12 junio 2015

'Cherry Pie', el símbolo mutante



Existe la evidencia de un proceso en Cherry Pie. La película de Lorenz Merz experimenta una evolución a la vez que lo hace su protagonista. Constantemente el director efectúa una analogía muy simbólica entre el pasado y el futuro a través de las miradas que ella lanza o bien hacia atrás o bien hacia la cámara (su parte frontal). Lo único que sabemos, más bien intuimos, acerca de su pasado es a través de la sugerencia más lírica, esa que arrojan los planos de punto de vista en los que sólo se ve el mar revolviéndose, anunciando la tormenta que está dejando atrás. Porque sabemos que Zoe huye, pero no llegamos a saber nunca de qué. Probablemente lo haga de sí misma. El cineasta dibuja sensaciones y lanza tentativas de argumento a través del rostro de una Lolita Chammah que se carga todo el peso de la propuesta en su espalda como única actriz. Las reacciones, los gestos, las miradas fijas, todo nos cuenta algo sobre ella, y a la vez, nada. Los primeros planos que utiliza Merz son tan cercanos, tan intensos y carnales que parece que incluso podamos acariciar la piel de la protagonista. En determinadas secuencias, incluso, el cineasta se permite la inclusión de una mano que la roza, la acaricia y parece transmitirle cierta paz. En esos momentos el espectador está acariciando a Chammah; el cineasta está haciendo que su película sea tangible, que la mujer que llena los encuadres cobre carnalidad. Sin embargo, Cherry Pie consigue mantenerse a la vez extremadamente fría, gracias al trabajo fotográfico de tonos azulados que realiza el propio Lorenz Merz (director, guionista y director de fotografía en el film).


El cineasta consigue extraer de su puesta en escena cierta mutabilidad, lo que acaba por convertir a la obra en algo también mutante. Dos películas conviven en Cherry Pie, incluso dos formas casi antagónicas de hacer cine. Si la primera mitad de la película pasa por ser el seguimiento, ciertamente convencional, en su huida hacia adelante de una persona sin pasado y con escaso futuro; en la segunda mitad el cineasta se abandona a los placeres de la experimentación, en los que el sonido y las imágenes cobran un carácter poético que lleva al film hasta el último de sus planos, bellísimo y tan metafórico como todo lo anterior. La llegada a la segunda fase de la película no es casual –el director no decide dotar a su puesta en escena de un halo más místico y de un estilo experimental porque sí–, sino que coincide con el momento de liberación de la protagonista, que empieza a experimentar esa libertad que confiere de no ser uno mismo nunca más. Es entonces, en este segundo tramo de la obra, cuando Lorenz Merz abandona los códigos más convencionales con los que había gobernado la primera hora del film y comienza a establecer un vínculo evidente entre sus imágenes y una tonalidad y cadencia más propia del videoarte, la videoinstalación o el cine de vanguardia más experimental. Eso sí, siempre con la figura de Lolita Chammah como único foco del encuadre, y con su rostro y su mirada como el lienzo en blanco más agradecido. 

Cherry Pie se compone a la vez de carnalidad y distancia, de cercanía y frío, de viento húmedo y sequedad. La búsqueda del yo, o de un yo, o su ausencia, se mantienen transversales durante todo el metraje, como si esa fina línea temática fuese la mano del director, que trata de gobernar y encontrar, a su vez, cierta identificación fílmica a través de la adherencia a varios estilos. La mano del cineasta, que toca el gesto melancólico de Chammah y nos hace sensible al resto un rostro que adivina heridas en el pasado, una mirada que refleja la lluvia que parece no dejar de amenazar nunca. “Soy yo misma”, dice ella en el momento clave del film. Pero, ¿qué significa ser un yo?

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