27 noviembre 2013

Camille Claudel, lo cruel del silencio

El silencio predomina en Camille Claudel 1915, la última película del director francés Bruno Dumont, una narración de pocas palabras pero con una clara voz por encima de todo, la de Juliette Binoche, y por extensión, la de la escultora francesa a la que interpreta.


La película narra tres jornadas en la vida de Camille, durante su encierro en el asilo para enfermos mentales de Montdevergues. Para quien no esté familiarizado con el personaje de Camille Claudel debe saber que fue una mujer talentosa, hermana del escritor Paul Claudel, y que durante su época de esplendor acompañó en su taller a Auguste Rodin, del que fue musa y amante unos años. Posteriormente, fue internada por su familia en el manicomio y su figura fue sometida al olvido más absoluto, tanto en vida como tras su muerte.

Lo primero que llama la atención de la película es la ausencia del pasado. Los días dorados no aparecen, en ningún momento y de ninguna forma; no hay flashbacks, no hay alternancia del tiempo pasado con los días del manicomio, no hay nada de eso. Al contrario que en La pasión de Camille Claudel (Bruno Nuytten, 1988), en Camille Claudel 1915 sólo se narra la vida dentro de la institución y la espera de Camille ante la visita de su hermano, del que espera que la saque de allí. 

El guion no concede saltos de tiempo, sino que se centra en la linealidad, en la extensión del tiempo y del silencio, en la cronología interminable de las horas. No conocemos nada del pasado de Camille gracias a la película –si lo hacemos será por nuestra cuenta, o antes o después del visionado­–, no aparece la familia Claudel, salvo el lapso de tiempo en que Paul la visita, ni Rodin, salvo en las proclamas y lamentos de la artista encerrada. El pasado existe por omisión. El ejemplo más claro es la escena del teatro. Camille está sentada en una sala, viendo cómo dos internas ensayan un papel para una representación dramática. Cuando a una de ellas se le trastabilla la frase, Camille suelta una carcajada que, en pocos segundos, se convierte en un llanto desconsolado. Nunca se llega a saber qué es lo que ha pasado por su mente, o qué recuerdo ha desencadenado esa reacción, pero no tiene ninguna importancia; lo importante es ese momento en el que acaba de ser consciente otra vez de sus cadenas. 

En una película con una marcada ausencia de palabras, la actriz comunica con cada uno de los pliegues de su cuerpo. El despliegue gestual es inmenso. Hay dos momentos en los que Camille rememora el arte: uno en el que dibuja, otro en el que moldea un fragmento de barro que coge del suelo; al instante se da cuenta de que eso es algo pasado y vuelve a ser consciente de su encierro. Todo ello sin una sola palabra. Desde momentos distendidos –la citada secuencia del teatro– hasta momentos de resignación absoluta –la escena del final, una personificación de la derrota sin paliativos–, la mirada de la intérprete dibuja el retrato de una mujer encarcelada que sufre. La actriz muestra más con su rostro que incluso en la escena del baño en la que se presenta totalmente desnuda. Juliette Binoche es Camille Claudel 1915.

La elección de retratar tan sólo tres días permite a Dumont recrearse en el tiempo y los espacios, que resultan claustrofóbicos a pesar de los grandes espacios abiertos y las tonalidades ligeras, propias de un lugar de descanso, que aparecen casi de continuo. El ritmo lento de la película –a la mitad hay algunos momentos muy densos– genera empatía con el agobio y la situación de Camille. Por su parte, la estructura lineal contagia la propia cadencia lenta con la que discurre la vida en Montdevergues, y la ausencia de recuerdos y menciones al pasado impiden al espectador una vía de escape al encarcelamiento al que asiste.

En mitad de todo aparece Paul Claudel (Jean-Luc Vincent), al que se espera durante toda la cinta, para aderezar el desasosiego con una sustancial dosis de cinismo. La consecuencia de que el personaje aparezca al final es que, durante la totalidad del largometraje, el espectador se sitúa esperando su llegada, al igual que Camille. El recurso permite al director mostrar, en un espacio narrativo de sólo tres días, todo el arco de emociones de la mujer, que van desde la esperanza hasta la desolación. El paso de Paul Claudel por la película es brevísimo, pero su poso es perenne y supondrá el final para su hermana. En un momento cercano al final, cuando habla con el doctor tras visitar a Camille, reflexiona: “el genio se paga”, dice en referencia a su hermana, y lo completa con algo similar a que el arte se dirige a las zonas espirituales más peligrosas y más sensibles. Después, desoyendo la recomendación del doctor de llevársela a casa, abandona a Camille. En la puerta del asilo, sola, la escultora moldea su derrota mirando al infinito. Es la forma en la que Dumont y Binoche, sobre todo ella, rescatan su memoria del olvido.

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