06 marzo 2015

'Refugiado', denuncia de un mal endémico

Crítica publicada en Esencia Cine


Es muy difícil demostrarlo, pero probablemente el miedo sea el mayor estimulador de acción (o uno de ellos) en la vida del ser humano. Es más, tal vez sea correcto añadir que aún lo es más el miedo ante el peligro que pueda correr la vida de un hijo. Consciente de ello, el cuarto largometraje del cineasta argentino Diego Lerman pone el punto de partida en el desasosiego que siente una madre cuando, tras recibir una brutal paliza de manos de su marido, comprende que tanto ella como su hijo están en peligro y decide marcharse.

Refugiado apoya todo el peso de su narración sobre la química y el talento de sus dos actores. La situación del punto de vista remite constantemente a la mirada de los personajes interpretados por Julieta Díaz y Sebastián Molinaro. De esta forma, el trabajo de cámaras en la película avanza en perfecta consonancia con el propio discurrir de la historia que narra y de los personajes que se sitúan en su centro argumental.


La cámara inestable traslada a la forma del film la propia inseguridad que atraviesan los personajes durante todo el metraje. Rara vez el cineasta recurre al plano fijo, algo que se puede entender como un gesto de identificación de perspectivas. Pero, además, Lerman se adhiere a la huida de sus protagonistas "escondiéndolos" siempre dentro de la propia imagen. Constantemente el autor decide incluir a sus personajes a través de una puesta en escena escurridiza, en la que los protagonistas siempre aparecen "velados" tras un reflejo, un cristal o tras los arbustos desde los que Lerman parece ocultar su mirada.

Refugiado, presente en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes y en la sección Horizontes latinos de San Sebastián, además del Festival de Chicago, donde se llevó el Premio Especial del jurado, reflexiona sobre el maltrato y la violencia, y sobre las consecuencias que puede acarrear en sus víctimas. No obstante, el cineasta decide filmar desde la sobriedad y tratar lo explícito a través de inteligentes elipsis. Nunca hay en pantalla un golpe, un grito, ni siquiera aparece el personaje del maltratador (salvo en un momento puntualísimo); no es necesario. En esta obra el golpe más bajo son las mismas consecuencias. No hay duda de la incomodidad que suscita la película del argentino, aunque quizás sería más correcto decir que lo verdaderamente incómodo no es el propio film, sino que, mientras se ve, se sepa que hoy en día aún es necesaria la reflexión sobre un tema como el que está mostrando.

La obra de Lerman es la constatación de que aún queda mucho camino por recorrer hasta erradicar ese mal endémico de nuestra condición. Y está bien que el cine pueda establecer una vía de denuncia a través de las imágenes.

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