La tristeza es azul. Como el mar. Y los ojos de Jasmine, personaje que Woody Allen regala a una soberbia Cate Blanchett en su película más destacada desde Match Point (2005). A menudo se identifica este color con la tristeza; tener un blue day no quiere decir otra cosa que estar pasando un mal día. Y de días malos sabe mucho ella, Jasmine, a partir de que su vida estilosa y llena de lujos se trunca por el desmoronamiento y entrada en prisión de su marido, interpretado por Alec Baldwin, al que destapan una serie de agujeros legales y financieros.
“Qué triste, por dios”, decía una señora en el cine, justo al término de la película. Y así es; a lo largo de la cinta de Allen subyace una tristeza en todo lo que representa, tanto en los personajes como en el entorno en el que se desarrolla. Blue Jasmine es una película esencialmente triste, pese a que deje algunos destellos del ya clásico humor allenesco.
El detonante de la historia es la crisis económica actual, que permanece soterrada durante todo el metraje para salir a escena únicamente en momentos puntuales, generalmente como explicación a la situación que vive el personaje. Jasmine, huyendo del escándalo, empieza a vivir una existencia que nunca podía haber imaginado, en uno de los barrios de clase media-baja de San Francisco, alejado drásticamente de la Nueva York cosmopolita y glamourosa a la que estaba acostumbrada. Allí, en casa de su hermana Ginger, se verá obligada a rehacer su vida, a buscar la manera de salir adelante y, en definitiva, a reinventarse en una mujer nueva y completamente diferente de la que ha sido hasta ahora.
Jasmine (Cate Blanchett), al frente, y Ginger (Sally Hawkins). Fotograma de la película. |
Lo que encuentra en su nuevo hogar –simple metáfora del derrumbamiento– es una familia desestructurada en la que Ginger, llevada a la pantalla por una magnífica Sally Hawkins, trata de proporcionar el bienestar a sus dos hijos mientras intenta sobrellevar la relación con su novio Chili, un Bobby Cannavale que salva el salto de Boardwalk Empire a un taller mecánico con poco futuro.
Uno de los aciertos de la película de Woody Allen es su estructura narrativa. Un solapamiento continuo de pasado y presente –magnífico montaje– en el que sólo somos ubicados en el tiempo por detalles del aspecto (maquillaje, ropa, joyas o estado de ánimo) de Jasmine. Woody Allen sitúa la historia entre dos líneas de espejos que, más que reflectarse, comparan cruelmente el pasado con el presente para evidenciar la crisis de identidad de su protagonista.
El balance deja a la Jasmine de Blanchett, centro absoluto de la historia y de la película, bordeando peligrosamente la locura durante toda la obra. La evolución del personaje, desde las secuencias en las que recuerda a su antiguo y fabuloso “yo” hasta aquellas en las que el derribo es palpable, es tal que, tras la última escena, el nombre de la película cobra un sentido definitivo. La interpretación de la australiana provoca el gesto torcido y, probablemente, deje al espectador hablando solo para sí mientras en su mente retuerce la temática real del filme: la tristeza.
El guion, escrito por el director neoyorquino, consiste en un artefacto dotado de los giros necesarios –algo efectistas y tediosos en algunas ocasiones–, que aporta el componente necesario para comprender los cambios que sufre Jasmine. Pero también los que afectan a su hermana pobre, la de los “peores genes”, que se ve envuelta en una historia rocambolesca, más propia del pasado de su hermana que de su vida, con un personaje interpretado por Louis C. K., que comparte algo más que el nombre con el exmarido de Jasmine.
La película de Allen supone un retrato rotundo de un personaje, pero también de la impostura y la mentira que vertebran la sociedad. Los impactos, tanto emocionales como en términos de aparición, colocan a Cate Blanchett como la columna más firme y lúcida del proyecto, reforzada, eso sí, de forma excepcional por el resto del reparto, sobre todo por la Ginger de Sally Hawkins.
Blue Jasmine no es otra cosa que lo que su propio nombre indica: el retrato de una mujer triste que visita por azar, o por karma, el bulevar de los sueños rotos. Un espacio azul, como la tristeza, como el mar y como la mirada rota del personaje.
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