06 noviembre 2015

'Él me llamó Malala', la persona detrás del ídolo

Crítica publicada en Esencia Cine


Persiste en Él me llamó Malala una cierta voluntad de no quedarse en la anécdota y que el bisturí seccione la capa superficial de piel que permita llegar a la profundidad suficiente para conocer a la persona que hay detrás del personaje público. Y quién vive en esa condición es, en definitiva, una niña. Una adolescente que, entre compromisos con la ONU, la Casa Blanca, una escuela de niñas en Nigeria o el mismísimo Premio Nobel de la Paz, tiene las preocupaciones propias de una joven de su edad. Y quizás esa sea la enseñanza mayor que podamos extraer del documental con el que Davis Guggenheim se acerca a la figura de Malala Yousafzai, la joven pakistaní herida por los talibanes en 2012 tras manifestarse en favor de la educación igualitaria. 

A la hora de sumergirse en el hogar residencial en Birmingham sorprende la entereza de la familia. Evidentemente, la adaptación a la nueva rutina no es fácil. Nunca lo es para nadie, pero si además de todo, la desgracia te ha convertido en estandarte de la lucha por la libertad y la igualdad para las mujeres que viven tras la sombra dominante y violenta de los hombres en muchas partes del mundo, aún es más difícil. Sin embargo, Malala asombra desde su naturalidad. Su existencia (y por extensión esta obra que la documenta) es un alegato por la educación igualitaria para las niñas y las mujeres. Pero en cambio, lejos de darse ínfulas de grandeza, tanto la familia como la propia Malala utilizan ese extraño poder para dar voz a los que no la tienen en un movimiento de admirable calado.


El director Guggenheim coloca su cámara en el salón de los Yousafzai para, desde ahí, viajar al exterior a través de las confesiones de sus miembros. Tanto los hermanos de Malala, como la madre y el padre, visiblemente orgulloso de su hija en cada intervención, dibujan el retrato de una chica normal en el cuerpo de una heroína mundial e involuntaria. Porque, a pesar de todo, Malala no es otra cosa que eso, una chica de 17 años que se pelea con sus hermanos pequeños, que admira fotos de jugadores de rugby en el ordenador, que bromea constantemente con el entrevistador o que adora a Brad Pitt. Como podría ser cualquier otra joven de su edad. El relato se funde aquí –mediante una narración algo irregular y atropellada– con las imágenes de archivo y con una suerte de reconstrucción o fantasía mediante dibujos muy estilizados, que aparecen cuando se habla del pasado, y que juegan con la significación del nombre de la protagonista. Malala se llama así en honor a la leyenda de una joven que condujo al pueblo paquistaní hacia la victoria frente a los ingleses antes de ser asesinada por los propios paquistaníes al pedir igualdad para mujeres y hombres. Así de caprichosa es a veces la vida. Tanto que parece que algunos tienen su destino escrito desde que nacen. 

Un destino nefasto que Guggenheim parece no querer acaparar en su film, con el fin de centrarse en la figura de la joven Malala y su vocación tras el atentado. Los hechos históricos son los que son, parece querer decir, y para quien quiera profundizar en las imágenes de los mismos y sus consecuencias ya existen las imágenes de archivo de aquellos días. Por su parte, en el documental aparecen solo de forma tangencial para contextualizar la historia de Malala y su pensamiento actual. A pesar de todo, la joven no duda que, pese a la amenaza que se lanza sobre su figura desde Pakistán, quiere volver al menos una vez a su tierra natal. Mientras, Él me llamó Malala muestra una historia de madurez, coraje y superación ante la sinrazón y la incoherencia que gobierna el mundo desde hace años. Una locura fruto del fanatismo religioso a la que ella, en cambio, no duda en perdonar y tender la mano. Para no renunciar a sus valores. Los valores de una mujer convertida en ídolo involuntario.

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