Crítica publicada en Esencia Cine
En un momento de la primera mitad de Chappie, el robot le pide a su creador explicaciones sobre el concepto de la muerte. La máquina, a la que se le ha instalado una beta (una especie de versión a prueba) de una conciencia, no entiende que el hombre que lo ha creado lo haya introducido, a su vez, en un cuerpo finito. Nacer para morir no tiene sentido, le viene a decir el androide; hacer eso es propio de un creador cruel. Evidentemente en la reflexión del robot Chappie hay resonancias sobre la religión, el Dios creador y su crueldad para con sus “creados”. La idea cobra aún más fuerza cuando, minutos antes, el propio autor de esa conciencia explica en uno de sus diálogos que el mecanismo es el mismo que el de un ser humano, sólo que más rápido. Por tanto, Chappie comienza siendo un niño y poco a poco va adquiriendo el conocimiento necesario sobre la vida.
Este punto inicial –el del aprendizaje del androide– es el que aprovecha una banda de delincuentes para “secuestrar” tanto a la máquina como a su creador y servirse de su poder a la hora de robar el dinero necesario para escapar de un chantaje. Lo más interesante de la película llega en la primera parte, cuando Neil Blomkamp decide poner el foco en ese aprendizaje sobre la vida y mostrar la relación que empieza a adquirir el robot con su entorno, tomando incluso a la pareja de delincuentes como su padre y su madre. El director adopta la reflexión pausada y un estilo narrativo que reposa en esos vínculos que se empiezan a crear y en la “educación” del robot.
Sin embargo, en la segunda mitad del film, Blomkamp carga la mano hacia la orilla contraria y decide abandonar la reflexión que había deslizado en los primeros tres cuartos de hora en pos de la acción y de una trama de traición-confrontación que había anunciado insistentemente con anterioridad. La pausa cede el protagonismo a la locura, los diálogos –el punto fuerte de la primera mitad– a los tiros y las persecuciones, y el personaje carismático se diluye entre los excesivos chistes y gracias, que dejan de funcionar por acumulación.
Una vez cruzado el punto de no retorno, Blomkamp nunca hace volver a sus personajes al interesante punto de partida. Nunca vuelven a aparecer los pensamientos sobre la maldad del creador, los puntos de vista sobre la educación, ni siquiera la intencionalidad que se le intuía al relacionar el aprendizaje con el concepto de familia en esa primera mitad. El exceso se convierte en la tónica narrativa de Chappie. Hasta Hans Zimmer entra en escena con su habitual búsqueda intensa –y cada vez más monótona y vacía– de emociones.
Chappie es una oportunidad perdida de ofrecer algo distinto, una propuesta que mostrase algo novedoso. Sin embargo, Neil Blomkamp vuelve a ofrecer la misma fórmula de District 9 y, aunque no de forma tan evidente, Elysium. Una obra previsible en su segunda mitad, que se convierte en una propuesta con remembranzas de Michael Bay, a costa de sacrificar aquello que aventuraba una propuesta algo más cercana a lo metafísico o, al menos, a lo que hubiese supuesto elaborar y completar todas las preguntas que lanzaba al aire el simpático robot Chappie.
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