Mientras ve Los ilusos uno puede evocar constantemente un fragmento de Mañana en la batalla piensa en mí en el que Javier Marías reflexiona sobre la desaparición de los comercios de Madrid de los que aún recuerda el nombre. Entre esos comercios hay, evidentemente, cines. Trueba también escribe sobre esos carteles de películas que ya no están, las puertas de las salas tapiadas, las películas que se dejan de exhibir, pero también de todo lo que envuelve al cine y aún existe, a pesar de que parezca escribir desde una nostalgia adelantada. El fragmento literario, el de Marías, le ronda a uno la mente, sobre todo, después de ver cómo los protagonistas –soberbios Francesco Carril y Aura Garrido– salen del cine y caminan, mientras en la pantalla se ven planos estáticos –no fotografías, ojo– de las salas madrileñas. De las que aún están abiertas, claro. La voz en off del propio director acompaña la secuencia:
“Desde que se inventó el cine vivimos tres veces más. Vivimos experiencias que no viviríamos de otra manera, aprendemos cosas y sobre todo ahorramos tiempo.”
Francesco Carril y Aura Garrido. |
La segunda película del director, tras Todas las canciones hablan de mí, retrata un Madrid oscuro y gris, con una pulcra fotografía en blanco y negro a cargo de Santiago Racaj. Un espacio retratado con cierto halo mágico, y más propio a veces del cine mudo, del que Trueba sabe captar lo que busca. El resultado es el retrato nostálgico de un Madrid cinematográfico y errante, uno muy reconocible por los cinéfilos: la ciudad de los cines cuyas luces se apagan poco a poco, esa de las calles que abrazan a este cineasta que busca una película, una historia, un entretenimiento o simplemente la forma de sobrevivir a esta ciudad.
Ese refugio parece encontrarlo en el cine, pero no sólo realizando películas, sino también en las salas o charlando con su amigo, también actor (Vito Sanz), de las banalidades que lo haría cualquiera –muy divertido, en este sentido, el pasaje onírico con el director Javier Rebollo–. Los ilusos supone también, en un sentido distinto, el esbozo del retrato de una generación, la de los ochenta, golpeada por una crisis económica, pero también de identidad; una generación, como dice Sofía, “de inmaduros que no quieren crecer y asumir responsabilidades”.
Fotograma en Pequeño Cine Estudio, en Chamberí. |
La película desprende amor al cine en cada minuto del metraje y en muchas ocasiones el homenaje es evidente. Es el caso del cine mudo, al que el director homenajea en una secuencia magistral, que se puede interpretar a su vez como una crítica ácida al nuevo modelo de cine digital. La dirección de Trueba, que apuesta por el fuera de campo para introducir algunos diálogos, regala un equilibrio perfecto entre imagen y palabra. El hecho de que se incluya la claqueta en muchas escenas refuerza aún más ese cariño por el cine latente en todo el film.
Con Los ilusos se hace patente la idea de que el cine no precisa de grandes medios, ni siquiera de presupuestos medios, que incluso se puede prescindir hasta de actores profesionales y del plan de rodaje –como es el caso– siempre que existan las ganas de hacer cine, las ideas y el amor por el celuloide, que pronto dejará de llamarse así en pos de unas nuevas tecnologías sobre las que tampoco deja de reflexionar la cinta. La última secuencia, la del cartel, en este sentido, es magistral. Como el resto de la película y todo lo que transmite.
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