20 noviembre 2015

'Mistress America', el teatro de las apariencias

Crítica publicada en Esencia Cine


Se suele hablar de las películas de Noah Baumbach como generacionales. Y lo cierto es que algo de eso hay. O mucho. Sin embargo, quizás sea cuando atendemos a toda su filmografía reciente como un conjunto en el momento en el que esta afirmación cobre un mayor sentido. Su última película, Mistress America, se desmarca del choque generacional que gobernaba su anterior film, Mientras seamos jóvenes (2014), para volver al borroso límite de la treintena en el que bailaba Frances Ha (2012). La trilogía se conforma como un todo enérgico y casi indivisible, que demuestra la inteligencia de su autor.

Con la vuelta de Greta Gerwig como protagonista, el cineasta acerca una mirada sobre lo caprichoso de las generaciones y el etiquetado social, algo que planea inherente prácticamente a cada una de sus películas. Además, el cineasta recupera otro de sus temas recurrentes –ya presente en Mientras seamos jóvenes–, la fina línea que separa la inspiración del plagio, el homenaje de la copia. Hay dos preguntas que sobrevuelan todo el metraje: ¿qué separa a una generación de la siguiente?, ¿hasta cuándo no sobrepasamos la frontera de la apropiación indebida en la creación?


Tracy (Lola Kirke), estudiante universitaria de primer año, solo quiere escribir, pero no encuentra su inspiración. Hasta que irrumpe en su vida Brooke, una treintañera asentada en Nueva York, que se convertirá en su guía por la ciudad, en su musa y, aparentemente en un futuro próximo, en su hermanastra, ya que sus padres van a casarse. En mitad de esta pareja, Baumbach sitúa su cámara para lanzar una reflexión sobre la influencia de la imagen que proyectamos a nuestro exterior y la necesidad de autovalidación a través de la validación externa, lo que se traduce con ingenio en el relato que escribe la protagonista, en el constante uso y mención a las redes sociales que hacen los personajes y en la secuencia en la que una secundaria no hace otra cosa que presumir de casa y condiciones de vida.

El egocentrismo intergeneracional es otra de las constantes en Mistress America. Indistintamente, sin importar su generación, su edad, su sexo, todos los personajes hablan continuamente de sí mismos. Los diálogos ágiles, de réplica rápida, y el postureo reinante en toda la secuencia de la mansión dan fe de esta exaltación del ego en la que vivimos. Sin embargo, para el autor, los personajes nunca dejan de ser pequeños peones en un todo mucho mayor, el teatro de la vida, tan vacío como cargado de apariencias y proyecciones (la sociedad literaria quizás sea el mejor ejemplo de esta idea).

No obstante, y respondiendo a una de las preguntas lanzadas anteriormente, y que subyacen en lo profundo del mensaje de Mistress America: nada. No hay separación evidente entre las generaciones; no la hay entre las dos protagonistas, ni entre los secundarios. Destaca, en este sentido, la maniobra en dos tiempos que realiza Baumbach para mostrar esta equidad. Primero, en la elección de las actrices, situando a dos mujeres no tan lejanas en edad como Gerwig (32) y Kirke (26) como si les separase más de una década y un incontestable muro de pensamiento y acción. Después, en una demostración de sutileza, igualándolas a través de la puesta en escena, en un magnífico plano en el que Gerwig baja un escalón para entrar en el encuadre y situarse a la altura de Kirke, a la que la cámara enfoca en mitad de una presentación comercial. En ese inteligente movimiento podría residir todo el argumento, el mensaje y toda la resolución de este interesante y travieso film. Las generaciones están compuestas de personas, de individuos y no de bloques indivisibles; no hay tal diferencia a pesar de que los etiquetados de la apariencia parezcan serlo todo.

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