Crítica publicada en Esencia Cine
Un viaje no suele ser una buena idea cuando se trata de reestructurar una familia. El efecto balsámico que puede liberar salir de la zona de rutina y convivir durante unos días en otro lugar no suele ser tan plácido como se pueda antojar. Es una situación similar a la de las parejas que deciden tener un niño para solucionar sus diferencias. Lo cierto es que resulta complicado que estos parches sirvan para algo más que una especie de “tregua” si es que se da el caso. En Nuestro último verano en Escocia, la familia formada por Rosamund Pike, David Tennant y sus hijos nos dan otra prueba de ello.
Los directores de la propuesta, Andy Hamilton y Guy Jenkin, nos adentran en tierra de tartanes para acompañar a sus personajes al setenta cumpleaños de Gordie, el abuelo de la familia, que, además, podría ser el último dada su delicada salud. Billy Connolly se pone en la piel del anciano, algo huraño pero revitalizado por la aparición de los nietos, que se convierte en el alma del film y en el pilar sobre el que se apoyan casi todas las situaciones cómico-dramáticas del mismo.
Sin embargo, bajo la apariencia y el buscado tono de comedia, Nuestro último verano en Escocia esconde una interesante reflexión sobre cómo aceptar la pérdida como parte inherente a la vida. Nacemos, vivimos y morimos. Y en el medio de todo eso, nos convertimos en adultos. Pero en ese último postulado es donde, precisamente, fallan estrepitosamente las dos familias protagonistas de esta película (de los dos hijos del abuelo). La excentricidad inicial de los hijos (una, por ejemplo, colecciona piedras) deja paso a una estupefacción ante el comportamiento de los adultos, enfrascados en sus absurdas discusiones, no sólo los matrimonios, sino también las propias familias. En este impasse sale a relucir la inteligencia en la forma de los niños de ver el mundo cuando la adversidad se instala entre sus inocentes cuerpos.
El paso atrás de la inocencia en favor del inicio de la madurez es uno de los grandes temas que roza este film británico. Una feel good movie de manual, que, no obstante, consigue alcanzar algunas notas dramáticas muy altas, extraídas precisamente de la sencillez apabullante con la que tres niños ven el mundo. En este sentido, la trama central gira también en torno a la necesidad del ser humano de contarse historias para sobrellevar el mundo a sus espaldas. Vikingos, piedras, etc., cada uno su propia elección, pero todos necesitamos de algo ficcional que nos amarre a la realidad y a nuestros propios actos (a este respecto, la película contiene una escena preciosa en la que el niño cree ver a Odín en un hombre que viste de forma similar al dios mitológico de uno de sus posters).
Las historias de ficción como método de anclaje a la realidad. Porque no siempre la segunda supera a la primera.
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