10 abril 2015

'Aguas tranquilas', coplas de amor y muerte

Crítica publicada en Esencia Cine


Escribía el poeta Jorge Manrique que “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir”. Y el poema de las Coplas a la muerte de su padre podría trasladarse palabra por palabra a la esencia narrativa de Aguas tranquilas (Still the water, Naomi Kawase, Japón, 2013). La muerte es uno de los elementos clave, sino el que más, en la película de la cineasta japonesa. Y lo es desde las primeras secuencias, en las que las olas agonizan en la orilla del mar bajo un cielo gris apabullante, hasta las últimas, en las que la cámara de la directora deambula lánguida y lacónica por un pantanoso pero yermo terreno. Entre esas dos imágenes, la propia muerte, menos metafórica. 

Pero no sólo de muerte habla el cine de Kawase en estas Aguas tranquilas. También lo hace del nacimiento, en este caso del amor entre dos jóvenes. El ciclo de la vida queda perfectamente representado en esa relación entre lo que se va y lo que está por venir, entre las brisas de saludo y las de despedida, entre las corrientes que traen a la costa ese amor que late entre dos jóvenes que se encuentran medio a escondidas y las que arrastran mar adentro un cuerpo inerte, un cadáver que anticipa en las primeras escenas el tema central de la película.


Kawase carga sus imágenes de poesía. La directora consigue dotar de significados a sus encuadres con una elegancia absolutamente pálida y liviana. Así lo muestra esa carretera llena de altibajos que atraviesan en bici los dos jóvenes amantes, que no viene a mostrar otra cosa que la situación inestable, nerviosa, entre la cumbre y el subsuelo que atraviesan. O esas imágenes (quizás demasiado explícitas) en las que la cineasta muestra de cerca la muerte de los corderos como algo natural. “No tiene sentido resistirse”, dice un personaje en un momento concreto y muy significativo del film. Se refiere a la muerte, aunque en realidad en la conversación están hablando de la naturaleza. Porque lo natural, nos guste más o menos, acaba siendo esa muerte que representan la naturaleza, los corderos degollados y el mar (al que van a dar los ríos).

El guion, escrito por la propia autora, se estructura a través de dicotomías que se reflejan: la muerte y la vida, lo viejo y lo joven, la naturaleza y la ciudad. Así, Kawase pone su foco central en los dos personajes jóvenes y a través de ellos despliega el arco narrativo del resto de su entorno. La sombría fotografía de Yutaka Yamazaki se encarga de establecer una bifurcación entre luces y sombras, con la predominancia de cierta tendencia hacia estas últimas, a través de un trabajo sobrio y elegante en concordancia con la dirección.


No existe un solo plano en Still the water que redunde, sobre o moleste. La directora convierte la naturalidad en el sello personal de su mirada, que no renuncia a la belleza propia de la vida sin alejarse de la que puede albergar la muerte. Su puesta en escena es estilizada, sin apenas alardes y posee una enorme sensibilidad tanto hacia el entorno como hacia los personajes; sorprende la ternura con la que filma el tránsito de una mujer en uno de los momentos más emotivos de la cinta. Por momentos el estilo de Naomi Kawase alberga ciertos ecos con el de Yasujiro Ozu, especialmente en la forma de recoger el momento de la muerte, en la que resuena Cuentos de Tokio (1953).

Después, de nuevo la vida. Las olas que vuelven a romper en el mar, los jóvenes que hacen el amor por primera vez, los peces que se mueven debajo del agua y el anciano y la niña que comparten charla mientras un cielo inmenso se ciñe sobre ellos. En definitiva, la constancia de la propia naturaleza que, al igual que la muerte, también ampara la vida. A la que, por cierto, también es inútil resistirse.

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