20 febrero 2015

'El francotirador', ¿hagiografía del castigador?

Publicado en Esencia Cine


¿Cuál es la condición del héroe? Y sobre todo, ¿qué o quiénes hacen un héroe? ¿Puede llegar a ser un ídolo nacional alguien que carga con más de ciento sesenta muertes bajo su “leyenda”? Quizás la respuesta más correcta sea la ambigüedad: depende del sillón desde el que estemos contemplando la batalla. Pero, ¿y si el “héroe” de El francotirador fuese un militar iraquí? ¿Cómo reaccionaría el mundo occidental si, de la misma forma en que el propio Eastwood contrapuso Banderas de nuestros padres y Cartas desde Iwo Jima, ahora rodase un “Iraqi Sniper”? O, de otra forma, ¿si la hubiese rodado un director musulmán?

Tomando como material de base las memorias de Chris Kyle, Clint Eastwood dirige el guion adaptado de Jason Hall en el que se estudia (y se termina ensalzando) la figura del tirador más letal de la historia de los Estados Unidos. La adaptación es notable y bastante fidedigna al original; se reconocen anécdotas e historias que cuenta el protagonista en sus páginas. Sin embargo, no se incluyen algunos de los pasajes más escalofriantes del libro, como ese en el que Chris Kyle reconoce cómo se divertían masacrando iraquíes. “Aquel ritmo se hacía largo y pesado, y nosotros queríamos más. Nos moríamos por tener más. Cuando los malos se escondían, hacíamos lo que fuese por retarlos para que saliesen y así poder abatirlos. Uno de los colegas tenía un pañuelo con el que hicimos algo parecido a una cabeza de espantapájaros. Con unas gafas y un casco, conseguimos que pareciera un soldado, al menos desde una distancia de varios cientos de metros. Luego lo pinchamos en un palo y lo asomamos al parapeto de la azotea un día que la acción había decaído. Picaron un par de insurgentes, y nos los cargamos.” Son palabras de Kyle correspondientes a uno de los fragmentos moralmente más cuestionables del libro, que no es incluido en el film de Eastwood, con menos interrogantes incluso que los que se hace el propio francotirador en algunos momentos de su narración (aunque tampoco él se cuestiona demasiado).

La historia comienza “in medias res”, cuando Kyle ya se encuentra en Faluya y se enfrenta ante la duda de disparar a un niño o no hacerlo cuando su madre le da una granada para que ataque a los marines. La estructuración del guion, entonces, nos retrotrae a la infancia de Kyle y al desarrollo personal y profesional que lo ha llevado hasta allí. El guion adopta esa forma para el resto de la obra: entre la guerra y la familia, entre Iraq y Estados Unidos, entre el castigador inquebrantable y el buen pastor que defiende a sus compatriotas con su vida.


American Sniper se construye como un carrusel de disparos en los que el americano mata al salvaje. No existe la humanización del oponente, que se muestra como un animal en todas sus vertientes. Tomando como material de base las palabras de Kyle podría asegurarse que lo que hace la película es situarse desde la perspectiva del “héroe” y que esa es la visión que tenía el francotirador de sus rivales. Sin embargo, pese a lo aséptica que es la propuesta de Eastwood durante gran parte del metraje –excusado en esa supuesta fidelidad al material de origen–, sí hay algunas decisiones de puesta en escena que conducen al espectador a la opinión unidireccional, por supuesto, la del soldado americano. El cineasta solo carga la mano cuando el blanco retratado es iraquí. ¿Por qué, si no es para condicionar la visión, se regodea en los cadáveres descuartizados al entrar en una casa iraquí? ¿Por qué no hace lo propio con los cuerpos abatidos por el tirador? ¿Por qué alternar la brutal escena del taladro con imágenes en las que un perro amenazante ladra a Chris Kyle evitando su intervención? ¿Qué nos están señalando Jason Hall, guionista, y Clint Eastwood a través de la charla en la que el padre del soldado establece una división de la sociedad en lobos, ovejas y perros pastores? Por no hablar, que se podría hacer largo y tendido, del final claramente hagiográfico en memoria del SEAL con la que el autor concluye su obra. 

Son pequeños detalles, sutiles en la mayoría de ocasiones, que determinan una toma de partido que se hace completamente patente en el citado cierre del film (por completo innecesario). Sin embargo, y aquí viene el debate, la forma de Eastwood es exquisita. A sus 84 años el director ha logrado una película trepidante, llena de acción y ritmo, con un montaje de sonido exquisito y que posee algunas escenas rodadas con la maestría propia de un nombre como el suyo (la tormenta de arena, por ejemplo). Además, el trabajo interpretativo y la dirección de actores relucen tanto si hablamos de Bradley Cooper, posiblemente en su mejor papel hasta el momento, como de Sienna Miller, muy convincente durante todas sus apariciones.

¿Conviene, pues, separar lo formal de lo narrativo; la forma del contenido? Es el gran debate, la discusión que nunca verá el final. “¿Formalismo? ¿Contenutismo? El cuento de nunca acabar”, anunciaba José Luis Guarner en su texto Las gafas de Parménides, en el que unas líneas más abajo concluye que la puesta en escena no es otra cosa que la expresión del pensamiento de un autor. ¿Cómo valoramos, por tanto, El francotirador de Clint Eastwood: únicamente desde lo formal, solo desde lo narrativo o como un todo indivisible en el que la puesta en escena determinaría la moral de la obra y su autor?

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