Análisis publicado en Esencia Cine, dentro de la retrospectiva sobre las Palmas de Oro de Cannes
Sinopsis
Barton Fink es un escritor neoyorquino de teatro que, tras cosechar éxito en prensa con una de sus obras, es fichado por los estudios de Hollywood para escribir guiones. Una vez en Los Ángeles, el escritor se verá inmerso en una vorágine infernal creativa y destructiva al mismo tiempo.
Análisis: El infierno creativo
Un largo pasillo, la mente del escritor. Cuando Fink es reclutado por las majors de Hollywood para convertirse en una pieza más de su engranaje, el espectador ya intuye que nada puede salir como está previsto. Es obvio. Los hermanos Coen se encargan de anunciarlo en la primera escena, en la que vemos a Barton asistiendo a la construcción de una de sus obras de teatro en una sala de Nueva York. En ese momento, los inteligentes directores acaban de colocar la primera de las dicotomías de su película: el teatro frente al cine, o yendo más allá, el culto frente al espectáculo, el intelecto frente a lo más corpóreo. Posteriormente volverán a situar esta contradicción en el centro de la pareja que forman John Turturro y John Goodman.
El proceso creativo se convierte en la columna vertebral de Barton Fink a través de la simbología que utilizan los directores. La mente del creador es representada como la cárcel en la que se percibe el propio Barton Fink. Una prisión representada por la propia habitación en la que se recluye el escritor y por el largo pasillo que se vuelve recurrente a medida que avanza el film. Las largas miras de futuro de Fink (el pasillo) frente a las crudas imposiciones de un Hollywood que fagocita toda amenaza de creatividad propia más allá de la fórmula (la habitación). Barton Fink es un genio lastrado, amputado de su creatividad y de la posibilidad de profundizar en su universo ficcional, aunque sea escribiendo el guión de una película de género (lucha libre, en este caso). Esa idea de vampirización de la creatividad por parte de la industria permanece latente durante todo el film (el mosquito que atormenta a Fink). Los dos planos más sugerentes al respecto aluden a los pies del escritor, a la base de su edificio creativo. En el primero a Barton Fink le cambian los zapatos y le quedan grandes (el escritor que no encuentra su horma). El segundo es un plano cenital en el que sus pies se sitúan por encima de un suelo de pequeños azulejos en forma de panal de abejas (el escritor ha sido reclutado y trabaja mecánicamente en favor de otros, no existe individualismo, ni creatividad). Una frase de uno de los directores de la major para la que trabaja Fink lo asegura en tono cortante y claro, por si alguno no lo había entendido aún: “Todo lo que se te pase por la cabeza es propiedad de Capitol Pictures.”
Cargada de símbolos, Barton Fink es una mordaz crítica al sistema de trabajo hollywoodiense de mitad de siglo pasado, aunque podría extenderse a la actualidad sin ningún problema. Una alegoría del escritor taylorizado, que sólo encuentra la libertad creativa cuando se asoma a un cuadro cuya imagen le devuelve una espalda femenina y el leve rugir del mar. Los Coen consiguen inocular su fino humor en varias de las secuencias, pero su estilo queda totalmente plasmado en la obra en la escena en la que dos policías interrogan al autor sobre su correoso y enigmático vecino de habitación. Poco a poco, un guión elaborado y una planificación exquisita del rodaje nos acercan a la mente del creador, al incendio que comporta cada una de sus creaciones, un infierno que resquebraja todos los cimientos mientras se produce, que hace que las habitaciones, los lugares comunes y las propias creencias se vengan abajo igual que las paredes de la habitación en la que Barton malvive.
Barton Fink es un metafórico canto de libertad de los hermanos Coen, siempre fuera de esa industria que denuncian de forma evidente en este film; siempre trabajando desde la libertad que ofrece ese mar y esa espalda femenina que se vuelven reales en la última escena del film. Esa libertad a cuya espalda esbelta Barton Fink le dice: “eres muy bella”.
Contexto en el que se entregó el premio
La Palma de Oro para Barton Fink tuvo lugar en el Cannes de 1991. La película de los hermanos Coen (aunque en esta época sólo firmaba Joel como director) no sólo se alzó con el gran galardón del festival, sino que acumuló además el premio al mejor director y al mejor actor (Joel Coen y John Turturro, respectivamente). El jurado, presidido por Roman Polanski, decidió otorgar la Palma de Oro a la película por unanimidad, superando a obras como Europa (Lars von Trier), Homicidio (David Mamet), El paso suspendido de la cigüeña (Theo Angelopoulos), La bella mentirosa (Jacques Rivette), que recibió el segundo premio, o La doble vida de Verónica, de Krzysztof Kieslowski, entre otras. El resto del jurado estaba compuesto por los cineastas Ferid Boughedir, Alan Parker y Jean-Paul Rappeneau, las actrices Whoopi Goldberg y Natalia Negoda, la productora Margaret Menegoz, el director de fotografía Vittorio Storaro, el crítico germano Hans Dieter Seidel y el artista Vangelis, conocido por la creación de múltiples y míticas bandas sonoras originales. Como curiosidad, tras recibir Barton Fink tres de los grandes premios de Cannes, y tras varias acusaciones al jurado de ser demasiado generoso con el film de los Coen, se limitó la posibilidad de que cada película sólo pudiese optar a dos galardones como máximo, para así valorar también a otras películas.
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