Crítica publicada en Esencia Cine
El absurdo sobrevuela 9 meses… de condena durante todo su metraje. Sin embargo, lejos de ser una carga insoportable, la convierte en un artefacto lleno de risas y momentos cómicos. Lo más probable es que, pocos días –u horas– después de verla, te hayas olvidado de ella, porque no está hecha para calar hondo, pero también es probable que mientras esté en pantalla, algunas situaciones te provoquen una carcajada.
La película de Albert Dupontel es una comedia absoluta y sin medias tintas. En ningún momento se asoma al guión ni un ápice de drama. La jueza Ariane Felder, la más estricta de la Corte, ve como su vida da un vuelco de la noche a la mañana. Aquello que ha tratado de apartar sistemáticamente de su vida ha aparecido sin dar apenas avisos: está embarazada. Debido a su elección de vivir apartada de los hombres, a los que llega incluso a despreciar (la presentación del personaje es fantástica y deja claras sus motivaciones y visiones sobre la vida y las relaciones), lo primero es saber quién es el padre de la criatura. Sin embargo, el resultado no es nada confortante. Tras una serie de gags en los que trata de reconstruir la situación, descubriendo a través de las cámaras de seguridad su alocado comportamiento en la noche del “suceso” –la Nochevieja de 2012–, descubre que el padre es un hombre en busca y captura por asesinato.
Pronto contactará con él, interpretado por el propio Albert Dupontel en la piel de un macarrónico paleto que no parece sea capaz de asesinar a nadie. A cambio de su silencio, la jueza Felder accede a ayudarle en su defensa del caso. A partir de aquí las situaciones entre los dos personajes se tornarán en una especie de discurrir surrealista y absurdo. Las carcajadas se sucederán en determinados momentos, en cambio, es muy probable que, en otros, el espectador se pregunte si lo que está viendo tiene gracia o no o, en última instancia, de qué se está riendo.
Pronto contactará con él, interpretado por el propio Albert Dupontel en la piel de un macarrónico paleto que no parece sea capaz de asesinar a nadie. A cambio de su silencio, la jueza Felder accede a ayudarle en su defensa del caso. A partir de aquí las situaciones entre los dos personajes se tornarán en una especie de discurrir surrealista y absurdo. Las carcajadas se sucederán en determinados momentos, en cambio, es muy probable que, en otros, el espectador se pregunte si lo que está viendo tiene gracia o no o, en última instancia, de qué se está riendo.
La película de Dupontel cabalga entre lo absurdo y lo incomprensible. Desde las idiotas reconstrucciones que hace el sospechoso de lo que podría haber ocurrido durante la noche del crimen por el que se le acusa (horribles las secuencias en las que el viejo sufre la “macabra” imaginación del ladrón) hasta chistes en los que juegan un papel importante los clichés geográficos (la furtiva guerra televisiva entre los informativos franceses y anglosajones sobre el espíritu del asesinato, por ejemplo). La televisión ofrece los dos momentos más cómicos y desternillantes de la cinta. En el primero un intérprete del lenguaje de signos ofrece una traducción simultánea que ya quisiera aquel farsante del funeral de Mandela; en el segundo, un magnífico Terry Gilliam, pasadísimo de rosca, encarna a uno de los asesinos más famosos de la historia contemporánea para jalear la actuación y el canibalismo del protagonista del film. En este sentido, merece la pena mencionar el genial tributo que rinde el cineasta a Hannibal Lecter en la presentación del personaje principal.
Pese a la evidente ligereza de la obra, y a no ser una obra muy predispuesta a los alardes técnicos ni narrativos, el director francés se guarda algunos momentos de lucimiento personal, como una brillante panorámica que juega con el paso del tiempo encendiendo y apagando las lámparas que se interponen entre los personajes y la cámara.
Las interpretaciones del propio Dupontel, pero sobre todo de una gran Sandrine Kiberlain, histriónica, chiflada y tan desesperada como desesperante, se convierten en lo más destacable (con permiso del citado Gilliam) de una propuesta que, pese a enredarse a veces en lo ilógico de sus giros, funciona fenomenal como una enorme broma.
9 meses… de condena se acerca por momentos a la comedia romántica (el final es muy propio del subgénero) para acabar convirtiéndose en una película con un humor absurdo y excesivamente delirante (para lo bueno y lo malo), con escaso recorrido, pero con un amplio abanico de chistes y ocurrencias para pasar el rato.
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