Artículo publicado en Esencia Cine.
Un hombre adulto se hunde en una piscina de la que parece imposible que vaya a salir. Mientras tanto, una serie de imágenes se suceden en pantalla intercalándose con la lucha por salir a flote de este tipo, que no es otro Guillaume. La imagen es un reflejo, una metáfora, de la psicología del personaje, en eterna lucha consigo mismo desde pequeño, y en pugna con su familia, por autodeterminar su sexualidad, su idiosincrasia y el modo en el que quiere vivir su existencia.
No es el único momento de la cinta en el que Guillaume flota, el protagonista fluye durante los 85 minutos con un toque de comedia a veces excesivo. A través de la representación de un monólogo teatral Guillaume se funde con la narración de su pasado, con un fondo negro que puede llegar a simbolizar el estado anímico del personaje. Que la película esté narrada en clave de comedia es arena de otro costal, pero lo cierto es que la historia de Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! tiene mimbres dramáticos y arrugas donde tendrían cabida, desde luego, estudios psicológicos sobre los comportamientos y las relaciones que establecen los personajes.
En este sentido, la interacción entre el propio Guillaume y la madre cobra una importancia vital en el desarrollo argumental. Por momentos, la dependencia que muestran ambos del otro es enfermiza, llegando a una resolución –buen giro de guion mediante– con la que un freudiano se frotaría las manos. Esta relación, un tanto demente, entre la madre y el hijo, es perfectamente representada con la interpretación por parte de Guillaume Galliene de sendos personajes, creando situaciones verdaderamente esperpénticas de las que termina por salir airoso.
La correspondencia que establece el espectador con lo que ve en la pantalla oscila en torno a varias sensaciones. Por momentos Guillaume y los chicos, ¡a la mesa! puede hacer reír, incluso arrancar algunas carcajadas, con sus chistes; sin embargo, en otras ocasiones, lo que provoca es el gesto torcido, la incomodidad o incluso la lástima por un personaje envuelto en una cierta corriente de patetismo. Guillaume Galliene hace un buen uso del guion sin sobrecargar demasiado lo cómico, pero sin obviar lo dramático, ayudándose para ello de un montaje que cohesiona el relato monologado con la representación en la pantalla del pasado que éste cuenta.
Entre tanto, mientras vemos los vaivenes de Guillaume en su intento por descubrir su sexualidad y la situación que ocupa para su familia, la película se entretiene con el humor. Se suceden a lo largo de la cinta gags que van desde lo absurdo y embarazoso (el momento Diane Kruger) hasta el humor fácil fruto de los clichés (la representación de países como España –jacarandosa y flamenca, claro– o Inglaterra), pasando por la crítica ácida al sistema institucional, con un momento brillante –la cruz amarilla es quizás la secuencia más lúcida del film– en el que Galliene satiriza lo ultrarreligioso con evidente sorna.
El cineasta francés narra una historia autobiográfica en la que es casi omnipresente: dirige, escribe y protagoniza. Para ello se vale de un texto cargado de símbolos con los que grita el mensaje que quiere transmitir sin apenas decir nada (la metáfora del domador de caballos es un gran ejemplo). Lo mejor para él es que sale entero de su primer largo, con un final que supone una revelación súbita para el protagonista, la madre e incluso el público.
Guillaume y los chicos, ¡a la mesa!, ópera prima del director, supone una introspección hacia la mente del creador, su recorrido vital y su memoria del pasado, en clave de humor, que está arrasando en su país de origen y que opta a los mismos premios César que obras de la talla de La vida de Adèle. Y eso, pese a sus evidentes diferencias, no es casualidad.
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