Crítica publicada en Esencia Cine
En ocasiones es complicado discernir entre dos cosas que se parecen. Por eso conviene destacar que Timbuktu es una película sobria, pero no vacía; templada, pero no sin alma; y combativa, pero no excesivamente beligerante. En el planteamiento casi transparente de esas distinciones radica una de las mayores virtudes de la película mauritana, que competirá por el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, y que llega en un momento en el que su mensaje vuelve a estar más de actualidad que nunca. Abderrahmane Sissako pone el foco sobre el yihadismo, pero lo hace estableciendo una cierta distancia, tanto narrativa como formal, en la mirada que dispone sobre el terror.
No se puede hablar de una película que pretenda emocionar a toda costa, ni siquiera de una cinta que se acerque al tema que narra desde un punto de vista exaltado o muy cercano a los personajes. Sissako establece cierta lejanía entre lo que cuenta y la manera en que lo hace, sin llegar a penetrar profundamente en la evidente tragedia de ninguno de sus personajes. Y lo que obtiene de esta forma de hacer es, precisamente, una panorámica que funciona para atisbar la cruel realidad de una ciudad (Tombuctú) controlada por el Estado Islámico. El cineasta de origen mauritano representa el miedo –en ocasiones más bien recelo– a través de unos personajes a los que, pese a todo, carga de dignidad desde la distancia en la que filma. Que Timbuktu sea una película parca, que lo es, no significa que no tenga alma. Para nada. Que su autor opte por alejarse de ciertos convencionalismos dramáticos en favor de un naturalismo que cabalga, por momentos, entre la ficción y el documental, tampoco. Todo lo contrario.
Sissako ofrece la visión de una sociedad en ruinas debido al estricto dominio del islam más radical. Para ello el cineasta se sirve de la escala de representación social que le permite la ciudad de Tombuctú. Allí, con el poder de ISIS creciendo a cada momento, el director desliza una serie de dicotomías enfrentadas que vertebrarán todo el film: el imán que rechaza los métodos de la guerra santa de los soldados de Alá, el hombre que “resiste” en la jaima con su familia frente a aquellos que deciden marcharse, las mujeres que ceden a la autoridad y las que no, la resistencia silente que choca con la imposición armada, e incluso la confrontación social entre los mudos partidarios de la sharia y los que se alejan de esta interpretación como dogma de fe… En este entorno, fotografiado por la elegante y multicromática lente de Sofian El Fani (La vida de Adéle, Le fil), se suceden los hechos, las disputas, las idas y venidas de los personajes y, en definitiva, la propia vida y el retrato de la sociedad maliense que realiza el film (certeramente recogido en dos conversaciones centrales y en la disposición de la cotidianeidad en mitad del horror a través de toques de humor o diálogos desenfadados).
No se puede decir que Timbuktu cuente una historia completamente desconocida para nadie. ¿O acaso sí? Las diferentes historias que hilan el film están cosidas a un firme mensaje central de entereza frente a la ley de la sharia y la yihad, y en definitiva sobre cualquier fe impuesta con sangre. Sin embargo, el film destaca en el acercamiento a la historia que presenta a través de varias decisiones de puesta en escena: la representación de la aniquilación cultural mediante los disparos a unas esculturas tribales, el bellísimo partido de fútbol sin balón o el baile sin música como metáforas de la resistencia, el simbolismo de la libertad en la gacela que abre y cierra la película, o la heroica dignidad que aporta a un personaje cantar mientras recibe latigazos precisamente por ello. Estas decisiones aportan al film una ejecución certera y muy lúcida, y una atenta disposición de elementos que no renuncia a cierta belleza pese a la crudeza de la realidad que reproduce todo su metraje. La poesía como escudo contra el horror, lo bello como calmo elemento de resistencia.
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