Crítica publicada en Esencia Cine
Bajo el agua, los monstruos. Sobre la superficie, los fantasmas. Pero ¿qué pasa si los que han vertido el agua, creando el lago y ocultando esos monstruos, han sido los propios fantasmas? En Lost River hay una clara intención de subvertir el relato principal bajo la metáfora y la perversión de las imágenes y su forma. No es casualidad, en ese sentido, que la ciudad en la que se ha rodado el film no sea otra que Detroit, tal vez el mejor ejemplo de ciudad fantasma, creada de las ruinas de un sistema que se fagocita a sí mismo. Tampoco lo es que el villano de la obra sea un hombre de negocios (gran Ben Mendelsohn) que aprovecha la gran oportunidad gracias a la creación de un club de perversas intenciones para con los habitantes del entorno.
La ópera prima de Ryan Gosling es un conglomerado de símbolos que se ocultan tras la apoteosis visual que propone el director. Los fantasmas del desahucio y la venganza acaban convirtiéndose en monstruos inasibles que escapan al alcance de los personajes que los han creado y que los sufren en sus propias carnes. El entorno hostil no es más que una representación de la situación actual de crisis y del aprovechamiento que unos pocos llevan a cabo de ella (de ahí que nunca se abandone esa idea del desahucio de la familia como motor principal de sus actos). Y también de cómo los demás intentan salir de ese círculo vicioso, y viciado, a través de sus pequeñas decisiones (trabajar en un club, en el caso del personaje de Hendricks; buscar una salida, en el caso del hijo, Iain de Caestecker; ocultarse en el luto y la casa, Barbara Steele y Saoirse Ronan; e incluso convertirse en un gangster del cobre, Matt Smith).
Ryan Gosling completa un colorista ejercicio de estilo en el que la forma se sitúa un peldaño por encima del fondo durante todo el metraje, a pesar de que el relato nunca es abandonado y siempre permanece en el epicentro del terremoto visual que es Lost River. El cromatismo y la fotografía adquieren una importancia magna en el film: desde los rojos del fuego y el infierno a los azules del cielo y el agua, pasando por los rosas intermedios del amor creciente y la inocencia o los negros del luto y las cenizas; el color tiene siempre una relevancia primordial en la narrativa propuesta por Gosling. Los encuadres del director se llenan de significantes a través de ese dispositivo cromático y de su posibilidad narrativa. En ese uso del color y el encuadre resuena el mentor principal del autor, Nicolas Winding Refn (existe una escena que recuerda a la del ascensor de Drive [2011]), pero también otras referencias como Terrence Malick, del que importa la importancia de la relación con el entorno natural, u otras más alejadas como David Lynch, al que se intuye en la creación del entorno viciado y agobiante.
No obstante, entre todo esto encontramos la voz personal de Ryan Gosling, que consigue mantener el relato siempre en el stand by que le permite la subversión del mismo en un dispositivo formal absorbente y cautivador. Dentro de esa evocación onírica en la que se mueve Lost River, sin embargo, se encuentran las potentes metáforas, tanto de una sociedad actual cada día más fagocitada por los caníbales que mandan, como de la forma en que esa misma sociedad se canibaliza a sí misma a través del morbo y la ultraviolencia que ejercen los unos contra los otros. En este sentido, no existe en la película mejor representación que la del club –ese espacio al que los lugareños acuden a soltar adrenalina, que se constituye como una especie de infierno sanguinario, violento y macabro a través de una puesta en escena a la que se podrían atribuir los mismos adjetivos–, que actúa como un espejo del papel que ha adquirido la televisión –principal vía de entretenimiento y distracción actual– en nuestros días.
Lost River es, por tanto, una película de vocación tan actual como atemporal. Una obra agobiante y claustrofóbica, a través de la que viajar en un eterno retorno a nuestro propio presente, en el que las ruinas cobran cada vez más terreno y la naturaleza se apodera de ellas. Un lugar en el que el ser humano terrenal (alejado de la deidad capitalista, el dinero) pierde constantemente pie y se hunde en ese embalse artificial en el que habitan los monstruos del pasado, que reviven una y otra vez para seguir comiéndose y aterrorizando a los profundamente mortales.
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