Crítica publicada en Esencia Cine
“Si es verdad que existe un Dios y es capaz de hacernos esto, es que tiene que ser una mala persona.” ¿Cuántas veces habremos escuchado este lamento en sus muchas formas? Pues la esencia de esa frase no es ni más ni menos que la espita del nuevo film de Jaco Van Dormael, El nuevo nuevo testamento, que nos brinda la oportunidad de reinterpretar el origen bíblico del mundo en las manos de un Dios aburrido y gamberro, al que da vida un expresivo Benoît Poelvoorde.
A través de la mirada de su hija Ea, una adolescente de aire gótico y ojos profundos que aborrece sus métodos, la película del director belga narra el discurrir de los días en la casa de Dios, situada en Bruselas. Sin embargo, su cómoda existencia se verá trastocada cuando, por pura rebeldía, ella revele a la humanidad, a través de un truco de hacker, la fecha de su muerte.
Tras un prólogo frenético en el que Jaco Van Dormael repasa el génesis y cómo Dios llegó a crear el hombre (magníficas esas pruebas previas en las que varios animales disfrutan de la posición del ser humano en la tierra), el ritmo de la propuesta decae un poco, presa quizás de la propia estructura de la cinta. El esqueleto de la obra está dividido en génesis, éxodo (cuando la hija de Dios escapa a la tierra y da origen a la trama) y los seis nuevos evangelios. Porque Ea se ha marchado, empujada en parte por el ejemplo de desobediencia de su hermano Jesucristo (JC), para encontrar a seis nuevos apóstoles y fundar así su propia religión, que desbancará a su padre como ser omnipotente.
El guión, escrito por Thomas Gunzig y el propio Van Dormael, muestra una cierta irreverencia en determinados momentos en la columna vertebral que suponen para el mismo la religión y la iglesia, aunque nunca se desprende de una capa de piel que la convierte en inofensiva. El nuevo nuevo testamento es un puñal de juguete: no mata, solo araña. La puesta en escena del cineasta, en cambio, se ajusta algo más al surrealismo y al espíritu gamberro de la propuesta a través del uso de primeros planos aberrantes, tomas cenitales o planos para los que la cámara se coloca en lugares inverosímiles.
De esta manera el film de Van Dormael camina sobre la línea que separa lo irreverente de lo naif sin llegar a profundizar en ninguna de las dos vertientes. La propuesta va de más a menos hasta llegar a un final en el que conviven innegable regusto a moralina sobre el tiempo del que disponemos, la conciencia de la muerte y un mensaje de cierto aura feminista, que trata de alejarse del paternalismo aunque de forma igualmente discutible. De nuevo esa ingenua rebeldía.
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