Crítica publicada en Esencia Cine
El nombre de Georges Franju resuena con fuerza en el inicio de Phoenix. El prólogo y los primeros compases, en los que Nina Hoss aparece con la cara vendada, antes de que sea reconstruida, así como el tiempo posterior a ello, mientras permanece encerrada en una vivienda, alude claramente a una de las grandes obras del cineasta francés de mediados de siglo: Los ojos sin rostro (Francia, 1960). La máscara es uno de los principales elementos de oscilación y juego de Petzold en Phoenix. La protagonista quiere tener el mismo aspecto que tenía antes de que su rostro fuese masacrado en la guerra. Y cuando el cirujano lo consigue, vuelve a encontrar a su marido. Sin embargo, el reencuentro no es para nada lo que ella había esperado. Comienza un baile de disfraces en el que todos son quienes son, pero a nadie le gustaría serlo. Una reconstrucción del pasado no vivido a base de los propios vacíos que este ha dejado. Todos los personajes de Phoenix viven bajo máscara, algunos de forma casi real (Nina Hoss), otros de forma figurada (Ronald Zehrfeld).
El mito del fénix alude a la resurrección constante de un pájaro desde a sus propias cenizas. En la película de Petzold, además de al club de alterne en el que cualquier renacimiento es posible, la elección del nombre se sitúa claramente en la órbita de su protagonista, una mujer en crisis que reacciona, resucita, resurge de sus propias ruinas de posguerra. La imagen que representa Hoss de esa mujer en constante crisis y asunción de su nueva vida es magistral. La actriz juega un rol de varias aristas, que muta según avanza el metraje, y siempre está un peldaño por encima del resto. En su imagen está simbolizada la línea fina y difusa que separa un pasado ruinoso de un presente decadente, herencia de todo lo anterior. Una especie de metaforización de la Alemania de posguerra dibujada sobre el rostro reconstruido de la actriz y sobre los trazos sonoros que deja una de las frases que pronuncia otro de los personajes: “Me atraen más nuestros muertos que nuestros vivos”. Esa ruptura con el presente no es más que la evidencia de la fractura que deja el pasado, algo que Phoenix recoge y plasma con suma elegancia durante todo su desarrollo, pero eleva a la condición máxima en el último plano del film.
Las consecuencias de la guerra y la profundidad de la herida alemana son tan grandes que ni siquiera los supervivientes desean reencontrarse. Ahora, pasado el horror, todo lo que queda son vestigios del mismo. Con una melancolía similar a la que desprende Phoenix hacia su final, representó esta idea la miniserie Hijos del Tercer Reich, con un retorno silencioso de sus supervivientes, en el que nadie hablaba, nadie saltaba de alegría, sólo había silencio. Y el silencio es en Phoenix también una de las herramientas más importantes; mucho más en esa secuencia final, que se desarrolla entre la voz de Nelly, que canta, y los ojos atónitos de Jonny, que mira y no sabe si cree. Y después, la espalda desenfocada de ella, la representación de la fractura, la nueva vida, el renacimiento, el fénix.
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