Crítica publicada en Esencia Cine
Una azotea en La Habana, cinco amigos que se congregan en torno al alcohol y la juventud de un pasado que se evoca desde la madurez del presente. Nada más necesita Laurent Cantet para fraguar su Regreso a Ítaca y contar la reunión que tiene lugar tras la vuelta, después de quince años ausente, de uno de los personajes. Y, como en aquel memorable poema de Kavafis que mentaba a Ítaca, lo importante es el camino que han seguido los personajes desde su separación hasta su reunión, ese espacio de tiempo ausente que se cuentan unos a otros con cierto sabor amargo.
La puesta en escena de Cantet es eminentemente teatral (pocos espacios, pocos personajes, importancia total del texto, relatos que remiten constantemente al fuera de campo) y establece su mayor punto de apoyo en la escritura, firmada a cuatro manos por el propio director y el escritor habanero Leonardo Padura, de cuya narrativa se perciben las temáticas y ese tinte quebradizo que ya albergaba su inspector Mario Conde y todos los secundarios que le rodean a lo largo de su saga de novelas.
Regreso a Ítaca es una constante conversación y sus decisiones de puesta en escena se adecúan a ello; el cineasta establece a través de su montaje un continuo diálogo entre primeros planos. De esta forma permite y favorece que sean los personajes aquellos que descarguen todo el peso argumental y emocional de la película a través de sus intervenciones. El espectador asistirá, de esa sutil manera, tanto a los amores como a las rencillas, a la nostalgia del emigrante y al hastío del residente. Pero siempre son los personajes, a través de un gran trabajo en el guión, quiénes se significan, crean y rompen los vínculos, y emiten los juicios y las opiniones.
Cantet narra una historia con ciertos matices previsibles, que sin embargo está perfectamente dirigida, pausada y focalizada desde la elegancia hacia donde le interesa. La historia que cuenta en Regreso a Ítaca no es otra que la de la melancolía de la madurez, esa que mira desde el presente más continuo al pretérito más imperfecto de todos los existentes, esa que sabe reconocer los problemas endémicos de un país al que, desde dentro, se ama con tanto fervor como se le odia. El director sitúa su foco tanto en los aspectos más axiomáticos y evidente como en aquellos detalles más leves; así, podemos leer el desencanto y la derrota de los personajes en sus propias declamaciones (lo más evidente), pero también en algo tan sutil como la continua filmación de sus ojos vidriosos (lo más sutil). Quizás no haya derrota más palpable que esas lágrimas que resisten a caer al recordar a la amiga ausente, las penurias pasadas en el extranjero o la ausencia del vínculo durante los últimos quince años. Tal vez tampoco exista una victoria tan pírrica como la del emigrante que retorna y se siente un forastero en su propia casa, entre sus antiguos amigos. Por eso Regreso a Ítaca es una película tan agridulce, porque sus bonitos y anhelados reencuentros no son más que heridas en carne viva.
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