11 septiembre 2015

'Una segunda oportunidad', juego de espejos rotos

Crítica publicada en Esencia Cine


Una segunda oportunidad comienza como un juego de reflejos que se alarga hasta pasada la primera mitad. Los dos contendientes son, en primera instancia, dos policías, uno que representa la rebeldía y la inquietud y otro la tranquilidad de la familia; y posteriormente, pasarán a ser la familia del segundo frente a un matrimonio de drogadictos que malcría a un bebé entre chute y chute. Todo cambiará en la vida de Andreas (Nikolaj Coster-Waldau) cuando en una redada en casa de esta pareja encuentre al bebé, escondido en un armario, y sin asear durante días. Para más truculencia –algo que a Susanne Bier parece gustarle más de la cuenta en los últimos años–, la familia de Andreas sufrirá un terrible varapalo que hará tambalearse los cimientos de su bienestar y el policía comenzará un descenso a los infiernos en busca de su ideal de justicia.

Susanne Bier se abraza a la crueldad de la misma forma que sus personajes se aferran a sus bebés en los momentos de flaqueza. La directora, que ya hizo algo similar en su último film Serena (2014), dirige todo su artefacto hacia el drama más sádico. Su puesta en escena roza, en determinados momentos, lo enfermizo. Siempre es delicado situar niños en el centro de una historia, desde luego, pero en el caso de la directora danesa hay un extraño gusto por la provocación y la incomodidad en las elecciones formales y de puesta en escena, acompañadas por un uso de los elementos cuanto menos cuestionable.


Tanto la música, un continuo y machacón piano que aparece en cada giro; el contraste fotográfico entre unas escenas y otras; como la dirección de actores, siempre en busca de la mueca del horror, la lágrima o el grito; todo conduce al más puro melodrama, con el agravante de esa explicidad, a menudo innecesaria, con la que “adorna” sus encuadres la directora. Se podría catalogar el cine filmado por la cineasta en los últimos años de su trayectoria como pornodrama, atendiendo a la voluntad de mostrar lo explícito, la tendencia constante al primerísimo primer plano, las lágrimas que recorren las comisuras de los labios de cada actor que se pone al cargo y todo un dispositivo diseñado y pensado para ofrecer una amalgama de planos detallados sobre el dolor.

No obstante, la película de Bier podría ser una creación más interesante si no se quedase en el mero desafío y la recreación del mismo. La propuesta es interesante como herramienta para mostrar las diferencias entre clases, y sobre todo, esa soberbia tan de la burguesía que lleva a unos a mirar por encima del hombro a otros. Sin embargo, un guión repleto de impostura (muchas de las frases de los personajes son demasiado forzadas), una resolución del conflicto torpe y demasiado sui generis, y un giro final que se acerca a lo que podríamos denominar happy redemption, impiden que la película cuaje en una pieza más destacable.

Es necesario que el cine incomode, por supuesto, incluso que golpee, sacuda y violente al espectador. El problema es cuando todo esto se hace sin más vocación que la de transgredir y generar todas esas sensaciones de golpe sin que aparezca ninguna vocación narrativa más que esa en el fondo de la cuestión. El último cine de Susanne Bier parece transcurrir por ese camino, el de la provocación por la provocación, el de los encuadres duros, crudos, sucios, escabrosos. Una segunda oportunidad es un paso más hacia delante en esta tendencia, un peldaño más hacia el descenso.

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