellas las que le dan cierto aire distintivo gracias a su presencia en pantalla. 

En los tres cortometrajes anteriores de la directora, la acción y el peso dramático recaían siempre en dos mujeres. El primero, Elisa Guzmán (2004), era protagonizado por Estefanía de los Santos e Isabel Ampudia; en Dos mujeres, un pájaro y una triste historia de amor (2010) brillaban Celia Freijeiro y Sandra Collantes; y en Papá se ha ido (2012), de nuevo era protagonista una luminosa Freijeiro, a la que esta vez acompañaba Eulàlia Ramón. Ahora, en De chica en chica, basada en la serie online Chica busca chica (2008) de Sonia Sebastián y Olga Iglesias, hay un salto. Y no solo en el metraje. La película apuesta claramente por el reparto coral, aunque la protagonista, o al menos el eje central de la historia, vuelve a ser la actriz fetiche de la directora, Celia Freijeiro.


Cuando vuelve tras un periodo en Miami, después de abandonar a su pareja en el día de su boda y huir, todo habrá cambiado para Inés, pero a la vez todo parecerá seguir igual por momentos. Sonia Sebastián establece un constante juego de enredos y reproches entre sus personajes, que se acercan y se alejan con el propósito y la cautela propia de aquel que sabe que ha errado en el pasado. La tensión existente entre todas estas mujeres, a las que se suman Ismael Martínez, Jaime Olías y Adrián Lastra, aunque con papeles circunstanciales para la trama central, es constante y silenciosa. Nunca parece estallar la bomba, aunque en cambio no dejan de sonar pequeñas explosiones.

De chica en chica funciona mejor cuanto más se aleja de la gracia forzada, del chiste impostado (la fiesta que sirve como excusa para reunir a todas), para retozar con la naturalidad que le aportan sus personajes (sus rencillas, sus conflictos laborales, sus celos, etc.). En definitiva, cuanto más se acerca a la realidad. Y precisamente lo hace gracias a la resolución de unas actrices que aguantan con elegancia tanto el primer plano como el discurrir de la conversación y el diálogo, que gobiernan la cinta. Y a un espacio único bien entendido que contribuye a generar la olla a presión en la que se mezclen los ingredientes.

El debut de Sonia Sebastián en el largo cinematográfico deja, además, interesantes apuntes. Sin centrarse exclusivamente en desarrollar estos mensajes, que muchas veces solo quedan apuntados superficialmente, la obra de la directora se permite ahondar en los nuevos modelos de familia sin ser categórica ni dogmática, simplemente mostrando que existen varias posibilidades. Lo mismo que ocurre con la sexualidad, en constante florecimiento a lo largo de la obra. El mensaje aquí sí parece más claro: ninguna opción es definitiva, al final somos personas en constante (in)definición.

De chica en chica se puede leer como un reflejo o extensión de French Women (Audrey Dana, Francia, 2014), aunque, por suerte, gracias a la mesura de su directora en momentos clave, esta corrige todos los fallos, que no eran pocos, de aquella.

'The D Train', lo innato de perder

Crítica publicada en Esencia Cine


La mayor derrota puede ser un triunfo. Sobre todo un triunfo mal entendido. En The D Train (Jarrad Paul y Andrew Mogel, Estados Unidos, 2015), la trama gira en torno a dos personajes que compartieron su época de instituto: un triunfador y un loser. Todo se activa cuando, veinte años después, el segundo trata de convencer al primero para que acuda a la reunión de antiguos alumnos que ha preparado, con el fin de cosechar una pequeña victoria de cara a sus compañeros y demostrar que ha cambiado algo desde aquella época. Su intención de conectar con el antiguo alumno popular le conducirá a una noche de desenfreno que, repentinamente, cambiará su vida.

Sin embargo, tras la capa de barniz en forma de comedia facilona –que The D Train no deja de ser en algunos tramos–, los directores esconden un rastro de amargura. El retrato del protagonista, Dan, no deja de ser en ningún momento la imagen de un solitario irremediable, un perdedor innato que no se conforma con su agradable vida familiar con mujer e hijos y necesita algo más, un pequeño empujón que le haga quererse a sí mismo. Figurar, en definitiva, en todo lugar posible para adquirir la relevancia que, frente al resto de personas, siempre le ha esquivado. Dan es como la figura del “blitz” que trajo la serie How I Met Your Mother (CBS, Craig Thomas y Carter Bays, 2005-2014), una persona que, por suerte ajena, siempre se pierde los acontecimientos especiales por estar en otra sala, por no haber estado en esa fiesta o por haber salido en el momento equivocado.


Pero cambiar esa corriente es muy difícil, por mucho que se intente, y la situación puede llegar a ser desesperante si se le da mucha importancia. Es lo que le ocurre al protagonista de The D Train, que hace todo lo posible por terminar siendo popular, poniendo en riesgo, incluso, a su entorno familiar y profesional. La película de Paul y Mogel adquiere en estos momentos cierto tono melodramático, acompañada de las notas musicales de Andrew Dost, que dotan de cierto aire tristón y amargo a la comedia. En cambio, el film juega con la diversidad tónica y, en seguida, estos momentos pasan de nuevo a la comedia algo gamberra protagonizada por la pareja formada por Jack Black y James Marsden. Los directores eligen filmar a los dos amigos como si fuesen una pareja de novios, con sus idas y venidas en la relación, lo que aporta un cierto cariz ridículo a la producción, en consonancia con los anhelos y los movimientos torpes que realiza el protagonista para llevar a cabo su misión. 

El equilibrio entre esa gama tonal lo hace posible la actitud camaleónico de Jack Black, idóneo para la mezcla de situaciones nostálgicas tanto como para los momentos de tristeza. Su capacidad frente a la cámara y su resistencia a lo rocambolesco le permiten dar vida a personajes excéntricos, algo que ya ha demostrado sobradamente de la mano de Richard Linklater, protagonizando obras como Escuela de Rock (2003) o la recientemente estrenada Bernie (2011), en la que el personaje guarda ciertos parecidos con este Dan. 

No obstante, el giro final empaña todo el trabajo anterior con una voz en off de tono moralista que se puede interpretar como un mensaje conservador y ciertamente conformista en torno al núcleo familiar y la renuncia a los pequeños triunfos más allá de la puerta del hogar. Sinceramente, quien esto firma prefiere quedarse con uno de los mensajes que vertebran todo el metraje anterior al giro. A veces no hay mayor triunfo que aprender de una derrota. Ni peor derrota que el triunfalismo mal digerido.

22 septiembre 2015

Canción triste de garage

Artículo publicado en Neupic

'Eden' y el retrato de los noventa a través de la música




Pocos podíamos imaginar que la música electrónica de los noventa guardase en su interior notas de blues. Pero Mia Hansen-Løve sí. La última película de la cineasta, Eden (Francia, 2014), está gobernada de principio a fin por un cierto aura de tristeza y nostalgia bien entendida y encauzada. La directora narra a...

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18 septiembre 2015

'El corredor del laberinto: Las pruebas', la Quemadura baldía

Crítica publicada en Esencia Cine


Lejos queda ya El Claro para los protagonistas de El corredor del laberinto: Las pruebas al inicio de la misma. Tras su abrupta salida de aquel espacio y el descubrimiento de que solo eran “carne de experimento”, los clarianos comienzan esta secuela llegando a una base en medio de La Quemadura. Lo que les espera allí no es mucho más alentador, pero será entonces cuando empiecen a vislumbrar los planes que la todopoderosa corporación CRUEL les tiene reservados.

Wes Ball se vuelve a apoyar en un reparto televisivo icónico, un atractivo más para el público joven, proveniente de la ficción de la pequeña pantalla de más renombre entre ese nicho. Están los mismos protagonistas que en la primera entrega: al Dylan O’Brien que vimos en Teen Wolf (MTV, 2011-?) le sigue acompañando el mismo séquito. A Kaya Scodelario (Skins; E4, 2007-2014) y Thomas Brodie-Sangster (Juego de tronos; HBO, 2011-?), que ya aparecieron en la anterior, se unen ahora Giancarlo Esposito (Breaking Bad; AMC, 2008-2014) y los dos actores de Juego de tronos Nathalie Emmanuel y Aidan Gillen. Un reparto que, sin duda, conquistará a los amantes de las series de televisión y al público más juvenil. 

Más allá de este condicionante, El corredor del laberinto: Las pruebas abandona la presión del espacio único para sumergirse en otro tipo de amenaza, la de La Quemadura, el desierto al que ha quedado reducida la gran ciudad tras la epidemia. Un vasto terreno por el que vagan los infectados, cuál zombis, en busca de personas sanas de las que nutrirse. La metáfora recuerda vagamente a La Tierra Baldía, el poema de T. S. Elliot, y a sus seres ni vivos ni muertos que vagan por lo que queda del mundo: “nunca hubiera yo creído que fueran tantos a los que la muerte se llevara”. La devastación del mundo exterior es total y para mostrarla, el director se sirve de un interesante diseño de producción que se recrea en las ruinas y los parajes angostos que ha “creado” el desierto.


Sin embargo, detrás del aparataje técnico, el guión esconde algunos problemas que conseguía evitar la primera entrega. Principalmente, la necesidad de sorprender casi a cada segundo, imprimiendo un ritmo tan vertiginoso que el espectador no puede reposar un giro cuando la historia ya está inmersa en el siguiente. Las traiciones se suceden, los cambios de parecer asolan a los protagonistas, la fractura se instaura en el centro de un grupo que camina, más bien huye desesperado, en busca de una respuesta. No obstante, entre giros y vaivenes, la historia escrita por T. S. Nowlin a partir de las novelas de James Dashner se permite introducir ciertas reflexiones, aunque muy superficiales, tanto sobre la resistencia, con un interesante punto de vista que por momentos rememora la lucha palestina, como sobre la ética biosanitaria, en torno a la que prácticamente gira toda la saga en lo más profundo de su esencia. 

Y así, a golpe de giro y cambio, la saga ha llegado al final de su segunda entrega. Sólo queda una, The Death Cure se espera para 2017. Y el cierre de esta The Scorch Trials ya ha establecido los bandos para esa batalla final.

'La cabeza alta', los enfants de la Patrie

Crítica publicada en Esencia Cine


Solo desde el chovinismo se entiende que La cabeza alta (La tête haute, Emmanuelle Bercot, Francia, 2015) inaugurase el pasado festival de Cannes. Y no porque sea una película horrible, sino por la seguridad de que tampoco es merecedora del honor de estar en un evento de tales características en detrimento de otras propuestas que no lo alcanzarían por tener esta su hueco ocupado.

Un prólogo en el que cautiva la puesta en escena, que anuncia quién va a ser el único protagonista del film de principio a fin, el niño, a través de primeros planos y de una focalización absoluta gracias a la colocación de la cámara a la altura de sus ojos, da paso a un salto temporal a través del que lo vemos diez años después, con quince, y delinquiendo por las calles de la banlieue junto a su madre (una Sara Forestier a la que su papel no le termina de ayudar).


Sin embargo, esa primera secuencia termina por ser un espejismo y Bercot nos adentra en la historia de un chico problemático –una de tantas– al que el sistema y su entorno tratan de “absorber” con el fin de que no se pierda en su propia situación desfavorable. La creación de Rod Paradot como protagonista es una sorpresa, y entre gritos y violencia, consigue que se le intuyan ciertos pliegues a su personaje. Por momentos se viene a la cabeza el personaje construido por Antoine-Olivier Pilon en Mommy (Xavier Dolan, Canadá, 2014). Todo ello a pesar de un guión demasiado bienintencionado, con una estructura excesivamente reiterativa –las constantes visitas a la jueza, Catherine Deneuve, se hacen cargantes– y saturado de giros perfectamente previsibles en forma de accidentes, embarazos, cárcel o la clásica relación entre funcionario y “alumno descarriado”.

La impostura en algunas decisiones y en varias líneas de guión de determinados personajes hace que la historia pierda fuerza y se diluya entre golpes, gritos y reacciones violentas que, como no podía ser de otra manera, solo consigue alejar la aparición de una chica. Y entonces, otro destello fugaz, otro tic de puesta en escena que demuestra que detrás de la dirección plana que maneja el grueso del metraje existe una firma. En mitad del film, Emmanuelle Bercot decide mostrar la primera señal de relajación alcanzada por el chico, como un clímax silencioso, con un simple gesto, un plano cerrado al puño que pasa lentamente de estar apretado a estar totalmente abierto. Junto al prólogo citado anteriormente, los dos únicos bosquejos de supuesta autoría del film.

Y entre tanto vuelve a ondear la bandera tricolor en el Palacio de Justicia. Francia siempre gana. Aun entre gritos, llantos y patadas, se agitan los vientos de la liberté, egalité et fraternité. Qué vivan los enfants de la Patrie

16 septiembre 2015

Costumbrismo preciosista

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El retrato costumbrista y la lucha de una mujer romaní en 'Papusza'


"Qué sepas que las mujeres listas tienen vidas duras." Son las palabras que le dice una mujer a Papusza, la protagonista de la película que lleva su nombre. El film de Joanna Kos-Krauze y Krzysztof Krauze se adscribe en la categoría de relatos sobre mujeres brillantes silenciadas para, desde ahí, expandirse hacia...

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12 septiembre 2015

Vivir de Cine [Intereconomía Radio] (11/9/2015)

Programa de radio Intereconomía dedicado al cine. En la madrugada del 11 de septiembre de 2015 comenté los estrenos de la semana y debatí junto a Borja Jiménez, Antonio Cabello y Mireia Juárez sobre la actualidad del mundo cinéfilo.

Aquí se puede escuchar el programa completo:


11 septiembre 2015

'Los exiliados románticos', el viaje a cualquier parte

Crítica publicada en Esencia Cine


La voz y las letras de Miren Iza y el estilo en la dirección de Jonás Trueba viven una perfecta simbiosis en Los exiliados románticos. Como si retratase a los personajes de la película, la voz de Tulsa repite una y otra vez, como un mantra, a lo largo del film los primeros versos de su Oda al amor efímero: “Podría pasarme la vida lamiéndome las heridas y aún no cicatrizarían”. La frase de la cantante de Hondarribia ahonda mucho más profundo de lo que parece a primera vista y puede incluso llegar a definir a esa generación, en constante búsqueda de ese amor efímero, fugaz, pero en cambio imperecedero, que habita la película del director madrileño.

Porque Los exiliados románticos es una obra habitable. Jonás Trueba vuelve a ofrecer su propia concepción del cine a través de tres personajes que encarnan esa edad intermedia, ese momento en el que hemos de traspasar la línea que separa la juventud de la madurez. “¿Sabes por qué no quiero terminar la tesis? Porque eso supondría empezar a tomar decisiones”, confiesa en un momento de la película el personaje de Luis E. Parés. Si no es retrato generacional, la frase sí tiene una pizca de representación de un sentir más común de lo que podría creerse.


Durante todo el film, la metáfora es evidente: el fin del verano como fin de esa edad en la que todo es posible, ese periodo en el que la toma de decisiones es una cosa destinada al yo del futuro. Por eso, tal vez, las múltiples referencias a ese final del verano desembocan en ese baño final tan significativo tras su apariencia de banalidad. Porque, en ese caso, no sería otra cosa que la filmación de cinco jóvenes tratando de aferrarse con uñas y dientes a algo tan intangible que se les escapa entre los dedos como arena, y llevando a cabo una especie de purificación final para enfrentarse a lo nuevo, lo que está por venir, el futuro.

La generación que retrata Jonás Trueba, la suya, es torpe a la hora de relacionarse, como muestran los tres encuentros a través de los que se estructura el film. El director trata de recoger una última mirada hacia el pasado antes de dar el paso definitivo hacia delante (algo que simboliza muy bien el personaje de Vito Sanz tras su errática conversación con una mujer de su pasado). Los exiliados románticos transcurre, por lo tanto, en la carretera de sentido único que une la juventud con el principio de la madurez, el calor con los primeros días del otoño. El film de Trueba es un elogio del verano, de la naturaleza y del viaje como terapia, como autoconocimiento.


De la misma forma que en sus anteriores obras, sobre todo en Los ilusos (2013), el cineasta no esconde sus referentes, sino que los incorpora con toda naturalidad a su estilo propio. Se puede identificar la película como una cinta de esencia rohmeriana (el verano, la presencia de la naturaleza, los incesantes diálogos, etc.), pero también es innegable que lleva el sello propio y la personalidad del director que debutara en 2010 con Todas las canciones hablan de mí.

Vertebrada por la voz de Miren Iza, que termina por tomar un importante rol en el film (canción conjunta mediante), Los exiliados románticos establece un constante juego entre la realidad y la ficción. “Quiero declarar la guerra a la realidad”, resuena, precisamente, en uno de sus versos de la canción Los ilusos (todo parece estar interconectado). Así, esta historia improvisada sobre la marcha, seguramente más planificada en su ejecución de lo que parece, camina con la ligereza del que no tiene prisa, ni casi ganas de llegar. Con el brío del que descubre en cada paso un camino. Lo importante es viajar, aunque la meta no sea ninguna y a la vez sea cualquiera. Porque, al final, el destino, el otoño y la adultez, como Ítaca, acaban por ser lo de menos.

'Una segunda oportunidad', juego de espejos rotos

Crítica publicada en Esencia Cine


Una segunda oportunidad comienza como un juego de reflejos que se alarga hasta pasada la primera mitad. Los dos contendientes son, en primera instancia, dos policías, uno que representa la rebeldía y la inquietud y otro la tranquilidad de la familia; y posteriormente, pasarán a ser la familia del segundo frente a un matrimonio de drogadictos que malcría a un bebé entre chute y chute. Todo cambiará en la vida de Andreas (Nikolaj Coster-Waldau) cuando en una redada en casa de esta pareja encuentre al bebé, escondido en un armario, y sin asear durante días. Para más truculencia –algo que a Susanne Bier parece gustarle más de la cuenta en los últimos años–, la familia de Andreas sufrirá un terrible varapalo que hará tambalearse los cimientos de su bienestar y el policía comenzará un descenso a los infiernos en busca de su ideal de justicia.

Susanne Bier se abraza a la crueldad de la misma forma que sus personajes se aferran a sus bebés en los momentos de flaqueza. La directora, que ya hizo algo similar en su último film Serena (2014), dirige todo su artefacto hacia el drama más sádico. Su puesta en escena roza, en determinados momentos, lo enfermizo. Siempre es delicado situar niños en el centro de una historia, desde luego, pero en el caso de la directora danesa hay un extraño gusto por la provocación y la incomodidad en las elecciones formales y de puesta en escena, acompañadas por un uso de los elementos cuanto menos cuestionable.


Tanto la música, un continuo y machacón piano que aparece en cada giro; el contraste fotográfico entre unas escenas y otras; como la dirección de actores, siempre en busca de la mueca del horror, la lágrima o el grito; todo conduce al más puro melodrama, con el agravante de esa explicidad, a menudo innecesaria, con la que “adorna” sus encuadres la directora. Se podría catalogar el cine filmado por la cineasta en los últimos años de su trayectoria como pornodrama, atendiendo a la voluntad de mostrar lo explícito, la tendencia constante al primerísimo primer plano, las lágrimas que recorren las comisuras de los labios de cada actor que se pone al cargo y todo un dispositivo diseñado y pensado para ofrecer una amalgama de planos detallados sobre el dolor.

No obstante, la película de Bier podría ser una creación más interesante si no se quedase en el mero desafío y la recreación del mismo. La propuesta es interesante como herramienta para mostrar las diferencias entre clases, y sobre todo, esa soberbia tan de la burguesía que lleva a unos a mirar por encima del hombro a otros. Sin embargo, un guión repleto de impostura (muchas de las frases de los personajes son demasiado forzadas), una resolución del conflicto torpe y demasiado sui generis, y un giro final que se acerca a lo que podríamos denominar happy redemption, impiden que la película cuaje en una pieza más destacable.

Es necesario que el cine incomode, por supuesto, incluso que golpee, sacuda y violente al espectador. El problema es cuando todo esto se hace sin más vocación que la de transgredir y generar todas esas sensaciones de golpe sin que aparezca ninguna vocación narrativa más que esa en el fondo de la cuestión. El último cine de Susanne Bier parece transcurrir por ese camino, el de la provocación por la provocación, el de los encuadres duros, crudos, sucios, escabrosos. Una segunda oportunidad es un paso más hacia delante en esta tendencia, un peldaño más hacia el descenso.

08 septiembre 2015

La desnudez de la herida

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El realismo y el contexto griego en 'Boy Eating the Bird's Food'


El cine tiene la capacidad de golpear, violentar e incomodar sin tocar directamente al espectador. Consciente de ello, el cineasta griego Ektoras Lygizos busca en Boy Eating the Bird’s Food (To agori troei to fagito tou pouliou, Grecia, 2012) la verdad a través de la imagen, del realismo. La cámara del director...

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04 septiembre 2015

'Corazón silencioso', el abrazo de la muerte

Crítica publicada en Esencia Cine


La muerte. No hay tema más presente en la vida, pero a la vez tratamos constantemente de rehuirlo. En muchas casos solo atendemos a la existencia del final cuando la vida nos empieza a molestar. Es el caso de la familia protagonista de Corazón silencioso (Stille hjerte, Dinamarca, 2014), la última película de Bille August, cuya reunión en la casa familiar de toda la vida no tiene esta vez vocación de celebración, sino de despedida. Ante su enfermedad, la matriarca de la familia ha decidido terminar con su deterioro antes de que este la postre en una cama. Antes de su marcha, sus dos hijas acuden a pasar un último fin de semana con ella, en el que aflorarán más sentimientos, rencillas y controversias de lo que habían planeado. 

Bille August regresa a la gran pantalla, tras la fallida Tren de noche a Lisboa (Alemania, 2013), con un guión sobrio y delicado escrito por Christian Torpe. Las diferentes formas de aceptar la muerte como un paso más, el último, de la vida, son el eje principal que vertebra todo el film desde sus primeras secuencias, con la llegada de las dos hijas a la vivienda, en la que ya muestra a través de pequeños detalles la diferencia de caracteres de ambas, hasta las escenas de cierre. Este contraste entre las dos hijas le sirve al director para poder mostrar varios enfoques sobre un tema tan delicado como el de la eutanasia. La aceptación y las ideas de las dos mujeres oscilan, varían y se modifican a lo largo del metraje.


Sin embargo, hay un pilar que se mantiene intacto desde el primer al último plano, la fría sobriedad nórdica con la que todo está rodado. No hay ni un ápice de alarde, ni un amago de exceso de estilo, ni tampoco demasiados elementos que subrayen el drama interno de esta familia. Bille August apuesta por la sugerencia, en muchos de los casos, y por dejar que sean las interpretaciones las que completen todos y cada uno de los significados. En este sentido sorprenden los trabajos de Paprika Steen (Concha de Plata a la mejor actriz en el Festival de San Sebastián de 2014), pero sobre todo la creación de la actriz serbia Danica Curcic, que da vida a una mujer atormentada de por sí en su tambaleante relación y con un pasado en el que las drogas y la tentativa de suicidio han sido fieles compañeras de viaje, y que tiene que aprender a soltar la pérdida y dejarla marchar.

Durante toda la cinta, la puesta en escena de August alterna de forma inteligente la brusquedad de la situación (la evidencia de la torpeza de la madre debido al avance de la enfermedad, los llantos y gritos de alguno de sus personajes, etc.) con la sutileza. Tal vez el mejor ejemplo de esta última sea el tramo que precede al giro final, en el que el director abandona gradualmente a los personajes secundarios (marido, pareja y nieto) para centrar su mirada en la resolución del conflicto interno de la familia. De esta forma, el cineasta concede a sus personajes centrales, madre, padre y las dos hijas, el espacio primario y la pausa necesaria para dar el paso definitivo hacia un final, por otra parte, tal vez algo predecible según se van dando los movimientos.

Bille August rueda en Corazón silencioso con una contrastada frialdad cálida, aumentada la sensación con una fotografía de interior que genera una sensación de tibieza, de incandescencia, a lo que se une la composición del espacio del hogar (maderas, velas, salón con vistas al lago, ambiente exterior frío y nevado en contraposición con lo interior…). Entre tanto, el cineasta se acerca a un tema tan espinoso como la muerte asistida sin emitir juicios aparentes, más allá del que pueda suponer la decisión de colocar a un doctor como máximo valedor de la decisión de su mujer. Por otra parte, su mirada queda siempre alejada de toda trascendentalidad: la muerte es solo el final, pero en ningún momento se menciona ni se fabula con qué habrá tras cruzar el límite. La muerte aquí es como un último gesto de amor, la última mirada, el último abrazo. Esa despedida agridulce en la que tras dar unos pasos te giras para ver por última vez a esa persona, pero al girarte ya no está, se ha desvanecido.

'Mientras seamos jóvenes', los egos generacionales

Crítica publicada en Esencia Cine


En una secuencia de Mientras seamos jóvenes, Noah Baumbach define a la perfección la egolatría de las nuevas generaciones con una decisión inteligentísima. El protagonista de la acción es Adam Driver, que interpreta a un joven director de documentales que se acerca a Ben Stiller, cineasta de la generación anterior, para “aprender” de él. Mientras rueda una entrevista, en la que el personaje de Stiller ejerce de operador de cámara, el zoom de la cámara comienza a moverse lentamente cerrando el plano sobre su rostro. Stiller se sorprende: él no está tocando el control de zoom. En ese preciso instante, se da cuenta de que es el propio Driver, que con un pequeño mando a distancia está cerrando el plano sobre su cara para crear una tensión y un dramatismo extra a la historia personal que vertebra la escena dentro de la escena. El movimiento de Baumbach demuestra la inteligencia y la sutilidad con la que dirige el resto de la película, en la que analiza desde la comedia el paso a la madurez, la egolatría de las generaciones venideras (perfectamente resumida en esta escena) y los límites éticos del cine documental, por los que se desliza con brío y elegancia sin llegar a ahondar de forma pedante. Todo queda recogido en ese movimiento de zoom que el personaje de Driver realiza en el momento preciso de su humilde creación con grandes pretensiones.

Ya en Frances Ha (Estados Unidos, 2013), Baumbach se acercaba a los terrenos limítrofes entre un estadio generacional y el siguiente. Si allí la protagonista era una Greta Gerwig que tenía que lidiar con su entrada a la edad adulta y la toma de decisiones; aquí hace lo propio la pareja formada por Ben Stiller y Naomi Watts –bastante más entrados en años que Mrs. Halladay– cuando empieza a ver cómo sus amigos comienzan a formar familias mientras ellos anhelan un rato más de “juventud” antes de adentrarse en la denominada mediana edad. Bajo este argumento tan sencillo late, como no podía ser de otra forma, el conflicto entre generaciones. El matrimonio trata de acercarse a otro joven matrimonio, el que forman Adam Driver y Amanda Seyfried, con costumbres distintas a las suyas y con una visión del mundo radicalmente opuesta en los puntos cardinales del mismo. En este sentido, el cineasta muestra un divertido contraste entre ambas parejas y cómo la moda hipster de “lo vintage” y “lo retro” ha convertido en tendencia actividades que habían quedado desterradas hace un tiempo (la pareja joven ve un VHS mientras la mayor sintoniza Netflix en una Smart TV, Ben Stiller acude al gimnasio mientras Adam Driver juega al baloncesto en la calle en plan años ochenta, o el primero escribe en un Mac mientras que el segundo lo hace envuelto en el ruido ensordecedor de la máquina de escribir).


Más allá de este acercamiento al choque, el director sitúa su mirada sobre los límites éticos del cine y del documental, algo que hace extensible a la propia vida. Para ello se sirve de las dudosas prácticas del personaje de Adam Driver, Jamie, a la hora de rodar su documental y abusar de la buena fe y la ayuda de Josh para conseguir un éxito que a este le parece totalmente ficticio y alejado de la verdad. Baumbach pone en boca de uno de los secundarios, el padre de Cornelia (Naomi Watts), documentalista de una generación anterior a la de Josh, un discurso que podría resumir la esencia del cine documental –al menos del de su generación– y que se podría confundir con la clase de uno de esos profesores de universidad de la vieja escuela sobre la búsqueda de la verdad a través de una cámara (que, por otro lado, para más enfrentamiento, Jamie persigue a través de la filmación de todo lo que ocurre con una GoPro). Ese choque generacional está presente durante todo el film, que desnuda en muchas ocasiones nuestra propia condición estúpida y se ríe a costa de pequeños detalles que muchos reconocerán como situaciones más o menos cotidianas.

Poco a poco, en cambio, parece que hay un mensaje que cala en el film a cuentagotas. Una especie de alegato por lo “antiguo”. Conviene recordar que el propio Baumbach se acerca más a la generación que representa Ben Stiller que a la de Adam Driver, por lo que parece concluir: “antes carcamal anticuado y del montón que hipster moderno y ególatra”.

'Ático sin ascensor', homenaje a una gran pareja

Crítica publicada en Esencia Cine


Existen películas dignas de ver solo por la química que existe entre los actores que la interpretan. Pueden no contar nada más, pueden no tener un guión demasiado elaborado, pueden incluso ser obvias y demasiado telegrafiadas, pero, pese a todo, sus actores las elevan y consiguen algo más meritorio que la media. Es el caso de Ático sin ascensor, la última creación de Richard Loncraine (director de obras televisivas como Hermanos de sangre [1 episodio] o de filmes como Ricardo III [1995] y Firewall [2006]), en la que el director realiza, por encima de todas las cosas, un homenaje a dos actores de la talla de Diane Keaton y Morgan Freeman.

La pareja de intérpretes es la única razón por la que la película no termina desvaneciéndose en el colchón de sus propias flaquezas. Las debilidades del guión son evidentes (lo son desde los primeros compases: historia sin demasiada trama, giros sin orden ni concierto, el carácter plano de la motivación, etc.), sin embargo, los dos actores consiguen imprimir un cierto aire de trascendencia a sus movimientos a través de la innegable química que desprenden sus trabajos.


Tras toda una vida viviendo en su ático neoyorquino, sin ascensor, la pareja decide que es el momento de cambiar de lugar antes de que sus piernas envejecidas comiencen a flaquear e impedir que lleguen a su quinto ático, un quinto piso que acaban de poner en venta. Las únicas normas innegociables para el cambio son no marcharse de Nueva York y que el piso tenga el ansiado ascensor. Es en ese momento del cambio cuando el personaje de Morgan Freeman comenzará a revivir los momentos más importantes de su vida junto a su mujer. Y llegan los flashbacks. Siempre precedidos de un reiterativo plano de acercamiento al rostro, los recuerdos de Freeman llegan a ser repetitivos y cortan el ritmo de la trama, ya de por sí lento. No obstante, compensa tal desnivel el acierto de casting que suponen las versiones jóvenes del matrimonio: Korey Jackson para él, y sobre todo, Claire van der Boom en el caso de la juventud de ella. 

Poco a poco, entre los encuentros que tiene Alex con una niña –la única persona que le hace sonreír, además de Ruth– en los pisos en venta que visitan y el constante subrayado en las televisiones de un posible atentado islámico –destinado a ofrecer un claro mensaje sobre las apariencias y los medios de comunicación, tan reiterado que acaba por perder su gancho–, se desarrolla el fin de semana de los protagonistas, y el film para los espectadores. Estas dos son las columnas que sostienen el film, ayudadas por los dos pilares de carga, como ya decíamos, sus dos intérpretes. Ellos son los que hacen de Ático sin ascensor una comedia melodramática medianamente disfrutable; ellos consiguen que la dirección plana y monótona de Loncraine no haga de la película un continuo ascenso hasta el quinto piso. Sin ascensor, por supuesto.