14 febrero 2014

'Alabama Monroe', la grieta en el círculo


El bluegrass vertebra cada escena de Alabama Monroe. La música, acústica y de acordes alegres por lo general, acompaña a la historia de amor de la pareja protagonista. Sin embargo, la narración es dura, durísima y convierte Alabama Monroe en una de esas películas para las que hay que mentalizarse previamente.

Elise y Didier son una pareja idílica, unos músicos que ubican su canción en una casa en el campo. “Lord, I’ve got country in my genes”, dice una de sus composiciones. Su historia de amor es perfecta desde que Didier conoció a Elise en la tienda de tatuajes que ella regentaba. Después vino todo lo demás, el enamoramiento, el bluegrass, el embarazo de Elise y la enfermedad de su hija Maybelle. A partir de aquí comienza a oscurecer. Cuando todo marcha bien no hay dudas, pero cuando el círculo de felicidad empieza a resquebrajarse, empiezan a brotar.


La película se divide en dos partes. La primera, algo más confusa, hilvana el presente con numerosos flashbacks, que a veces hacen que la cronología sea difícil de seguir; por su parte, a partir del giro que tiene lugar en la mitad de la cinta, la película se centra un poco en cómo la pareja intenta superar las adversidades. Didier, agnóstico y de pensamiento práctico, trata de seguir adelante de la mejor manera posible, pero Elise se refugia en pensamientos más místicos y religiosos para sentirse protegida de algún modo.

Es entonces cuando la película abre su espectro en exceso y lanza varios mensajes en distintas direcciones. Por momentos se hace difícil saber qué es lo que quiere contar exactamente: la batalla entre la razón y la religión, la historia de amor entre la pareja, el dolor y la música, son algunos de los múltiples esqueletos del film. Sin embargo, el trabajo actoral suple esta impresión y las dudas que genera un montaje algo errático, sobre todo gracias a una Veerle Baetens que se agiganta en cada escena.

Felix van Groeningen se adentra en el mundo del bluegrass, estilo musical cercano al country y el folk, con una magnífica banda sonora, para narrar una historia de superación de adversidades, de héroes anónimos que luchan para poder contarlo (y cantarlo). Pese a abrazar el melodrama en determinadas ocasiones (lluvia en momentos de tristeza, letras de canciones que encajan demasiado con lo que se está contando o lo que genera incluir a una niña enferma en la historia) el director reconduce bien la narración para no estancarse sólo en el lamento. Sin embargo, como era de esperar, las lágrimas corren por el rostro de Didier (un gran Johan Heldenberg, autor de la obra de teatro) y por el alma de Elise (una Veerle Baetens, preciosa, tatuadísima y desgarradora, que completa una interpretación espectacular en todos los registros).

El trabajo fotográfico, además, se mimetiza a la perfección con las emociones de los personajes, destacando varios contraluces en tonos duros que sirven para dejar claro que ni los conciertos, ni el amor y las sonrisas proporcionadas por los flashbacks, ni la tranquilidad del campo y el country, ocultan el drama que arraigan los personajes y, por tanto, la película. 

Alabama Monroe es una obra que funciona mejor cuando se centra en los personajes y no se deja llevar por grandes mensajes ni proclamas; cuando recupera los flashbacks del amor de Elise y Didier o cuando este se deja ver, en las formas más duras y crueles, en el presente de la pareja. Una historia durísima que golpea, resquebraja y zarandea con violencia al espectador. No obstante, una historia preciosa y muy bien realizada, que conjuga como pocas la música con el dolor, el amor y la propia vida.

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