Nunca fui capaz de aprenderme su apellido durante sus años en el Rayo. Nunca. Sólo mucho más tarde, ya bastante más mayor supe decir Agbonavbare. Cuando yo pisé por primera vez el estadio de Vallekas, él ya estaba allí, defendiendo la portería de nuestro Rayo. Tampoco nunca, creo, y ya han pasado años, encontré un portero mejor que él, o al menos con más coraje y carisma, entre los que han defendido la franja. Perdónenme los Cobeño, Keller, Etxeberria, Lopetegui y demás nombres propios que, desde que Wilfred abandonó el Rayo, que no Vallekas, han desfilado bajo los palos del nuevo estadio.
Nunca le volví a ver jugar, de hecho nunca lo he visto en otro equipo que no fuese el Rayo. Bueno, miento, en realidad sí lo vi sin la franja. Con el equipo nacional de su Nigeria. En 1994, Wilfred fue convocado para jugar el Mundial de Estados Unidos, aquel en el que Nigeria alcanzó los octavos de final. Con mis ocho años, aquello era todo un acontecimiento, ¡un jugador de mi equipo en un Mundial! No lo recuerdo jugando, no sé si lo haría en algún partido, ni quién era el portero al que suplía en la selección, pero sí recuerdo buscarlo en los calentamientos, cuando aparecía en la tele o cuando la cámara enfocaba los banquillos.
Wilfred era un gato. Un gato negro. Un felino que volaba de palo a palo, ágil, raudo, y completamente ligero pese a sus 90 kilos de peso. Recuerdo esos vuelos para atrapar el balón, me fascinaban. Aunque el disparo fuese una birria, él lo adornaba con sus estiradas y esos saltos tan inverosímiles y pintorescos. Y recuerdo, también, sus camisetas, ¡por Dios, qué feas eran las equipaciones de entonces, pero qué auténtico el fútbol! La generación en la que jugó Willy es una de aquellas que, pese a mi corta edad, o quizás debido a ella, con más cariño recuerdo. Guillerme, Ameli, Cota, Hugo Sánchez, Calderón, Onésimo, Muñiz, Ezequiel Castillo, Barla, el propio Paco Jémez… podría recitar decenas de nombres, pero siempre Wilfred en la portería. Eso nunca cambió en los seis años que regaló a la franja, por mucho gran portero que viniese a competir con él.
Wilfred encabeza la salida al campo del equipo. Foto: Diario As. |
Mi retina sigue teniendo bien fijada, esas son cosas que difícilmente se olvidan, la imagen de Willy besando la pelota antes de golpearla duro hacia el otro campo. Era como si quisiese pedirle perdón antes de sacudirla con fuerza. Tal vez esa sería la mejor representación de la humanidad de un hombre, una pantera, que siempre ha derrochado coraje, sencillez y simpatía hacia todos (aún lo veo haciéndose cientos de fotos con los niños que se acercaban a él). Nunca le pidieron perdón los postes, aquellos con los que más de una vez lo vi golpearse para evitar que el balón besase las redes que él defendía. Detenía la esfera, la acariciaba, la acunaba, como si quisiese dejarle claro que los besos eran sólo cosa suya, que de besar la red del Rayo nada.
Hace cuatro años lo volví a ver sobre el césped de Vallekas gracias al homenaje que le preparó Bukaneros. Precioso y más que merecido. Esa noche lo vi emocionarse, dar las gracias, saludar, diría que incluso cayó alguna lágrima de reconocimiento, de emoción cuando el “¡Willy, Willy!” volvió a tronar en un estadio rendido ante su ídolo años después de su retirada. Como dice mi compañero Álex Calvo, fue una oportunidad de volver a verlo y agradecerle todo lo que hizo; de ponerse en pie para ovacionarle y cantarle por última vez; de reconocer a uno de los grandes mitos del Rayo. Ya entonces su vida era cualquier cosa menos una alfombra roja, con su enorme cuerpo en trabajos nada glamourosos y con carroñeros televisivos tratando de beneficiarse de él. Pero a eso es mejor no darle más voz que la que demuestra que merece.
Una de las espectaculares estiradas del guardameta nigeriano. Foto: Diario As. |
Así era Wilfred, un currante, un tipo humilde, la viva definición de un hombre bueno; una parada contra el racismo, un ejemplo humano y de humanidad. Con él a muchos se nos escapa un recuerdo de la infancia, para muchos el primero del Rayo; a todos, un pedazo del escudo que amamos. Wilfred, un luchador que, como nos ocurrirá a todos, al final ha perdido la guerra. Pero nunca perderá el corazón de aquellos que le vimos jugar, de aquellos que algún día tendremos que recordar a los que no lo vieron que un día un tal Wilfred Agbonavbare hizo suya la franja y la defendió con el más grande de los corazones.
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