Crítica publicada en Esencia Cine
Al salir de ver Frank uno se hace varias, y no precisamente inoportunas, preguntas. ¿Qué nos quieren contar Jon Ronson, Peter Straughan –guionistas– y Lenny Abrahamson –director– de esta película? ¿De qué hablan sus personajes? Sin embargo, a los pocos minutos de meditar lo que acabamos de ver, las respuestas empiezan a brotar por sí solas.
Frank transita varias temáticas complejas a través de un desconcertante humor y una visión, llamémosle optimista, de la orilla más sombría del río. Jon, un músico que no consigue hacer despegar su carrera, se une a un grupo de excéntricos creadores liderado por un enigmático hombre que vive con una máscara gigante todo el día.
La reflexión sobre la identidad y la potencia de la imagen en nuestra era se hace patente desde el minuto uno gracias al magnetismo de Frank, que se retroalimenta del que posee el propio Michael Fassbender, que consigue lucirse y brillar incluso sin aparecer en la pantalla con su imagen.
Pronto la película descubre sus cartas: los músicos con los que se ha retirado Jon a una casa en la montaña (muy waldeniano), a fin de grabar un disco, esconden una serie de trastornos mentales y de la personalidad que hacen de la convivencia algo arduo y complejo. Acertadísima resulta en este caso la colocación de un elemento aparentemente “normal” (entiéndanse las comillas) para desestabilizar la normalidad del desequilibrio mediante la que se organizaba el grupo.
Es entonces cuando Frank se convierte poco en una introversión hacia las enfermedades mentales, la supuesta rareza de las mismas y la posibilidad de encajar en un todo que parece querer dejar fuera a determinadas piezas. Este hecho queda muy bien representado en el hecho de que Jon, sin ninguna enfermedad, parezca fuera de onda en los ensayos del grupo.
La amistad, la excentricidad de los músicos y la fuerza de la imagen vertebran el relato, que se estructura con elegancia y brillantez a través de los tweets que publica Jon sobre su “aventura” con la banda. Las redes sociales cada vez toman más protagonista y se postulan como inyectores de historias en el presente y el futuro (ya lo vimos en Chef, de Jon Favreau, por ejemplo, o en una visión más fantástica, en Her). En el caso de Frank sirven, además, para generar uno de los conflictos más importantes del film.
La película de Abrahamson se convierte en una rareza dotada de mucha entidad gracias a un cuarteto de actores que brilla desde la solidez y la dosificación. Hablo por supuesto del trío más “protagonista”, por así decirlo, formado por un desconcertante y atrayente Michael Fassbender (los minutos finales en los que por fin aparece su rostro son sobrecogedores), una fantástica Maggie Gyllenhaal, un resolutivo Domhall Gleeson, y el cuarto en discordia, Scoot McNairy (recientemente visto en la serie Halt and Catch Fire), que dota a su personaje de unos pliegues emocionales y personales de gran intensidad. Sin duda, nos encontramos ante una propuesta interesante que nos llevará a formularnos preguntas. Y alguna certeza, como la de saber que todos tenemos algo de ese Frank en nuestro interior.
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