16 enero 2015

'La teoría del todo', el círculo sin fin

Crítica publicada en Esencia Cine


En un plano de La teoría del todo aparece el personaje de Hawking sentado en solitario frente al mar. De espaldas a cámara, el plano se va llenando de gente: primero su mujer Jane (de cuyas memorias parte esta película), después sus hijos, al final uno de los amigos de la familia. Esa secuencia de planos simboliza lo que ha sido la vida del genio: una lucha solitaria contra los elementos en la que siempre ha tenido el respaldo incondicional de aquellos que han estado a su lado.

Sin embargo, la secuencia no refleja lo que la película cuenta. Lo que cuenta James Marsh en su obra es, ni más ni menos, que la historia de amor de Stephen y Jane, auténtica protagonista, en todos sus estadios. No en vano la narración comienza con el momento en el que ambos se conocen en una fiesta y comienza su relación. No menos en vano, la estructura circular del guión remite nuevamente en el final a ese inicio.

No sólo la estructura es circular en La teoría del todo. Continuamente, las imágenes evocan círculos (un plano circular hacia el final de unas escaleras, la pareja jugando en círculos en la orilla de un río, Hawking girando en círculos con su silla antes de ser recibido por la reina, el café girando en la taza, y así en varias ocasiones). No obstante, existe un momento en el que el círculo cobra una belleza especial; el ralentí mediante el que el film retorna al punto inicial –al ritmo del Arrival of the birds– para remarcar la importancia del personaje de Jane (dulcísima Felicity Jones) en la trayectoria, tanto vital como sobre todo personal, del científico. 

James Marsh peca en ciertos momentos de una incómoda puesta en escena, que sitúa el foco quizás demasiado cerca del problema médico de Hawking. Esa enfermedad de Lou Gehrig (más conocido en nuestro país como ELA) llena todos los encuadres. Durante la primera mitad del metraje Marsh concede quizás excesivo espacio a las agujas, el sufrimiento inicial tras conocer el diagnóstico y las pruebas médicas. En concreto hay un plano en el que más de uno se verá tentado de apartar la vista. Pese a ese exceso visual de lo que podríamos denominar en su forma más laxa como morbo, el cineasta compensa esta incomodidad generada con un uso interesante de la fotografía, que deja escenas bellísimas (la fiesta y las pajaritas brillantes, por ejemplo).


Pero si en algo hay que detener la mirada en La teoría del todo es en la interpretación que completa Eddie Redmayne. El actor consigue una construcción del personaje primorosa, en la que todo rememora al científico. El humor propio del genio se impregna en cada minuto de metraje de la cinta, pero no sólo eso; Redmayne consigue un abanico de gestos espectacular, interpretando al personaje tanto con el rostro (el uso que hace de sus cejas para calcar el gesto del científico es memorable), como con las manos, pies y resto del cuerpo.

The theory of everything ofrece lo que todo el mundo espera de ella. Una historia emotiva, una de esas películas que “levantan” el espíritu e inspiran la vida gracias a la fuerza del superviviente. Sin embargo, pese a lo tópico y manoseado de la plantilla, hay varios momentos cinematográficos que merecen la pena en la propuesta (siendo una ensoñación de Stephen Hawking, tal vez, el más poético de todos). Y dos interpretaciones que merecen la pena por sí solas.

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