Crítica publicada en Esencia Cine
Como si la saudade hubiese sido también incorporada al espíritu carioca, Val se mueve entre la nostalgia y una dulce alegría a lo largo del espacio en el que se desarrolla Una segunda madre. Incluso en su momento más triste y solitario, remarcado por una expresión inconfundible (magnífica interpretación la que lleva a cabo Regina Casé), llega a asegurar por teléfono: “Estoy muy feliz”. Esta pugna entre la felicidad y la alegría que desprenden sus movimientos y la tristeza y la nostalgia que evidencia su situación conforman la principal línea narrativa del film de Anna Muylaert.
El único foco de la directora es para su protagonista, a la que no quita ojo en casi ningún plano, y a la que envuelve con su cámara en una suerte de abrazo invisible que parezca querer reconfortarla. Porque, a pesar de vivir con la familia para la que trabaja de interna, y de ejercer casi como una (segunda) madre con el joven hijo, Val está sola. Y su soledad parece no tener remedio ni consuelo hasta que, de pronto, aparece su hija en la ciudad para realizar las pruebas de acceso a la universidad.
Ese pivote narrativo le servirá a Muylaert para cimentar la estructura de su segunda vía narrativa –mucho más envuelta en la sutileza pese a algún crochet directo: el cuestionamiento de la estructura adquirida. En Una segunda madre la cineasta dispone un claro componente de orden jerárquico, la criada y la señora, para después ofrecer un poderoso elemento de subversión, la hija de Val, que constantemente pone en jaque las prácticas laborales y la segregación de espacios dentro de la casa (por ejemplo, discute con furia la idea de que su madre no pueda sentarse a desayunar en la mesa del comedor).
Sutil y provocadora, Anna Muylaert desliza una denuncia de los mecanismos de predominancia que a día de hoy siguen manteniendo su vigencia en determinados sesgos de población. Su mirada siempre se coloca al lado de la de Val, a la que persigue, con la que se detiene, a la que filma con interés; es ella la que observa y ofrece lo más parecido a un plano general de contexto. Son sus ojos los que miran a esa familia inalcanzable, idealizada en muchas ocasiones, para la que trabaja.
Una segunda madre es un relato de renuncias, las que se ve obligada a hacer Val cuando llega su hija, y de afectos, los que siente por su pequeña, pero también por su (segundo) hijo. En esa dialéctica de contrarios, de renuncias, melancolías e imposibilidades deambula Muylaert con paso firme. La creadora sitúa constantemente a sus personajes en planos opuestos (la familia en la planta superior, la protagonista en la inferior; la piscina, llena cuando es la familia quien está dentro y vacía cuando es la criada la que moja sus pies tras un pequeño triunfo). Sin embargo, a la hora de la verdad, en el momento de introducir un último y definitivo pivote argumental, lo que demuestra es que la soledad no entiende de clases, y que, ricos o no, todos los personajes son asolados por ese mal, víctimas de esa saudade tan portuguesa, tan pessoana, convertidos en esos “barcos que se cruzan en la noche y ni se saludan ni conocen”.
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