Crítica publicada en Esencia Cine
Existen películas dignas de ver solo por la química que existe entre los actores que la interpretan. Pueden no contar nada más, pueden no tener un guión demasiado elaborado, pueden incluso ser obvias y demasiado telegrafiadas, pero, pese a todo, sus actores las elevan y consiguen algo más meritorio que la media. Es el caso de Ático sin ascensor, la última creación de Richard Loncraine (director de obras televisivas como Hermanos de sangre [1 episodio] o de filmes como Ricardo III [1995] y Firewall [2006]), en la que el director realiza, por encima de todas las cosas, un homenaje a dos actores de la talla de Diane Keaton y Morgan Freeman.
La pareja de intérpretes es la única razón por la que la película no termina desvaneciéndose en el colchón de sus propias flaquezas. Las debilidades del guión son evidentes (lo son desde los primeros compases: historia sin demasiada trama, giros sin orden ni concierto, el carácter plano de la motivación, etc.), sin embargo, los dos actores consiguen imprimir un cierto aire de trascendencia a sus movimientos a través de la innegable química que desprenden sus trabajos.
Tras toda una vida viviendo en su ático neoyorquino, sin ascensor, la pareja decide que es el momento de cambiar de lugar antes de que sus piernas envejecidas comiencen a flaquear e impedir que lleguen a su quinto ático, un quinto piso que acaban de poner en venta. Las únicas normas innegociables para el cambio son no marcharse de Nueva York y que el piso tenga el ansiado ascensor. Es en ese momento del cambio cuando el personaje de Morgan Freeman comenzará a revivir los momentos más importantes de su vida junto a su mujer. Y llegan los flashbacks. Siempre precedidos de un reiterativo plano de acercamiento al rostro, los recuerdos de Freeman llegan a ser repetitivos y cortan el ritmo de la trama, ya de por sí lento. No obstante, compensa tal desnivel el acierto de casting que suponen las versiones jóvenes del matrimonio: Korey Jackson para él, y sobre todo, Claire van der Boom en el caso de la juventud de ella.
Poco a poco, entre los encuentros que tiene Alex con una niña –la única persona que le hace sonreír, además de Ruth– en los pisos en venta que visitan y el constante subrayado en las televisiones de un posible atentado islámico –destinado a ofrecer un claro mensaje sobre las apariencias y los medios de comunicación, tan reiterado que acaba por perder su gancho–, se desarrolla el fin de semana de los protagonistas, y el film para los espectadores. Estas dos son las columnas que sostienen el film, ayudadas por los dos pilares de carga, como ya decíamos, sus dos intérpretes. Ellos son los que hacen de Ático sin ascensor una comedia melodramática medianamente disfrutable; ellos consiguen que la dirección plana y monótona de Loncraine no haga de la película un continuo ascenso hasta el quinto piso. Sin ascensor, por supuesto.
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