Crítica publicada en Esencia Cine
Ari Folman se sitúa en una encrucijada de múltiples caminos tras su película de 2008, Vals con Bashir. El director israelí coloca su historia entre lo real y lo animado, entre la ciencia ficción y la fantasía, entre la denuncia y la maravilla, entre el realismo y el expresionismo, entre lo fascinante y lo desastroso. El congreso es un cruce en planos sesgados de todas estas cosas. Y podría seguir enumerando un rato más.
Con una primera hora soberbia, en la que predomina la ciencia ficción, el cineasta concluye un claro mensaje sobre la deriva que está tomando el cine en los últimos tiempos. Apoyado en una imaginación desbordante (elemento que siempre tiene mucha importancia en su cine) y rendido a una Robin Wright cautivadora y valiente a la hora de realizar este papel, el israelí completa la denuncia sobre la parasitación que sufre la estrella con tonos ocres de humor.
La primera parte, encerrada entre dos monólogos de mucha carga emotiva (en ambos Robin Wright acompaña las emociones con los punzantes pliegues de su rostro), es magnífica y supone un gran homenaje al cine clásico y contemporáneo. La actriz edifica un trasunto de sí misma que decide ser escaneada digitalmente y ceder toda la propiedad de su imagen a una empresa. Desde ese momento, ya no será actriz nunca más, pero percibirá un porcentaje importante de los beneficios generados por su “alter ego”. “Es el nuevo cine”, asegura su agente.
Pese a las buenas sensaciones iniciales, la imaginativa y exuberante ciencia ficción que propone Folman en la primera hora se convierte en pura fantasía de ahí en adelante. Flashforward de veinte años e historia completamente nueva. De lo que parecía una denuncia-homenaje sobre el cine y sus mutaciones la obra pasa a un todo mucho más grande. La segunda hora de metraje, completamente animada, es una parábola del ser humano, el clasismo, el egoísmo y todas sus lindezas morales, que precisa de calzador pese a que se deja querer con sorprendente correspondencia.
La notable música de Max Richter acompaña siempre los pasos de una Robin Wright envejecida en la vida real, pero por la que no pasa el tiempo en su versión digital, que asistirá atónita a la metamorfosis del mundo en un congreso de futurología (extraído de la novela de Stanislaw Lem en la que se basa libremente Folman). Allí se topará con un personaje que tratará de ayudarla, un personaje que no es otra cosa que un recordatorio soñador y nostálgico del mundo anterior. Un superviviente que ha conseguido desenvolverse en el nuevo mundo. Jon Hamm le regala su maravillosa voz grave y drástica. Quizás este sea el punto en el que la película patina de una forma más evidente: la relación que se establece entre los dos personajes es, cuanto menos, precipitada y temblorosa.
The congress es un fascinante ejercicio de estilo en el que Ari Folman reflexiona sobre la prevalencia de la juventud en un mundo cada vez más despótico y ególatra y sobre cómo la imaginación convertida en una vía de escape que se usa por defecto puede llegar a convertirse en un mecanismo contraproducente. El cineasta israelí es propenso a llenar su cine de advertencias; ya lo hizo en Vals con Bashir sobre el genocidio (anterior, presente y posterior) y lo vuelve a hacer ahora con una metáfora de la sociedad que hipnotiza y enamora, que compromete y genera confusión, a partes iguales. Un notable artefacto cinematográfico.