09 marzo 2015

'Boogie Nights'

Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la semana dedicada a Paul Thomas Anderson

Sinopsis

Eddie Adams trabaja en el club de alterne al que Jack Horner, director porno, acude con sus actrices. Una noche, el azar hace que se fije en él y que lo adopte como uno más de su elenco. Eddie pasará a ser Dirk Diggler y comenzará a convertirse, poco a poco, en una estrella pornográfica, gracias a su enorme miembro viril.


Espiritismo, sueño americano y decadencia

Boogie Nights es una ouija que tiene en la pantalla su tablero. Si nos sentamos a su alrededor, el espíritu de los años 70 aparece a los pocos minutos. Paul Thomas Anderson capta a la perfección (gracias en parte al trabajo de su fotógrafo Lloyd Levin, que impregna de color la escena, y de sus figurinistas, diseñadores de producción, etc., y de su impresionante uso de un soberbio jukebox acorde con la época) aquella atmósfera de esplendor vivida en la industria del porno. El director asiste al ascenso y la caída de un joven que representa, además, de forma transversal, otro sueño americano que fracasa.

La coralidad se convierte en un sello personal en la película del autor (preámbulo de lo que sería dos años después Magnolia); Anderson reúne a los actores que pasarían a ser “su” elenco (William H. Macy, Philip Seymour Hoffman, John C. Reilly, Philip Baker Hall o Julianne Moore) y les concede todo el peso dramático de la propuesta y la responsabilidad sobre el desarrollo narrativo. Mientras, él permanece como demiurgo en la sombra: la mano que mueve unos hilos que parecen hacerlo solos. El cineasta se revela como un fantástico conductor de historias con un despliegue técnico apabullante al servicio de la historia. En sus planos secuencia resuena una referencia como Martin Scorsese (el plano secuencia inicial se percibe como una cita a Goodfellas), en sus construcciones narrativas cruzadas el nombre de Robert Altman, y sin embargo en todos sus pliegues se ve una voz creadora autónoma e independiente, algo que quedaría patente en sus siguientes filmes.

Si hablaba con anterioridad de la idea de la construcción ambiental como un acercamiento al espiritismo, habría que destacar que también en el guion de Boogie Nights se abrazan evocación y muerte. En la obra asistimos tanto a la recreación perfecta de los años setenta como a su decadencia posterior. En la noche de fin de año del 79 se instaura el pivote central. A partir de entonces, lo que antes había sido algo festivo, colorista y con enorme vitalidad pasa a ser crepuscular, otoñal y con cierto olor a muerte, a tiempo pasado, a espíritu maligno. Sus personajes han tocado fondo y ya no les queda otra opción que tomar el otro camino. Tal vez los mejores ejemplos de ello sean el vaquero interpretado por Don Cheadle y Patines (Heather Graham). Es por eso, entre otras cosas, por lo que Boogie Nights se revela como una memoria profundamente triste en la que al final hasta los personajes más libres y libertarios son perdedores patéticos (aunque el maravilloso uso de las perspectivas que hace PTA nos haga encariñarnos con ellos sobremanera). Es aquí donde brilla con luz propia (pero de neón) la magistral escritura y construcción de personajes del autor, y su pericia posterior para darles entidad a través de la dirección.

Anderson se adentra en los entresijos del cine porno para hacerlo extensible a todo el cine. El personaje de Jack Horner, un renovador del cine para adultos, muestra una especie de obsesión por la necesidad de las historias (incluso en el género X). “Quiero que terminen de ver la película, no sólo que se sienten, se masturben, se levante y se vayan”, llega a decir en una escena. Sin embargo, con la llegada y la instauración de lo digital y lo que posteriormente supondría internet, sus palabras se convierten en un canto de cisne nostálgico. El cambio generacional es, por tanto, otro de los temas principales del film. El paso de los 70 a los 80 trajo consigo la desaparición de esta forma de hacer. No obstante, no solo de cine adulto habla Anderson; Boogie Nights es la obra de un amante del cine en general y del celuloide en particular. Lo demuestra la secuencia en la que el cineasta se adentra en los entresijos del cine: primero en el rodaje, luego en la sala de montaje y posproducción, para finalmente acabar en una entrega de premios. Esa escena, y la planificación de la misma, desprenden nostalgia por esa manera de filmar, de crear, por esa época cinematográfica. Por un mundo, en definitiva, anclado ya en el pasado y devorado por el constante avance tecnológico a través del que se desarrolla la sociedad contemporánea. Sorprende esa visión ciertamente nostálgica, pues Boogie Nights es el segundo largometraje de un joven con tan solo 27 años. 

Por otra parte, PTA no desaprovecha el reflejo punzante de la sociedad de los setenta con respecto al porno. Son constantes las revelaciones al respecto que incluye el director casi de manera circunstancial, como sin darles demasiada importancia, pero generando con ello un retrato panorámico de la Norteamérica más cínica. Los personajes, en su profundo patetismo (quizás su expresión más evidente sea el pobre William H. Macy), son repudiados por la sociedad, en muchas ocasiones por las mismas personas que luego ven sus películas. De esta forma asistimos a la lucha de una inmesa Julianne Moore por la custodia de su hijo, o a la denegación de un crédito bancario al personaje de Cheadle con la única razón de su dedicación al porno. 

Por lo tanto, lo que se trasluce del discurso de Anderson es algo que, pese a que pueda parecer de lectura fácil, a menudo no lo es tanto, y es que el sueño americano generalmente no es tan quimérico. Que se lo digan si no a Dirk Diggler, protagonista central de esta obra que, tras su enfrentamiento con Jack Horner, su mentor, queda relegado a la misma vida que vivía con anterioridad. Otra vez el paso de los 70 a los 80. Otra vez en la que sueño americano es una pantomima, una ilusión, una sesión de espiritismo que, como todo, concluye cuando el invocado decide decir adiós.


Paul Thomas Anderson y la música del azar

Boogie Nights tiene una precuela en el mediometraje que el propio director rodo con 17 años: The Dirk Diggler Story (1988). Sin embargo, el falso documental de 30 minutos, con otros actores distintos, sólo se puede considerar un precedente meramente narrativo o argumental.

Sí se puede hablar de la construcción narrativa coral de Boogie Nights como el preludio de lo que dos años después cristalizaría en Magnolia (1999). La importancia que concede el autor a la multiplicidad de historias que confluyen en un punto es el precedente del posterior trabajo del cineasta. En Magnolia esta idea está aún más conclusa y la construcción es más sofisticada (como muestra el prólogo y las constantes referencias a la meteorología como una suerte de advertencia previa al momento de confluencia).

Otra de las conexiones clave con el resto de su filmografía es la importancia del azar. En todas las películas de P. T. Anderson existe el componente del encuentro azaroso como detonante de la historia. En Sidney (1996) un hombre se topaba con un mentor, en Magnolia todo es azar, desde el prólogo hasta los encuentros entre los protagonistas, en Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) una mujer y un hombre se encuentran por casualidad en el taller que este regenta y ahí comienza su historia; posteriormente en Pozos de ambición (There will be blood, 2007) el azar estará, además de en los propios encuentros personales (el niño, el sacerdote), en la aparición de un yacimiento de petróleo con el que el protagonista adquiere una fortuna; y en su último título estrenado, The Master (2012), la suerte volverá a manifestarte en forma de encuentro personal entre Joaquin Phoenix y Philip Seymour Hoffman, cuyas vidas cambiarán desde entonces. Aquí, en Boogie Nights, es otra vez un encuentro, entre Eddie y Jack, el que manifiesta ese azar austeriano (Paul Auster, contemporáneo a PTA, también se sirve de él en casi toda su obra).

En Boogie Nights se percibe la iniciática firma de Paul Thomas Anderson. A pesar de ser su segundo largometraje, el cineasta da muestras de poseer ya una narrativa propia y muy personal, que refrendaría mucho más tarde. El uso del plano secuencia como elemento narrativo, el empleo de la música, la construcción de historias cruzadas a través de un nutrido grupo de personajes… Se puede establecer que en esta obra reside el germen, aunque ya en vías de desarrollo, de un autor superlativo.

Ficha técnica



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