29 mayo 2015

‘La lección’, naturalismo formal y narrativo

Crítica publicada en Esencia Cine


La vida de Nade es una guerra con muchos frentes abiertos. Quizás por eso la cámara de Kristina Grozeva y Petar Valchanov que la persigue oscila entre titubeos constantes. Cuando descubre que uno de los niños de los que es maestra ha robado a una compañera y se dispone a dar una lección al culpable, las cicatrices de su vida se abren y la sangre lo cubre todo. La deuda se convierte en irreversible, su marido no es precisamente un pilar en el que apoyarse y en el colegio, todo sigue igual.

En esa fina línea que separa la burocracia de la dignidad se instala La lección. Grozeva y Valchanov ofrecen un retrato sobrio, sin alardes y sin fisuras, de la vida de una de tantas personas que para mantener su dignidad intacta bordean la frontera de perderla por completo. En la línea de sobriedad ofrecida por Andrei Zyagintsev en Leviatán, los cineastas adoptan la parquedad como estilo narrativo. Nada redunda, pero nada sobra en su último film, que destaca mucho más por la potencia de su discurso que por la estética y la forma.


El ritmo pausado que adopta La lección, fundamentalmente gracias al trabajo en la escritura y el montaje, se convierten en un arma de doble filo para el film. Por un lado, aporta la tensión necesaria y crea una atmósfera agobiante por momentos; por el otro, puede volverse en contra de la obra en determinadas situaciones que adolecen de cierta lentitud. Sin embargo, los cineastas consiguen equilibrar la propuesta gracias a su habilidad a la hora de mostrar el horror aderezado con el humor más negro y al estudio de las prioridades de las personas cuando todo se les vuelve en su contra. La circunstancia como vía de configuración de la acción.

La introducción del elemento educativo en la película constituye uno de los mayores éxitos de la misma. ¿Qué puede enseñarnos alguien que puede incurrir en los mismos errores que nosotros? A este respecto, la evolución del personaje central es clave para entender el proceso mental que ha experimentado. De la primera escena, en la que descubre el robo, a la última, en la que asiste a una situación similar, hay todo un mundo (un arco narrativo cerrado y conciso). En la primera, no estamos ante la misma Nadezhda que en la última, como demuestra la reacción ante ambas. Tal vez por eso los cineastas se empeñan en mostrarnos el retrato de la madre fallecida, que siempre vigila las acciones de la hija (hay un primer plano exquisito en cuanto a su contenido) desde la distancia insalvable que le ofrecen la muerte y la idolatría que esta le profesa. De esta forma el recorrido es absoluto y la claridad del mismo radica en la interpretación de Margita Gosheva, gran baluarte del film de principio a fin.

La lección es un estudio sobre las prioridades, sobre la educación y sobre los actos desesperados. Una suerte de acercamiento a la naturaleza del ser humano –a través de un naturalismo similar al que efectúan, por ejemplo, los hermanos Dardenne– desde la inestable mirada de una mujer que trata de luchar, y vencer, a su manera y desde su posición, contra los monstruos del sistema, el patriarcado (representado por ese mafioso que la extorsiona) y las adversidades propias de la vida, esa enorme guerra con multitud de frentes abiertos.

'Son of a Gun', el amor frente al vigor

Crítica publicada en Esencia Cine

Tras dos cortometrajes, Little Man (2004) y Jerrycan (2008), este último con paso incluido por el festival de Cannes, Julius Avery filma en su primer largometraje una historia de atracadores con toques románticos y carcelarios. La entrada en prisión de su protagonista, el personaje interpretado por Brenton Thwaites, sirve como punto de inicio de la historia y como presentación para el antihéroe, casi villano en algunos momentos, al que da vida Ewan McGregor. Al actor escocés no le sienta nada mal su nuevo rol macarra y arrogante, por cierto. 

La puesta en escena de Avery en Son of a gun aboga por la eliminación de la espectacularidad que suele caracterizar este tipo de obras, sobre todo si atendemos sólo a sus acciones de acción, que suelen acaparar los más grandes esfuerzos de producción. Avery rehúye esta práctica y filma su acción desde un punto de vista más naturalista, alejada de parafernalias increíbles. Como ejemplo se podría citar la secuencia en la que los presos planean y efectúan su huida, en la que, a pesar del espectáculo propio de los disparos y helicópteros, prima cierto sentido común y una ponderación de la acción en pos de la credibilidad total de la secuencia.


No obstante, es en el pivote aportado por la actriz Alicia Vikander donde desentierra su punto débil el film del australiano. Y lo hace por culpa de un guión que se telegrafía en exceso, cuyos intervalos romántico-sentimentales lastran la propuesta central, basada y sustentada por la acción propia de las huidas, los atracos y la acción como columna vertebral de la película. En los lapsos en los que el director se empeña en filtrar la relación entre Thwaites y Vikander la película pierde fuerza. La vigorosidad que gobierna las escenas de acción del film se diluye en esos lapsos, en los que la película pasa a ser mucho más mimosa y abandona su hilo de conducción.

En Son of a Gun el espectador asiste a un disparo al aire. Una conjunción de dos filmes en uno que, lejos de una simbiosis, terminan por establecer una relación de profunda dependencia en la que una sale claramente desfavorecida en el trato. Algo así podría decirse del trío actoral; pese a los esfuerzos y el buen hacer de Alicia Vikander, Brenton Thwaites y el resto del elenco, Ewan McGregor siempre termina mirando la acción desde lo alto, absoluto ganador de la batalla, la guerra y el primero en llegar al piso franco en la huida posterior.

'Nuestro último verano en Escocia', las historias como vía

Crítica publicada en Esencia Cine

Un viaje no suele ser una buena idea cuando se trata de reestructurar una familia. El efecto balsámico que puede liberar salir de la zona de rutina y convivir durante unos días en otro lugar no suele ser tan plácido como se pueda antojar. Es una situación similar a la de las parejas que deciden tener un niño para solucionar sus diferencias. Lo cierto es que resulta complicado que estos parches sirvan para algo más que una especie de “tregua” si es que se da el caso. En Nuestro último verano en Escocia, la familia formada por Rosamund Pike, David Tennant y sus hijos nos dan otra prueba de ello. 

Los directores de la propuesta, Andy Hamilton y Guy Jenkin, nos adentran en tierra de tartanes para acompañar a sus personajes al setenta cumpleaños de Gordie, el abuelo de la familia, que, además, podría ser el último dada su delicada salud. Billy Connolly se pone en la piel del anciano, algo huraño pero revitalizado por la aparición de los nietos, que se convierte en el alma del film y en el pilar sobre el que se apoyan casi todas las situaciones cómico-dramáticas del mismo.


Sin embargo, bajo la apariencia y el buscado tono de comedia, Nuestro último verano en Escocia esconde una interesante reflexión sobre cómo aceptar la pérdida como parte inherente a la vida. Nacemos, vivimos y morimos. Y en el medio de todo eso, nos convertimos en adultos. Pero en ese último postulado es donde, precisamente, fallan estrepitosamente las dos familias protagonistas de esta película (de los dos hijos del abuelo). La excentricidad inicial de los hijos (una, por ejemplo, colecciona piedras) deja paso a una estupefacción ante el comportamiento de los adultos, enfrascados en sus absurdas discusiones, no sólo los matrimonios, sino también las propias familias. En este impasse sale a relucir la inteligencia en la forma de los niños de ver el mundo cuando la adversidad se instala entre sus inocentes cuerpos. 

El paso atrás de la inocencia en favor del inicio de la madurez es uno de los grandes temas que roza este film británico. Una feel good movie de manual, que, no obstante, consigue alcanzar algunas notas dramáticas muy altas, extraídas precisamente de la sencillez apabullante con la que tres niños ven el mundo. En este sentido, la trama central gira también en torno a la necesidad del ser humano de contarse historias para sobrellevar el mundo a sus espaldas. Vikingos, piedras, etc., cada uno su propia elección, pero todos necesitamos de algo ficcional que nos amarre a la realidad y a nuestros propios actos (a este respecto, la película contiene una escena preciosa en la que el niño cree ver a Odín en un hombre que viste de forma similar al dios mitológico de uno de sus posters).

Las historias de ficción como método de anclaje a la realidad. Porque no siempre la segunda supera a la primera.

28 mayo 2015

'It Follows', un macabro "tú la llevas"

Crítica publicada en Esencia Cine


Alguien te persigue. Tú, corres. A pesar de ello, te consigue tocar. Ahora, tú la llevas. ¿Quién no ha jugado a ese juego, verdad? It follows parte de esa premisa, de esas normas del juego; sin embargo, en la película de David Robert Mitchell el testigo se pasa de una persona a otra a través del sexo, lo que te persigue es una especie de “cosa” que toma la forma que quiere y, si consigue llegar a ti, mueres y vuelve a perseguir al contendiente anterior. Fácil, devastador y circular, y no por ello menos terrorífico; así es el ejercicio del terror en la obra, algo a lo que remite, precisamente, la circularidad que gobierna los movimientos de cámara durante varios momentos del metraje.

La obra de D. R. Mitchell se adhiere voluntariamente a los tópicos del cine de género, pero consigue llevarlos a su terreno de “lo desconocido”. En esa no-necesidad de dar una explicación a cada fenómeno radica su gran acierto. Desde el prólogo, un plano secuencia a través del que presenta a una joven que huye despavorida de algo que el espectador no logra ver, Mitchell encaja su película en una especie de atmósfera pesadillesca, pero a la vez de una innegable hermosura, que se apoya en el misterio y la bruta sencillez de su propuesta. El trabajo fotográfico –la simetría de los encuadres y el inteligente uso de luces y sombras– de James Laxton se antoja primordial en la creación de atmósfera llevada a cabo en el film. It Follows inquieta desde la belleza de sus imágenes y desde la incomodidad de su banda sonora. Todo el aparataje técnico utilizado por el cineasta (cuya anterior película, El mito de la adolescencia, 2010, también se acercaba a la este periodo, pero desde la ligereza del entramado de relaciones de esa etapa) remite al terror. Los movimientos de cámara son lentos, pausados; existe una dilatación premeditada del clímax en cada escena; el uso de los primeros planos permite la activación de la imaginación en torno al fuera de campo; los zooms largos y parsimoniosos parecen estar anunciando siempre un golpe de terror que no termina de llegar; y la música y el sonido siempre ofrecen una variación de la lectura en la que resuenan ecos del grito futuro, que ni siquiera sabemos si va a llegar o no. La película a veces anuncia, pero no llega a golpear. Todo remite al terror más clásico, pero a la vez al slasher más comercial. Sin duda, esa es otra de las grandes virtudes de Mitchell en su segunda película: la capacidad de transitar dos terrenos muy complejos de engranar en el mismo artefacto, sin perder originalidad ni frescura en su propuesta.


En otro orden de cosas, se puede leer It Follows de varias formas. Tras el macabro juego de persecuciones, transición del mal de unos a otros y, sobre todo, en esa posibilidad de mutación que adquiere “la cosa” que persigue a los protagonistas, que puede tomar tantas apariencias como guste, reside una inteligente metáfora de los mecanismos del terror. Por encima del relato central sobrevuela la paranoia instalada en Estados Unidos (y las sociedades occidentales) en torno a la seguridad frente a la “invisibilidad” del terrorismo (en una escena se hace explícito ese miedo que genera la duda). Mitchell sitúa a sus personajes ante el mal que ataca desde dentro, indetectable a primera vista; y enlazando con esta idea de lo indetectable, y con la transmisión del testigo a través del sexo, la otra lectura del film del cineasta se puede hacer en torno al sida y sus consecuencias. La idea de la enfermedad está en la obra de manera simbólica. La ETS se transmite a través del sexo, es difícilmente detectable, y, desde entonces, puede llegar a perseguirte toda la vida de una u otra forma. Evidentemente, la idea del monstruo venéreo está en el epicentro de It Follows.

De esta forma, Mitchell, que dirige, pero también escribe su película, nos acerca poco a poco, muy lentamente, como “eso” que persigue a sus adolescentes, a una recta final en la que la propuesta se diluye peligrosamente al pasar de una entidad misteriosa y casi intangible a una corporalidad del mal que no se termina de comprender dada la base de la propuesta que vertebra el film desde su primera secuencia. No obstante, pese al lapsus que supone toda la secuencia previa al epílogo (la piscina), la última escena consigue atenuar de manera muy lúcida todo lo anterior y retornar a la sugerencia, la incertidumbre y un magistral uso de la profundidad de campo como vía principal para generar desconfianza. 

¿Continúa “eso” siguiéndolos?

‘Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia’, el inmovilismo existencial

Crítica publicada en Esencia Cine


Aunque en su título la paloma no haya empezado a hacerlo hasta ahora, lo cierto es que Roy Andersson ya lleva catorce años reflexionando sobre la humanidad y su compleja existencia a través de su trilogía del absurdo. Una paloma se posó sobre una rama a reflexionar sobre la existencia es la culminación del tríptico surrealista que inició con Canciones del segundo piso (2000) y continuó con La comedia de la vida (2007). Durante este tiempo, el cineasta ha explorado el lado más irracional del ser humano desde una visión ciertamente pesimista pese a los toques de humor y comedia negra que se permite en su cine.

En Una paloma se posó… Roy Andersson radicaliza su estilo narrativo y formal. Si en sus anteriores películas todavía hacía uso de algunos movimientos de cámara en determinados momentos: un travelling en Canciones del segundo piso y dos, acompañados de varios zooms prácticamente imperceptibles, en La comedia de la vida; en el cierre de su trilogía el autor opta por el plano estático durante todo su metraje. La cámara nunca se mueve. De esta forma, los encuadres de Andersson caminan entre el inmovilismo de la pintura y la rotundez de la escenificación teatral. Si fuera teatro, la obra reciente del sueco se podría englobar en la tradición dramatúrgica del absurdo, emparentando con nombres como Samuel Beckett, Eugene Ionesco o Jean Genet. 

Andersson vuelve a otorgar, como ya hiciese en las anteriores obras de este tríptico, una importancia primordial a lo que ocurre en el segundo plano. Para ello el cineasta se sirve de una amplia profundidad de campo, dentro de su encuadre, y de un inteligente uso del fuera de campo. Muchas veces la importancia de la acción reside fuera del marco de la imagen. Es interesante a este respecto la decisión del cineasta de situar casi la totalidad de su acción en interiores, dejando a los ventanales (y a la imaginación del espectador) la tarea de completar aquello que está ocurriendo fuera. De nuevo, vuelta a la tradición del absurdo de una forma muy similar a la que presentaba Tiempo de caníbales (Johannes Naber, Alemania, 2013), con entornos difuminados y prácticamente neutros en los que el tono grisáceo no revela más que un leve esbozo del contexto.


El cineasta filtra su visión certera del mundo a través de su surrealismo, aumentando la distancia de su objetivo, más alejado de la acción que en Canciones del segundo piso y La comedia de la vida. La ausencia del primer plano es una constante en el film y puede interpretarse como un distanciamiento del autor respecto a la muerte que vertebra como un espíritu ineludible toda la obra. Desde el principio hasta el final, la expiración es la gran protagonista latente. No es casualidad que, desde el humor negro que caracteriza al autor, la frase que le sirva como leitmotiv sea el “Me alegro de que estés bien” que unos personajes se dicen a otros constantemente. Tampoco es casual, por supuesto, que la música elegida como hilo conductor en el cierre a su trilogía sea una marcha militar (ni que su momento cumbre sea la escena en la que el cineasta metaforiza, siempre en segundo plano, la derrota del rey Carlos XII en la batalla de Poltava, que simbolizó, precisamente, el fin de Suecia como gran potencia europea). Todo es muerte en Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia. Lo es hasta la eliminación voluntaria de la expresividad de los personajes, a veces, incluso, pálidos y de aspecto cadavérico. Por su parte, la muerte es narrada desde el distanciamiento que produce el humor (y el punto de vista de la cámara), pero también desde la incomodidad que generan alguno de los sketches en los que el director pone en escena de una forma muy simbólica el imperialismo sueco en África, igual que en sus anteriores películas hiciese con la incidencia histórica del nazismo.

No es Roy Andersson un director que se caracterice por su mesura; debajo de su puesta en escena estilizada y de la potencia visual de sus imágenes, late siempre un conjunto de mensajes controvertidos que ponen en evidencia el absurdo de la existencia humana. O al menos la extrañeza desde la que él nos mira desde siempre. Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia es el culmen de esa visión existencialista; el ejercicio de estilo de un esteta que, como la paloma de su título –esa a la que mira el primer humano que vemos en la primera escena en el museo–, lleva años paralizado, reflexionando sobre qué somos, de dónde venimos y hacia qué lugar estamos yendo. Y, como todos, sigue sin obtener respuesta; aunque el camino sea apasionante.

26 mayo 2015

La vida y los maizales

Publicado en Neupic

Las dicotomías que habitan en 'Corn Island'


Dos películas se confrontan sin beligerancia en Corn Island (Simindis kundzuli, George Ovashvili, Georgia, 2014). Las dicotomías gobiernan la cinta georgiana de principio a fin. El sol mira de frente a la sombra, la vejez dialoga con la reciente juventud, la cámara alterna su altura entre el suelo y la mirada de los personajes...

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23 mayo 2015

'Poltergeist', sombras no tan alargadas

Crítica publicada en Esencia Cine


A veces las sombras no son tan largas como queremos creernos. Y por eso, en ocasiones puntuales, llegan a las salas remakes que superan o al menos igualan a sus predecesoras. Es el caso del Poltergeist de Gil Kenan, director que, consciente del paso del tiempo y de su efecto en la película de 1982 que rodó Tobe Hooper, y seguramente Steven Spielberg, aunque esto nunca se haya confirmado, actualiza la fórmula a base de humor autoconsciente, irreverente y a costa del propio film de hace ya más de tres décadas.

La escritura de la nueva Poltergeist que realiza David Lindsay-Abaire no es precisamente un dechado de originalidad. La trama permanece perfectamente idéntica, si bien ofrece una gota más de protagonismo al niño, que en la primera permanecía más en un discreto segundo plano. Además, existen líneas de guión que se presentan inalterables a como lo hicieron en la versión anterior. Por lo demás, la actualización, y principal virtud reside en la inclusión de las nuevas tecnologías (pantallas planas, teléfonos móviles, tablets, etc.) y las nuevas formas de comunicación (reality shows, hashtags como el maravilloso #thishouseisclean) y todo tipo de ocurrencias que, perfectamente traídas a la actualidad, sitúan la película en su tiempo sin perder de vista su fuente original.

Gil Kenan aplica un inteligente movimiento a la hora de situarse frente a la historia con una cierta distancia. Todo rememora a la antigua: los payasos, el árbol, la niña, el cementerio… Sin embargo, el director aplica ciertas novedades: la niña ahora es morena (no sé si los rubios ahora dan menos miedo), el espiritista es una estrella de televisión y es hombre (muy divertido Jared Harris), etc. Y entre tanto, Kenan es capaz de permitirse el humor y la referencialidad. En concreto, existe un plano allá por la mitad del metraje que es un evidente homenaje al famoso grito de Shelley Duvall en El resplandor (The Shining, Stanley Kubrick, Estados Unidos, 1980).


Escribía Fionnuala Halligan en su crítica de la película para Screendaily, el pasado 19 de mayo, que la labor de Gil Kenan es “una competente exhumación del film de 1982”. No es banal el uso del término que hace la crítica en su espacio. La historia del poltergeist y la familia protagonista vuelve a la vida de la misma forma que lo hacen esos espíritus conformados por huesos que, ante la llegada de una fuente de energía joven y plena, resucitan y adquieren cierta corporeidad. Sin embargo, yendo algo más allá de las palabras de Halligan, y sin declararse quien esto firma tan fan de aquella, ni mucho menos; la verdadera inteligencia de Kenan en su remake consiste en respetar las partes que funcionaban de su predecesora, esto es la creación de atmósfera de la primera mitad, sobre todo, y eliminar o presentar desde una cierta voluntad cómica, aquellas que no lo lograban (la recta final, sobre todo, cuando todo empieza a volverse demasiado “loco” en la primera obra). No obstante, al final la obra de Gil Kenan termina por adolecer prácticamente de las mismas cargas que el resto de obras del género: demasiado enfrascamiento en los sustos en detrimento del terror más mental y ciertas obviedades en el guión, que le restan algo de potencia a su renovación. 

Aunque al final vuelva a reírse a costa de la historia con un plano posterior a los créditos, o más bien incrustado en ellos, que nos devuelve a la auto parodia más consciente de sí misma.

'Caza al asesino', la globalización del thriller

Crítica publicada en Esencia Cine


Un estadounidense, un español, una italiana y un británico. ¿Es un chiste? No, es Caza al asesino, aunque lo cierto es que en algunos tramos la película de Pierre Morel roza el humor involuntario a costa de un guión cargado de tópicos de acción e impostura en el diálogo sobre lo social. Desde la apertura, el recurso del telediario para explicar la situación socioeconómica del Congo, país donde comienza la acción, se antoja demasiado artificial; más incluso cuando a lo largo del metraje sirve para contextualizar el avance de la situación a través de la que se desenvuelven unos personajes igualmente impostados. La naturalidad de los entornos y espacios abiertos contrasta con ese carácter excesivamente remarcado que le otorga a los personajes el guión escrito por Don MacPherson, Pete Travis y el propio Sean Penn, que adaptan la novela de Jean-Patrick Manchette (editada en España por Anagrama).


El alambicado tejemaneje de secretos, ataques, corrupción y traiciones deriva hacia un final sorprendente en el peor sentido de la palabra. Pierre Morel abusa del tópico y decide otorgar al espacio una importancia primordial, pero con elementos narrativos demasiado evidentes y cargados de errores y obviedades. La mezcolanza de lugares, una mera herramienta para justificar la coproducción (Reino Unido, Francia, España y Estados Unidos), concluye con una secuencia de persecución, acción y tiros/peleas en la plaza de toros Monumental de Barcelona. Un dato curioso, pero significativo de lo que es Caza al asesino: las banderas que ondean en las cornisas son las de Madrid. No menos flagrante resulta, por ejemplo, el montaje paralelo en el que un torero apuntilla a su contendiente mientras Sean Penn amenaza con caerse de una forma que intenta ser similar. Y así continuamente.

El reciclaje del actor estadounidense en un hombre de acción maduro no encaja. Sin embargo, ayuda a que el resultado no sea tan dañino para su imagen que el resto del elenco (Idris Elba, casi circunstancial en la película; Javier Bardem, tan excesivo que resulta poco o nada creíble; Jasmine Trinca, quizás la más solvente, pero lejos de nivel que ha ofrecido al lado de Bertrand Bonello o en su último papel protagonista en la italiana Miel [Valeria Golino, Italia, 2013]; Mark Rylance o Ray Winstone) no se caracterice, precisamente, por la brillantez de sus interpretaciones. Con pretensiones de denuncia social, mecanismos de acción y necesidad de globalizar su artefacto coproducido, Caza al asesino es un thriller para olvidar.

22 mayo 2015

El cine y los tres monos

Publicado en Neupic

Análisis de la puesta en escena de 'Blind' (Eskil Vogt, Noruega, 2014), 'The Tribe' (Miroslav Slaboshpitsky, Ucrania, 2014) y 'Marie Heurtin' (Jean-Pierre Améris, Francia, 2014)


Aunque fue en Japón donde se popularizó a partir del siglo VIII, la leyenda de los tres monos sabios tiene su origen en China. Kikazaru no oye, Iwazaru no habla y Mizaru no ve. En Occidente se suelen asociar con la necesidad de ver, oír y callar para permanecer en el mundo con una cierta libertad de espíritu....


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'Lazos de sangre', la mirada cansada de Cotillard

Crítica publicada en Esencia Cine


Casi al principio del metraje de Lazos de sangre hay una mirada de Marion Cotillard, en un cerrado primer plano, a Clive Owen –su marido en el film– que justificaría el visionado de la película una y otra vez. Guillaume Canet, inteligente y muy conocedor del poder de esos ojos que miran, captura a la actriz en un férreo primer plano y deja fuera de campo el resto de la acción. En ese instante, muy leve y casi imperceptible, parece detenerse la película, en esa mirada seria e inquisidora, que no habla pero que, en cambio, lo dice absolutamente todo. Solo importa lo que muestran los ojos de la actriz. Si Manny Farber viese la película, seguro que categorizaría ese instante dentro de lo que él denominaba “arte termita”: ese que se centraba en lo pequeño, en la delicadeza del trabajo de los actores o del cineasta, en la beauté du geste, que más tarde quedaría recogida como una inigualable frase de Holy Motors (Leos Carax, Francia, 2012).


Tampoco habría duda –no creo que nadie la tenga– en volver a destacar a la actriz francesa como el gran baluarte, y lo más rescatable, de la obra del cineasta francés. Más allá de su interpretación, lo que encontramos es un thriller con la firma inconfundible de James Gray en el guión, junto al propio Canet. Se percibe el trabajo de construcción del director de Two Lovers (2008) en cada línea de escritura: los personajes que regresan a su barrio después de una experiencia traumática, el conflicto familiar entre dos hermanos, el padre enfermo… Incluso la paleta cromática y el trabajo fotográfico resuenan claramente al cineasta norteamericano, a pesar de que Christophe Offenstein (director de fotografía en esta) no ha trabajado en ninguna de las anteriores películas de Gray.

Sin embargo, pese a la firma de Gray junto a Canet, que anticipaba muchas cosas buenas, el resultado es un compendio de lugares comunes y clichés sobre el género. Lazos de sangre nunca termina de despegar como una película que vuela sola. Pese a un vigoroso principio, Canet convierte su película en un eterno discurrir de escenas de acción mil veces vistas y de conflictos familiares explorados hasta el tuétano. No obstante, la obra se concreta más cuanto más cerca permanece de esos choques familiares (un hermano policía y otro criminal) el director francés, que vuelve al thriller, siete años después de No se lo digas a nadie (2006).

Lazos de sangre indaga de manera muy leve en la profundidad de sus personajes, desaprovechando así el buen caldo de cultivo que le proporcionaba una familia en la que se entremezclan criminales, policías, prostitutas y una amalgama de personas que se prestaban a una mayor profundidad sociológica por parte del cineasta. En lugar de eso, el galo se dedica a rodar acción casi continua y a edulcorarla con una soundtrack maravillosa, que recoge algunas de las más conocidas canciones de la época que representa, pero que es utilizada de una forma algo brusca y sin ningún sentido narrativo ni funcionalidad como textura.

19 mayo 2015

Mujer, hombre y viceversa

Artículo publicado en Neupic

El duelo y la sexualidad en 'Una nueva amiga'


La determinación de la sexualidad 

"Un bebé necesita una madre y un padre; yo hago las dos." La frase que pronuncia el protagonista de Una nueva amiga (Une nouvelle amie, François Ozon, Francia, 2014) podría resumir el primero de los dos pilares que sostienen la obra del autor galo. ¿Qué es la sexualidad?, ¿cómo la...

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15 mayo 2015

'Cautivos', un Egoyan sin sello

Crítica publicada en Esencia Cine


Jugar con los cruces de tiempo siempre es complejo, pero si sale bien proporciona uno de los resultados más gratificantes para los ojos encargados de mirar. En su última película, el director Atom Egoyan intenta hacerlo con una propuesta que llega a situarse hasta en cuatro capas temporales distintas para narrar el secuestro de una niña, las consecuencias que derivan del suceso en el seno de su familia y cómo la esperanza de encontrarla viva ocho años después, gracias a una nueva pista, voltea sus caracteres hasta el extremo. Cautivos, en cambio, a pesar de albergar una temática cargada de aristas, se aleja bastante de la brillantez debido a un guión atropellado y cargado de giros, más bien bruscos volantazos, sin demasiado rumbo ni concierto. La amalgama de tiempos se sitúa así en concordancia con la narrativa errática que sobrevuela el film desde el primer plano al último.


Egoyan se adentra en el espinoso tema de la pederastia, aunque su incursión sea demasiado lánguida, como si quisiese y no quisiese a la vez tocar el tema. Además, el cruce indefinido de géneros convierte la película en una suerte de laberinto por el que el espectador deambula y en el que al final, seguramente, acabe disipando su interés de la misma forma que los personajes se pierden a sí mismos por la trama. Así pues, se podría definir Cautivos como un alambicado pastiche en el que Egoyan adopta algunos elementos propios del thriller y los entremezcla con rasgos propios del drama familiar que impiden que el primero se desarrolle y despliegue la historia principal del secuestro. 

Cautivos es, por tanto, un Egoyan sin sello de personalidad o garantía, ni mucho menos de calidad.

14 mayo 2015

La metáfora soviética

Artículo publicado en Neupic

La cuestión del territorio en 'Tangerines' y 'Leviatán'


Tanto sobre Mandarinas (Mandariinid, Zaza Urushadze, Estonia, 2013) como sobre Leviatán (Leviafan, Andrei Zyagintsev, Rusia, 2014) se extienden las alargadas sombras de sendos fantasmas. Las dos películas sitúan su foco...

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10 mayo 2015

Vivir de ausencias

Pieza publicada en Neupic

'La canción del mar' y la aceptación de la ausencia como primer paso a la madurez


La ausencia frente a la presencia. La vana presencia del ahora frente a la evidencia del vacío de aquel que ya no está. La canción del mar (Song of the Sea, Tomm Moore, 2014), la última película de Tomm Moore, director irlandés conocido por su anterior film El secreto del libro de Kells (The Secret of Kells, Irlanda, 2009)...

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09 mayo 2015

'Güeros', ¿la nueva ola mejicana?

Crítica publicada en Esencia Cine


El universo que Alonso Ruizpalacios despliega en Güeros se podría establecer como una suerte de punto intermedio entre alguna de las corrientes del realismo mágico y la nouvelle vague francesa. Del primero recoge la invención de un músico, Epigmenio Cruz (inexistente en la realidad), cuyas letras hicieron derramar sus lágrimas al mismo Bob Dylan. Del segundo, casi todo lo demás.

El cineasta estructura su relato a la forma de un viaje que va de Sur a Oriente, pasando por los puntos de anclaje que son para la película Poniente, Ciudad Universitaria y Centro. Güeros es, por tanto, una variación de la road movie; el punto de partida, la ciudad, el destino, el citado músico, de aura cortazariana, como punto de fuga y ancla del recuerdo paterno de dos hermanos a los que se suman varios jóvenes mejicanos.

De esta forma, a través del recorrido, el director se excusa para mostrar una realidad más completa, y quizás compleja, que la de sus protagonistas. La situación de Méjico es hábilmente retratada a través de un formato académico, empeñado en aprisionar a los personajes en el encuadre, como si quisiese dar muestra del cautiverio al que son sometidos en la realidad que representa el film. El Méjico de Güeros no es otro que el Méjico actual. Y Alonso Ruizpalacios decide mostrarlo a través de los usos que otorga a su artefacto fílmico: la convulsión se vive a través de un relato con cierta deconstrucción intencionada, buscada por momentos con un montaje algo roto (al estilo godardiano), y los contrastes generacionales gracias al duro blanco y negro con el que filma el cineasta.


Las influencias de Güeros son tan claras y evidentes como innegables y bien entendidas por su autor. Ruizpalacios juega al despiste con ellas en varias secuencias en las que pone a sus personajes a debatir sobre el propio cine y la película. En una de ellas, por si fuera poco, denuncia a los cineastas mejicanos, en boca de su personaje, como unos estafadores que sólo filman películas para “críticos franceses”. La expresión se podría leer como una suerte de actualización del “epatar a la burguesía” para la crítica cinematográfica: “Graban a unos actores, lo ponen en blanco y negro y dicen que es arte”, exclama el protagonista en un juego de referencias que puede establecer un diálogo con el cortometraje De hacer películas para cítricos europeos (Rubén Mendoza). No obstante, las intenciones de este lapso son tan impermeables que es difícil discernir si el chiste es solo eso o si al final el director termina por perpetuar en la imagen exactamente aquello mismo que pone en duda a través de la ironía. 

¿Qué esconde, pues, Güeros? ¿Un viaje multirreferencial? ¿Un complejo cruce de vertientes artísticas? ¿Una nueva voz autoral? Lo cierto es que, exceptuando la adaptación de ciertos mecanismos a la realidad socioeconómica en la que se circunscribe, es complicado extraer de ella una voz rotunda y propia de la obra.

'A esmorga', la lluvia que no cesa

Crítica publicada en Esencia Cine


A esmorga es una de esas historias que huelen a lluvia. En el sentido literal, pero también en el metafórico. La jornada en la que se desarrolla, en 24 horas, alberga todo un estudio sobre las consecuencias de los actos y sobre cómo la crudeza determina las vidas de tres personas. En todo ese tiempo, la lluvia incesante no deja de acompañar a los tres protagonistas de la película, adaptación de la Gran Novela Gallega escrita por Eduardo Blanco Amor. 


Karra Elejalde, Miguel de Lira y Antonio Durán ‘Morris’ interpretan a tres amigos que parecen buscar un camino de no retorno a través de una escandalosa borrachera. Las interpretaciones, sobre todo la de Elejalde, elevan el film una categoría más y se sitúan claramente por encima de todo el aparataje técnico-narrativo desplegado por el director Ignacio Vilar. Lejos de las interpretaciones, el guión de Carlos Asorey y el propio cineasta discurre lento y errático, casi como si fuese un acompañante más de la juerga. Los personajes van y vienen, se tambalean por la ciudad, de bar en bar, mientras que el guión hace lo propio, de giro en giro, errante, sin apuntar nunca un desenlace que, en cambio, no deja nunca de anunciar. 

Es destacable el trabajo fotográfico realizado por Diego Romero, que dota a la atmósfera del film de un aura viciado y tremendamente oscuro más allá de las nubes que asolan constantemente la historia. En la otra orilla, la música, que interrumpe constantemente la acción gracias a un colchón de piano que, pese a lo agradable y pertinente que resulta en determinadas situaciones, puede llegar a sacar al espectador de la historia e incluso a molestar cuando se convierte en un hilo musical. Además, una película que, como A esmorga, huele a lluvia debería de dejar que retumben las gotas al caer.

'Hipócrates', el fracaso de la evidencia

Crítica publicada en Esencia Cine


Confiesa quien esto firma que aún no todavía no ha conseguido descifrar qué bien narrativo le ofrece a una película mostrar en primer plano según qué procesos médicos. Y digo médicos porque, en este caso, es una punción lumbar, que además se muestra con todo lujo de detalles en varias ocasiones. Sin embargo, en lo que a la crítica se refiere, ese exceso demostrativo podría articular la esencia de Hipócrates desde el primer al último de sus recodos. La película de Thomas Litti resulta demasiado evidente en todo: en el humor y en el drama, en la denuncia y en la complacencia, en el amor y en la lucha. El mejor ejemplo de ello, sin duda, es el de esos médicos que pasan las horas muertas viendo capítulos de House M. D. (David Shore, Fox, 2004-2012) en la sala de personal. 

Todo resulta demasiado obvio en Hipócrates. La música lo es. Los lapsos que el director filma casi como un relleno entre relatos lo son. La estructuración del guión a través de la trenza que engarza las dos líneas –los casos médicos con la vida y la relación entre los integrantes del MIR– lo es. Incluso el discurso sobre los recortes (muy rescatable, por cierto) en el que deriva una de las líneas principales de la trama lo es.


Thomas Litti deambula, y con ello sus personajes, entre los subgéneros de la comedia y el drama. El cineasta deja caer un acercamiento al delicado tema de la eutanasia y la muerte digna (últimamente lo ha hecho también la israelí Una fiesta de despedida [Tal Granit y Sharon Maymon, Israel, 2014], aunque ningún acercamiento reciente ha llegado al nivel de Miel [Valeria Golino, Italia, 2013]) a la vez que enhebra los chistes y bromas propias de la juventud de la mayoría de protagonistas de la cinta. No obstante, hay que destacar que Hipócrates se desnuda más hacia el drama a partir de su segunda mitad. El problema es que, entonces, ya ha perdido el tono.

El aspecto más interesante es, precisamente, ese discurso que subyace todo el metraje sobre la organización administrativa del hospital. Sin embargo, pese a ser muy necesario y muy loables las intenciones del cineasta, la irrupción abrupta de la denuncia es tan repentina como, nuevamente, obvia y axiomática en sus formas. Es evidente, el mayor problema de Hipócrates es su evidencia.

07 mayo 2015

'Las altas presiones', la generación sin contornos

Crítica publicada en Esencia Cine


El eterno retorno. Probablemente nunca dejemos de volver una y otra vez a nuestros orígenes. Yendo un poco más allá, seguramente nunca dejemos de tambalearnos. Cuando Miguel recibe el encargo de localizar espacios para una película en su ciudad natal ya sabe que su viaje será mucho más que una tarea de trabajo. Las altas presiones retrata ese recorrido a lo más interno de nuestros fueros, un tránsito por un estado de ánimo lluvioso, que más allá de ser el de una única persona, se intuye como perteneciente a toda una generación. 

La cámara de Ángel Santos persigue constantemente los movimientos titubeantes de Andrés Gertrúdix, principal protagonista del film, a través de unos espacios y encuadres en los que los silencios tienen muchas palabras amargas que decir. El actor deambula por las calles de Pontevedra, por las rías, por las fábricas… y por las ruinas, que representan el estado de las cosas para él y los de su quinta en un país tan plomizo y gris como esas nubes que continuamente descargan su amargura contra el pavimento ya excesivamente mojado.


El cineasta adopta una iluminación naturalista, muy propia de la nouvelle vague, en la que las luces irradiadas de los escaparates, las farolas y la luminosidad exterior cobran una importancia primordial para su estilo. Además, Santos deja su pequeño sello de personalidad con el paneo circular, utilizado en varios momentos puntuales del film, casi como una firma de autoría estilística. Entre tanto, las conversaciones entre treintañeros que no terminan de encontrar su lugar en el mundo. Si bien algunas de estas conversaciones se antojan algo forzadas, como esas piezas que terminan de engranar en la maquinaria a base de rozamiento continuo, lo cierto es que el espíritu de la obra queda perfectamente claro a lo largo del metraje.

Las altas presiones es un retrato, por momentos, de altas pretensiones y tan plúmbeo como esa lluvia incesante, de una generación cuyos contornos borrosos se mueven a placer entre las ruinas que han dejado para ellos. Las imágenes de Ángel Santos parecen siempre al borde del desvanecimiento, pero en cambio poseen la difícil cualidad de la permanencia. Algo así le ocurre a las vidas de sus protagonistas, siempre en la frontera, en la constante incertidumbre del desmoronamiento. La generación perdida, dicen. La generación olvidada en las ruinas de un bienestar anterior. La del eterno e infructuoso retorno.

06 mayo 2015

Las crisis del actor

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La madurez del intérprete en 'La sombra del actor' y 'Birdman'


Si cada mirada crea una forma y un estilo, se puede afirmar sin problemas que del mismo objeto pueden surgir cientos de subjetividades. Y quizás sea esa una de las premisas más irrebatibles en cualquier Arte. El cine, como disciplina artística que es, no queda relegado de esta afirmación, por supuesto. Un mismo...

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04 mayo 2015

Vivir de Cine [Intereconomía Radio] (1/5/2015)

Programa de radio Intereconomía dedicado al cine. En la madrugada del 1 de mayo de 2015 comenté los estrenos de la semana y colaboré junto a los compañeros en la extensa entrevista al cineasta Samuel Martín Mateos, a propósito del estreno de su film Tiempo sin aire.

Aquí se puede escuchar el programa completo.


02 mayo 2015

'Qué extraño llamarse Federico', carta de veneración a un amigo

Crítica publicada en Esencia Cine


Por si la frontera entre el documental y la ficción no estaba lo suficientemente poblada, se suma a esa amalgama de películas que bordean los géneros el director Ettore Scola con Qué extraño llamarse Federico. Sin embargo, antes de meterse en faena de analizar en qué subgénero se puede incluir esta obra, conviene aclarar que es, antes que cualquier otra cosa, una declaración de amistad que toma la forma del homenaje.

Scola retrata la vida y obra, más la primera que la segunda, de su amigo del alma Federico Fellini. El film no esconde en ningún momento su espíritu evocador del cineasta, ni su admiración, que pregona a los cuatro vientos a través del recuerdo de una de las figuras más relevantes para la cinematografía italiana. Todo se encamina a engrandecer, si es que el verbo no es un mero epíteto con Fellini, la imagen del director de La dolce vita.


La permeabilidad genérica es constante. Ettore Scola transgrede aún más la barrera genérica, presentando una película con vocación documental que apenas tiene imágenes de archivo (más allá de algunas del funeral de Fellini, el propio uso de su obra o algunas fotografías del pasado de ambos). Sin embargo, a esa vocación documental le añade elementos propios y conscientes de la ficción. La dramatización se percibe desde el narrador que se sabe consciente de la cámara, que se incrusta dentro de la acción representada e incluso interacciona con ella, hasta el uso del color y la iluminación como recurso dramático o la recreación constante en la que se convierte la documentación de archivo, que llega a ser interpretada por actores que encarnan a los protagonistas del relato y a las personas que rodearon a Fellini en vida. 

Pese a reconocer, a través de la boca del autor transalpino, que ni siquiera él mismo reconoce qué significa el “estilo felliniano”; Scola se adhiere a una corriente estética que, por momentos, trae a la mente algunas obras del creador. El abrumador uso final de imágenes de la filmografía del director no es más que la constatación del intento por parte de Scola de imitar su estilo “excesivo” para homenajear su genio. Y para evocar su espíritu, latente todavía hoy por esa Cinecittà que también recuerda con nostalgia el film de Scola.

Se podría hablar de Qué extraño llamarse Federico como una docuficción cómica. Scola ha pervertido ambos géneros para crear un híbrido que rememora, constata y ofrece información privilegiada (a través de la narración de su amistad, desde los primeros pasos en el diario Marc’Aurelio hasta el final) sobre la figura de Federico Fellini. La obra de Ettore Scola es un delicioso juego de espejos en el que se ven reflejados la amistad que los unió, las vivencias que experimentaron juntos y, finalmente, la admiración que despertó en él, y por extensión, en todo un país el director de películas tan canónicas como Roma y Ocho y medio.

'Lecciones de amor', words and pictures

Crítica publicada en Esencia Cine


¿Cuál es el valor acumulativo de una imagen frente a una palabra? ¿Y al revés? El debate entre las artes y las letras no es nuevo, evidentemente, sino que cabalga paralelo al avance de ambas disciplinas. En su nueva película, Lecciones de amor (curiosa traducción teniendo en cuenta que el título original no es otro que el más acertado Words and pictures), Fred Schepisi parece obsesionado con obtener, a través de sus personajes, la respuesta a esta cuestión tan trascendental. 

Dos profesores –él de literatura, ella de arte– se conocen en el instituto al que ella llega para dar clase. Enseguida se atraen, haciendo efectiva la falible teoría de los polos opuestos, gracias al reto que él le lanza para que entre al abrigo de su reto de palabras (un jueguecillo en el que gana el que consiga una palabra de más sílabas frente al otro). De esta forma, Schepisi efectúa un giro que le sirve para abrir las dos patas que sostendrán desde el principio en adelante su obra: el diálogo entre arte y letras y los dos grandes intérpretes que ha escogido para librar la batalla.


Negar que la pareja formada por Juliette Binoche y Clive Owen tenga química sería un absurdo de base. Ambos controlan perfectamente los tiempos y los estados de ánimo de sus personajes y, haciendo suyos sus luminosidades y sus defectos, mayores y menores, los convierten en personas. Él arrastra una relación turbulenta con su hijo y problemas con el alcohol; ella, un agrio estado de ánimo provocado por una artritis que le impide desarrollar las aptitudes artísticas que la auparon en el pasado a la primera plana del arte. 

El cineasta consigue que la conversación entre ambas vertientes, en todos los sentidos, sea constante. De esta forma, Schepisi filtra la historia personal y su crecimiento por las grietas que le deja el desarrollo exponencial que alcanza el debate Artes-Letras ya no sólo en torno a los dos, sino a los alumnos del instituto, que se suman a la batalla. El director efectúa, además, un buen uso de los giros, que le permite mantener erguidas ambas columnas narrativas, a pesar de que la sorpresa generada por alguno de los pivotes introducidos se encamine al clásico final convencional y redentor. 

Sin embargo, la verdadera inteligencia de Fred Schepisi, y mayor activo del film, se deja ver a través de la posible proyección del debate central hacia el propio arte cinematográfico. Y es que, si el cine se compone de palabras e imágenes, de contenido y de forma, de texto y fotografía, afirmaciones que nadie a estas alturas negará: ¿tienen unas más valor que las otras o, por el contrario, son un todo indivisible que prima por encima de las partes?

'Walking on sunshine', la flashmobización del musical

Crítica publicada en Esencia Cine

Lo primero en lo que puede fijarse uno al acercarse a Walking on sunshine es en el sorprendente parecido que guarda cada intérprete con otros actores del starsystem. Buscado o no, tenemos un clon de Philip Seymour Hoffman, otro de Keri Rusell, una mujer cuyo perfil resuena y mucho al de la actriz Gywneth Paltrow y un hombre que, en ciertos momentos, recuerda vagamente a Robert Pattinson. Más allá de la anécdota, podríamos concluir que a la película de Max Giva y Dania Pasquini le ocurre lo mismo. En ella resuena, entre otras, la última obra musical sobre bodas Mamma Mia! (Phyllida Lloyd, 2008).

Con un guion descuidado y bastante obvio, Walking on Sunshine es una de esas películas en las que la historia queda telegrafiada desde la primera secuencia. Uno de esos filmes en los que una hermana-amiga va a casarse con un hombre que esconde un secreto del pasado junto a otra hermana-amiga. Nada nuevo bajo el sol. Quizás por eso, la directora decide jugarse un all in sustentando el peso de su apuesta sobre las canciones. Y lo cierto es que su pista musical es magnífica, repleta de canciones de los ochenta que llenan de vitalidad la pantalla. Pero no es suficiente.


La cantidad de situaciones completamente inverosímiles, algunas de comedia involuntaria, se antojan como un lastre demasiado pesado para el film. La plantilla es muy evidente, por lo que incluso la utilización de las canciones puede resultar demasiado translúcida en determinados momentos (hay situaciones en los que, antes de anunciarla, ya puede esperarse una canción determinada).

Por otra parte, y esto es algo que no solo engloba a Walking on Sunshine, aunque también, sorprende la creciente tendencia de los musicales a convertirse en una gigante flash-mob. Si ya hace tiempo parece no existir el musical que se resista a concluir con una de estas, ahora parece que los números vertebrales del fin –y no solo la fiesta final– también deban serlo. Así, en Walking on Sunshine al espectador le puede costar encontrar una sola canción en la que no haya un numeroso cuerpo de bailarines coreografiados por detrás de los actores. El peso narrativo del género pierde su poder en favor de una espectacularización de los números musicales.

Walking on Sunshine puede verse desde varios puntos de vista. Como película se antoja demasiado obvia y fácil, con no demasiado valor fílmico; pero desde el punto de vista estrictamente musical, puede mirarse con los ojos nostálgicos de aquella época de los ochenta, que verán pasar ante sus ojos un Greatest Hits en forma de continuo videoclip. No obstante, por desgracia para Max Giva y Dania Pasquini, y por extensión para su obra, nos ocupa aquí el interés de lo fílmico y no de lo musical. Y en ese sentido, todo se ha quedado en agua de borrajas.

'Difret', insuficientes buenas intenciones

Crítica publicada en Esencia Cine


En 1996 se abolió en Etiopía el matrimonio por rapto, aún vigente en el país africano. El motivo por el que tuvo lugar este avance social fue el proceso judicial que narra Zeresenay Mehari en Difret. El director muestra el caso de Hirut, una joven de 14 años que tras ser secuestrada y violada por un hombre (ayudado por otros seis) que quiere casarse con ella, escapa y mata a su agresor. Con ese comienzo, el film etíope narra el proceso judicial y social que atraviesa la adolescente, siempre de la mano de la abogada Meaza Ashenafi, una mujer independiente que pertenece a un colectivo de letradas que luchan por las víctimas de estos casos en la región.

La temática de la obra la convierte en un producto tan estimable e interesante como espinoso y delicado. Incluso se puede hablar de una película necesaria dada la problemática expuesta, aunque esta se circunscriba a un periodo alejado ya de nuestro tiempo por una veintena de años. Las referencias a la sociedad patriarcal son continuas y se dejan ver tanto en la burocracia propiamente judicial (con la abogada sufriendo el menosprecio latente de la policía en varios momentos) así como en la panorámica social que desliza el director.


Ese aspecto social es uno de los puntos álgidos de interés a lo largo del filme. Continuamente se expone el choque la falla existente entre la ciudad (Addis Abeba, capital del país) y el ámbito rural. El choque entre la sociedad urbana y la sociedad tribal, vigente en las zonas del campo, es evidente y supone el mayor escollo para el cambio de mentalidad respecto al tema central de la obra. No en vano, el cineasta decide mostrar de forma aún más evidente ese enfrentamiento con las continuas alusiones en tono de menosprecio que hacen los ancianos del campo respecto de los jóvenes de la ciudad. 

Sin embargo, y pese a que el tema de la película es interesante, la puesta en escena tira el trabajo por tierra en momentos puntuales que merman la calidad del conjunto. De forma bastante evidente, el director alterna el recurso técnico de la cámara vibrante, para los momentos de mayor tensión, con una forma de rodar más pausada y cercana al plano fijo cuando la protagonista goza de momentos de tranquilidad. Por otra parte, los continuos movimientos de cámara, reencuadres y búsquedas del alarde técnico-visual innecesario, revelan continuamente el dispositivo fílmico y empujan al espectador fuera de una historia que resulta lo bastante interesante como para que eso no ocurra. 

Mehari descarga todo el peso de la narración sobre los hombros de una protagonista muy solvente (gran trabajo de Meron Getnet en su traslación del personaje). Su abogada representa, más allá de la historia judicial que vertebra el film, la importancia de la figura de la mujer frente a la sociedad patriarcal etíope de los años en los que se circunscribe la historia. Difret es, por lo tanto, una película necesaria de temática interesante y rescatable (en la que se ve la mano de Angelina Jolie en la producción), que, sin embargo, no consigue la relevancia visual y el equilibrio entre forma y fondo que la habría aupado un escalón más.

01 mayo 2015

La palabra contra la imagen

Artículo publicado en Neupic 

Reflexiones a propósito de 'Lecciones de amor' (Words and pictures, Fred Schepisi, 2013)


"¿Formalismo? ¿Contenutismo? El cuento de nunca acabar."

Ya lo decía el crítico José Luis Guarner en su texto Las gafas de Parménides, a propósito del estudio de la puesta en escena como el todo indivisible a analizar por la crítica de cine. Quizás, o casi seguro, Fred Schepisi no quería indagar...

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