Crítica publicada en Esencia Cine
Se podría establecer una interesante comparación entre la filmografía de Paul Thomas Anderson y la historia reciente de los Estados Unidos de América. Todas las películas del cineasta tienen un componente sociopolítico, sin excepción, que además hacen traslucir el procedimiento de crecimiento de la nación como tal. Sin embargo, quizás sea el cuarteto formado por Boogie Nights (1997), Pozos de ambición (There will be blood, 2007), The Master (2012) y ahora Puro vicio (Inherent Vice) el que recoja de una forma más propia y a la vez ajena esa idiosincrasia norteamericana.
En Pozos de ambición la trama nos retrotraía a los convulsos principios de siglo XX para establecer un diálogo entre la ambición desmedida, el ascenso de los magnates del petróleo y la religión como elementos propios de la identidad de barras y estrellas (del sueño americano, que se dice). Después, en riguroso orden histórico, The Master ponía el punto de salida en las evidentes heridas que se abrieron tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. En ella P. T. Anderson recorría ese territorio despoblado de ilusión y repleto, en cambio, de personajes en busca de un impulso para la psique. Allí surgía una nueva iglesia, a la que el personaje central (otra vez, igual que en esta última, Joaquin Phoenix) se entregaba en cuerpo y alma. Y tras el fracaso de todas esas nuevas ideologías, llega el universo de Puro vicio, la redención total ante el mundo hippie de las drogas y la alucinación como la nueva construcción de la identidad nacional, o como la escapatoria del pasado de la misma. Casi de forma coetánea en el tiempo, Boogie Nights, otra representación del sueño americano desnudo y derruido.
PTA recoge y reformula el texto de Thomas Pynchon y lo acerca a su terreno de forma independiente. La adaptación es tan autónoma y libre como el espíritu de su protagonista, Doc Sportello, un investigador privado que se ve envuelto en una trama oscura de secuestros, traiciones y fugas. El fuego de la novela de Pynchon arde en cada fotograma de Anderson, que sin embargo consigue realizar su propia obra, imprimiendo su personalidad y sus propias referencias con una naturalidad elogiable. El reflejo de la época de los años sesenta y setenta de Inherent Vice rememora, por otra parte, su segunda película Boogie Nights, que por momentos resulta tan festiva, y a la vez tan decadente, como esta.
El cineasta se sirve de un relato desestructurado (o finalmente no tanto) para dar cuenta de la situación social de la América que está diseccionando. La multitud de tribus, situaciones y tipos de caracteres que pueblan sus fotogramas (hippies, empresarios, negros, nazis, policías y políticos corruptos, etc.) hablan de un lugar sin una identidad definida, una nación hecha a si misma a la que todos y nadie pertenecen a la misma vez. Un territorio en el que pasado y presente viven en constante confrontación, casi como única forma de progreso. En esa América de los sesenta es donde gana terreno una vía de escape. La droga consigue que todo fluya de una forma libre y plácida y se convierte en un placebo para enfrentar precisamente esa identidad nacional corrupta y maleada que ya mostraba Anderson en sus dos anteriores filmes. En el caso del relato, además, contribuye a esa desestructuración y a la sensación continua de no saber si estamos alucinando junto a Doc o lo que estamos viendo en la pantalla es, efectivamente, la realidad. O, por ejemplo, si las apariciones de Shasta, ex novia de Doc que le lleva a iniciar sus pesquisas, siempre envueltas en una aureola de alucinación, no son solo la fantasía del detective, un mero reajuste mental con su propio pretérito. Ya lo advierte esa libreta en la que Sportello se pregunta si está alucinando y se alerta de posibles paranoias para que nada interfiera en la investigación, o esos juegos fotográficos en los que la iluminación y el cromatismo se alteran repentinamente como si fuesen un resorte que nos pone alerta de algo. ¿Se puede ver ahí la mano del autor que nos advierte, que nos abofetea para que seamos capaces de cuestionar su propio relato? En esta idea tienen su morada también esos gestos, muecas y gritos artificiales de Joaquin Phoenix (fantástica su interpretación, otra vez), esas conversaciones tan oníricas y esos trances en los que entra la película de cuando en cuando, apoyados casi siempre por un uso “lisérgico” de la superposición de dos planos en la pantalla. Es la perversión del propio relato desde su interior, desde la mente de sus personajes hacia afuera; una introspección a la inversa.
En Puro vicio P. T. Anderson corrompe continuamente la narración. La forma adquiere una dimensión quimérica a través de la puesta en escena, que engarza perfectamente con el mensaje del film y con el entorno en el que se desarrolla. Todos acabamos siendo Doc Sportello, todos acabamos queriendo encontrar al personaje de Katherine Waterston (sorprendente en su papel), a la que busca continuamente el enamorado investigador (con planos que recuerdan mucho a Punch-Drunk Love [P. T. Anderson, 2002], sobre todo en el uso cromático del rojo y el azul). Pero, ¿es cierto que ella ha llegado a contactar con el protagonista o es solo otra paranoia? Ese juego sobre la construcción mental de la verdad permanece latente a lo largo de todo el metraje de la obra; es inevitable, como ese “vicio inherente” que da título al film y que sus personajes tratan de explicar en función de la sociedad corrupta, movida por el dinero y el sistema capitalista (en una conversación central entre el personaje de Owen Wilson y el protagonista), pero también de las relaciones que establecen las personas, en este caso de amor (a través de una declamación del personaje de Shasta).
Por otra parte, la cámara se desliza por una California que podría también interpretarse como una extensión argumental del propio cine, del Hollywood que ya reflejaba en Boogie Nights a través del porno y de la construcción de una identidad cinematográfica con base en esas actitudes y ese universo artificial en el que se mueven estos personajes. No obstante, pese a que la firma del Anderson de siempre es notable y evidente en cada una de las secuencias que rueda, Puro vicio se percibe como una evolución, un paso más allá en su filmografía y en su idea de cine como arte expresivo (¡¿hasta dónde va a llegar el californiano?!). De la mano del avance del tiempo, PTA ha abierto poco a poco sus miras, ha progresado. En esta obra vemos cómo el uso del plano secuencia deja todavía más espacio a otras técnicas de narración y –elemento importante en la construcción discursiva y de personajes– al primer plano. Y, quizás consciente de la manera en la que la forma envicia constantemente el relato, el cineasta se sirve de una voz en off que reconduce los pasos del investigador e informa de sus avances cuando más difuso podría quedar. Para que no haya excusa, y porque si rascamos en la capa superficial se pueden leer perfectamente varios mensajes subyacentes en el film. Así demuestra Anderson la soberbia planificación del guion y la dirección que lleva a cabo en cada una de sus películas y, además, deja traslucir ese espíritu novelesco en el que tiene raíz esta película (la citada obra de Thomas Pynchon), a la que nunca pierde de vista.
Puro vicio se revela como una película manipuladora (en el mejor sentido de la palabra) en la que se muestra un reflejo de la época y de la construcción identitaria de la nación americana, siempre en constante choque. Una obra en la que PTA da razones a aquellos que atisban en sus iniciales a una de las figuras más importantes del cine posmoderno. Las tres siglas esconden un cerebro en constante movimiento que entiende el relato como algo maleable a través de la forma y el estilo, pero que sitúa todos los elementos en el mismo plano y, como un demiurgo invisible a la altura de sus personajes (y de sus espectadores), los malea, los adultera y los hace fluir siempre al servicio de un fin último: ese relato final. Un cineasta en constante evolución que, con todo ello, sigue fiel a su estilo (en Puro vicio se perciben sus planos secuencia, su gran uso de la música, otra vez con Jonny Greenwood, y esa construcción de personajes tan propia del autor). Un escultor de la imagen que tras los créditos nos recuerda, con un espíritu muy de la época que representa, que “bajo los adoquines está la playa”. Y tras su nombre, recordamos nosotros, un cineasta mayúsculo.
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