17 abril 2015

'Lost River', los monstruos sumergidos

Crítica publicada en NoSóloGeeks

El verdadero monstruo de Lost River aparece, como en la propia película, sumergido en las profundidades del lago (en este caso el relato es ocultado tras el barniz visual de las imágenes). El desahucio, la venganza y el fantasma del arrebatamiento del hogar son el principal motor de desarrollo de la ópera prima de Ryan Gosling como escritor y director. La colocación de un parque temático sobre dinosaurios en el fondo de un embalse creado por el gobierno local no es casual, mucho menos teniendo en cuenta que las imágenes de Detroit, ciudad abandonada y fantasma por antonomasia, vertebran toda la narración.

Bajo la forma perversa y surrealista que adopta la narración, los temas de Ryan Gosling son totalmente terrenales. Su película pasa por ser una suerte de revisitación al sistema socioeconómico actual a través de la representación de un entorno hostil. No es casualidad que lo más cercano a un villano que tenga Lost River esté personificado por un banquero de sonrisa fácil y modales de galería que regenta un club de alterne de prácticas cuestionables (e interpretado a las mil maravillas por Ben Mendelsohn).

Ryan Gosling pervierte continuamente la realidad y la hace pasar por el cuello de botella del surrealismo y el derroche siniestro de colores. El cromatismo toma una relevancia exquisita en su film. La película está plagada de los rojos del fuego y el infierno (de la melena de Christina Hendricks), los azules del agua que entierra el pasado y del cielo aspiracional (de los ojos de Saoirse Ronan), pero también los contrastes ejercidos entre el rosa, del que podemos interpelar el amor y la inocencia (la habitación de Ronan, la antesala de esa siniestra cabina en la que se introduce Hendricks en el club), y el negro que muestra el luto de la viuda interpretada por una terrorífica Barbara Steele, que nos recuerda el purgatorio en el que vive tras la muerte de su marido en las obras de construcción de la presa.


En medio de todo esto, algo mucho más sencillo: una familia que intenta mantener su hogar en mitad de la devastación ocasionada por la corporación que le va a retirar su vivienda, mientras, a su vez, encuentra numerosas salidas de allí, casi todas ellas con un claro componente irreal (el camino subacuático, el club, etc.). Lost River es un ejercicio de estilo en el que Ryan Gosling se acerca a la realidad desde la distancia que le permite una forma exacerbada. Quizás la mejor metáfora sea el propio club, ese lugar al que los habitantes acuden a desentenderse de la realidad mientras ven un espectáculo violento, sanguinolento y visceral (la entrada no es nada menos que una especie de puerta al infierno) y en el que la madre tiene que buscar un trabajo para favorecer la salida de su familia. Reverbera en estas imágenes la espectacularización de la televisión en nuestros días. El director consigue dotar a esos encuadres de una vocación agobiante y claustrofóbica gracias a una puesta en escena muy acorde con lo que cuenta en cada momento, que transcurre entre lo propiamente visceral (con una escena de Hendricks que el espectador guardará en su memoria) hasta lo más onírico y ardoroso. 

El debut de Gosling tras las cámaras tiene resonancias evidentes con el cine de uno de sus mentores, Nicolas Winding Refn (los encuadres, una escena en el ascensor que traslada a Drive [2011]), pero también se intuyen los ecos de Terrence Malick, en la relación de los personajes con el entorno natural (como curiosidad, ambos cineastas aparecen en los créditos de agradecimiento), y, algo más lejano, David Lynch, sobre todo en la creación de los ambientes viciados a través del color. Sin embargo, entre todo eso se alza una voz propia, la de Gosling, que pervierte y metaforiza el relato a su manera pese a no esconder sus influencias. Una ópera prima a tener muy en cuenta, en la que el apartado visual se sitúa un punto por encima del fondo del relato, sin ser este abandonado en ningún momento. Bajo las olas de la superficie, iluminadas por esas macabras farolas que marcan el camino sumergido, se esconde el monstruo (y el relato), una sutil e inteligente metáfora de cómo el hombre (y la mujer) están siempre en constante lucha con el entorno hostil, con un sistema profundamente caníbal.

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