05 octubre 2015

El club de los olvidados

Análisis publicado en Revista Magnolia, en el especial dedicado a Aki Kaurismäki




Pocas filmografías recogen un catálogo de perdedores como lo hace la de Aki Kaurismaki. Las películas del cineasta finlandés tienen siempre varios pilares en común: la derrota en la que viven inmersos sus protagonistas y la situación de la trama en un estrato social de bajo nivel. En La chica de la fábrica de cerillas (1990), película con la que el autor nórdico cerró la denominada “trilogía del proletariado”, el foco se centra en una joven que trabaja de forma mecánica en una fábrica –los planos con los que se abre el film muestran el proceso automatizado que ella solo supervisa, en clara referencia al concepto marxista de alienación– y que trata de sostener el hogar en el que vive, junto a unos padres con los que mantiene una relación prácticamente inexistente. 

Kaurismaki narra su película a través de la fuerza de los silencios. Durante el primer tramo de la obra, los primeros quince minutos, los personajes no dicen ni una sola palabra. Y la primera que se dice cae como una losa sobre los oídos de Iris: “puta”, le espeta su padrastro al verla con el vestido nuevo que acaba de comprar para salir por la noche. Y en ese vestido nuevo, de un rojo reluciente, casi la única pizca de vitalidad en la paleta cromática y luminosa que permite la pareja formada por Timo Salminen y Aki Kaurismaki, reside el cambio que servirá como pivote. Iris sale, conoce a un hombre, tiene una relación con él y este la confunde con una prostituta. Para más inri, tras su encuentro queda embarazada.

La narración de Kaurismaki es fina, pero certera. El director hace gala de la economía narrativa que le caracteriza y construye las emociones, los avances y los giros a través de pequeños y calculados detalles de una puesta en escena siempre austera, sin movimientos de cámara y sin ningún tipo de alarde efectista. Por ejemplo, la fascinación con la que Iris se desliza por la enorme casa del hombre para mostrar las diferencias de clase, la sonrisa que esboza la mañana posterior al encuentro, la única que se permite mostrar el director, como símbolo de la inocencia o bondad que aún guarda en su fuero interno el personaje, o la contextualización de la acción a través de sutiles inclusiones del sonido de los noticiarios de televisión en la acción central. Mientras tanto, sucede la mayor de las derrotas. La vida misma, que sigue siempre impertérrita ante todo, impasible ante los males ajenos.

El club de los olvidados en que Kaurismaki ha convertido su cine tiene un referente absoluto en la Iris de La chica de la fábrica de cerillas. Tras las luces y sombras y los claroscuros con los que Salminen baña los encuadres, ese bosque, incluso más oscuro, de soledad –aderezado esta vez con la venganza– en el que siempre se mueven los personajes del cineasta. El fracaso inherente a sus obras. Quizás por eso su cine es, en sí mismo, la mayor de sus victorias.

Portada del número de la revista.

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