04 abril 2014

'Crónicas diplomáticas', animales políticos

Crítica publicada en NoSóloGeeks

El pensamiento central de Aristóteles se centra en la afirmación de que el hombre es un animal político por naturaleza. El problema radica en que, en nuestra época, el animal político es, además de torpe, negligente y generalmente vago. El asno ha ganado la batalla a otros animales más inteligentes –que no más listos, quizás, hay una importante diferencia aquí– en las altas esferas. 

Bajo una premisa basada en un cómic, de idéntico nombre, construye su última comedia el incombustible Bertrand Tavernier. La película parte de este cómic, que parodia la vida de Dominique de Villepin, antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Francia. El personaje es extravagante, un poco alocado y, pese a provocar tornados con su “modo de estar”, no es consciente de lo que causa su trato con el resto del gabinete. Por su parte, el diseño de producción es espléndido en lo referente a los espacios en los que se desarrolla la acción, con un acabado fantástico y que nos lleva de vuelta a las viñetas de Blain y Lanzac.

Para adentrarnos en los despachos políticos, Tavernier se sirve de la figura de Arthur Vlaminck, que consigue un empleo en el gabinete de comunicación del ministro Taillard, cuya labor principal es la redacción de todos y cada uno de sus discursos. Vlaminck es un personaje normal, corriente, un outsider que se cuela en los despachos del muelle de Orsay. Por extensión, Arthur somos nosotros, los espectadores, que llegamos a la película sin saber qué nos vamos a encontrar. Un movimiento inteligente del cineasta, que se asegura dos puntos referentes a este personaje: primero la complicidad del espectador, en las mismas condiciones que el personaje, segundo, manejar y jugar con la sorpresa de los dos, persona y personaje, al mismo tiempo. 


Tavernier se sirve de las citas de Heráclito para vertebrar cada una de las situaciones que transcurren en la película. Su juego de cámara a la hora de rodar está tan bien integrado que los zooms y los movimientos, rápidos y súbitos la mayoría de ocasiones, parecen la forma natural, o la única, de filmar esta película. La comedia es absoluta, la crítica de la clase política y diplomática también. No obstante, la ridiculización no es gratuita. El director se basa en la introducción de situaciones absurdas en las que coloca a los personajes –a veces estos mismos son los que hacen una situación absurda de la realidad–; el espectador tiene la sensación de que el universo en el que está es tan surrealista que nunca podría llegar a comprender su totalidad. Entonces, sólo le queda reír a pierna suelta. 

Los trabajos de Thierry Lhermitte, Raphaël Personnaz y Niels Arestrup dotan a la película de un nivel superior. El trío funciona como una rueda engrasada. Las situaciones en las que entran en juego se tornan enseguida en secuencias desternillantes que irradian comedia por sus cuatro esquinas. En un mundo en el que los trepas, las puñaladas traperas y los pisotones están a la orden del día, cada uno representa una virtud. Sin embargo, el protagonista total de la película, cuya imagen se queda grabada, es Taillard, interpretado por un Lhermitte soberbio y divertidísimo en cada una de sus apariciones. Su personaje, quizás uno de los que más pliegues llegar a alcanzar en la película, es a la vez torpe y hábil, apasionado y holgazán, encantador y antipático, según lo precise la ocasión. Sí hay algo común a todos los registros: la solvencia con las que Lhermitte traslada su trabajo a la pantalla. 

Si a ello le añadimos un notable discurso final –real, por cierto– que deja varias y dispares interpretaciones (¿desesperanzador?, ¿triste?, ¿un reconocimiento de que todo seguirá igual para siempre?) sólo queda aplaudir la audacia del veterano cineasta galo, apretarse en la butaca y disfrutar. Quai d’Orsay (traducida en España como Crónicas diplomáticas) es una caricatura con mucha mala baba, pero con una inteligencia y una agudeza dignas de elogio.

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