Crítica publicada en Esencia Cine
“Quién cada 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, la mandaba un ramito de violetas”. De la misma forma que en la canción que escribió Cecilia en 1975 Ane comienza a recibir un ramo de flores cada jueves. Y de golpe le cambia la vida. Sin remite, ni tarjeta, ni siquiera unas palabras que la indiquen quién es la persona que las envía. Sólo flores. Ese elemento que siempre suele significar ausencia. Regalamos flores para paliar un vacío; el del hombre que no puede estar en el aniversario de su matrimonio, la mujer que no puede acudir a un nacimiento de un familiar o, al final de todo, la propia muerte.
Y a través de esas ausencias se estructura Loreak (que en su traducción del euskera al castellano significa Flores). Con un guión perfectamente organizado en tres grandes actos –a los que se podría añadir el epílogo final–, la pérdida, en todos los significantes que se le puedan conceder al término, y las ausencias gobiernan el metraje.
José Mari Goenaga y Jon Garaño plantean una película psicológica y muy profunda, casi intimista, en la que las flores se sitúan como una especie de elemento desestabilizador que hace tambalear las vidas de todos y cada uno de los personajes. Existe una tensión latente en cada plano, en cada línea de guión, del film. Pero también existe un drama humano de varias capas que subyace intensamente bajo la epidermis de la historia.
José Mari Goenaga y Jon Garaño plantean una película psicológica y muy profunda, casi intimista, en la que las flores se sitúan como una especie de elemento desestabilizador que hace tambalear las vidas de todos y cada uno de los personajes. Existe una tensión latente en cada plano, en cada línea de guión, del film. Pero también existe un drama humano de varias capas que subyace intensamente bajo la epidermis de la historia.
Loreak se constituye como un poliedro irregular de varios lados en el que los vértices (las personas) se unen con el resto de personajes a través de diagonales, tangentes y todo tipo de trazos (las circunstancias, la realidad). El guión, obra de los propios directores junto a Aitor Arregi, conduce a que todos y cada uno de los personajes se toquen de una forma u otra a lo largo de la cinta. Mientras tanto, la cámara se sitúa como eje central (algunos podrían decir que el verdadero centro es el personaje de Josean Bengoetxea; y no les faltaría razón) y se limita a mostrar la forma en que la vida de los personajes va cambiando a medida que los acontecimientos y la propia y cruda realidad transcurren.
El film de Garaño y Goenaga, que supone su segunda colaboración en la dirección tras 80 Egunen, domina el espacio y el tiempo con firmeza e incluso brillantez. A Loreak no le sobra ningún plano, ni tampoco una línea de guión. Aquello que está tiene una razón de ser y conjuga perfectamente dentro del todo que es la película, de igual forma que una rosa lo hace dentro del todo que supone un ramo de flores. La cinta es un ejemplo de gran aprovechamiento de recursos; destaca un ágil montaje que engrana planos de situación con subjetivos y primeros planos, además de un equilibrado guión que acompasa sus líneas al ritmo cadencioso de la obra.
La soledad, la pérdida y la ausencia y el dolor, tanto propio como ajeno, vertebran Loreak. Además, dos magníficos saltos temporales hacia adelante (nuevamente cosidos de forma sutil al conjunto, y tan amargos como verosímiles), reflexionan sobre la huella del tiempo y cómo la vida avanza y hace avanzar a su vez a aquellos que le siguen el ritmo. Garaño y Goenaga emocionan, por momentos rozan el estremecimiento, gracias a una mesura y una solidez que se dan la mano en favor de un film tan elegante como digno de reconocimiento y defensa.