27 noviembre 2015

'La calle de la amargura', la belleza de lo abyecto

Crítica publicada en Esencia Cine

Todo el metraje de La calle de la amargura está atravesado por la decadencia. Absolutamente cada requiebro narrativo, incluso de la imagen, porta el sello de un Méjico oscuro y sucio. Y sin embargo, la miseria es retratada por Arturo Ripstein con un elegante sentido de la estética, a través de un blanco y negro preciosista que, seguro, levantará algo de polvareda entre la crítica y el análisis. Ya saben, aquello de la abyección…

Más allá de lo que cada mente pueda concluir sobre las intenciones de Ripstein, lo cierto es que su última película se estructura en dos líneas confluyentes para ofrecer una visión certera y cruda, a pesar de esa edulcoración visual, quizás también gracias a ella, del Méjico más decadente y oculto. Desde la propia madrugada en la que se sitúa cada encuadre de la acción hasta las conversaciones que mantienen los personajes, sobre todo las dos protagonistas femeninas, dos prostitutas entradas en edad cuyos servicios son cada vez menos solicitados, todo transmite una cierta caída, un descenso a los infiernos.


La calle de la amargura parece un purgatorio. Una tierra baldía en la que todo es egoísmo, pena y tragedia. Y sin embargo, el cineasta efectúa una suerte de maniobra a través de la que el humor consigue hacer aparición en determinadas secuencias, dotando a la película de un aura de extrañeza todavía más intensa. Las dos líneas narrativas –dos prostitutas mayores que tratan de sobrevivir y dos hermanos, enanos luchadores, con los que coinciden en la celebración de su última victoria– convergen gracias a un guión que las conduce sin sobresaltos y de forma pausada, algo previsible, hacia el desenlace.

Ripstein elige mostrar ese panorama errante y noctambulo a través de planos secuencia que se encadenan unos con otros, lo que permite que la construcción de la acción, más o menos rítmica según el momento, se lleve a cabo a través del trabajo interpretativo de los actores. Comparada con ciertos toques de Fellini –quizás en lo más circense–, con la fotografía de Sebastiao Salgado –en el retrato de los desfavorecidos ocultos y en el blanco y negro, igual de preciosista y polémico que pueda resultar aquí– e incluso con el cine mejicano de Buñuel, La calle de la amargura se muestra como un lánguido y descarnado corrido a lo errático, al inexpugnable paso del tiempo, a los estratos más sórdidos y a la caricatura más grotesca e hiperbólica de la sociedad global contemporánea, aislada en este caso en los bajos fondos mejicanos. Y, en última instancia, polémica y duda servidas, a la incuestionable belleza de lo abyecto, en cualquiera de sus acepciones.

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