24 mayo 2012

1984 / 2012: Big Brother is watching you



Todavía con mi periplo londinense fresco y cercano en el tiempo, me paro a pensar en la sociedad distópica que propone George Orwell en su obra cumbre 1984, versionada en otros títulos como Person of Interest

Las ventajas/inconvenientes de la tecnología es un tema que me hace reflexionar a menudo. No hay nadie que dude que la escalada tecnológica nos ha procurado un incomparable marco de comodidad y de bienestar nunca antes conocido. Eso es cierto y creo que poca gente lo discutirá. 

Sin embargo, utilizada de otras maneras, esta misma tecnología nos puede convertir en esclavos de un sistema sobrevigilado y estigmatizado por la entrada de estos productos y la consiguiente creación de nuevas medidas de control sobre (y mediante) ellas. 

Londres es la ciudad en la que Orwell sitúa su distopía autoritaria y ultravigilada en el año 1984. Cuando recorría las calles o el metro de la capital, no podía parar de pensar en el paralelismo entre la ficticia Londres de Orwell y la actual, que ya espera de brazos abiertos la inauguración de los Juegos Olímpicos, que traerán –como no podía ser de otra manera- un notable aumento de la seguridad. 

En cada esquina, una cámara. La red de ojos CCTV is watching you. Existen más de 40000 cámaras de videovigilancia, que graban a cada persona una media de 300 veces al día, según un informe de la plataforma de derechos civiles Big Brother Watch (BBT).

One nation under CCTV; Banksy.
Tiempo atrás, argumentos de ciencia-ficción como los de V de Vendetta, 1984, ambas situadas en Londres, o la ya citada Person of Interest, que muestra una ciudad de Nueva York constantemente vigilada, quedaban muy alejadas de la realidad. Sin embargo, a día de hoy, están más cerca de poder concretarse algún día. Es más, en Londres, hoy, ya es difícil encontrar una posición en el exterior en la que ninguna cámara tenga alcance –mayor o menor- a tu posición. La frontera entre el espacio público y el privado se difumina, y con ello el término sajón privacy, que pierde su connotación. 

“Los británicos han aceptado sumisamente todo, desde las cámaras de televisión de circuito cerrado hasta la vigilancia más invasora de la intimidad, en lo que ahora es la democracia más autoritaria y ‘sobreinformada’ del mundo”, escribe Tony Judt en su última obra Algo va mal (2010).
  
La sociedad panóptica de la que habló Michel Foucault en Vigilar y castigar, basándose en el modelo de prisión ideado por Jeremy Bentham en 1791, está a la orden del día. Bentham hablaba de una cárcel en la que una torre central tiene la capacidad de vigilar a cada uno de los presos, que no sabe cuándo es observado, destruyendo así el dualismo ver-ser visto. Decía Foucault: 

“Una tecnología nueva: el desarrollo, del siglo XVIII al XIX, de un verdadero conjunto de procedimientos para dividir zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos "dóciles y útiles". Vigilancia, ejercicios, maniobras, calificaciones, rangos y lugares, clasificaciones, exámenes, registros, una manera de someter los cuerpos, de dominar las multiplicidades humanas y de manipular sus fuerzas se ha desarrollado en el curso de los siglos clásicos, en los hospitales, en el ejército, las escuelas, los colegios o los talleres: la disciplina. El siglo XIX inventó, sin duda, las libertades; pero les dio un subsuelo profundo y sólido -la sociedad disciplinaria de la que seguimos dependiendo [...].”
  
Lanzaba, además, una advertencia: la ampliación del dispositivo de vigilancia panóptica a toda la sociedad supondría una pérdida de libertad y un acercamiento peligroso a las sociedades autocráticas y dictatoriales. La implantación no tendría por qué ser desde el punto de vista arquitectónico. Bastaría, argumentaba Foucault, con encontrar la manera en la que instalar esa maquinaria que permite disociar el binomio ver-ser visto

“Son las sociedades de mercado anglosajonas, las que más se vanaglorian de sus libertades, las que han ido más lejos en estas direcciones orwellianas”, apostilla Judt.
  
Hoy en día hemos llegado a un punto en el que somos algo más que esclavos de esta tecnología. Internet, y sobre todo Google, ha contribuido de forma radical a este efecto. Cualquiera que se haya interesado por conocer –o directamente por borrar- los datos que la empresa americana almacena de nosotros, mediante la memoria de nuestros clics, habrá cerrado el navegador asombrado por los perfiles –no autorizados- que obtiene la empresa de sus usuarios con el fin –dice- de crear una publicidad a medida que cause menos incomodidad para el propio usuario. 

En la miniserie Black Mirror –altamente recomendable-, Charlie Brooker nos muestra una sociedad monitorizada hasta los límites más incoherentes, en la que los individuos, mero instrumento de enriquecimiento y entretenimiento, son constantemente controlados y dirigidos por la publicidad y la tecnología –o el mal uso de ella-. Brooker ironiza, incluso hiperboliza algunos aspectos de la sociedad actual, con el fin de alertar de los peligros a los que nos estamos dejando arrastrar sin hacer nada. 

Internet, los circuitos cerrados de videovigilancia, los programas de reconocimiento facial, control y diseño de perfiles individualizados según el historial de internet o el correo electrónico… es lo que ya se conoce como el nuevo panoptismo y se ha convertido en el nuevo método de control ciudadano, que convierte a las sociedades democráticas en algo así como democracias autoritarias. Algo que hace medio siglo sonaba a pura distopía. 

Londres es sólo un ejemplo, en países como Méjico o Francia ya se están llevando a cabo mecánicas similares. 1984 es 2012. Google es el Gran Hermano. Winston puede ser ya cualquier ciudadano. Libertad es esclavitud. Big Brother is watching you.


Artículos y noticias sobre el tema:

16 mayo 2012

Inmortalizar la realidad

El turista pasa media vida disparando fotografías y la otra media viéndolas. Hace unas semanas, Vicente Verdú escribió en su columna habitual del diario El País, una columna titulada La foto que todo lo ve, en la que hablaba de la manía de fotografiar absolutamente todo sin tregua.

La irrupción de la fotografía digital ha eliminado esa barrera antigua que propiciaba el carrete. La película fotográfica permitía 24 o, a lo sumo, 36 disparos, antes de agotarse. El fotógrafo tenía entonces una especie de responsabilidad a la hora de apretar el botón e inmortalizar un momento. Las opciones eran limitadas. Como hemos visto en la última década, las cámaras digitales, los dispositivos de almacenamiento masivo (que incluso se pueden llevar ya en el bolsillo) y la tecnología fotográfica permiten hacer y deshacer al fotógrafo hasta conseguir la toma que desee, sin ningún margen de error. 

Escribía Verdú en su columna que gracias a esta práctica simplifica la realidad. Yo me permito el lujo de añadir que, además de simplificarla, lo que hace es convertirla en un objeto de fondo de cajón. Salimos de viaje y llegamos a casa de vuelta con millares de fotografías del Big Ben, la Torre Eiffel o el Empire State. Probablemente, muchos de los turistas no vuelvan a ver sus fotografías nunca más, después de los típicos retoques de Photoshop y la subida masiva a redes sociales. Si acaso, una o dos veces en las que la nostalgia por determinada ciudad, o momento vivido allí, nos apriete y decidamos recrearlo a partir de alguna imagen. De esta forma, la realidad se convierte en un objeto de fondo de cajón en nuestras fotografías. 

"De este modo tratamos de eternizar nuestra vida al precio de poseerla simplificada en un almacén virtual", dice el filósofo. Sustituímos el placer de ver con los ojos por el la necesidad de poseer para siempre el instante. Personalmente, creo, y espero que así sea, que las dos posibilidades sean compaginables. Es lo que me gusta hacer a mí. Veo, disfruto, me detengo un rato a percibir la realidad, antes, o después, de que mi alma de fotógrafo frustrado se lance a inmortalizarla. 

La realidad de las ciudades cambia en el momento en el que dejamos de percibirla íntegramente con los ojos y empezamos a hacerlo, parcial o totalmente, a través de una pantalla. Las imágenes se convierten en encuadres, la fotografía se devalúa como disciplina y los monumentos, parques o recovecos de las ciudades pasan a ser un ejército de fotografías exactamente iguales que se alinean en el cajón de un disco duro, exactamente iguales a las que tendrá el vecino cuando viaje a la misma ciudad. 

Mientras tanto la realidad sigue ahí, esperando a que la descubramos e, incluso, a que la inmortalicemos, con o sin una cámara. Y merece la pena hacerlo

13 mayo 2012

Necesidad de separar

Muchas veces he escuchado sobre Federico García Lorca: “Ese es un maricón. Yo no lo leo.” Y no precisamente con gente demasiado radical. Pues sí, Lorca, que ahora entra de lleno al plano de la actualidad cultural por la carta que escribió a su amante, era homosexual. ¿Y qué? 

¿Importa la orientación, tanto sexual como política o de otra índole, a la hora de leer una obra o disfrutar del Arte? 

Federico García Lorca
Lorca era homosexual, sí. También Céline era un filonazi antisemita y un gran ejemplo del perfecto hijo de puta, pero su obra literaria es soberbia. Se dice que Charles Bukowski era un mujeriego que no quería a las mujeres salvo para desahogar su pulsión sexual y poco más. Son multitud de artistas que han sido criticados, e incluso ninguneados absolutamente, por su ideología o sus gustos personales. 

Hay que diferenciar al artista y el Arte de la persona y lo estrictamente personal. Es necesario. Por el bien de todos y, sobre todo, por el bien de nuestro propio conocimiento. Mario Vargas Llosa escribió hace un año, en El País, un artículo al respecto, con motivo del homenaje negado a Céline en Francia por sus motivaciones racistas y filonazis, en el que abogaba por esta diferenciación. 

Dalí es criticado porque en la etapa franquista se quedó en España, al contrario de otros artistas, como Luis Buñuel (quien más le critica) o Pablo Picasso. ¿Es menos importante la obra de Camilo José Cela que la de Miguel Delibes si el que lee es de ideología más próxima a este último? ¿Y al revés? ¿Se disfruta menos de La colmena o de El camino según en qué lado de la línea nos situemos? 

Hay que separar al artista, al escritor, al creador, de la persona. Es estrictamente necesario para entender la cultura

Louis-Ferdinand Céline
Si dejamos de leer a Louis-Ferdinand Céline y le ninguneamos sólo por su personalidad, detestable, obviando su obra, excelsa; estaremos renunciando a una gran parte de la Literatura francesa del siglo XX. Sólo pensar en no leer Viaje al fin de la noche por eso, debería causar remordimientos a cualquiera. 

Pensadlo un momento y decidme si no os parece así.

10 mayo 2012

La constante búsqueda de “el modelo”

La piratería y las descargas levantan ampollas cada vez que saltan a la palestra. La compañía de seguridad en Internet, Envisional.com publica periódicamente un estudio sobre este tema. En su reporte de febrero, los datos más destacables fueron los siguientes: 1) aproximadamente el 23’76 % del material que se mueve en la red infringe derechos de autor, 2) con el método del torrent se comparte alrededor del 17’9 % de archivos, más del 60 % vulnerando derechos de autor, y 3) desde las plataformas cyberlockers (como la extinta Megaupload) se comparte el 7 % de contenidos de la red, en este caso más del 70 % es de carácter ilegítimo. 

Según el estudio citado, los contenidos más descargados son la pornografía (35’8 %) y las películas (35’2 %); la música quedaría lejos, con un 2’9 % y los libros, en una cifra casi imperceptible (0’2 %). 

Muchos lo achacan a la clásica expresión, utilizada tantas veces, de “la cultura del todo gratis”. Evidentemente, la persona que trabaja –y el creador también lo hace, aunque a veces creamos que no-, gusta de percibir unos ingresos en reconocimiento de su obra igual que el trabajador cuando se le ingresa su nómina, algo que nadie discute. Seguramente a él le dará igual que provengan del pago por contenidos, de la publicidad o de lo que sea, pero nadie trabaja por amor al Arte. 

Quizás la solución al problema de la piratería pase no por penalizar las descargas sistemáticamente, sino por regularizarlas y permitir un sistema que pueda obtener ingresos para sufragar el coste y colaborar con la remuneración del autor. La eterna búsqueda un modelo de explotación que beneficie a todos. 

Se podría hablar de contenidos gratuitos con publicidad para que el que no quiera pagar. El que no desee anuncios pagaría una cuota. Esto ya se ha empezado a aplicar, por ejemplo en la música, con ejemplos como Spotify (tal vez sea el motivo por el cual haya descendido el número de descargas), pero podría extenderse a otras disciplinas. 

La cultura tiene un valor, que hasta ayer se le había dado con el precio. Sin embargo, a partir de ahora, tal vez haya que cambiar esa idea y otorgar valor a la cultura (y a sus creadores) por nuevas vías. Y, quién sabe, si, además, este nuevo modelo no supondría un aumento en la cultura adquirida por los ciudadanos. Buena falta hace.

06 mayo 2012

El alarido

91 millones de euros escalofrían a cualquiera. 

Edvard Munch terminó de pintar en 1893 su cuadro más famoso, 'El grito'. En realidad, la pintura no es tal. Se trata de una serie de cuatro cuadros similares que el autor noruego trató de mejorar de una versión a otra. En la actualidad, las cuatro versiones están separadas. Dos de ellas se hallan en el Museo Munch, en Oslo, una tercera en la Galería Nacional de Oslo, mientras que la cuarta, la única que aún quedaba en manos privadas, las de Petter Olsen, hijo de un vecino de Munch, acaba de ser subastada por Sotheby's por la cifra escalofriante de 120 millones de dólares (aproximadamente 91 millones de euros).


Surgen muchas preguntas después de tomar nota de semejante barbaridad. Veanse, además de las típicas preguntas relacionadas con lo injusto del reparto de riqueza, otras se nos vienen a la cabeza en seguida. ¿Verdaderamente vale eso una obra de Arte? ¿Qué aporta al comprador una obra de Arte? ¿Existe la especulación en todos los tipos de Arte o sólo es cosa del Arte contemporáneo?

Si 'El Grito' vale o no los 91 millones no puede decirlo nadie. Hay algo irrefutable y es que el mercado es libre. Mientras haya un comprador que ponga los dólares, será él quien marque el precio. Lo que sí está claro es que desde la pasada semana, la obra de Munch se ha convertido en la más cara de la historia en subasta

Lo que una obra de Arte aporta al comprador es indescifrable; probablemente la motivación cambie de uno a otro, pero se pueden intuir en la puja razones de prestigio. El mecenazgo o la posesión de obras de Arte siempre ha supuesto un aumento de la reputación del poseedor o mecenas. Actualmente el mercado del Arte ofrece, además, a los millonarios una estabilidad que no ofrecen otros sectores. El dinero que invierten en Arte está más 'a salvo'. Es una de las razones por las que invertir en Arte está a la orden del día.

Sobre la especulación en el mercado del Arte mucho se ha escrito ya. En su última novela, El mapa y el territorio, Michel Houellebecq nos presenta a un artista que se desenvuelve dentro del circuito del Arte contemporáneo, que es prácticamente una burbuja igual a la inmobiliaria. El autor francés nos desnuda la vergonzante burbuja en la que están involucrados artistas, compradores, casa de subastas y todos los elementos que componen el mercado. 

Muchas son las voces que han opinado sobre esta venta. La mayoría de opiniones coinciden, a su manera, en una cosa. En los tiempos que corren, tan sólo escuchar estas cifras tan desorbitadas nos hace retemblar y buscar un apoyo. Es evidente que no le ocurre lo mismo a quien lo ha pagado, que compró el cuadro vía telefónica y no ha querido figurar; se habla de la familia real de Qatar como posible compradora.

En cualquier caso, sea quien sea el comprador, al que Sotheby's despidió con un I love you, 91 millones de euros escalofrían a cualquiera.

02 mayo 2012

¿Versión original o traducción?

El dilema está servido y siempre candente. Los que optan por el doblaje al español alegan comodidad, e incluso se permiten el "lujo", en ocasiones, de tachar de 'culturetas' a los que prefieren la versión original. En cambio, los que prefieren la versión original (subtitulada o no) lo justifican con la cantidad de matices interpretativos (para las pantallas) que se pierden en la voz de los actores, o lingüísticos (para los libros).

Partimos de la base de que lo ideal es imposible. En este sentido, lo maravilloso sería que pudiéramos ver la versión original y la entendiéramos igual que si se tratase de una serie rodada, o un libro escrito, en nuestro idioma nativo. Pero a la educación aún le queda mucho por avanzar en ese sentido. 

Por una parte, hablaremos de series. La mayoría de ficciones que nos llegan en la actualidad son de origen anglosajón -estadounidenses en su mayoría, aunque las británicas están adquiriendo una importancia primordial en los últimos años-. Es verdad que la lengua inglesa, al ser doblada al castellano, pierde matices y la interpretación de los actores queda reducida sólo a una de sus facetas, la corporal. La voz, los detalles como el tono, por ejemplo, se pierden en el limbo. A menudo cuando hemos visto una serie en versión original y después la vemos en formato doblado, no nos cuadra, nos parece otra producción distinta e, incluso, a veces nos hace gracia el cambio en los personajes. Es cierto que si todos viésemos las producciones en versión original, los actores de doblaje quedarían extintos. Supongo que esta opción no les hará demasiada gracia. En su defensa hay que reconocer que su trabajo es muy bueno y a aquel que opta por la versión doblada le ofrecen una producción perfectamente adaptada al idioma de doblaje. 

Actriz de doblaje trabajando en el estudio
En otro ámbito, como la Literatura, sin embargo, sí percibimos un problema. Nada tiene que ver la lectura de Dickens o Shakespeare en su lengua original con la que podemos hacer gracias a las traducciones. Las palabras que existen en un idioma pierden matices, cambian de significado o directamente no existen en otra lengua. Esto suele quedar claro en las aclaraciones del traductor a pie de página, pero en el texto propio del autor algo cambia respecto al original

Por no hablar de las prácticas de traducción que se han venido realizando hasta hace unos años. Cuando se trataba de lenguas mayoritarias, como el inglés, no había ningún problema. Sin embargo, la cosa cambiaba cuando el original estaba en idiomas menos populares. Las traducciones tenían que hacerse, casi siempre, desde la versión inglesa (traducida previamente del original). La obra resultante, aunque en esencia era la misma, parecía casi más una interpretación o adaptación del original que una traducción en sí misma. 

Un ejemplo de esto es Solaris, la novela de Stanislaw Lem, una de las obras magnas de la ciencia ficción. El autor polaco publicó su obra por primera vez en 1961. El texto original estaba escrito en su lengua nativa, el polaco. Desde entonces, en España sólo se pudo leer la obra traducida desde la versión inglesa, nunca de la versión original, hasta el año 2011, año en el que la editorial Impedimenta publicó la primera traducción al español desde el polaco.

Es normal que, cuando hablamos de idiomas menos hablados, esto ocurra, aunque en la actualidad cada vez menos gracias a la inmigración y a las colaboraciones entre editoriales, grupos de comunicación y demás conglomerados. 

En España aún preferimos ver series traducidas que optar por la versión original. No nos atrevemos con el inglés. Ni jóvenes, ni mayores; todos prefieren esperar la versión doblada. Quizás tenga algo que ver nuestra situación paupérrima en cuanto al aprendizaje del inglés (somos el tercer país peor situado de Europa, según el Índice de Nivel EF-EPI, sólo por delante de Rusia y Turquía). El problema se podría solucionar con la educación en dos lenguas y con la asimilación de la lengua inglesa (la más hablada en el mundo) desde que somos niños.

Martin Amis
Aunque en los últimos meses pintan bastos en la partida de la educación, disfrutar de Orwell, Charles Dickens, Martin Amis o el gran Shakespeare en su lengua madre, merece la pena el esfuerzo de todas las partes. 

Mientras tanto, ¿con qué te quedas? ¿Versión original o traducción?