09 octubre 2015

'El Club', tras los muros de la expiación

Crítica publicada en Esencia Cine


El cine no hace héroes, hace cineastas. Puede parecer una banalidad comenzar esta pieza con esa frase, pero a veces conviene recordar que, en el ejercicio profesional, la crítica no juzga ni la valentía ni las presumibles intenciones de un cineasta, sino los resultados cinematográficos de su labor. A lo largo de toda su filmografía, es innegable e inestimable la valentía de Pablo Larraín a la hora de ofrecer su visión sobre diversos temas delicados. El Club, su nuevo film, no se queda atrás y ahonda en una trama tan oscura y agobiante como puede llegar a ser la expiación de los pecados de un grupo de sacerdotes con pasados turbios que conviven en una casa de recogimiento. 

La iglesia y la religión se citan tras los muros teñidos de amarillo de la casa con la avaricia, la homosexualidad o la pederastia, entre otras temáticas, todas ellas causa de pecado para la iglesia católica a la que se adscriben. Larraín apuesta en su historia por un estilo cinematográfico abrumador, sostenido fundamentalmente por una puesta en escena altamente condicionada por la fotografía repleta de violenta oscuridad que propone Sergio Armstrong, así como por un interesante uso del primer plano, que centra todo el foco en los rostros de los curas, unas veces atormentados, otras desafiantes, y en una suerte de imagen etérea con ciertos desenfoques, que provoca una sensación de incomodidad más allá de la temática del film, profundamente perturbadora en su esencia.


Sin embargo, el autor de No (Chile, 2012) opta por determinadas soluciones formales que hacen perder algo de potencia al conjunto. Durante todo el metraje se intuye un agobiante silencio en torno a la casa de retiro, una especie de símbolo del purgatorio, en la que se encuentran los sacerdotes y la cuidadora (una soberbia Antonia Zegers, cuyo rostro equilibra la ausencia de matices de alguna secuencia). Un silencio que podría simbolizar a la perfección ese mutismo de la propia Iglesia ante sus “curas malos”, latente en todo el metraje. Pero el silencio se intuye, solo, porque la decisión de Pablo Larraín de introducir música nos impide “disfrutar” de una sensación todavía más intensa de ahogo e irrespirabilidad. (Tal vez el mejor ejemplo llegue con el primer pivote narrativo que introduce el guion escrito por Guillermo Calderón y Daniel Villalobos, en una secuencia a la que la música aporta un cierto aire de impostura que el silencio habría solventado y evitado por completo.) Son varias las secuencias en las que el uso de la banda sonora no termina de ensamblar con la sobriedad de la puesta en escena –solo rota por algún uso reiterativo y caprichoso del zoom, un par de redundancias en los subrayados y un ligero abuso estético– y termina por descontextualizar, en esos momentos, esa atmósfera claustrofóbica y humosa que proporcionan las angustiosas peroratas que lanza el personaje de Sandokan, una víctima de abusos en su infancia, frente a los muros amarillos. Y con ello, es la propia película la que, por momentos, se descontextualiza de su propia puesta en escena y del estilo austero que el cineasta elige en el resto de situaciones.

Avalada por el Gran Premio del Jurado del último festival de Berlín, El Club supone un nuevo paso adelante en la filmografía de un director que se cuestiona la realidad, que se hace preguntas; un cineasta vivo y de valeroso espíritu. Su último film ahonda en el alma humana, en los mecanismos de redención y en la inacabable capacidad de corrupción de los mismos. La obra de Larraín es un fresco sombrío, difuso como en ocasiones la propia imagen, que va de más a menos para pivotar hacia el tercer tercio y volver a un crescendo hasta el final. Aunque la escritura –ya en el papel, ya en el montaje– no termine de entretejer algunas de las correlaciones de actos. Lejos del sobresaliente, las virtudes de Larraín tras la cámara sí alcanzan para tocar en la fibra de un espectador que, pese a todo, saldrá congestionado por la grisura del ambiente y por la silenciosa violencia que palpita oculta en cada escena de El Club. No es un héroe; es un buen cineasta.

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