29 agosto 2014

'El congreso', ¿el futuro era esto?

Crítica publicada en Esencia Cine


Ari Folman se sitúa en una encrucijada de múltiples caminos tras su película de 2008, Vals con Bashir. El director israelí coloca su historia entre lo real y lo animado, entre la ciencia ficción y la fantasía, entre la denuncia y la maravilla, entre el realismo y el expresionismo, entre lo fascinante y lo desastroso. El congreso es un cruce en planos sesgados de todas estas cosas. Y podría seguir enumerando un rato más.

Con una primera hora soberbia, en la que predomina la ciencia ficción, el cineasta concluye un claro mensaje sobre la deriva que está tomando el cine en los últimos tiempos. Apoyado en una imaginación desbordante (elemento que siempre tiene mucha importancia en su cine) y rendido a una Robin Wright cautivadora y valiente a la hora de realizar este papel, el israelí completa la denuncia sobre la parasitación que sufre la estrella con tonos ocres de humor.

La primera parte, encerrada entre dos monólogos de mucha carga emotiva (en ambos Robin Wright acompaña las emociones con los punzantes pliegues de su rostro), es magnífica y supone un gran homenaje al cine clásico y contemporáneo. La actriz edifica un trasunto de sí misma que decide ser escaneada digitalmente y ceder toda la propiedad de su imagen a una empresa. Desde ese momento, ya no será actriz nunca más, pero percibirá un porcentaje importante de los beneficios generados por su “alter ego”. “Es el nuevo cine”, asegura su agente.


Pese a las buenas sensaciones iniciales, la imaginativa y exuberante ciencia ficción que propone Folman en la primera hora se convierte en pura fantasía de ahí en adelante. Flashforward de veinte años e historia completamente nueva. De lo que parecía una denuncia-homenaje sobre el cine y sus mutaciones la obra pasa a un todo mucho más grande. La segunda hora de metraje, completamente animada, es una parábola del ser humano, el clasismo, el egoísmo y todas sus lindezas morales, que precisa de calzador pese a que se deja querer con sorprendente correspondencia.

La notable música de Max Richter acompaña siempre los pasos de una Robin Wright envejecida en la vida real, pero por la que no pasa el tiempo en su versión digital, que asistirá atónita a la metamorfosis del mundo en un congreso de futurología (extraído de la novela de Stanislaw Lem en la que se basa libremente Folman). Allí se topará con un personaje que tratará de ayudarla, un personaje que no es otra cosa que un recordatorio soñador y nostálgico del mundo anterior. Un superviviente que ha conseguido desenvolverse en el nuevo mundo. Jon Hamm le regala su maravillosa voz grave y drástica. Quizás este sea el punto en el que la película patina de una forma más evidente: la relación que se establece entre los dos personajes es, cuanto menos, precipitada y temblorosa.

The congress es un fascinante ejercicio de estilo en el que Ari Folman reflexiona sobre la prevalencia de la juventud en un mundo cada vez más despótico y ególatra y sobre cómo la imaginación convertida en una vía de escape que se usa por defecto puede llegar a convertirse en un mecanismo contraproducente. El cineasta israelí es propenso a llenar su cine de advertencias; ya lo hizo en Vals con Bashir sobre el genocidio (anterior, presente y posterior) y lo vuelve a hacer ahora con una metáfora de la sociedad que hipnotiza y enamora, que compromete y genera confusión, a partes iguales. Un notable artefacto cinematográfico.

'El secuestro de Michel Houellebecq', la burla de l'ecrivain terrible

Crítica publicada en Esencia Cine


A Michel Houellebecq le gusta reírse a su propia costa. Siempre le ha gustado. En su última novela, la extraordinaria El mapa y el territorio (Premio Goncourt 2010), el escritor se introducía en la trama como un personaje lánguido, siempre deprimido y que, al final, acababa siendo víctima del brutal asesinato que ponía en jaque a varios de los personajes centrales de la novela.

Cuatro años después de la publicación en Francia del libro, el escritor aterriza en la gran pantalla de la mano del director Guillaume Nicloux. La película, una suerte de ficticio falso documental, supone un nuevo golpe de humor por parte del novelista, que vuelve a reírse de sí mismo, convirtiéndose en personaje en este alocado vodevil.


Poniendo en situación al espectador, el film de Nicloux se circunscribe al periodo de promoción de El mapa y el territorio en 2011. Ante la ausencia del escritor en varios actos de prensa, comenzó a circular el rumor de que Houellebecq había sido secuestrado, siendo Al Qaeda y otros grupos terroristas los principales sospechosos. La red se llenó de teorías conspiratorias, cada cual más descabellada (se hablaba hasta de una abducción extraterrestre), sobre el paradero del escritor, que al final apareció como si nada.

Con esa premisa, y aprovechando el espacio de tiempo vacío que queda entre la desaparición y la reaparición del intelectual, Nicloux elabora un guión ácido en el que hay líneas para todos. Ni los círculos que frecuenta, o se le intuyen, al escritor; ni los políticos, ni el propio rumor sobre el secuestro, quedan intactos. El cineasta pone al escritor a interpretarse a sí mismo (como prueba esa inconfundible manera de agarrar los pitillos) y, entre ambos, ayudados por un trabajo de secundarios muy remarcable, consiguen crear un artefacto casi brillante, puntiagudo e hiriente a través del humor.

El resultado es tan deliciosamente surrealista que enamora. El espectador se familiariza pronto con el personaje central: ese fumador, bebedor, irreverente y extravagante en el que se convierte Houellebecq (¿o no necesita conversión?) a ojos de la cámara. Su complicidad con los secuestradores, su absoluto pasotismo para con la vida (“no me importa morir, creo que es un buen momento” llega a decir en un momento con total seguridad), dotan a la cinta de un punto tragicómico muy interesante.

El secuestro de Michel Houellebecq supone, por tanto, una pequeña y nueva gamberrada del “enfant terrible” de la Literatura francesa. Una gamberrada placenteramente estúpida de un hombre de vuelta de todo que se ríe de la vida, de sus congéneres y, por supuesto, y con muchas ganas, de su propia figura. Un nuevo golpe, camuflado en el abrazo humorístico, a sus detractores, pero también a sus incondicionales.

23 agosto 2014

'En un patio de París'; perder, perder, perder y volver a perder

Crítica publicada en Esencia Cine


Lo que empieza como una comedia agradable y ligera termina por convertirse en un drama de altura en la última película de Pierre Salvadori, En un patio de París. Como la vida misma, el transcurso de la película va de la luz a la oscuridad con un paso intermedio por los matices. El director de filmes como Usted primero, Los aprendices o Una dulce mentira, entre otros, conjuga la amistad, la soledad, la vejez y el hastío para ofrecer una obra que, si bien no resulta excesivamente trascendental, consigue tocar la fibra en determinadas ocasiones y hacer reír en el resto.

Antoine es un músico que de buenas a primeras decide que no quiere seguir cantando. Así, atraviesa el escenario (en una imagen poderosa) y deja al público de su concierto con las ganas de verle tocar y cantar. Aquejado de un insomnio que no le permite dormir (“y cuando consigo dormir sueño que no puedo dormirme”) comienza a trabajar como conserje en una comunidad de vecinos. Gustave de Kervern consigue un retrato poderoso de un hombre hastiado, ya de vuelta, enfadado con la vida, que se deja abrazar por las drogas.


En principio el trabajo es perfecto para su problema; le permite hacer tareas mecánicas y así relajar sus pensamientos con el objetivo de conciliar el sueño por las noches. Sin embargo, en el inmueble se topará con personajes a cada cual más extravagante, pero con una historia tras su fachada. Entre todos destaca Mathilde, una señora que se obsesiona con una grieta en su salón y cae presa del pánico ante la posibilidad de que los cimientos se vengan abajo. Catherine Deneuve es una clara muestra de aquel dicho que anuncia que “la que tuvo, retuvo”. La actriz acepta su madurez (alguno diría vejez, y con razón también) con elegancia y un amago tono de humor, dejándose llevar por las preocupaciones de su personaje y edificando para ella una relación especial con Antoine. Las circunstancias llevarán a ambos personajes a entablar un fuerte vínculo de amistad, tan bonito como complejo.

Salvadori completa un cruce muy funcional y delicado entre la comedia (representada por el aspecto coral de la vecindad: el hombre obsesionado con el perro, el repartidor de la secta…) y el drama, representado en historias puntuales (ese futbolista al que una lesión de rodilla truncó la vida y ahora es drogadicto, o los propios protagonistas). El cineasta hace gala de la sutileza para traspasar los muros del edificio y reflexionar sobre el otoño, la madurez y la soledad. Además, el francoitaliano desliza un mensaje muy bello (final incluido) sobre la amistad como motor de cambio en la vida.

Sin duda, En un patio de París es una película seductora, e incluso algo más. Una muestra más de que el cine francés sabe medirse con exactitud y dotar a sus películas de un punto diferencial. Por si fuera poco, el placer de ver a Catherine Deneuve en una pantalla, y la química que alcanza con su compañero, Gustave de Kervern, hacen que merezca la pena el visionado.

'Operación cacahuete', lo mismo de ayer y de mañana

Crítica publicada en Esencia Cine


La animación infantil es un género capaz de lo mejor y de lo peor. Lo hemos comprobado en multitud de ocasiones, de la mano de personajes de lo más inverosímil. En Operación cacahuete nos situamos junto a un grupo de animales de un parque céntrico (recuerda a Central Park) que, cuando la comida escasea en su árbol, se tienen que buscar la vida fuera de las fronteras confortables y cómodas de su “parque de la libertad”.

La película de Peter Lepeniotis, artífice de los efectos visuales de Casper y la animación de Toy Story 2, entre otros trabajos, se circunscribe a todos los tópicos ya vistos en este tipo de películas (Alvin y las ardillas, Ratatouille y cualquiera que se nos ocurra). El producto resultante funciona, de la misma forma que lo hicieron las anteriores, de la misma que lo seguirán haciendo las futuras.

Resulta interesante la estructura que utiliza el equipo de guión para adentrarnos en las peripecias de las ardillas, mapache, marmotas y todos los animales del parque en busca de alimentos. La narración se estructura en una especie de juego de espejos entre la historia de los animales y la de los ladrones que regentan como tapadera el almacén de la tienda de cacahuetes que ellos tendrán que saquear. Las historias transcurren en un desarrollo paralelo y se retroalimentan de forma eficaz.


Bajo la máscara infantil se desliza un mensaje sobre la búsqueda de oportunidades, que se puede trasladar si se quiere a la idea de la inmigración como única vía de subsistencia para algunos (en este caso los animales que salen del parque para encontrarla). Por otra parte, los típicos mensajes sobre la amistad y el triunfo del bien sobre el mal (algo maniqueo, pero eficaz) vuelven a ser fruto de la narración en esta cinta.

El ambiente de época, resultado de unir el guión con el aspecto de la animación, dotan a la película en algunos momentos de una estética que evoca algunos de los títulos propios del género negro. Sin embargo, ya sea por el estiramiento de los argumentos en este tipo de cine, por la similitud entre unas películas y otras o por los facilones chistes de pedos que son la tónica de la película, algo no termina de funcionar. Ni siquiera la aparición estelar en los títulos de crédito de uno de los personajes más extravagantes del starsystem de los últimos años (justificando en este caso la participación coreana) levanta el film, que se olvida tan rápido como uno se levanta de la butaca.

22 agosto 2014

'Lucy' in the sky with drugs

Crítica publicada en Esencia Cine


Los creadores de la serie de televisión de ciencia ficción Fringe introdujeron una figura controvertida durante sus primeras temporadas. Los observers estaban en todos los capítulos, aparecían de repente, en cualquier esquina, impertérritos, contemplando lo que acontecía. Al final, muy avanzada la serie, se reveló que aquellos hombres calvos, trajeados y con apariencia de robots mecánicos eran científicos del futuro que habían sido capaces, gracias a un chip, de desarrollar las capacidades cognitivas del cerebro humano. Esto les había ido convirtiendo, poco a poco, en una especie de hombres autómatas capaces de recorrer a su antojo el espacio-tiempo (y observar los grandes acontecimientos, de ahí su nombre), pero con las capacidades emocionales cada vez más reducidas.

En Lucy, la nueva película de Luc Besson (El quinto elemento, Leon el profesional, etc.), reside una premisa parecida: una joven secuestrada es obligada a ejercer de mula para transportar droga de una ciudad a otra. En el transcurso de la misión, una de las bolsas estalla en su estómago, liberando una gran cantidad de una droga sintética y potentísima. El efecto del narcótico la lleva a desarrollar sus capacidades cerebrales a niveles asombrosos e impredecibles.


Con una Scarlett Johansson tan fría y rocosa como apreciable, el director francés esboza temas interesantes sobre los límites del conocimiento humano y el poder. Sin embargo, a partir de los tres cuartos de hora todo cae en el saco de la acción desmedida y empiezan a volar coches, golpes, hombres y armas al ritmo de una Scarlett que parece sentirse a gusto en su papel de heroína fatal.

El interés de la propuesta decrece a medida que avanza la misma. Por si fuera poco unos intervalos de imágenes casi documentales se unen a la cálida voz de Morgan Freeman para narrar (o sobrenarrar en ocasiones) cómo se modifica el uso del cerebro según se aumenta su porcentaje. El actor afroamericano completa un papel descafeinado como profesor que trata de comprender la metamorfosis de Lucy. Lejos quedan ya sus mejores papeles, aunque su sola presencia sigue llenando con suficiencia la pantalla.

Mientras tanto, Luc Besson pone su sello personal e intransferible en una cinta que se pasa de rosca con placer y autoconsciencia. Lucy se queda en mucho menos de lo que podría haber sido,dejando mucho terreno inexplorado en pos de una sobreacción desbocada. Sin embargo, la película consigue no llegar a aburrir nunca, por disparatadas que parezcan algunas de sus maniobras. En definitiva, Besson completa una película que no engaña a nadie y en la que el cineasta reflexiona en torno a la venganza, los narcóticos y la violencia, esbozando una pseudocrítica muy light a la sociedad que le sirve de marco.

'Locke', thriller minimalista

Crítica publicada en Esencia Cine


El reloj siempre es un elemento importante en el cine. Prueba de ello es la pregunta que nos hacemos, a menudo, antes de comenzar a ver una película: ¿cuánto dura? En Locke el director Steven Knight (Peaky Blinders, Redención) reduce el tiempo real de una noche a 85 minutos de cinta. Y la puesta en escena a la aparición física de un solo actor, Tom Hardy; y la escenografía a un coche en mitad de la carretera. En este sentido, se puede hablar de una película minimalista.

Ivan Locke es uno de esos hombres que se labran su futuro. Desde que empieza la película intuimos que ha trabajado duro para llegar hasta el punto en el que se encuentra ahora: a punto de dar luz a un proyecto importante. Sin embargo, la noche de antes, el protagonista recibe una llamada que va a llevar su vida al traste de una tacada. Para intentar hacer lo correcto el hombre tendrá que abandonar su puesto de trabajo y delegar en sus compañeros, abandonar el hogar familiar y acudir a Londres a solucionar el conflicto personal que ha generado.


Con un guión solidísimo, que sustenta todo el peso de la película, Knight crea un thriller pasional y sugerente utilizando todos y cada uno de los elementos que le proporciona el reducido espacio. El trabajo del cineasta en Locke es un ejemplo del “más con menos”, de aprovechamiento de recursos. De esta forma, los reflejos en el espejo, las posibilidades del manos libres, las conversaciones telefónicas y las indicaciones de la carretera se convierten en los pivotes sobre los que edifica la historia y consiguen aportar una importante dosis de claustrofobia a la misma.

Tom Hardy se carga el peso de la idea a la espalda y consigue una interpretación muy destacable gracias a su contención. El actor, único cuerpo físico de la acción, logra implicar al espectador en el derrumbe de su vida. Nada es igual al principio que al final. En poco menos de una hora y media la vida de Locke es completamente distinta. Knight vuelve a acertar al hacer un uso real del tiempo; la historia narrada ocupa el mismo espacio real que ficcional, esa hora y media que nos mantiene pegados a la butaca.

La culminación de un drama personal y humano es total en Locke. Así lo demuestra la situación en la que llega al final el personaje tras sus numerosas conversaciones telefónicas en las que va siendo continuamente derrotado por las malas elecciones. En este sentido, es destacable el trabajo “invisible” de actores de la talla de Olivia Colman, Ruth Wilson, Andrew Scott o Ben Daniels, entre otros, que aportan humanidad a sus personajes a través de la modulación de la voz. Sin duda, Locke es un trabajo interesante que confirma a Steven Knight como una voz a tener en cuenta, sobre todo tras el reciente éxito de su miniserie televisiva Peaky blinders.

16 agosto 2014

'Una cita para el verano', tiernos perdedores

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Con cuatro años de retraso aterriza la opera prima de Philip Seymour Hoffman en la dirección, Una cita para el verano, que además, como sabemos, será la única película que nos quede para disfrutar su faceta como director. En ella, el norteamericano se alimenta de una estructura de espejos contrarios para recrear el devenir de dos relaciones.

Adaptación de la obra de teatro de Bob Glaudini –con idéntico nombre–, Jack goes boating es una película independiente y poco ruidosa, que ni molesta ni maravilla. Jack, interpretado por el propio Hoffman, es un hombre tímido y al que le cuesta relacionarse. Para paliar ese defecto decide coger las riendas y emplazar a una mujer a una cita para el verano. Entonces se lanza a aprender a cocinar y nadar, para sorprenderla con una cena para dos y remando en el lago durante su cita.

Philip Seymour Hoffman habla de perdedores; todos lo son, sin paliativos. La derrota es su manera de vivir. El director se vale del cuarteto de personajes para narrar las evoluciones de dos parejas. En una, la formada por Hoffman y Amy Ryan, las piezas encajan a pesar de estar completamente magulladas y rotas al principio, consiguiendo hacer funcionar la máquina. En la otra, en cambio (John Ortiz y Daphne Rubin-Vega), son las piezas las que terminan por romper los engranajes de la pareja.


Apoyándose en la música, quizás sobreutilizada a lo largo del film, el cineasta consigue crear las atmósferas que desea, intercalando los acordes con personajes de espaldas que miran al lago, los árboles o el cielo. Jack goes boating tiene algo de evocación del verano desde el más gris de los inviernos. Metafóricamente es la evocación de la felicidad desde un periodo más oscuro.

En el apartado interpretativo podemos disfrutar de un Philip Seymour Hoffman que consigue dar vida a su personaje con una sencillez fascinante, como en casi cada una de sus actuaciones. Sin embargo,destacable resulta la interpretación de Amy Ryan por su sencillez. La actriz tiene algo de magnético en cada uno de sus trabajos. No será la más guapa, ni probablemente la mejor dotada técnicamente para la interpretación; pero pese a ello, consigue que siempre que esté en pantalla no la queramos dejar de mirar. En Una cita para el verano elabora una creación llena de pliegues, sencillez y que acepta con una entereza tristísima su condición de perdedora.

Hoffman debuta como director (desgraciadamente no será posible ver su confirmación, aunque se intuye bastante talento) con una película independiente y muy delicada. Una cinta muy teatral, en la que los personajes y sus sentimientos son lo más importante en todo momento. Llena de detalles y con buen ojo para lo sutil, Jack goes boating es una obra sin alardes ni excesiva brillantez, pero con buen pulso narrativo.

08 agosto 2014

'Begin again', resurgir en el Village

Crítica publicada en Esencia Cine


El Village de Nueva York siempre ha sido un lugar idóneo para los perdedores, y para los músicos, aunque a veces confluyan los dos estadios en la misma persona. Desde Bob Dylan y Jimi Hendrix, en la vida real, hasta el Llewyn Davis de los Coen y, ahora, Gretta James, Dan y los otros muchos personajes secundarios de Begin again.

El director James Carney se adentra en Nueva York para contar la historia de una joven aspirante a cantante folk que llegó a la gran ciudad acompañada de su novio, también cantante y británico, que la abandonó cuando le llegó la primera pizca de éxito. Viviendo de casualidad con un antiguo amigo al que se encuentra tocando en la calle, una noche aterriza en un club para asistir a uno de sus conciertos. Cuando él la haga subir al escenario para tocar una de sus canciones, su carrera despegará por fin y su vida dará un vuelco, tras conocer a Dan, un productor de la antigua hornada que, tras años en el dique seco, acaba de ser despedido de la discográfica que él mismo montó.


Durante la primera hora de la película, Carney se adentra en la psicología de cada uno de los dos personajes. El cineasta cruza la puerta del local en el que canta Gretta dos veces, primero desde la perspectiva de ella y luego desde la del productor (con una escena magistral en la que él imagina los arreglos para la canción que ella está interpretando con el único apoyo de su guitarra). Así,apoyado en un hábil montaje, conocemos el punto en el que empieza la relación que se establece entre ellos, sus dos puntos de partida. A partir de esa noche en el club todo girará en torno a grabar un disco.

Mark Ruffalo y Keira Knightley, fantásticos ambos, consiguen crear una química especial: la de las miradas furtivas, las sonrisas inesperadas y la mutua admiración. Incluso la tensión amorosa o cariñosa que nunca llega a resolverse para bien del film. Los actores consiguen dar entidad a dos personajes muy dispares, pero compenetrados por necesidad. El conjunto representa los diversos estados de la música. Ella, a esos músicos modernos, independientes, sin etiquetas, solitarios, que surgen cada día gracias a la red; él, un productor de la vieja escuela, con buen ojo, pero venido a menos, de esos que cada vez tienen el sitio más limitado en la industria. Mark Ruffalo crea un precioso personaje que reflexiona sobre la muerte de una forma de ver y entender la música.

El director de Once dota a su obra de positividad y buenrollismo a lo largo de su metraje. John Carney reflexiona sobre la importancia de la música en la vida de las personas. La escena cotidiana que la música convierte en especial, el paseo musical, las rupturas mediante canciones compuestas, el divisor para que dos personas escuchen música juntas, la escena en la que entran a bailar en la discoteca con su propia música; todo gira en torno a la música en Begin again. El guión se estructura en torno a la alternancia de la grabación del disco por la ciudad y los flashbacks en los que se indaga en el pasado emocional de los protagonistas.

Begin again es un canto a la vida, a la felicidad, a la pasión por lo que uno hace. Una cinta que sabe emocionar, que sabe, incluso, cómo hacerlo sin resultar facilona, pero que, a la hora de la verdad, no toma el camino fácil (el final, la forma de terminar la relación principal). Una película con una magnífica banda sonora, puesta al servicio de una historia de músicos y personas, que pese a sus clichés (el argumento ya lo es en sí mismo: un hombre que se redime de sus fracasos y una producción que se levanta contra todo pronóstico) funciona a la perfección.

'Mil veces buenas noches', los epicentros del conflicto

Crítica publicada en Esencia Cine


“La guerra es capaz de sacar lo peor y lo mejor del ser humano”. La frase en cuestión se la escuché en una conferencia a un reportero de guerra ya retirado. Argumentaba que, en tiempos de conflicto, cuando sabes que cualquiera puede ser el último día, aparcas a un lado los pequeños problemas y las diferencias con los tuyos para vivir cada día y exprimirlo al máximo. Además, poco después dejaba claro que nunca, ni una sola vez, se había arrepentido de haber elegido ese trabajo.

En la vida se acometen sacrificios, a veces por trabajo, otras por amor, por pasión, la familia o por cualquier cosa que se nos ocurra. En Mil veces buenas noches, Juliette Binoche da vida a una fotógrafa de conflictos que sacrifica parte de su relación familiar para llevar a cabo su labor, que es a su vez su gran pasión. Mientras, en su casa de la apacible Noruega, su marido (Nikolaj Coster-Waldau) y sus hijas conviven con la incertidumbre y tratan de conjugar la vida y la muerte como pueden. Cuando ella sufra un accidente en uno de sus trabajos, la familia la situará en una encrucijada: elegir o el trabajo o la familia. 

Erik Poppe invierte la repartición más tradicional de los roles, situando a la mujer fuera de casa y al hombre como agente expectante a la llegada. El cineasta reconoce en su cinta la perseverancia y el valor que adquiere la labor del fotoperiodista, sin dejar de lado el egoísmo propio del mismo. El noruego consigue efectuar un retrato interesante de los pliegues morales y psicológicos de los profesionales de conflictos gracias a una inmensa Juliette Binoche.


El binomio trabajo-familia está bien explotado por dos actores que aguantan bien las cargas emocionales. Los lapsos a cámara lenta y los planos de paisajes, junto a algunos tramos más líricos (el rezo de las mujeres en la tumba, por ejemplo), en seguida dan paso a los primeros planos, que buscan la reacción, el gesto mínimo y el sentimiento en el rostro de los personajes. Binoche brilla en estos momentos y reposa todo el peso de la historia sin apenas desgaste. Pocas actrices aguantan los primeros planos al rostro como lo hace ella (ya lo hizo patente en Camille Claudel 1915, uno de sus últimos trabajos). 

Pese a un par de giros finales muy manidos y demasiado bienintencionados (el discurso de la niña, el giro último), la película se sostiene bien gracias a esa alternativa constante que cruza la línea entre lo familiar y lo profesional. La cinta de Poppe es una firme ida y vuelta a través de los límites del fotoperiodismo, que tensa hasta el límite el hilo en lo familiar y, además, aporta una reflexión interesante sobre la importancia de reporterismo en aquellos conflictos de los que nadie habla. 

Nadie dudará a estas alturas de que Binoche es capaz de levantar un film con su sola presencia en la pantalla. Lo hemos visto en muchas ocasiones. No es el caso, en Mil veces buenas noches hay más que eso, pero su capacidad para interpretar y ponerse en la piel de todo tipo de personajes aporta el plus definitivo en una obra que enfrenta lo personal a lo profesional; que nos sitúa en el epicentro de los conflictos, tanto a gran escala (las guerras) como a pequeña (los domésticos).

07 agosto 2014

'Chef', pasión por ser feliz

Crítica publicada en Esencia Cine


En una semana en la que apenas hay estrenos destacados, surge una película que sorprende en todos los sentidos. Es lo que ocurre con la última cinta de Jon Favreau, antaño director de aventuras de ciencia ficción, vaqueros y aliens y superhéroes de hierro, que reaparece con Chef, una divertida comedia que habla sobre las relaciones entre un padre y su hijo y se adentra en diversos temas de actualidad.

Carl Casper, un reputado chef en horas bajas, acaba de perder el trabajo después de una bronca con el propietario del restaurante en el que trabaja (Dustin Hoffman). Empujado por su ex mujer (Sofía Vergara) emprenderá una aventura laboral al reformar una furgoneta y lanzarse durante todo el verano a recorrer el país de punta a punta vendiendo su comida. Le acompañarán en su viaje su mejor amigo (John Leguizamo) y su hijo de diez años, al que tratará de enseñar los secretos de la cocina de cada lugar que visiten.


Chef se sumerge con tono de humor en las turbulentas relaciones humanas y familiares. Hay algo de tópico en la relación fracturada del padre con el hijo, pero el director lo resuelve situando al joven en una posición en la que tenga algo que enseñarle a su padre (no como ocurre en muchos otros títulos, en las que lo único que proporciona el joven son momentos tiernos que rozan la cursilería). En este caso, el pequeño se erigirá como un pilar fundamental en el nuevo negocio gracias a su manejo del social media, cuyas herramientas empieza a utilizar sin que sus “compañeros” lo sepan para terminar convirtiéndose en el principal reclamo de la nueva empresa. Una brillante lección sobre el uso de redes sociales y creación de imagen de marca a través de las mismas por parte del chaval. De esta forma, el intercambio está al mismo nivel (uno ofrece clases de cocina, el otro de marketing), nada de cursilerías ñoñas, cariñitos y demás clichés que suelen aparecer cuando hay niños de por medio.

Favreau se sitúa como protagonista, apoyando su peso en los dos personajes que lo acompañan, pero apuntalando su obra con otros grandes nombres en papeles de menos entidad, pero igualmente importantes. Sofia Vergara es la cuarta en discordia, en un papel interesante pero demasiado típico en esta actriz; por debajo se colocan intérpretes de la talla de Scarlett Johansson, el propio Dustin Hoffman, Oliver Platt, Robert Downey Jr. o el televisivo Bobby Cannavale. Estrellas que permanecen en la sombra para brillar sólo en momentos puntuales, beneficiando así a la película y al desarrollo de la historia principal.

El film pone a trabajar la maquinaria de la comedia romántica al servicio de una historia de unos amores nada tópicos: el de un padre por su hijo y la pasión por lo que uno hace (el nuevo trabajo en la caravana supone un hálito de vitalidad frente al tedioso restaurante). La película acaba por ser un bromance de amor paterno filial (y, si incluimos en la ecuación, al personaje de Leguizamo, una buddy film al uso) con una reflexión interesante sobre el salto generacional (fundamentalmente representada en los usos de la tecnología). Entretanto, la historia discurre entre ciudades, realizando una breve panorámica cultural de lugares menos cinematográficos (Nueva Orleans, por ejemplo), reflexionando levemente sobre la condición de la crítica cultural (en este caso la culinaria) y apoyándose en una fantástica banda sonora que consolida y fortalece la historia central.

Chef es una feel good movie absoluta. Pero una con cierto aire especial; si bien es cierto que la principal pretensión será divertir al espectador, entre líneas se puede leer un mensaje interesante e íntimo. Quizás por eso, pese a que el final esté telegrafiado (aunque el giro está bien planteado y sea, en cierto modo, distinto), sonreímos y nos dejamos sorprender por ese salto temporal.

'Transformers: La era de la extinción', el agotamiento de una saga

Crítica publicada en Esencia Cine


La ciencia ficción y las historias de superhéroes, cada una en su escalón (que cada cual las sitúe donde desee), siempre han sido géneros propicios a reflexiones sobre la humanidad y sus virtudes o defectos. El ejemplo más reciente es El amanecer del planeta de los simios, en la que se retrataba con bastante acierto la sociedad humana y los mecanismos del liderazgo y la diplomacia política de la misma. 

Durante la primera hora de Transformers: La era de la extinción se intuye que esa va a ser la tónica de la cuarta entrega de la saga. El informativo que contextualiza la situación de la que parte la película muestra cómo los transformers fueron creados y entrenados por los humanos para que librasen sus batallas antes de rebelarse en su contra y que fuesen perseguidos y aniquilados por el ejército como terroristas. La idea del fantasma de Al-Qaeda, entrenada por los americanos antes de librar su guerra contra Estados Unidos, sobrevuela el primer tercio del film. 

Sin embargo, tras una soberbia primera hora y cuarto, la película se desinfla junto a ese mensaje profundo en aras de una sobreacción desmedida. Los planos contrapicados y la cámara vibrante se unen a la dirección inconfundible (y bastante buena en su labor) de Michael Bay. Nadie le puede criticar al cineasta no saber qué se va a encontrar cuando paga una entrada para sus películas. Las batallas entre robots, los golpes de hierro (y de sonido) y las explosiones vertebran los dos tercios finales de la película, llegando a resultar tediosos y excesivamente cansinos (el metraje de tres horas también se presta a que esto ocurra).


Transformers: La era de la extinción recoge, por otra parte, numerosos de los clichés que se han erigido como parte inconfundible de este tipo de películas: choque entre el padre y el novio de la hija, redención del padre tras la muerte de la madre en el pasado, etc. Todo esto podría haber sido secundario y pasar desapercibido si la película finalmente hubiese indagado en aquellos grandes temas en los que parecía querer introducir la historia, pero de los que sólo se alcanzó la corteza más superficial. 

El aspecto técnico del film es fantástico; la película supone un derroche audiovisual descomunal. Los efectos especiales se ponen al servicio del espectáculo y el ambiente bélico que colma la película. Pero pese a todo ello, ni los robots ni las personas que se sitúan como centro argumental llegan a conectar nunca con el espectador y las dos horas finales pueden llegar a hacerse muy cargantes pese al voluntarioso trabajo de Mark Wahlberg. 

Michael Bay vuelve a aportar su sello a la saga, cuyo problema quizás sea ya el desgaste. Todo es inconfundible en Transformers: La era de la extinción, incluso el humor del cineasta en otras de sus cintas; sin embargo, tras las interminables tres horas, la sensación que queda es que el factor sorpresa y, por extensión, la saga están agotados.

01 agosto 2014

'El árbol magnético', retrato silencioso

Crítica publicada en Esencia Cine


Es difícil encontrar algo más magnético que un retrato familiar antiguo. Ese retener el tiempo que sólo pueden expresar las fotografías con cierto número de años a su espalda. La abuela, generalmente sentada; los primos, en comandita; los matrimonios, juntos como si fueran un grupo indivisible; y los niños, los niños que siempre se encargan de dar alegría en las fotos y en la vida. En un momento, casi al final de El árbol magnético, la familia protagonista se hace un retrato en las puertas de las casas, una fotografía que, vista por un extraño cien años más tarde, despertaría probablemente el mismo resplandor mágico que las imágenes anticuadas del siglo XIX y primeras décadas del XX de las que nos quedamos prendados ahora nosotros.


No es casualidad que comience esta crítica hablando de magnetismo. Más allá de su título, la película de Isabel de Ayguavives, coproducción hispanochilena, alberga cierto hálito de fascinación hipnótica. Bruno regresa a Chile tras una larga estancia en Alemania y, más recientemente, en España. Cuando aterriza le espera un encuentro con toda su familia en la casa de campo en la que creció junto a sus primos. Los recuerdos invadirán en seguida su memoria y su estado de ánimo. Y por extensión el film.

La visita al árbol magnético, un solitario y atractivo árbol con propiedades singulares, despierta los recuerdos de infancia y adolescencia de Bruno, que vuelve en el tiempo de la mano de su prima Nela (sin duda el personaje más atractivo del elenco). La directora completa un retrato mínimo e íntimo de la familia a través de la historia del emigrante que regresa a sus raíces desde España. En esa radiografía familiar juegan un importante papel los silencios y las elipsis, en lo que supone un juego destacable de guión. La escritura de la película, a cargo de la propia cineasta, es un derroche de delicadeza, secreto y sugerencia (con un par de bellísimos planos de Bruno y Nela que son el fiel reflejo de esa sutileza).

Isabel de Ayguavives otorga a su historia un ritmo lento, pausado, como la laguna en la que se bañan sus protagonistas, que, situada en la mitad de un río, hace avanzar el agua pese a la apariencia de quietud y estancamiento. Así es El árbol magnético, una película que engrana la realidad y la aspereza propia de la misma (la historia secreta de la abuela, la venta de la casa familiar) con un lejano vértice del realismo mágico (el árbol magnético como pilar de resistencia de la memoria). La cineasta completa una cinta que por momentos se vuelve algo densa y tediosa, pero cuyo retrato central de la familia bien merece los 85 minutos de metraje. El árbol magnético es un film sereno, que habla más cuanto menos dice; un elegante y evocador retrato de un momento y un tiempo a través de la fotografía dinámica de esa familia que la protagoniza.

'El oro del tiempo', amor crudo y puro

Crítica publicada en NoSóloGeeks


La vida es, desde el momento en el que empieza, una lucha contra el tiempo. Conscientes de la finitud de nuestros días, nos empeñamos en confrontarnos con el reloj y ganar algunas batallas. En El oro del tiempo, último film de Xavier Bermúdez, la lucha contra el fin se evidencia en casi cada uno de los planos, pero sobre todo en la importancia que toman los relojes a lo largo del metraje.

Cuando Alfredo, el doctor protagonista de la cinta, decide criogenizar el cadáver de su mujer, fallecida a causa de un problema cardiológico, emprende una carrera contra el tiempo (la muerte). Confiado en las posibilidades de que la ciencia avance y permita curar la anomalía, conserva el cadáver de su esposa en una habitación de su casa. Sin embargo, cuando la vejez llega, muchos años después, parece difícil que su propósito se cumpla. Además, su salud, cada vez más comprometida, le lleva a solicitar los servicios de una enfermera, Corona, que se convertirá también en su asistenta personal y criada. La amistad entre ambos vertebra la cinta de Bermúdez, que se puede dividir en dos actos que pivotan en torno a la extrañeza existente entre los dos, primero, y el acercamiento y posterior amistad, tras enfermar ella e invertirse los roles de cuidador y cuidado.


Xavier Bermúdez se adentra en la Galicia más profunda para contar una historia de amor cruda, profunda y de una delicadeza especial. El director adapta la historia real de un doctor francés para ahondar en la vida cotidiana de sus personajes y en las dicotomías que se forman en su día a día. Con una dirección pausada y muy elegante, el cineasta reflexiona sobre el amor, las necesidades, el recuerdo y la inevitable mella del tiempo en las personas.

El fantasma de la mujer fallecida (que rememora grandes nombres de la literatura y el cine, desde Buñuel a Edgar Allan Poe) habita la casa y la memoria del protagonista. El plano inicial, en el que ella silba alegremente Bella Ciao en el sueño del protagonista, antes de mirar a cámara (la extensión de sus ojos), da paso a una serie de secuencias, a lo largo del metraje, en las que la vemos jugueteando en el río o en ese sueño recurrente. Es admirable el trabajo de Marta Larralde, que construye un personaje, con toda su entidad, con tan sólo un par de secuencias y miradas. No se puede hacer más con tan poco.

En ese mismo sentido (el de conseguir tanto con tan poco), resultan brillantes los trabajos interpretativos de Ernesto Chao y Nerea Barros en los papeles principales. Sus interpretaciones están cargadas de contención, sutileza y primeros planos, con los que Xavier Bermúdez busca la máxima expresión de los sentimientos. Esa contención que sobrevuela toda la historia engarza a la perfección con el espíritu de la película, íntima, silenciosa, elíptica (no se conoce nada del pasado n de la vida de los personajes más allá de su vida entre las paredes de la casa) y de una belleza poética destacable. 

El oro del tiempo narra una historia de amor, una de las más crudas y bonitas que se puedan retratar. Y además es testigo de la aceptación de la muerte, de la vejez y de una amistad platónica y muy bella entre los dos protagonistas. Con un ritmo pausado, como el de la propia vida rural, nos atrapa a través de su delicadeza y del minimalismo reinante en la relación a dos bandas que cuenta: la de Alfredo con su mujer (a través de videos, recuerdos y nostalgia) y la de él mismo con Corona (mediante su relación diaria de dependencias y cuidados que derivan en amistad).